Los discursos en Agua Especiosa: No fornicarás. La afrenta de cinco hombres notables
Me dice Jesús (a María Valtorta): -Ten paciencia, alma mía, por este doble esfuerzo. Es tiempo de sufrimiento. ¿Sabes lo cansado que estaba los últimos días? Ya ves. A1 andar me apoyo en Juan, en Pedro, en Simón, y también en Judas… Sí. ¡Yo, que emanaba milagro con sólo rozar con mis vestiduras, no pude cambiar aquel corazón! Déjame que me apoye en ti, pequeño Juan, (llamaba así Jesús, como seudónimo, a María Valtorta) para volver a decir las palabras ya dichas en los últimos días a esos obstinados obtusos sobre quienes el anuncio de mi tormento resbalaba y no penetraba. Y deja también que el Maestro hable de sus horas de predicación en la triste llanura del Agua Especiosa. Y te bendeciré dos veces: por tu esfuerzo y por tu piedad. Llevo la cuenta de tus esfuerzos, recojo tus lágrimas. Los esfuerzos por amor a los hermanos recibirán la recompensa de aquellos que se consumen por dar a conocer a Dios a los hombres. Tus lágrimas por mi sufrimiento de la última semana recibirán como premio el beso de Jesús. Escribe y recibe mi bendición. Jesús está en pie, encima de un cúmulo de tablas, alzadas a manera de tribuna en una de las piezas, la última, y allí habla con voz poderosa, para que lo oigan tanto los que están dentro de la estancia como los que se encuentran bajo el cobertizo, e incluso en la era, encharcada por la lluvia. Cubiertos con sus mantos oscuros y de lana en bruto, sobre la cual resbala el agua, parecen frailes todos ellos. En la estancia están los más débiles; bajo el cobertizo, las mujeres; en el patio, bajo la lluvia, los fuertes, la mayoría hombres. Pedro va y viene, descalzo y sólo con la prenda corta, cubierto con un lienzo que se ha puesto sobre la cabeza; pero no pierde el buen humor, a pesar de que tenga que ir guachapeando en el agua y se esté duchando sin desearlo. Con él están Juan, Andrés y Santiago. Están trayendo de la otra estancia, con precaución, a unos enfermos, y guiando a unos ciegos y haciendo de apoyo a algunos tullidos. Jesús aguarda con paciencia a que todos hayan terminado de acomodarse, y sólo le duele el que los cuatro discípulos estén empapados, como esponjas dentro de un cubo. -¡Nada, nada! Somos madera empecinada. No te preocupes. Nos bautizamos otra vez, y el bautizador es Dios mismo – responde Pedro a las muestras de desazón de Jesús. Por fin todos están en sus respectivos lugares y Pedro estima que puede ir a ponerse ropa seca. Así lo hace, como también los otros tres. Pero, vuelto donde el Maestro, ve sobresalir por la esquina del cobertizo el manto gris de la mujer velada, y se dirige hacia ella sin pensar que para hacerlo tiene que volver a cruzar el patio en diagonal bajo el chaparrón, que va a más, y sin pensar en los charcos que salpican hasta la rodilla al chocar tan fuerte en ellos las gotazas de agua. La agarra de uno de los codos, sin retirar el manto, y la arrastra bien hacia arriba, hasta la pared de la estancia, resguardada del agua, y luego se planta a su lado, duro e inmóvil como un centinela. Jesús ha visto la escena y ha sonreído inclinando la cabeza para celar la luminosidad de su sonrisa. Ahora habla. -No digáis, vosotros, los que habéis venido con regularidad, que no hablo con orden y que salto alguno de los diez mandamientos. Vosotros oís, Yo veo; vosotros escucháis, Yo aplico mi palabra a los dolores y a las llagas que veo en vosotros. Yo soy el Médico. Un médico va primero a los más enfermos, a los que están más cerca de la muerte. Luego se vuelve a los menos graves. Yo también. Hoy digo: «No forniquéis». No dirijáis a vuestro alrededor la mirada tratando de leer en el rostro de uno la palabra: «lujurioso». Tened recíproca caridad. ¿Os gustaría que uno la leyera en vosotros? No. Pues entonces no queráis leerla en el ojo turbado de quien está a vuestro lado; en su frente que se avergüenza y se inclina hacia el suelo. Además… ¡Oh!, decidme, especialmente vosotros, hombres. ¿Quién de entre vosotros no ha hincado nunca los dientes en el pan de ceniza y estiércol de la satisfacción sexual? ¿Acaso es lujuria sólo la que os lleva a estar durante una hora entre brazos meretricios? ¿No es, acaso, lujuria, también, la profanación del connubio con la esposa al eludir las consecuencias de éste, que queda reducido, por tanto, a una recíproca satisfacción del sentido, a un vicio legalizado? Matrimonio quiere decir procreación, y el acto quiere decir y debe ser fecundación. Sin ello es inmoralidad. No se debe del tálamo hacer un lupanar; y en lupanar se transforma si se ensucia de libídine y no se consagra con maternidades. La tierra no rechaza la semilla, la acoge y de ella forma una planta. La semilla no huye de la gleba una vez depositada; por el contrario, en seguida echa raíz y se agarra para crecer y dar una espiga: la criatura vegetal nacida del connubio entre gleba y semilla. El hombre es la semilla, la mujer es la tierra, la espiga es el hijo. Negarse a producir la espiga y desaprovechar la fuerza para vicio es culpa. Es meretricio cometido en el lecho nupcial, pero en nada distinto del otro; es más, agravado por la desobediencia al mandamiento que dice: «Sed una sola carne y multiplicaos en los hijos». Por tanto, ved, mujeres voluntariamente estériles, esposas legales y honestas (no a los ojos de Dios, sino del mundo), cómo, a pesar de ello, vosotras podéis ser prostitutas y fornicar igual, aunque seáis sólo de vuestro marido, porque no vais hacia la maternidad, sino al placer, demasiado y demasiado frecuentemente. ¿Y no os paráis a pensar que el placer es un tóxico que, aspirado por una boca, cualquiera que fuere, contagia, produce quemazón, cual fuego que, creyendo consumirse, traspasa, devorador, cada vez más insaciable, los límites del hogar, dejando acre sabor de ceniza bajo la lengua y desagrado y náusea y desprecio de sí y del compañero de placer? Porque cuando la conciencia se despierta – y lo hace entre dos momentos febriles – no puede dejar de nacer este desprecio de sí, rebajados como quedan uno y otro a un nivel incluso inferior al de los animales. (Nota del que suscribe con respecto a este tema: La Iglesia admite la paternidad responsable, o sea, que cuando ya se es generoso en hijos, se pueden adoptar determinadas medidas para no concebir, pero que no sean medios artificiales como anticonceptivos, preservativos, etc. sino recursos naturales, como el de la regulación natura basada en los días infértiles de la mujer, etc,; asimismo, el placer sexual únicamente como simple demostración de amor y desahogo pasional, dentro del matrimonio, es lícito siempre y cuando se tengan en cuenta estas dos medidas antes mencionadas: ser generosos en hijos y no usar medios anticonceptivos artificiales.) “No forniquéis», está escrito. Es fornicación gran parte de las acciones carnales del hombre – ni siquiera toco la cuestión de esas uniones inconcebibles, que son como una pesadilla y que el Levítico condena con estas palabras: «Hombre, no te acercarás al hombre como si fuera una mujer»; y también: «No te unirás a bestia alguna para no contaminarte con ella. Y así hará la mujer, y no se unirá a ninguna bestia, porque es infamia» -. Bien… he hecho alusión al deber de los esposos respecto al matrimonio – el cual deja de ser santo cuando, por malicia, viene a ser infecundo – y ahora voy a hablar de la fornicación en sentido propio entre hombre y mujer, por recíproco vicio o por obtener dinero o regalos. El cuerpo humano es un magnífico templo que encierra en sí un altar. En ese altar debería estar Dios. Pero Dios no está donde hay corrupción. Por tanto, el cuerpo del impuro tiene su altar desconsagrado y sin Dios. Como quien se revuelca, ebrio, en el lodo y en el vómito de la propia ebriedad, el hombre, en la bestialidad de la fornicación, se rebaja a sí mismo, viniendo a ser menos que un gusano o que el animal más inmundo. Decidme – si entre vosotros hay alguno que se haya depravado a sí mismo hasta el punto de comerciar con su cuerpo como se hace con cereales o animales – ¿qué beneficio os ha reportado? Poneos, poneos vuestro corazón en la mano, observadlo, preguntadle, escuchadlo, ved sus heridas, sus estremecimientos de dolor, y luego decidme, respondedme: ¿tan dulce era ese fruto, que compensara este dolor de un corazón nacido puro, forzado por vosotros a vivir en un cuerpo impuro, a latir para dar vida y calor a la lujuria, a irse consumiendo en el vicio? Decidme: ¿Sois tan depravadas que no lloráis secretamente sintiendo una voz de niño que llama: «mamá», y pensando en vuestra madre – ¡oh mujeres de placer que habéis huido de casa, u os han echado de ella para que el fruto empodrecido no destruyera con el exudado de su putridez a los demás hermanos! -, pensando en vuestra madre, muerta quizás por el dolor de tener que decirse a sí misma: «He dado a luz a una persona que ha sido motivo de oprobio»? ¿Pero es que no sentís que se os parte el corazón cuando veis a un anciano cuyas canas le dan un porte solemne, al pensar que sobre las de vuestro padre habéis derramado el deshonor, como barro tomado a manos llenas, y junto con el deshonor el menosprecio de su tierra natal? ¿Pero es que no sentís que se os retuercen las entrañas de doliente añoranza al ver la felicidad de una esposa o la inocencia de una virgen, teniendo que decir: «Yo he renunciado a todo esto, y nunca más volveré a poseerlo»? ¿Pero es que no sentís como si la vergüenza os arrancara la piel de la cara, al ver la mirada, voraz o llena de desprecio, de los hombres? ¿Pero es que no sentís vuestra miseria cuando tenéis sed de un beso de niño y ya no os atrevéis a decir: «Dámelo», porque habéis matado vidas en su comienzo, vidas que habéis rechazado como peso fastidioso e inútil carga, vidas arrancadas del mismo árbol que las había concebido, arrojadas para estiércol, vidas que ahora os gritan: «^Asesinas!»? ¿Pero es que no teméis, sobre todo, al Juez que os ha creado y que os espera para preguntaros y deciros: «¿Qué has hecho de ti misma? ¿Para eso, acaso, te di la vida? Pululante nido de gusanos, ¿cómo te atreves a estar en mi presencia? Tuviste todo lo que para ti era dios: el placer. Ve al lugar de maldición sin término»? ¿ Quién llora? ¿Ninguno? ¿Decís: «ninguno»? Pues mi alma va hacia otra alma que llora. ¿Para qué va hacia ella? ¿Para lanzarle el anatema por ser meretriz? No. Porque siento piedad por su alma. Todo en mí es repulsa hacia su sucio cuerpo, sudado por el esfuerzo lascivo. ¡Pero su alma…! ¡Oh! ¡Padre! ^Padre! ^También por esta alma Yo me he encarnado y he dejado el Cielo para ser su Redentor y el de muchas almas hermanas suyas! ¿Por qué debo no recoger a esta oveja que va descarriada, y llevarla al redil, limpiarla, unirla al rebaño, sacarla a pastar, y darle un amor que sea perfecto como sólo el mío lo puede ser, tan distinto de los que tuvieron hasta ahora para ella nombre de amor y no eran sino odio; tan piadoso, completo, delicado, que ella ya no llore por el tiempo pasado, o lo haga sólo para decir: «Demasiados días he perdido lejos de ti, eterna Belleza. ¿Quién me restituirá el tiempo perdido? ¿Cómo gustar en lo poco que me queda cuanto habría gustado si hubiera sido siempre pura?»? A pesar de ello, no llores, alma pisoteada por toda la libídine del mundo. Escucha: eres un trapo asquerosamente sucio, pero puedes volver a ser una flor; eres un estercolero, pero puedes ser un jardín; eres un animal inmundo, pero puedes volver a ser un ángel. Un día lo fuiste; danzabas en los prados floridos, rosa entre las rosas, fresca como ellas, y despedías fragancia de virginidad; cantabas, serena, tus canciones de niña, y luego corrías a donde tu madre, a donde tu padre, y les decías: «Vosotros sois mis amores». Y el invisible guardián que tienen todas las criaturas al lado sonreía ante tu alma blanca-azul… ¿Y luego? ¿Por qué? ¡Por qué te has arrancado esas alas de pequeño inocente? ¿Por qué has pisoteado un corazón de padre y de madre para correr hacia otros corazones inciertos? ¿Por qué has consignado tu voz pura a embusteras frases de pasión? ¿Por qué has quebrado el tallo de la rosa y te has profanado a ti misma? Arrepiéntete, hija de Dios. El arrepentimiento renueva. El arrepentimiento purifica. El arrepentimiento sublima. ¿El hombre no te puede perdonar? ¿Ni siquiera tu padre podría ya hacerlo? Bueno, pues Dios puede, porque la bondad de Dios no es comparable a la bondad humana y su misericordia es infinitamente más grande que la humana miseria. Hónrate a ti misma haciendo, con una vida honesta, digna de honor a tu alma. Justifícate ante Dios no volviendo a pecar contra tu alma. Hazte un nombre nuevo ante Dios. Eso es lo que tiene valor. ¿Eres vicio? Sé honestidad, sé sacrificio, sé la mártir de tu arrepentimiento. Bien supiste martirizar tu corazón para hacer gozar a la carne, sabe ahora martirizar la carne para darle a tu corazón una eterna paz. Ve. Marchad todos, cada uno con su peso y con su pensamiento, y meditad. Dios espera a todos y no rechaza a ninguno que se arrepienta. ¿Que el Señor os dé su luz para conocer vuestra alma! ¡Adiós! Muchos se marchan en dirección al pueblo. Otros entran en la habitación. Jesús va hacia los enfermos y les devuelve la salud. Un grupo de hombres, en un ángulo, habla en voz baja; divididos como están en distintas tendencias, gesticulan y se acaloran. Algunos se muestran acusadores de Jesús; otros, defensores; y otros exhortan a éstos y a aquéllos a tener un juicio más maduro.A1 final, los más obstinados, quizás porque son pocos respecto a los otros dos grupos, se deciden por una tercera vía: van a donde Pedro, que está transportando junto con Simón las camillas – que ya no hacen falta – de tres de los curados, y lo asaltan avasalladoramente dentro de la vasta habitación, que ha quedado transformada en hospedería de los peregrinos. Dicen: -Hombre de Galilea, escucha. Pedro se vuelve y los mira como a unos bichos raros. No habla, pero su cara es todo un poema. Simón sólo lanza su mirada hacia los cinco energúmenos, y sale, dejándolos plantados a todos. Uno de los cinco continúa diciendo: -Yo soy Samuel, el escriba; éste es el otro escriba, Sadoq; y éste es el judío Eleazar, muy conocido e influyente; y éste, el ilustre anciano Calasebona; y éste, finalmente, Nahum. ¿Entendido? ; Nahum!» (y, por si fuera poco, el tono es enfático). Pedro se inclina ligeramente según va oyendo estos nombres, pe-ro, al oír el último, se queda a mitad de camino, y dice con la mayor indiferencia: -No lo sé, nunca le he oído, y… no entiendo nada. -¡Vulgar pescador! ¡Has de saber que es el fiduciario de Anás! -No sé quién es; bueno, conozco a muchas mujeres de nombre Ana; incluso en Cafarnaúm hay un montón de Anas, pero no sé de qué Ana éste es fiduciario. -¿Este? ¿A mi se me dice: «éste»? -Y entonces, ¿cómo quieres que te llame?: ¿asno?, ¿pájaro? Cuando iba a la escuela, me enseñó el maestro a decir «éste» hablando de un hombre, y, si no veo visiones, tú eres un hombre. El hombre se revuelve como torturado por esas palabras. El otro, el primero que ha hablado, aclara: -Anás es el suegro de Caifás… -¡Aaaah!… ¡Ahora entiendo! ¿Y bien…? -¡Pues que has de saber que nosotros estamos indignados! -¿Con qué? ¿Con el tiempo? Yo también. Es la tercera vez que me cambio y ya no tengo más ropa seca. -¡No seas necio! -¿Necio? Pero si es verdad; si no estáis indignados con el tiempo, entonces, ¿con qué? ¿Con los romanos? -¡Con tu Maestro! Con el falso profeta. -¡Oye, tú, Samuel, ojo, que entro en acción, y entonces soy como el lago: de la calma chicha a la tempestad paso en un momento! ¡Ten cuidado con lo que dices…! En esto, han llegado también los hijos de Zebedeo y de Alfeo, y con ellos Judas Iscariote y Simón, y se arriman a Pedro que, por su parte, levanta cada vez más la voz. -¡No tocarás con tus manos plebeyas a los grandes de Sión! -¡Oh, qué señoriítos más majos! Y vosotros no me toquéis al Maestro, porque, si no, voláis al pozo, inmediatamente, a purificaros de verdad, por dentro y por fuera. -Recuerdo a los doctos del Templo – dice serenamente Simón – que la casa es de dominio privado. Y agrega Judas Iscariote: -Y que el Maestro, y soy garante de ello, ha mostrado siempre hacia las casas de los demás, y en primer lugar hacia la casa del Señor, el máximo respeto. Hágase igual con su casa. -Tú cállate, gusano falso. -¿De qué, falso? Me habéis asqueado y me he venido donde no hay asquerosidades, ¡y Dios quiera que el haber estado con vosotros no me haya corrompido hasta lo más profundo! -Brevemente: ¿qué queréis? – pregunta secamente Santiago de Alfeo. -¿Y tú quién eres? -Soy Santiago de Alfeo, y Alfeo de Jacob, y Jacob de Matán, y Matán de Eleazar; y si quieres te digo toda la ascendencia hasta el rey David, de quien procedo; y soy primo del Mesías. Por tanto, te ruego que hables conmigo, de estirpe real y de raza judía, si es que a tu arrogancia le da asco el hablar con un honesto israelita que conoce a Dios mejor que Gamaliel y que Caifás. Vamos. Habla. -Tu Maestro y pariente permite que le sigan las prostitutas. Esa mujer velada es una de ellas, yo la he visto estando ella vendiendo oro, y la he reconocido. Es la amante que se le ha escapado de las manos a Siammái, y eso lo deshonra. -¿Qué Siammái? ¿A Siammái, el rabino? Pues debe ser entonces un carcamal. Por tanto, no hay peligro… – dice burlonamente Judas Iscariote. -¡Cállate, desequilibrado! A Siammái de Elquí, el predilecto de Herodes. -¡Caramba! Eso es señal de que ella ya no prefiere al predilecto. Ella es quien tiene que ir a la cama con él, no tú; ¿por qué te lo tomas entonces a mal? – Judas de Keriot se muestra sumamente irónico. -Hombre, ¿no crees que te deshonras haciendo de espía? – pregunta Judas de Alfeo – Y, ¿no crees que se deshonra el que se rebaja a pecar y no, al contrario, quien trata de levantar al pecador? ¿Qué deshonra puede venirle a mi Maestro y hermano del hecho de que haga llegar su voz hasta las orejas profanadas por la baba de los lascivos de Sión? -¿La voz? ¡Ja! ¡Ja! ¡Tu Maestro y primo tiene treinta años, y no es sino un hipócrita mayor que los demás! Y tú, y todos vosotros, dormís profundamente por la noche… -¡Desvergonzado reptil! Fuera de aquí o te estrangulo – grita Pedro, haciéndole coro Santiago y Juan; Simón, por su parte, se limita a decir: -¡Qué vergüenza! Tu hipocresía es tan grande, que regurgita y se desborda, y babeas como una gran babosa encima de la flor pura. Sal y sé hombre, porque ahora no eres sino baba. Te he reconocido, Samuel. Eres siempre el mismo corazón. Que Dios te perdone; pero, vete de mi presencia. Y mientras el Keriot y Santiago de Alfeo contienen al fogoso Pedro, Judas Tadeo, que en este acto se asemeja más que nunca a su Primo (de quien ahora tiene el mismo centelleo azul en la mirada y la imponencia en la expresión, dice vehementemente: -A sí mismo se deshonra quien deshonra al inocente. Dios ha hecho los ojos y la lengua para llevar a cabo obras santas. El maldiciente los profana y rebaja, haciéndoles cumplir obras malvadas. Yo no me voy a manchar a mí mismo con un acto vil contra tu canicie, pero te recuerdo que los malvados odian al hombre íntegro y que el necio descarga su aversión sin reflexionar ya siquiera en que con ello se pone al descubierto. Quien vive en las tinieblas confunde una rama florida con un reptil, pero quien vive en la luz ve las cosas como son y, si alguien las desacredita, las defiende por amor a la justicia. Nosotros vivimos en la luz. Somos la generación casta y hermosa de los hijos de la luz, y nuestro Caudillo es el Santo que no conoce ni mujer ni pecado. Nosotros lo seguimos y lo defendemos de sus enemigos, hacia los cuales, como Él nos ha enseñado, no sentimos odio; antes bien, oramos por ellos. Aprende, anciano, de un joven, que se ha hecho maduro porque la Sabiduría es su Maestro, aprende a no ser precipitado para hablar e inútil para obrar el bien. Vete, y refiere a quien te ha enviado que Dios en su gloria está en esta pobre morada, y no en la profanada casa del monte Moria. Adiós. Los cinco no se atreven a replicar y se marchan. Los discípulos conjuntamente examinan si decírselo o no a Jesús, que está todavía con los enfermos curados. Deciden que es mejor decírselo. Se acercan a Él, lo llaman y se lo dicen. Jesús sonríe sereno y responde: -Os agradezco vuestra defensa… pero ¿qué podéis hacer? Cada uno da lo que tiene. -Pero tienen un poco de razón. Los ojos están en la cabeza para ver y muchos ven. Ella está siempre ahí fuera, como un perro. Te perjudica – dicen varios. -Dejadla que esté. No será ella la piedra que golpeará mi cabeza. Y si ella se salva… ¡Oh…, bien merece la pena una crítica por una alegría así! A1 dar esta dulce respuesta todo termina.