Los discursos en Agua Especiosa: Honra a tu padre y a tu madre. Curación de un deficiente mental
Jesús pasea lentamente arriba y abajo a lo largo de la orilla del río. Debe haber amanecido hace poco, porque la niebla de un triste día invernal se estanca aún entre los cañizares de las márgenes. No hay nadie hasta donde alcanza la vista en las dos orillas del Jordán. Sólo nieblecilla baja, frufrú de agua entre las cañas, rumor de aguas, que, por las lluvias de los días precedentes, están turbias, y algunos reclamos de pájaros, cortos, tristes, como lo son cuando, terminada la estación de los amores, las aves están entristecidas por el invierno y la escasez del alimento. Jesús los escucha y parece interesarse mucho en el reclamo de un pajarito que, con regularidad de reloj, vuelve su cabecita hacia el Norte y emite un «^chiruit?» quejumbroso, y luego vuelve la cabecita hacia el Sur y repite su interrogativo «¿chiruit?» sin respuesta. Al fin el pajarito parece haber recibido una respuesta en el «chip» que vine de la otra orilla y emprende el vuelo y se aleja a través del río con pequeño grito de alegría. Jesús hace un gesto como diciendo: “¡Menos mal!”, y continúa el paseo. -¿Te importuno, Maestro? – pregunta Juan, que viene de los prados. -No. ¿Qué quieres?-Quería decirte… creo que es una noticia que te puede confortar y he venido enseguida; no sólo por ello, sino también para pedirte consejo. Estaba barriendo nuestras habitaciones y ha venido Judas de Keriot. Me ha dicho: «Te ayudo». Yo me he quedado asombrado porque siempre muestra poca disposición para hacer las cosas de este tipo que se le mandan… No obstante, me he limitado a decir: «¡Oh, gracias! Así lo haré antes y mejor». Él se ha puesto a barrer y hemos terminado pronto. Entonces ha dicho: «Vamos al bosque. Siempre traen leña los mayores. No es correcto. Vamos nosotros. No soy un experto, pero si me enseñas…». Y hemos ido. Mientras estaba atando con él los haces, me ha dicho: `Juan, quiero decirte una cosa». «Habla», he respondido, pensando que se tratase de alguna crítica. Pero no; me ha dicho: «Yo y tú somos los más jóvenes. Tendríamos que estar más unidos. Tú tienes casi miedo de mí, y tienes razón, porque no soy bueno. Pero, créeme… no lo hago adrede. Hay veces que siento la necesidad de ser malo; quizás porque, habiendo sido único, me han enviciado. Y quisiera hacerme bueno. Los mayores – lo sé – no me ven muy bien. Los primos de Jesús están enfadados porque… sí, les he faltado mucho, como también a su primo. Pero tú eres bueno y paciente. Tú quiéreme. Hazte idea de que soy un hermano, un hermano malo, sí, pero un hermano al que hay que querer aunque sea malo. El mismo Maestro dice que hay que actuar así. Cuando veas que no actúo correctamente, dímelo. Y otra cosa: no me dejes siempre solo. Cuando vaya al pueblo, ven también tú; así me ayudarás a no hacer el mal. Ayer sufrí mucho. Jesús me habló y yo lo miré. En mi estúpido rencor no me miraba ni a mí mismo ni a los demás. Ayer miré y vi… Tienen razón al decir que Jesús está sufriendo… y siento que parte de la culpa es mía. No quiero seguir teniendo culpa. Ven conmigo. ¿Vas a venir? ¿Me vas a ayudar a ser menos malo?». Esto ha dicho, y te confieso que me latía el corazón como le late a un gorrión en manos de un muchacho. Latía de alegría porque me agrada que él se haga bueno – por ti me agrada – y latía un poco de miedo porque… no quisiera volverme como Judas. Pero luego me he acordado de cuanto me habías dicho el día que tomaste a Judas, y he respondido: «Sí, ciertamente te ayudaré; pero yo tengo que obedecer, y si recibo otras órdenes…». Pensaba: ahora se lo digo al Maestro y si Él quiere lo hago; si no quiere, que me dé la orden de no alejarme de la casa. -Escucha, Juan. Yo te dejo ir. Me tienes que prometer, no obstante, que si sientes que algo te turba, me lo vienes a decir. Me has dado mucha alegría, Juan. Aquí llega Pedro con su pescado. Ve, Juan. Jesús se vuelve hacia Pedro: -¿Buena pesca? -¡Bueno…! No mucho. Pececillos… Pero todo contribuye. Santiago está rezongando porque algún animal ha roído la soga y se ha perdido una red. He dicho: «¿Y él no debía comer? Compadécete del pobre animal». Pero Santiago no es de esa idea… – dice Pedro riendo. -Eso es lo que Yo digo respecto a un hermano, y es lo que vosotros no sabéis hacer. -¿Hablas de Judas? -Hablo de Judas. Él sufre por ello. Tiene buenos deseos y tendencias perversas. Pero, vamos a ver, dime tú, experto pescador: ¿Si Yo quisiera ir en barca por el Jordán y llegar al lago de Genesaret, qué debería hacer? ¿Lo lograría? -¡En fin! ¡Sería muy trabajoso! Pero sí lo lograrías con barcas pequeñas y planas… Supondría mucho esfuerzo, ¿sabes? ¡Y largo! Habría que medir continuamente el fondo, estar atento a las orillas y a los bajos, a la maleza flotante, a la corriente. La vela no hace falta en estos casos; es más, perjudica… Pero, ¿quieres volver al lago siguiendo el río? Ten en cuenta que contra corriente se va mal. Hay que ser muchos, si no… -Tú lo has dicho. Cuando uno es un vicioso, para ir hacia el Bien debe ir contra corriente, y uno por sí solo no puede lograrlo. Judas es justamente uno de éstos. Y vosotros no le ayudáis. El indigente sube solo y pega contra el fondo, roza en los bajos, se enreda entre la maleza flotante, queda atrapado por los remolinos. Por otra parte, si mide el fondo, no puede al mismo tiempo mantener el timón o el remo. ¿Por qué, entonces, se le reprende si no avanza? Tenéis piedad de los extraños, y de él, compañero vuestro, ¿no? No es justo. ‘¿Ves allí a Juan y a él yendo hacia el pueblo por pan y verduras? Él ha pedido como gracia no ir solo, y se lo ha pedido a Juan, porque no es un tonto y sabe qué idea tenéis vosotros, los mayores, acerca de él. -¿Y Tú lo has mandado? ¿Y si se corrompe también Juan? -¿Quién? ¿Mi hermano? ¿Por qué se va a corromper? – pregunta Santiago, que llega con la red recuperada entre un cañizar. -Porque Judas va con él. -¿Desde cuándo? -Desde hoy, y Yo lo he permitido. -Entonces, si lo permites Tú… -Sí; es más, se lo aconsejo a todos. Lo dejáis demasiado solo. No seáis jueces sólo para él. No es peor que muchos otros. Eso sí, está más consentido, ya desde la infancia. -Sí, debe ser eso. Si hubiera tenido por padre y madre a Zebedeo y a Salomé, no sería así. Mis padres son buenos, pero se acuerdan de que tienen un derecho y un deber hacia los hijos. -Bien dices. Hoy hablaré precisamente de esto. Pongámonos en marcha. Ya veo gente en movimiento en los prados. -Yo ya no sé cómo nos las vamos a arreglar para vivir. Ya no hay ni hora de comer, ni de rezar, ni de descansar… y la gente sigue aumentando – dice Pedro entre admirado y enfadado. -¿Te lamentas por ello? Es signo de que existe aún búsqueda de Dios. -Sí, Maestro. Pero Tú sufres como consecuencia. Ayer te quedaste incluso sin comer, y esta noche sin más cobijas que tu manto. Si lo supiera tu Madre!… -Bendeciría a Dios, que me acerca tantos fieles. -Y me regañaría a mí, en quien puso su confianza – termina Pedro. Bajan hacia ellos, gesticulando, Felipe y Bartolomé. Ven a Jesús y apresuran el paso diciendo: -¡Oh, Maestro! ¡Cómo vamos a arreglárnoslas? Es un verdadero peregrinaje; y enfermos, y gente que llora, y pobres sin ningún medio que vienen de lejos.-Compraremos pan. Los ricos dan limosnas… usémoslas, pues. -Los días son breves. El techado está ya lleno de gente al raso. Las noches son húmedas y frías. -Tienes razón, Felipe. Nos apretaremos todos en una de las piezas. Podemos hacerlo. Y prepararemos lo necesario en las otras dos para los que no puedan llegar a las casas hoy por la tarde. -¡Comprendo! Dentro de poco tendremos que pedir a los que hospedamos el permiso para cambiarnos de ropa. Nos van a invadir de tal modo, que nos van a obligar a huir a nosotros – refunfuña Pedro. -¡Otras fugas verás, Pedro mío! ‘¿Qué le pasa a aquella mujer? Han llegado ya a la era, y Jesús nota la presencia de una mujer que está llorando. -¡Bah! Estaba también ayer, y también ayer lloraba. Cuando Tú estabas hablando con Manahén se movió para ir hacia ti, luego se marchó. Debe de estar en el pueblo, o aquí cerca, porque ha vuelto. Enferma no parece… -La paz sea contigo, mujer – dice Jesús pasando a su lado. Y ella responde en voz baja: «Y contigo». Nada más. Habrá al menos unas trescientas personas. Bajo el techado hay cojos, ciegos, mudos; uno, del todo agitado por una convulsión; un jovencito, claramente hidrocéfalo, de la mano de un hombre (no hace sino gemir, echar baba, menear su gruesa cabeza de expresión idiota). -¿Es hijo de esa mujer? – pregunta Jesús. -No lo sé. Simón, que se ocupa de los peregrinos, lo sabe. Llaman al Zelote y le preguntan. Pero el hombre no ha venido con la mujer. Ella está sola. -No hace sino llorar y rezar. Y hace poco me ha preguntado: «¿El Maestro cura también los corazones?» – explica Simón el Zelote. -Será una esposa traicionada – comenta Pedro. Mientras Jesús se dirige hacia los enfermos, Bartolomé y Mateo van a la purificación con muchos peregrinos. La mujer, en su ángulo, llora inmóvil. Jesús no niega a ninguno el milagro. Hermoso es el del niño idiota, al cual infunde el intelecto con el hálito, sosteniendo luego la voluminosa cabeza entre sus largas manos. Todos se arremolinan. Incluso la mujer velada osa acercarse bastante, tal vez porque hay mucha gente, y se pone junto a la mujer que llora. Jesús dice al cretino: -Yo quiero en ti la luz del intelecto para abrir camino a la luz de Dios. Escucha, di conmigo: `Jesús». Dilo. Lo quiero. El niño idiota, que antes se quejaba como un animal emitiendo sólo un tenue gañido, farfulla con dificultad: -Jeyú. -Otra vez – ordena Jesús, teniendo todavía entre sus manos la cabeza deforme y dominándolo con su mirada. -Jee-sús. -Otra vez. -¡Jesús! – dice por fin el niño cretino. Los ojos ya no están tan vacíos de expresión, la boca tiene una sonrisa distinta. -Hombre – dice Jesús al padre -, has tenido fe; tu hijo está curado. Hazle alguna pregunta. El nombre de Jesús supone milagro contra las enfermedades y las pasiones». El hombre le dice a su hijo: -Quién soy yo? Y el muchacho responde: -Mi padre. El hombre aprieta contra su corazón a su hijo, y explica: -Me nació así. Mi esposa murió en el parto y él estaba impedido de mente y de habla. Ahora ya veis. He tenido fe, sí. Vengo de Joppe. ¿Qué debo hacer por ti, Maestro? -Ser bueno, y tu hijo contigo; nada más. -Y amarte. ¡Vamos en seguida a decírselo a la madre de tu madre, que es la que me convenció a esto. Bendita sea! Los dos se van felices. De la pasada desventura no queda sino la voluminosa cabeza del muchacho. La expresión y la palabra son normales. -Pero, ¿ha quedado curado por voluntad tuya o por poder de tu nombre? – preguntan muchos. -Por voluntad del Padre, siempre benigno para con el Hijo. Pero también mi Nombre es salvación. Vosotros lo sabéis: Jesús quiere decir Salvador. La salvación se refiere al alma y a los cuerpos. Quien pronuncia el Nombre de Jesús con verdadera fe queda curado de enfermedades y pecado, porque en toda enfermedad espiritual o física está la uña de Satanás, el cual crea las enfermedades físicas para conducir hacia la rebelión y hacia la desesperación a través del sufrimiento de la carne, y las morales o espirituales para conducir hacia la condenación». -Entonces Tú piensas que Belcebú no es ajeno a ninguna aflicción del género humano. -No es ajeno. Por él enfermedad y muerte entraron en le mundo, como, igualmente, el delito y la corrupción entraron en el mundo por él. Cuando veáis a alguien atormentado por alguna desventura, pensad, sí, que sufre por Satanás. Cuando veáis que alguien es causa de desventura, pensad también que él es instrumento de Satanás. -Pero, las enfermedades vienen de Dios. -Las enfermedades son un desorden en el orden, porque Dios creó al hombre sano y perfecto. El desorden que ha introducido Satanás en el orden dado por Dios, ha traído consigo las enfermedades de la carne y las consecuencias de las mismas, o sea, la muerte, o las funestas transmisiones por herencia. El hombre ha heredado de Adán y Eva la mancha de origen; pero no sólo ésta. Y la mancha se extiende cada vez más, incluyendo las tres ramas del hombre: la carne, cada vez más viciosa y, por tanto, débil y enferma; lo moral, cada vez más soberbio y, por tanto, corrompido; el espíritu, cada vez más incrédulo, o sea, cada vez más idólatra. Por consiguiente es necesario – como he hecho Yo con aquel débil mental – enseñar el Nombre del que huye Satanás, esculpirlo en la mente y en el corazón, ponerlo en el yo como un sigilo de propiedad. -Pero, ¿Tú nos posees? ¿Quién eres, que tanto te crees? -¡Ojalá fuese así! Pero no lo es. Si os poseyera, estaríais ya salvados. Y sería derecho mío, porque Yo soy el Salvador y debería tener a mis salvados. Mas, salvaré a quienes tengan fe en mí. – Juan… yo vengo de donde Juan. Me ha dicho: «Ve a Aquel que habla y bautiza cerca de Efraím y Jericó. Él tiene el poder de desatar y atar, mientras que yo no puedo más que decirte: haz penitencia para hacer ágil a tu alma para ir en pos de la salud»» dice uno de los que ha obtenido un milagro, uno que primero se sujetaba con muletas y ahora se mueve expedito. -¿No le duele al Bautista perder la multitud? – pregunta uno. Y el que ha hablado antes responde: -¿Dolerle? Dice a todos: «¡Id! ¡Id! Yo soy el astro que se oculta; Él, el astro que se alza y se fija eterno en su esplendor. Para no permanecer en las tinieblas, id a Él antes de que mi pabilo se apague». -¡No hablan así los fariseos! Ellos están llenos de odio porque Tú atraes a las muchedumbres. ¿Lo sabes? -Lo sé -responde brevemente Jesús. Se abre una disputa sobre la razón o no del modo de actuar de los fariseos. Mas Jesús corta con un: «No critiquéis» que no admite réplica. Vuelven Bartolomé y Mateo con los bautizados. Jesús comienza a hablar. La paz sea con vosotros todos. He pensado hablaros de Dios por la mañana, puesto que ahora venís aquí ya desde por la mañana y os es más cómodo partir al mediodía. He pensado también hospedar a los peregrinos que no puedan volver a sus casas antes de que anochezca–Yo también soy peregrino y no poseo sino lo mínimo indispensable que la piedad de un amigo me ha dado. Juan posee aún menos que Yo. Pero a Juan van personas sanas o simplemente poco enfermas, tullidos, ciegos, mudos; no moribundos o personas febriles, como vienen a mí. Van a él para bautismo de penitencia; a mí venís también para curación de cuerpos. La Ley dice: “Ama a tu prójimo como a ti mismo». Yo pienso y digo: ¿Cómo mostraría mi amor hacia los hermanos, si cerrara mi corazón a sus necesidades, incluso físicas? Y concluyo: les daré a ellos lo que me ha sido dado. Extendiendo la mano hacia los ricos, pediré para el pan de los pobres; desprendiéndome de mi propio lecho, acogeré en él a quien esté cansado o se sienta mal. Somos todos hermanos y el amor no se demuestra con palabras sino con hechos. Aquel que cierra su corazón a su semejante tiene corazón de Caín. Aquel que no tiene amor es un rebelde respecto al precepto de Dios. Somos todos hermanos. Y, no obstante, Yo veo, y vosotros veis, que incluso dentro de las familias – donde la sangre común remarca, incluso consigo misma y con la carne, la hermandad que nos viene de Adán – hay odios o roces. Los hermanos están contra los hermanos, los hijos contra los padres; los consortes, enemigos el uno del otro. Pero, para no ser malvados hermanos siempre, y adúlteros esposos un día, hay que aprender ya desde la primera edad el respeto hacia la familia, que es el más pequeño y a la vez el más grande organismo del mundo: el más pequeño respecto al organismo de una ciudad, de una región, de una nación, de un continente; pero el mayor porque es el más antiguo, pues lo puso Dios cuando aún el concepto de patria, de país, no existía, viviendo sin embargo ya y siendo activo el núcleo familiar, manantial de la raza humana y de las distintas razas, pequeño reino en que el hombre es rey, la mujer reina, súbditos los hijos. ¿Puede acaso un reino dividido, en que sus habitantes entre sí son enemigos, subsistir? No puede. Pues así, en verdad, una familia no subsiste si no hay obediencia, respeto, economía, buena voluntad, laboriosidad, amor. «Honra al padre y a la madre» dice el decálogo. ¿Cómo se honran? ¿Por qué se deben honrar? Se honran con verdadera obediencia, con exacto amor, con confidente respeto, con un temor reverencial que no cierra las puertas a la confidencia, como tampoco nos hace tratar a nuestros mayores como si fuéramos siervos e inferiores. Se les debe honrar porque, después de Dios, quienes dan la vida y proveen a todas las necesidades materiales de la vida, los primeros maestros, los primeros amigos del joven ser nacido a este mundo, son el padre y la madre. Se dice: «Que Dios te bendiga»; se dice: «Gracias» a aquel que nos recoge un objeto que se nos ha caído, o nos da un mendrugo de pan. Pues entonces, ¿no vamos a decir, con amor, «que Dios te bendiga», y «gracias», a quienes se matan trabajando por darnos de comer, o tejiendo nuestros vestidos y manteniéndolos limpios, a quienes se levantan para escrutar nuestro sueño, se niegan el descanso por cuidarnos, o nos hacen de su seno lecho en nuestros momentos más dolorosos de cansancio? Son nuestros maestros. A1 maestro se le teme y se le respeta. Mas éste nos toma cuando ya sabemos lo indispensable para sostenernos y nutrirnos y decir lo esencial, y nos deja cuando la más ardua enseñanza de la vida, o sea, «el vivir», aún se nos debe enseñar: y son el padre y la madre quienes nos preparan: para la escuela primero, para la vida después. Son nuestros amigos. Mas, ¿qué amigo puede ser más amigo que un padre, o más amiga que una madre? ¿Podéis tener miedo de ellos? ¿Podéis decir que él o ella os van a traicionar? Bueno, pues ved cómo ese joven necio y esa muchacha aún más necia se buscan amigos entre los extraños, y cierran su corazón al padre y a la madre, y corrompen su mente y su corazón con contactos al menos imprudentes, si es que no son incluso culpables, motivo de lágrimas paternas y maternas, que hienden, como gotas de plomo fundido, el corazón de los padres. Pero Yo os digo que esas lágrimas no caen en el polvo y en el olvido; Dios las recoge y las cuenta. El martirio de un padre o de una madre pisoteados recibirá premio del Señor. Así como tampoco será olvidado el acto de un hijo que somete a suplicio a su padre o a su madre, aunque éstos, en su doliente amor, supliquen piedad de Dios para su hijo culpable. «Honra a tu padre y a tu madre si quieres vivir largamente sobre la Tierra» está escrito; «y eternamente en el Cielo», añado. ¡Demasiado poco castigo sería el vivir poco aquí por haber ofendido a los padres! El más allá no es un cuento, y en el más allá se recibirá premio o castigo, según hayamos vivido. Quien ofende a un padre o a una madre ofende a Dios, porque Dios ha mandado amarlos, y quien no ama peca; pierde, por tanto, así, más que la vida material, la verdadera vida: le espera la muerte (es más, ya está en él, habiendo caído su alma en desgracia de su Señor); tiene ya en sí el delito porque hiere el amor más santo después de Dios; tiene ya en sí los gérmenes de los futuros adulterios, porque de un mal hijo viene un pérfido esposo; tiene ya en sí los estímulos de la corrupción social, porque de un hijo malo nace el futuro ladrón, el torvo y violento asesino, el frío usurero, el libertino seductor, el vividor cínico, el repugnante traidor de la patria, de los amigos, de los hijos, de la esposa, de todos. ¿Podéis, acaso, nutrir estima y confianza hacia quien ha sido capaz de traicionar el amor de una madre y burlarse de las canas de un padre? Escuchad, no obstante, también esto: el deber de los hijos se corresponde con un parejo deber de los padres. ¡Maldición al hijo culpable… pero también para el culpable progenitor! Haced que los hijos no puedan criticaros y copiaros en el mal. Haceos amar por haber dado amor con justicia y misericordia. Dios es Misericordia. Los padres, que van sólo después de Dios, sean misericordia. Sed ejemplo y consuelo de los hijos. Sed paz y guía. Sed el primer amor de vuestros hijos. Una madre es siempre la primera imagen de la esposa que querríamos. Un padre, para las hijas jovencitas, tiene el rostro que sueñan para el esposo. Haced que, sobretodo, vuestros hijos e hijas elijan con sabia mano a sus recíprocos consortes pensando en la madre, en el padre, y deseando en el consorte lo que hay en el padre, en la madre: una virtud veraz. Si tuviera que hablar hasta agotar el tema, no serían suficientes el día y la noche. Por ello, en atención a vosotros, concluyo. El resto, que os lo manifieste el Espíritu eterno. Yo echo la simiente y sigo caminando. En los buenos, la semilla echará raíz y dará espiga. Marchad. La paz sea con vosotros. Quien se marcha se va raudo, quien se queda entra en la tercera pieza y come su pan o el que ofrecen los discípulos en nombre de Dios. Sobre rústicos apoyos han sido colocados unos tablones y paja donde pueden dormir los peregrinos. La mujer velada se marcha con paso ágil; la otra, la que ya estaba llorando desde el principio, y ha seguido llorando sin interrupción mientras Jesús hablaba, se mueve incierta y luego se decide a marcharse. Jesús entra en la cocina para tomar alimento; pero apenas acaba de empezar a comer y ya le tocan a la puerta. Se levanta Andrés, que está más cerca, y sale al patio. Habla y luego vuelve: -Maestro, una mujer, la que lloraba, pregunta por ti. Dice que tiene que marcharse y que debe hablarte. -Pero en este plan ¿cómo y cuándo come el Maestro? – exclama Pedro. -Debías haberle dicho que viniera más tarde – dice Felipe. -Silencio. Luego como. Seguid vosotros. Jesús sale. La mujer está afuera. -Maestro… una palabra… Tú has dicho… ¡Oh…, ven detrás de la casa! ¡Es penoso manifestar mi dolor. Jesús condesciende, sin decir palabra; se limita, una vez detrás de la casa, a preguntar: -¿Qué quieres de mí? -Maestro… te he oído antes, cuando hablabas entre nosotros… y luego te he oído mientras predicabas. Parece como si hubieras hablado para mí. Has dicho que en toda enfermedad física o moral está Satanás… Yo tengo un hijo enfermo en su corazón. ¡Ojalá te hubiera oído cuando hablabas de los padres! Es mi tormento. Se ha desviado con malos compañeros y es… es exactamente como Tú dices… ladrón (por ahora, en casa, pero…). Es un pendenciero… un avasallador… Siendo, como es, joven, se destruye con la lujuria y la crápula. Mi marido quiere echarlo de casa. Yo… yo soy su madre… y muero de dolor. ¿Ves cómo jadea mi pecho? Es el corazón que se me parte de tanto dolor. Desde ayer deseaba hablarte, porque… espero en ti, Dios mío; pero, no me atrevía a decir nada. ¡Es tan doloroso para una madre decir: «Tengo un hijo cruel»!… La mujer llora, curvada y doliente, ante Jesús. -No llores más. Quedará curado de su mal. -Si pudiera oírte, sí; pero no quiere oírte. ¡Oh…, nunca sanará! – ¡Tienes fe tú por él? ¿Tienes voluntad tú por él? -¿Y me lo preguntas? Vengo de la Alta Perea para rogarte por él… -Pues entonces ve. Cuando llegues a tu casa, tu hijo te saldrá al encuentro arrepentido. -Pero, ¿cómo? -¿Cómo? ¿Crees que Dios no puede hacer lo que Yo pido? Tu hijo está allí, Yo estoy aquí, pero Dios está en todas partes… y Yo le digo a Dios: «Padre, piedad por esta madre». Y Dios hará tronar su llamada en el corazón de tu hijo. Ve, mujer. Un día pasaré por las calles de tu ciudad, y tú, orgullosa de tu hijo, saldrás a recibirme con él. Y cuando él llore sobre tus rodillas, pidiéndote perdón y contándote su misteriosa lucha, de la que salió con alma nueva, y te pregunte cómo sucedió, dile: «Por Jesús has nacido de nuevo al bien». Háblale de mí. Si has venido a mí, es señal de que conoces; haz que él conozca y me lleve en su pensamiento para tener consigo la fuerza salvadora. Adiós. La paz a la madre que ha tenido fe, al hijo que vuelve, al padre contento, a la familia restaurada. Ve. La mujer se va en dirección al pueblo y todo termina.