En el convite de José de Arimatea. Encuentro con Gamaliel y Nicodemo
Arimatea es todavía montañosa. No sé por qué me la imaginaba llana. En realidad está entre montes que van decreciendo hacia el llano fértil que en ciertas vueltas del camino aparece a occidente, para difuminarse en el horizonte, en esta mañana de Noviembre, en medio de una niebla baja que parece una extensión de agua sin límite. Jesús está con Simón y Tomás. No tiene otros apóstoles consigo. Tengo la impresión de que valora sabiamente los efectos de los tipos de personas con que debe tratar, llevando consigo, según los distintos ambientes, a aquellos que pueden ser aceptados sin crear demasiado contraste en el huésped de que se trate. Estos judíos deben ser más… susceptibles que mujercitas románticas… Oigo que están hablando de José de Arimatea. Tomás, que quizás lo conoce muy bien, señala las posesiones de éste – vastas y valiosas- que se extienden por la montaña, especialmente por la parte de Jerusalén, siguiendo el camino que desde la capital viene hacia Arimatea y une después este lugar con Joppe. Oigo que hablan de esto, y que Tomás hace un canto también a las tierras que José posee a lo largo de los caminos de la llanura. -¡Al menos aquí no se trata como animales a los hombres! ¡Oh…. ese Doras! – dice Simón. Efectivamente, aquí los trabajadores están bien nutridos y bien vestidos, y reflejan ese algo que expresa satisfacción, propio de quien se encuentra a gusto. Los trabajadores saludan respetuosamente: naturalmente ya saben quién es el que va por los campos de Arimatea hacia la casa de su patrón; saben quién es ese Hombre alto y apuesto, y, observándolo, hacen comentarios en voz baja. En el punto en que ya se ve la casa, hay un servidor de José, que se postra y pregunta: -¿Eres Tú el Rabí esperado? -Soy Yo – responde Jesús. El hombre se despide con profundo respeto y se marcha corriendo para avisar a su patrón. Efectivamente, no ha llegado aún Jesús al límite de la casa – circundada completamente por un alto seto de plantas de hoja perenne, que sustituye, en ésta, a la alta pared que tiene la casa de Lázaro, y que la aísla de la calle, pero que no es más que una continuación del jardín que rodea la casa, muy poblado de árboles, y ahora también muy desnudo de hojas -, no ha llegado aún, cuando José de Arimatea, vistiendo amplios indumentos de franjas, le sale al encuentro y se inclina reverentemente con las manos cruzadas sobre el pecho. No es el saludo humilde de quien reconoce en Jesús el Dios hecho Carne y que hace acto de sumisión postrándose, besando sus pies y la orla de la túnica; no es esto, pero, de todas formas, es un saludo de profundo respeto. Jesús, igualmente, se inclina y da su saludo de paz. -Entra, Maestro. Me haces feliz aceptando la invitación. No esperaba en ti tanta condescendencia. -¿Por qué? Voy también a casa de Lázaro y… -Lázaro es amigo tuyo… yo soy un desconocido. -Eres un alma que busca la Verdad. La Verdad, por tanto, no te rechaza. -¿Tú eres la Verdad? -Yo soy Camino, Vida y Verdad. Quien me ame y me siga tendrá en sí el Camino cierto, la Vida beata, y conocerá a Dios, porque Dios además de ser Amor y Justicia, es Verdad. -Eres un gran Doctor. Toda palabra tuya espira sabiduría. Luego se vuelve a Simón: -Me alegro de que tú también tornes, después de tanta ausencia, a mi casa. -No he estado ausente por propia voluntad. Tú sabes cuál fue mi suerte y cuántas lágrimas hubo en la vida del pequeño Simón, al que tu padre amaba. -Lo sé. Y creo que no desconoces que jamás hubo en mi boca pa labra alguna que te pudiera perjudicar. -Sé todo. Mi fiel servidor me ha dicho que también a ti te debo el que me fueran respetados los bienes. Que Dios te lo pague. -Yo era algo en el Sanedrín, y lo usé esto para beneficiar, con justicia, a un amigo de casa. -Muchos eran los amigos de la mía, y muchos eran algo en el Sanedrín; pero, no tenían tu justicia. -¿Y éste, quién es? Me resulta conocido… pero no sé dónde… -Soy Tomás, llamado Dídimo… -¡Ah, eso es! ¿Vive aún tu anciano padre? -Vive. En sus negocios, con mis hermanos. Yo lo he dejado por el Maestro. Pero él se ha alegrado de ello. -Es un verdadero israelita, y, puesto que ha creído que Jesús de Nazaret es el Mesías, no puede sino sentirse feliz de que su hijo esté entre sus predilectos. Están ya en el jardín, junto a la casa. -No le he dejado a Lázaro que se marchara. Está en la biblioteca leyendo un extracto de las últimas sesiones del Sanedrín. No quería detenerse porque… Sé que ya sabes… Por eso no quería detenerse. Pero he dicho: «No. No es justo que te avergüences de esa manera. En mi casa nadie te afrentará. Quédate. Quien se aísla está solo contra todo un mundo. Y, dado que el mundo es más malo que bueno, al solo se le derriba y pisotea». ¿Es correcto lo que he dicho? -Es correcto lo que has dicho y has actuado bien – responde Jesús. -Maestro… hoy va a estar aquí Nicodemo y… Gamaliel. ¿Te molesta? -¿Por qué iba a sentirme molesto? Reconozco que es un hombre sabio. -Sí. Deseaba verte y… y quería resistir firme en su posición. Ya sabes… ideas. Dice que él ya ha visto al Mesías y que está esperando el signo que le prometió, llegada la hora de su manifestación. Pero dice también que Tú eres «un hombre de Dios». No dice «el Hombre». Dice «un hombre de Dios». Sutilezas rabínicas, ¿verdad? ¿No te sientes ofendido por ello, verdad? Jesús responde: -Sutilezas. Bien has dicho. Hay que dejarlos… Los mejores podarán por sí mismos todos los inútiles ramojos que los hacen todo fronda y nada fruto; y vendrán a mí. -He querido referirte sus palabras porque, sin duda, te las repetirá a ti. Es auténtico – hace notar José. -Virtud rara y que aprecio mucho – responde Jesús. -Sí. Le he dicho también: «Pero, con el Maestro está Lázaro de Betania». Se lo he dicho porque…, sí, en suma, por causa de su hermana. Pero Gamaliel ha respondido: «¿Ella está presente? ¿No? ¿Y entonces? Del vestido que no sigue en el fango el barro se desprende. Lázaro se lo ha sacudido de sí, y no me contamina la túnica. Además, juzgo que si a su casa va un hombre de Dios, puedo también tratarlo yo, doctor de la Ley». -Gamaliel juzga bien. Fariseo y doctor hasta la médula, pero todavía honesto y justo. -Me alegra oírtelo decir. Maestro, mira, Lázaro.Lázaro se inclina para besar la túnica de Jesús. Se siente dichoso de estar con Él, pero también se ve claramente que, esperando a los convidados, está muy agitado. Me es cierto que el pobre Lázaro, a sus conocidas torturas, conocidas por los hombres por haber sido transmitidas por la historia, ha de añadir ésta – desconocida y no meditada por la mayoría – del sufrimiento moral de ese tremendo aguijón que supone el pensamiento: «¿Qué me dirá éste? ¿Qué piensa de mí? ¿Cómo me considera? ¿Me herirá con palabras o mirada de desprecio?». Aguijón éste que atormenta a todos aquellos que tienen alguna mancha en su familia. Dentro ya de la riquísima sala donde están dispuestas las mesas no esperan más que a Gamaliel y Nicodemo, porque otros cuatro invitados han llegado ya. Oigo que los presentan con los respectivos nombres de Félix, Juan, Simón y Cornelio. Se produce un gran alboroto de servidores que acuden a la sala cuando llegan Nicodemo y Gamaliel (el siempre imponente Gamaliel, con su espléndido indumento de nieve hilada, que endosa con majestuosidad de rey). José, con toda premura, se dirige a su encuentro. El saludo entre ambos es de una deferencia pomposa. También Jesús recibe un reverente saludo y se inclina ante el gran rabino, que lo saluda así: «El Señor esté contigo»; a lo que Jesús responde: «Y su paz sea siempre compañera tuya». Lázaro también se inclina reverente, y así los demás. Gamaliel toma asiento en el centro de la mesa, entre Jesús y José. Al lado de Jesús está Lázaro; al lado de José, Nicodemo. Comienza la comida tras las preces rituales, dirigidas por Gamaliel después de un intercambio de cortesías enteramente oriental entre los tres principales personajes, o sea, Jesús, Gamaliel y José. Gamaliel es hombre de porte muy digno, pero no es soberbio. Más que hablar, escucha. Se ve que medita cada una de las palabras de Jesús, y frecuentemente lo mira con sus profundos ojos oscuros y severos. Cuando Jesús calla por haberse agotado el tema, es Gamaliel quien, con una oportuna pregunta, reanima las conversaciones. Lázaro en un primer momento se encuentra un poco confuso, pero luego toma ánimos y también habla. Alusiones directas a la personalidad de Jesús no hay hasta casi terminada la comida. En ese momento se enciende, entre el que se llamaba Félix y Lázaro – al cual luego se une, apoyándole, Nicodemo y, en fin, el que se llamaba Juan -, una discusión acerca de los milagros como prueba a favor o en contra de un individuo. Jesús calla. De vez en cuando sonríe con misteriosa sonrisa, pero calla. También Gamaliel calla. Tiene un codo apoyado sobre el recostadero y la mirada intensamente fija en Jesús. Parece como si quisiera descifrar alguna palabra sobrenatural incidida en la piel pálida y lisa del rostro delgado de Jesús, rostro del que parece estar analizando cada una de las fibras. Félix sostiene que la santidad de Juan es innegable, y de esta cierta e indiscutible santidad deduce una consecuencia no favorable a Jesús Nazareno, autor de muchos y conocidos milagros. Dice: -No es el milagro prueba de santidad, porque no se ve en la vida del profeta Juan, y ninguno en Israel lleva una vida como la suya: ni banquetes, ni amistades, ni comodidades; sí sufrimientos y encarcelaciones por el honor de la Ley; soledad, porque – sí – tiene discípulos, pero ni siquiera con ellos convive, y encuentra culpas incluso en los más honestos, y a todos alcanzan sus invectivas. Mientras que… la verdad es que el Maestro de Nazaret, aquí presente, ha hecho milagros, es cierto, pero veo que aprecia como los demás lo que la vida ofrece, y no rechaza amistades y – perdona si esto te lo dice uno de los Ancianos del Sanedrín – se muestra demasiado dispuesto a dar, en nombre de Dios, perdón y amor a pecadores públicos y anatematizados. No deberías hacerlo, Jesús. Jesús sonríe y guarda silencio. Lázaro responde por Él: -Nuestro potente Señor es dueño de dirigir a sus siervos como quiere y a donde quiere. A Moisés le concedió el milagro; a Aarón, su primer pontífice no se lo concedió. ¿Qué decir entonces? ¿Qué conclusión sacas? ¿Más santo el uno que el otro? -Ciertamente» responde Félix. -Entonces el más santo es Jesús, que obra milagros. Félix se encuentra desorientado, pero encuentra un punto donde agarrarse: -Aarón había recibido ya el pontificado. Era suficiente. -No, amigo – responde Nicodemo – El pontificado era una misión santa, pero no más que una misión. No siempre y no todos los pontífices de Israel han sido santos; lo cual no quita el que fueran pontífices aunque no fueran santos. -¡No querrás decir que el Sumo Sacerdote es un hombre privado de gracia!..- exclama Félix. -Félix… no toquemos el fuego encendido. Yo, tú, Gamaliel, José, Nicodemo, todos, sabemos muchas cosas… – dice el que lleva por nombre Juan. -¿Pero qué dices?, ¿qué dices? ¡Gamaliel, interven!…». Félix está escandalizado. -Si es justo, dirá la verdad que no quieres oír – dicen los tres que discuten acaloradamente contra Félix. José trata de poner paz. Jesús está callado, como también lo están Tomás, el Zelote, y el otro Simón, amigo de José. Gamaliel parece jugar con las franjas de su vestido, pero está mirando de abajo arriba a Jesús. -¿No hablas, Gamaliel? – grita Félix. -Sí. Habla. Habla – dicen los tres. -Yo digo que las debilidades de la familia se deben mantener celadas» responde Gamaliel. -¡Eso no es una respuesta! – grita Félix. ¡Parece como si confesaras que existen culpas en casa del Pontífice! -Es boca que dice verdad – replican los tres. Gamaliel se pone derecho y se vuelve hacia Jesús: -Aquí está el Maestro que eclipsa a los más doctos. Que dé su opinión. -Tú lo deseas. Obedezco. Digo: el hombre es hombre; la misión va más allá del hombre; pero el hombre, investido de una misión, es ca paz de cumplirla como superhombre cuando, por vivir una vida santa, tiene a Dios como amigo. Es Él quien ha dicho: «Tú eres sacerdote según el orden que Yo he dado». ¿Qué está escrito en el Racional: «Doctrina y Verdad». Esto deberían poseer los pontífices. A la Doctrina se llega con constante meditación, orientada a conocer al Sapientísimo; a la Verdad, con la fidelidad absoluta al Bien. Quien se amanceba con el Mal entra en la Mentira y pierde Verdad. -¡Bien! Has respondido como un gran rabino. Yo, Gamaliel, te lo digo. Me superas. -Que explique entonces éste por qué Aarón no hizo milagros y Moisés sí – dice Félix chillando. Jesús, interpelado, responde solícito: -Porque Moisés tenía que imponerse a la masa gris y pesada, e incluso contraria, de los israelitas, y llegar a tener una autoridad moral sobre ellos que fuera capaz de doblegarlos a la voluntad de Dios. El hombre es el eterno salvaje y el eterno niño. Le impresiona lo que escapa a las reglas. Tal es el milagro. Es una luz agitada ante las pupilas oscurecidas, es un sonido producido junto a los oídos tapados: despierta, atrae la atención, hace decir: “Aquí está Dios». -Lo dices en favor tuyo – replica Félix. -¿En favor mío? ¿Y qué me añado obrando milagros? ¿Puedo parecer más alto si me meto un filamento de hierba bajo los pies? Así es el milagro, en relación con la santidad. Hay santos que jamás han obrado milagros. Hay magos y nigromantes que con fuerzas oscuras los realizan, o sea, llevan a cabo cosas sobrehumanas pero que no son santas, siendo ellos demonios. Yo seré Yo, aunque deje de obrar milagros. -¡Muy bien! ¡Eres grande, Jesús! – aprueba Gamaliel. -¿Y quién es, según tu parecer, este «grande»? – insta Félix dirigiéndose a Gamaliel. -El mayor entre los profetas que yo conozco, tanto en sus obras como en sus palabras – responde éste. -Yo te digo que es el Mesías, Gamaliel. Créelo, tú, que eres sabio y justo – dice José. -¿Cómo? ¿Tú también, rector de judíos, tú, el Anciano, gloria nuestra, caes en esta idolatría hacia un hombre? Dime quién te prueba que es el Cristo. Yo no lo creeré ni siquiera viéndolo hacer milagros. ¿Y por qué ante nosotros no hace uno? Díselo tú, tú que lo alabas; díselo tú, que lo defiendes – dice Félix a Gamaliel y a José. -No lo he invitado para ser juguete de mis amigos, y te ruego que recuerdes que es mi huésped – responde serio José. Félix se levanta y se marcha, enfadado y grosero. Se produce un silencio. Jesús se vuelve hacia Gamaliel: -¿Y tú pides milagros para creer? -No serán los milagros de un hombre de Dios los que me extraerán el aguijón que llevo en el corazón, de tres preguntas que siempre quedan sin respuesta. -¿Qué preguntas? -¿Está vivo el Mesías? ¿Era aquél? ¿Es éste? -¡Te digo que es Él, Gamaliel! – exclama José – ¿No lo sientes santo, distinto, potente? ¿Sí? ¿Entonces? ¿A qué esperas para creer? Gamaliel no responde a José. Se dirige a Jesús: -Una vez – no te sientas molesto, Jesús, si soy tenaz en mis ideas -…una vez, en vida aún del grande y sabio Hil-lel, yo creí, y él conmigo, que el Mesías estaba en Israel. ¡Gran refulgir de sol divino en aquel frío día de un insistente invierno! Era Pascua… Los hombres temían por las congeladas mieses… Yo dije, después de oír aquellas palabras: «¡Israel está salvado! ¡Desde hoy, copiosidad en los campos y bendiciones en los corazones! El Esperado se ha manifestado con su primer fulgor». Y no me equivoqué. Todos podéis recordar qué recolección hubo ese año embolismal, de trece meses, que en éste se repite… -¿Qué palabras oíste? ¿Quién las pronunció? -Uno… poco más que un niño… pero Dios resplandecía en su rostro inocente y delicado… Hace diecinueve años que lo pienso y lo recuerdo… y busco volver a oír esa voz… que pronunciaba palabras de sabiduría… ¿Dónde estará? Yo pienso:… «Era Dios. Bajo forma de niño para no aterrorizar al hombre. Y como relámpago que atravesando los firmamentos velozmente aparece a oriente y a poniente, a septentrión y a meridión, Él, el Divino, va de uno a otro lado de la Tierra, vestido de misericordiosa belleza, con voz y rostro de niño y pensamiento divino, para decirles a los hombres: `Yo soy»‘. Pienso de esta forma… «¿Cuándo volverá a Israel?… ¿Cuándo?». Y pienso: «Cuando Israel sea altar para su pie de Dios»; y gime el corazón, viendo la abyección de Israel: «Nunca». ¡Oh…, dura respuesta… y verdadera! ¿Puede acaso la Santidad descender en su Mesías estando la abominación entre nosotros? -Puede hacerlo y lo hace, porque es Misericordia – responde Jesús. Gamaliel lo mira pensativo y pregunta: -¿Cuál es tu verdadero Nombre? Y Jesús se alza, majestuoso, y dice: -Yo soy quien es. Soy el Pensamiento y la Palabra del Padre. Soy el Mesías del Señor. -¿Tú?… No lo puedo creer. Grande es tu santidad. Pero aquel Niño en el cual yo creo dijo entonces: «Daré un signo… Estas piedras se estremecerán cuando sea mi hora». Yo espero ese signo para creer ¿Me lo puedes dar Tú para persuadirme de que eres el Esperado? Los dos – ahora en pie ambos – altos, solemnes – el uno con su amplio vestido de lino cándido, el otro con su vestido sencillo de lana roja oscura; el uno anciano, el otro joven; de ojos dominadores y profundos ambos- se miran fijamente. Jesús baja el brazo derecho, que había plegado sobre el pecho, y, como si estuviera haciendo un juramento, exclama: -¿Ese signo quieres? ¡Pues lo tendrás! Repito aquellas lejanas palabras: «Las piedras del Templo del Señor se estremecerán con mis últimas palabras». Espera ese signo, doctor de Israel, hombre justo, y luego cree si quieres ser perdonado y recibir la salvación. ¡Bienaventurado anticipadamente si pudieras creer antes! Pero, no puedes. Siglos de creencias erradas acerca de una promesa acertada, y cúmulos de orgullo, te hacen baluarte ante la Verdad y ante la Fe. -Dices bien. Esperaré ese signo. Adiós. El Señor esté contigo. -Adiós, Gamaliel. Que el Espíritu te ilumine y te guíe. Todos despiden a Gamaliel, que se va con Nicodemo y con Juan y Simón (miembro del Sanedrín). Se quedan Jesús, José, Lázaro, Tomás, Simón Zelote y Cornelio. -¡No cede!… Quisiera tenerlo entre tus discípulos. Sería un peso decisivo a tu favor… pero no lo logro – dice José. -No te aflijas por ello. No hay influencia capaz de salvarme de la tempestad que se está preparando. Pero Gamaliel, si no se pliega a favor, tampoco lo hará contra Cristo. Es de los que esperan… Todo termina.