Jesús y su Madre en casa de Juana de Cusa
Veo a Jesús yendo hacia la casa de Juana de Cusa. Cuando el doméstico portero ve quién es el que llega, da tal grito de júbilo, que toda la casa se revoluciona. Jesús entra sonriente, bendiciendo. Juana acude desde el jardín todo florido para arrojarse a besar los pies del Maestro. Viene también Cusa, el cual primero se postra y luego besa la orla de la túnica de Jesús. Cusa es un hombre apuesto, de unos cuarenta años. No muy alto, pero bien proporcionado, cabellos negros que sólo a la altura de las sienes presentan algún que otro hilo de plata, ojos vivos y oscuros, colorido pálido y barba cuadrada, negra, bien cuidada. Juana es más alta que su marido. De la pasada enfermedad sólo conserva una acentuada delgadez, que, no obstante, ya no es esquelética como entonces. Parece una palma delgada y flexible que termina en una linda y pequeña cabeza de profundos ojos negros, dulcísimos. Tiene una cabellera negra-corvina graciosamente peinada. La frente, lisa y alta, parece aún más blanca bajo ese negro puro, y la pequeña boca, bien dibujada, destaca, con su rojo sano, entre los carrillos de delicada palidez (como la de los pétalos de ciertas camelias). Es una mujer guapísima… Y es ella la que da la bolsa a Longinos en el Calvario. En aquel momento llora, deshecha y completamente velada; aquí sonríe y lleva la cabeza descubierta. Pero es ella. -¿A qué debo el gozo de tenerte como huésped? – pregunta Cusa. -A la necesidad que tengo de hacer un alto en el camino y esperar a mi Madre. Vengo de Nazaret… y debo llevar conmigo a mi Madre durante un tiempo. Iré con Ella a Cafarnaúm. -¿Por qué no te quedas en mi casa? No soy digna de ello, pero… – dice Juana. -Bien digna de ello eres. Solo que con mi Madre está su cuñada, que se ha quedado viuda hace pocos días. -La casa es suficientemente grande como para hospedar a más de uno, y Tú me has proporcionado tanta alegría, que ningún punto de ella te está vedado. Ordena, Señor, Tú que has alejado la muerte de esta morada y le has devuelto mi rosa florecida y floreciente – dice Cusa apoyando el deseo de su mujer, a la que debe querer mucho (lo comprendo por el modo en que la mira). -No ordeno, pero sí acepto. Mi Madre está cansada y ha sufrido mucho en estos últimos tiempos. Teme por mí y deseo mostrarle que hay quien me estima. -¡Tráela aquí, entonces! Le daré mi amor de hija y sierva – exclama Juana. Jesús da el beneplácito. Cusa sale a dar enseguida las órdenes oportunas. Mientras tanto la visión se desdobla: dejando a Jesús en el espléndido jardín de Cusa, hablando con él y con su mujer, yo sigo y veo la llegada del carro, cómodo y veloz, con que Jonatán ha ido a recoger a María a Nazaret. Naturalmente, la ciudad se revoluciona por este hecho, y, cuando María y su cuñada, obsequiadas por Jonatán como dos reinas, suben al carro, después de confiarle a Alfeo de Sara las llaves de casa, el alboroto crece. El carro se pone en marcha, mientras Alfeo se venga del acto vil cometido con Jesús en la sinagoga, diciendo: -¡Los samaritanos son mejores que nosotros! ¿Veis cómo uno de Herodes venera a su Madre?… ¡Y nosotros…! ¡Me avergüenzo de ser nazareno! Se produce un verdadero tumulto entre los dos partidos. Hay quien se separa del partido adverso para acercarse a Alfeo y preguntar mil cosas.-¡Pues claro! – responde Alfeo – Huéspedes de la casa del Procurador. Habéis oído que ha dicho su intendente: «Mi señor te suplica que honres su casa». Honrar, ¿comprendéis? Y se trata del rico y poderoso Cusa, y su mujer es una princesa real. ¡Honrar! Y nosotros, o sea, vosotros, le habéis tirado piedras. ¡Qué vergüenza! Los nazarenos no replican y Alfeo gana coraje. -¡Ya de por sí teniéndolo a Él se tiene todo!, no hace falta apoyo de hombre. Pero, ¿os parece inútil tener como amigo a Cusa? ¿Os parece apropiado que nos desprecie? ¿Sabéis que es el Procurador del Tetrarca? ¡Nada!, ¿eh? ¡Sed, sed samaritanos con el Cristo! Os atraeréis el odio de los grandes. Y entonces… ¡ah…, entonces ahí os quiero ver, sin ayuda del Cielo y sin ayuda de la tierra! ¡Necios! ¡Malos! ¡Incrédulos!». La granizada de improperios y reproches continúa, mientras los nazarenos se marchan cabizbajos como perros apaleados. Alfeo se queda solo como un arcángel vengador a la entrada de la casa de María… …Ya es francamente de noche cuando, por la espléndida calle que costea el lago, llega, tirado por fuertes caballos al trote, el carro de Jonatán. Los criados de Cusa, que estaban de centinelas a la puerta, dan la señal y acuden con lámparas, aumentando la tenue claridad que esparce la Luna. Juana y Cusa vienen. También Jesús aparece sonriente, y, detrás de Él, el grupo apostólico. Cuando María baja, Juana se prosterna y saluda: -Gloria a la Flor de la estirpe real. Gloria y bendición a la Madre del Verbo -Salvador. Cusa se postra como no lo podría hacer ni siquiera ante Herodes, y dice: -Bendita sea esta hora que a mí te conduce. Bendita Tú, Madre de Jesús. María responde, delicada y humilde: -Bendito nuestro Salvador, y benditos los buenos que aman a mi Hijo. Entran todos en la casa, acogidos con los más vivos signos de deferencia. Juana tiene cogida la mano de María y le sonríe diciendo: -Me permitirás que te sirva, ¿no es verdad? -No a mí. A Él, sírvele siempre a Él y ámalo y me habrás dado ya todo. El mundo no lo ama… Éste es mi dolor. -Lo sé. ¿Por qué este desamor de una parte del mundo, mientras que otros darían la vida por Él. -Porque Él es el signo de contradicción para muchos. Porque Él es el fuego que depura el metal. El oro se purifica, las escorias caen al fondo y se tiran. Se me dijo esto desde su más tierna edad… Y día a día la profecía se cumple… -No llores, María. Nosotros lo amaremos y lo defenderemos -dice Juana con tono consolador. Y, sin embargo, María sigue llorando silenciosamente, vista sólo por Juana, en el rincón semioscuro donde están sentadas. Todo termina.