Jesús pregunta a su Madre acerca de los discípulos
Ahora veo – aproximadamente dos horas después de la anteriormente descrita – la casa de Nazaret. Reconozco la pequeña habitación del adiós, que da al huerto, donde ahora plantas y árboles están completamente cubiertos de frondas. Jesús está con María. Sentados el uno junto al otro en el asiento de piedra que está adosado a la casa. Parece que la cena ya ha tenido lugar y que, mientras los otros – si hay otros (yo no veo a ninguno) – se han retirado, Madre e Hijo se deleitan mutuamente en una dulce conversación. La voz interna me dice que ésa es una de las primeras veces que Jesús vuelve a Nazaret después del Bautismo, después del ayuno del desierto y, sobre todo, de la constitución del Colegio Apostólico. Él narra a su Madre sus primeras jornadas de evangelización, las primeras conquistas de corazones. María está pendiente de los labios de su Jesús. Está más delgada, más pálida, como si hubiera sufrido en este tiempo; bajo sus ojos se han excavado dos sombras, como las de quien mucho llora y piensa. Pero ahora está feliz y sonríe. Sonríe acariciando la mano de su Jesús. Se siente feliz de tenerlo ahí, de estar corazón a corazón con Él, en el silencio de la tarde que cae. Debe de ser verano, porque ya la higuera tiene sus primeros frutos maduros, que llegan incluso hasta la casa, y Jesús, poniéndose en pie, coge algunos de ellos; los más hermosos se los da a su Madre, pelándolos con cuidado y ofreciéndolos en una corona de piel vuelta como si fueran capullos blancos estriados de rojo, en una corola de pétalos: cándidos, dentro; violáceos, fuera. Los ofrece sobre la palma de su mano y sonríe al ver que su Madre los saborea. Luego, a quemarropa, le pregunta: -Mamá, ¿has visto a los discípulos? ¿Qué piensas de ellos? María, que iba a llevarse a la boca el tercer higo, levanta la cabeza, suspende el gesto, se estremece… mira a Jesús. -¿Qué piensas de ellos, ahora que te los he dado a conocer a todos? – insta Jesús. -Creo que te quieren y que podrás conseguir mucho de ellos. Juan… ama a Juan como sabes amar. Es un ángel. Yo estoy tranquila cuando pienso que está contigo. También Pedro… es bueno. Más duro, porque es más anciano, pero genuino y convencido. Y también su hermano. Ellos te quieren tal y como son capaces de hacerlo, por ahora. Más adelante te querrán más. También nuestros primos, ahora que se han convencido, te serán fieles. Pero, el hombre de Keriot… ése no me gusta, Hijo. Su mirada no es límpida y su corazón menos aún; me da miedo. -Contigo es todo respeto. -Demasiado respeto. También contigo es todo respeto. Pero no es por ti como Maestro; es por ti como futuro Rey, de quien espera provecho y lustre. En Keriot no era nada, apenas un poco más que los demás. Espera obtener a tu lado un papel de importancia y… ¡Jesús!, no quiero ofender a la caridad, pero pienso, aunque no quiero pensarlo, que, en el caso de que Tú lo defraudes, él no dudará en suplantarte, en tratar de hacerlo. Es ambicioso, ávido y vicioso. Más apto para ser cortesano de un rey terreno que no apóstol tuyo, Hijo mío. Me da miedo! – Y la Mamá mira a su Jesús con dos ojos asustados en su cara pálida. Jesús suspira. Piensa. Mira a su Madre. Le sonríe para animarla; -Esto también es necesario, Mamá. Si no fuera él, sería otro. Mi Colegio tiene que representar al mundo, y, en el mundo, no todos son ángeles, ni todos son del temple de Pedro y Andrés. Si eligiera todas las perfecciones, ¿cómo podrían las pobres almas enfermas atreverse a esperar hacerse mis discípulas? Yo he venido a salvar lo perdido, Mamá. Juan de por sí está salvado. Pero, ¿cuántos no lo están! -No tengo miedo de Leví. Él se ha redimido, porque se ha querido redimir. Ha dejado su pecado junto con su banco de tasador y se ha t ransformado en un alma nueva para ir contigo. Pero Judas de Keriot, no; es más, el orgullo hace cada vez más suya su vieja alma fea. Pero Tú sabes estas cosas, Hijo. ¿Por qué me las preguntas? Yo no puedo hacer más que orar y llorar por ti. Tú eres el Maestro, maestro también de tu pobre Mamá. La visión cesa aquí.