La llamada de Mateo
Una vez más la plaza del mercado de Cafarnaúm, pero en una hora de mayor calor en que el mercado ha terminado ya y sólo hay algunas personas ociosas hablando y unos niños entregados al juego. Jesús, en medio de su grupo, viene del lago hacia la plaza, acariciando a los niños que le salen al paso e interesándose por sus confidencias. Una niña enseña un gran arañazo sangrante en la frente y acusa a su hermanito de habérselo hecho. -¿Por qué has hecho daño a tu hermana? Eso no está bien. -No lo he hecho adrede. Quería coger esos higos. He tomado un palo, pero era demasiado pesado y se me ha caído encima de mi hermana… Los cogía también para ella. -¿Es verdad eso, Juana? -Es verdad. -Como puedes ver, tu hermano no te ha querido hacer daño. Es más, quería darte una satisfacción. Por tanto, hacéis ahora inmediatamente las paces y os dais un beso. Los buenos hermanitos y los niños buenos no deben conocer nunca el rencor. ¡Venga!… Los dos niños, llorando, se besan. Lloran los dos: la una por el dolor del arañazo; el otro, por el dolor de haber causado dolor. Jesús sonríe ante ese beso sazonado de lagrimones. -¡Eso es! Ahora que veo que sois buenos, os alcanzo los higos… sin el palo. Claro! Siendo alto, y con un brazo tan largo, llega sin esfuerzo. Coge y distribuye. Acude una mujer: -Coge, coge, Maestro. Ahora te traigo pan. -No. No es para mí. Es para Juana y Tobiolo. Les apetecía. -¿Y habéis molestado al Maestro por esto? ¡Qué indiscretos! Perdona, Señor. -Mujer, había una paz que hacer… y la he hecho con el objeto mismo de la guerra: los higos. No obstante, los niños no son nunca indiscretos. A ellos les gustan los higos dulces, y a mí… me gustan sus dulces almas inocentes. Me quitan mucha amargura…-Maestro… los que no te quieren son los potentados, pero en cambio nosotros, el pueblo, te queremos; y ellos son pocos, mientras que nosotros somos muchos… -Ya lo sé, mujer. Gracias por tu consuelo. La paz sea contigo. Adiós, Juana. Adiós, Tobiolo. Sed buenos; sin haceros el mal y sin deseároslo. ¿No es verdad?». -Sí, sí, Jesús – responden los dos pequeñuelos. Jesús se pone en camino y dice sonriendo: -Ahora que con la ayuda de los higos donde había nubes se ha restablecido la calma, vamos a… ¿A dónde decís que vamos? Los apóstoles no lo saben; unos dicen un lugar, otros otro. Pero Jesús niega meneando la cabeza y ríe. Pedro dice: -Me rindo. A menos que no lo digas… Hoy tengo ideas pesimistas. Tú no lo has visto, pero al desembarcar estaba Elí, el fariseo… con una cara más larga que de costumbre. ¡Y nos miraba de una forma…! -Déjalo que mire. -¡Ya! ¡Claro! Pero te aseguro, Maestro, que para hacer las paces con ése no son suficientes dos higos. -¿Qué es lo que le he dicho a la madre de Tobiolo?: «He hecho la paz con el mismo objeto de la guerra». Así, trataré de hacer la paz saludando respetuosamente, supuesto que según ellos he ofendido a las personas importantes de Cafarnaúm; así, además, algún otro se sentirá contento. -¿Quién? Jesús no responde a la pregunta y continúa diciendo: -Probablemente no lo lograré, porque falta en ellos la voluntad de establecer la paz; pero, escuchad: si en todos los litigios el más prudente supiera ceder y, en lugar de empeñarse en llevar razón, tratase de conciliar, aunque fuera dividiendo por la mitad lo que – voy a ponerme en este caso – le perteneciera por derecho, el resultado siempre sería mejor y más santo. No siempre uno hace un daño con intención de hacerlo; hay veces que lo hace sin querer. Pensad siempre esto, y perdonad. Elí y los otros creen servir a Dios con justicia actuando como actúan. Con paciencia y constancia, mucha humildad y delicadeza, trataré de persuadirlos de que ha llegado un tiempo nuevo y de que Dios, ahora, quiere ser servido según lo que Yo enseño. La astucia del apóstol es su delicadeza; su arma, la constancia; su éxito está en el ejemplo y la oración en favor de los que van camino de convertirse. Ya han llegado a la plaza. Jesús va derecho hacia el banco de las tasas, donde Mateo está haciendo sus cuentas y controlando si corresponden con las monedas (las cuales divide por categorías, metiéndolas en saquitos de distinto color y colocando éstos en un arca de hierro). Dos siervos esperan para transportar el arca a otro lugar. En el preciso momento en que la sombra proveniente del alto cuerpo de Jesús se extiende sobre el banco, Mateo alza la cabeza para ver quién es el retardatario que viene a pagar. Pedro, mientras tanto, dice, tirando a Jesús de una manga: -No hay nada que pagar, Maestro. ¿Qué haces? Pero Jesús no le hace caso. Mira fijamente a Mateo – el cual se ha puesto en pie inmediatamente con un acto reverente – Otra mirada perforadora – no obstante, ya no se trata de la mirada del juez severo de la otra vez; es una mirada de llamada y de amor – Lo en-vuelve, lo satura de amor. Mateo se pone colorado, no sabe qué hacer, qué decir… -Mateo, hijo de Alfeo, ha llegado la hora. Ven. ¡Sígueme! – impone Jesús majestuosamente. -¿Yo? Maestro, ¡Señor! ¿Pero sabes quién soy? Lo digo por ti, no por mí… -Ven, sígueme, Mateo, hijo de Alfeo – repite más dulce. -¡Oh!, ¿cómo puedo haber encontrado gracia ante Dios? Yo… Yo… -Mateo, hijo de Alfeo, Yo te he leído el corazón. Ven, sígueme – La tercera invitación es una caricia. -¡Enseguida, mi Señor! – Mateo, llorando, sale de detrás del banco, sin ni siquiera ocuparse de recoger las monedas esparcidas encima, ni de cerrar el arca; nada. -¿A dónde vamos, Señor? – pregunta ya junto a Jesús – ¿A dónde me llevas? -A tu casa. ¿Quieres recibir en ella al Hijo del hombre? -¡Oh!… pero… pero ¿qué dirán los que te odian? -Yo escucho lo que se dice en el Cielo, y allí se dice: «¡Gloria a Dios por un pecador que se salva!», y el Padre dice: «Eternamente la Misericordia se alzará en los Cielos y se cernirá sobre la Tierra, y, puesto que con un eterno amor, con un perfecto amor, Yo te amo, también contigo uso misericordia». Ven. Y que yendo Yo a tu casa ésta se santifique además de tu corazón. -Ya la había purificado, por una esperanza que tenía en mi alma… que, no obstante, la razón no podía creer verdadera… ¡Oh, yo con tus santos…! – y mira a los discípulos. -Sí, con mis amigos. Venid. Os uno. Sed hermanos. Los discípulos están hasta tal punto estupefactos, que todavía no han encontrado la forma de decir palabra. Caminan en grupo, detrás de Jesús y Mateo, por la plaza toda sol y ya absolutamente vacía de gente y por un breve trecho de calle que arde bajo un sol cegador; no hay ser vivo alguno por las calles, sólo sol y polvo. Entran en casa. Una hermosa casa, con un amplio portal que da a la calle. Un bonito atrio umbroso y fresco, más allá del cual se ve un vasto patio dispuesto como un jardín. -Entra, Maestro mío. Traed agua y bebidas. Los criados vienen con ello. Mateo sale a dar las correspondientes órdenes mientras Jesús y los suyos se refrescan. Luego vuelve. -Ven, Maestro; la sala es más fresca… Ahora vendrán amigos…Quiero que se haga una gran fiesta. Es mi regeneración… La mía… esta es mi circuncisión verdadera… Tú me has circuncidado el corazón con tu amor… Maestro, será la última fiesta… No más fiestas para el publicano Mateo, no más fiestas de este mundo… Únicamente la fiesta interior de ser redimido y de servirte a ti… de ser amado por Ti… ¡Cuánto he llorado, cuánto, en estos meses!… Hace ya casi tres meses que lloro… No sabía cómo hacer… quería ir… mas, ¿cómo ir a Ti, que eres Santo, con mi alma sucia?… -La estabas lavando con el arrepentimiento y con la caridad hacia mí y hacia el prójimo. ¿Pedro? Ven aquí. Pedro, que de lo asombrado que está aún no ha hablado, se acerca. Los dos hombres, de la misma, más bien avanzada edad, de baja estatura, robustos, están uno frente al otro; y Jesús, entre el uno y el otro, sonriente, hermoso. -Pedro, muchas veces me has preguntado quién era el desconocido de la bolsa que traía Santiago; hele aquí, lo tienes frente a ti. -¿Quién? Este lad… ¡Perdona, Mateo! ¿Quién podía pensar que eras tú, que precisamente tú, nuestra desesperación – por tu usura – fueras capaz de arrancarte todas las semanas un pedazo de corazón, dando ese rico óbolo? -Sé que os he tasado injustamente. Ved, yo me arrodillo ante todos vosotros y os digo: ¡no me arrojéis de vuestra presencia! Él me ha acogido, no seáis más que Él en la severidad. Pedro, que se encuentra a Mateo a sus pies, lo levanta improvisadamente, a pulso, brusca y afectuosamente: -¡Vamos! ¡Vamos! Ni a mí ni a los demás. Pídele perdón a Él. Nosotros… ¡bueno hombre!, más o menos somos todos ladrones como tú… ¡Ay! ¡Lo he dicho! ¡Maldita lengua! Es que yo estoy hecho así: lo que pienso, lo digo; lo que tengo en el corazón, lo tengo en los labios. Ven. Vamos a hacer un pacto de paz y de amor – y besa en las mejillas a Mateo. También lo hacen los demás, con mayor o menor afecto. Digo esto porque Andrés se muestra reservado, por su timidez, y Judas Iscariote como un témpano de hielo (da la impresión, a juzgar por lo antipático y breve que es su abrazo, que estuviera abrazando a un haz de reptiles). Mateo oye ruido y sale. -No obstante, Maestro – dice Judas Iscariote – me parece que esto no es prudente. Ya te acusan los fariseos de aquí, y Tú… ¡Un publicano entre los tuyos! ¡Primero una meretriz y luego un publicano!… ¿Has decidido destruirte? Si es así, dilo, que… -Que nosotros nos vamos, ¿verdad? – termina Pedro irónico. -¿Quién está hablando contigo? -Sé que no hablas conmigo, pero yo en cambio sí que hablo con tu señora alma, con tu purísima alma, con tu sabia alma. Ya sé que tú, miembro del Templo, sientes hedor de pecado en nosotros, pobrecillos, que no somos del Templo. Ya sé que tú, judío de pies a cabeza, amalgama de fariseo, saduceo y herodiano, medio escriba y con una pizca de esenio – ¿quieres otras nobles palabras? – te sientes mal entre nosotros, como un espléndido sábalo caído por azar en una red llena de jureles. ¡Qué vas a hacerle! Él nos ha tomado consigo y nosotros… nos quedamos. Si te sientes mal… vete tú. Respiraremos mejor todos: incluso Él, que, ¿lo ves?, está disgustado por mí y por ti; por mí, porque me falta paciencia y… sí, también caridad, pero más contigo, que no entiendes nada, a pesar de toda tu retahíla de nobles atributos, Y que no tienes caridad, ni humildad, ni respeto. No tienes nada, muchacho; sólo una gran vanidad… y quiera Dios que sea inocua. Jesús ha dejado que Pedro hablase, permaneciendo erguido en pie, severo, con los brazos cruzados, la boca bien apretada y los ojos… poco recomendables. A1 final, dice: -¿Has dicho todo, Pedro? ¿Tú también has purificado tu corazón del fermento que había dentro? Bien has hecho. Hoy es Pascua de Ázimos para un hijo de Abraham. La llamada del Cristo es como la sangre del cordero sobre vuestras almas, y donde aquélla se encuentra ya no descenderá la culpa. No descenderá si el que la recibe es fiel a ella. Mi llamada es liberación y debe festejarse sin ningún tipo de fermento. -A Judas, ni una palabra. Pedro se calla avergonzado. -El huésped vuelve – dice Jesús -, y con amigos; no les mostremos sino virtud. Quien no sea capaz de tanto, que salga. No seáis como fariseos, que oprimen con imposiciones que ellos son los primeros en no observar. Entra Mateo con otros hombres y comienza el banquete. Jesús está en el centro, entre Pedro y Mateo. Hablan de muchas cosas, y Jesús, con paciencia, explica a éste o a aquél cuanto desean. No faltan quejas respecto a los despreciadores fariseos. -Bueno, pues acercaos a quien no os desprecie, y actuad de modo que al menos los buenos no puedan despreciaros – responde Jesús. -Tú eres bueno. ¡Pero estás solo! -No. Estos son como Yo, y además… está el Padre Dios que ama a aquel que se arrepiente y que quiere volver a ser amigo suyo. Aunque al hombre le faltaran todas las cosas, si le quedara el Padre, ¿no sería ya plena su alegría? El banquete está ya a los dulces cuando un siervo hace una señal al dueño de la casa y le dice algo. -Maestro, Elí, Simón y Joaquín solicitan entrar y hablarte. ¿Los quieres ver? -Claro. -Pero… mis amigos son publicanos. -Y ellos vienen para ver exactamente esto. Dejemos que lo vean. No sería útil esconderlo; no lo sería para el bien, porque el mal agrandaría el episodio hasta decir que aquí había también meretrices. Que entren. Entran los tres fariseos. Miran a su alrededor con una risa maliciosa y hacen ademán de querer empezar a hablar, pero Jesús, que se ha levantado y ha ido a su encuentro junto con Mateo, se les adelanta. Pone una mano sobre el hombro de Mateo y dice: -Yo os saludo -verdaderos hijos de Israel, y os doy una gran noticia que, sin duda alegrará vuestro corazón de perfectos israelitas. Vosotros deseáis ardientemente que la Ley sea observada por todos los corazones para dar gloria a Dios. Pues aquí tenéis a Mateo, hijo de Alfeo; desde ya no es el pecador, el escándalo de Cafarnaúm. Una oveja sarnosa de Israel se ha curado. ¡Alegraos! Tras él otras ovejas pecadoras se curarán, y vuestra ciudad, por cuya santidad tanto os interesáis, vendrá a ser, como santa, grata al Señor. Él deja todo para servir a Dios. Dad el beso de paz al israelita descarriado que vuelve al -seno de Abraham.-¿Y retorna con los publicanos? ¿En alegre banquete? ¡Ciertamente, es una conversión propicia! Mira allí, Elí: aquél es Josías, el buscador de hembras. -Y aquél, Simón de Isaac, el adúltero. -¿Y aquél? Azarías, el dueño de la casa de juego, en la que romanos y judíos juegan, altercan, se emborrachan y buscan mujeres. -Pero bueno, Maestro. ¿Sabes al menos quiénes son éstos? ¿Lo sabías? -Lo sabía. -¿Y entonces vosotros, vosotros de Cafarnaúm, vosotros, discípulos, por qué lo habéis permitido? ¡Me sorprende, Simón de Jonás! -¿Y tú, Felipe, conocido también aquí, y tú, Natanael? ¡No salgo de mi asombro! ¡Tú, verdadero israelita! ¿Cómo es que has permitido que tu Maestro comiera con los publicanos y los pecadores? -¿No existe ya el recato en Israel?- se los ve a los tres completamente escandalizados. Jesús dice: -Dejad en paz a mis discípulos. Yo lo he querido, Yo solo. -¡Claro!, ¡lógico! Cuando uno quiere meterse a santo sin serlo, cae en seguida en errores imperdonables. -Y cuando se educa a los discípulos al no respeto – todavía me quema la carcajada irreverente que me soltó, a mí, Elí el fariseo, éste, judío y del Templo – no se puede sino no tener respeto por la Ley. Se enseña lo que se sabe. -Te equivocas, Elí; os equivocáis todos. Se enseña lo que se sabe, es cierto. Y Yo, que sé la Ley, se la enseño a quien no la sabe; por tanto, a los pecadores. Yo sé que vosotros ya sois dueños de vuestra alma. Los pecadores no lo son. Yo busco de nuevo su alma, se la doy de nuevo, para que a su vez me la traigan en el estado en que se encuentra: enferma, herida, sucia, para que Yo la atienda y limpie. Para esto he venido. Son los pecadores quienes tienen necesidad del Salvador, y Yo vengo a salvarlos. Comprendedme… y no me odiéis sin motivo. Jesús se manifiesta dulce, persuasivo, humilde… Los tres fariseos, por el contrario, son como tres híspidos cardos todo aguijones… y salen con actitudes de disgusto. -Se han ido… Ahora irán criticándonos por todas partes – murmura Judas Iscariote. -¡Déjalos! Procura sólo que el Padre no tenga que criticarte. Mateo, no te sientas avergonzado; ni vosotros, amigos suyos. La conciencia nos dice: «No estáis haciendo nada malo». Es suficiente. Jesús vuelve a sentarse en su lugar y todo termina.