En Yuttá, en casa del pastor Isaac. Sara y sus niños.
Un fresco valle, rumoroso,, de aguas que van hacia el Sur entre saltos y espumas de un pequeño torrente argentino, que asperja su risueña frescura sobre los menudos herbazales de las orillas; parece como si su linfa subiera también por las pendientes, por el verdor de éstas. Son las laderas una esmeralda de verde veteado, que sube, desde el nivel del suelo, a través de las matas y de los arbustos del monte bajo, hasta las copas de los altos árboles — entre los que hay muchos nogales —, del bosque propiamente dicho, todo salpicado de zonas abiertas intercaladas, rellanos verdes de hierba exuberante, pasto sano y nutritivo para el ganado. Jesús desciende, con los suyos y con los tres pastores, hacia el torrente. Pacientemente se detiene cuando hay que esperar a una oveja que se queda rezagada o a uno de los pastores que debe ir por una cordera que se desvía. Ahora es exactamente el Buen Pastor. También Él se ha procurado una larga rama para apartar los ramajes de las móreas y de los espinos y clemátides que salen al paso por todas partes tratando de atrapar los vestidos; ello completa su figura de pastor. – ¿Ves? Yuttá está allá arriba. Ahora cruzaremos el torrente; hay un vado por el que se puede pasar en verano, sin necesidad de recurrir al puente. Habría sido más breve venir por Hebrón, pero no has querido. – No. A Hebrón después. Siempre antes donde los que sufren. Los muertos ya no sufren, cuando son justos. Y Samuel era un justo. Además, para los muertos que necesitan oraciones, no es necesario estar junto a sus huesos para ofrecerlas. Los huesos, ¿qué son? Prueba del poder de Dios, que con la tierra creó al hombre. Nada más. También los animales tienen huesos, aunque su esqueleto es menos perfecto que el del hombre. Sólo el hombre, rey de la creación, tiene posición erecta, como rey que está por encima de sus súbditos, y su rostro mira recto y hacia arriba sin necesidad de torcer el cuello; hacia arriba, donde está la morada del Padre. Pero no son más que huesos, polvo que vuelve a ser polvo. La Bondad eterna ha decidido reconstruirlos en el Día eterno para proporcionarles a los bienaventurados un gozo aún más vivo. Pensad: no sólo los espíritus serán reunidos y se amarán como — y mucho más que — en la Tierra, sino que incluso gozarán de volverse a ver con el aspecto que tuvieron en la Tierra: los niños de pelo rizado y tiernos como los tuyos, Elías; los padres y las madres de un corazón y de un rostro todo amor como los vuestros, Leví y José. Es más, para ti, José, significará el conocer por fin esos rostros cuya nostalgia sientes. Ya no habrá huérfanos, ni viudos, entre los justos, allá arriba… En cualquier parte se puede ofrecer sufragio por los muertos. Es oración de un espíritu, por el espíritu de quien estaba con nosotros, al Espíritu perfecto, que es Dios y que está en todas partes. ¡Oh, santa libertad de todo lo que es espiritual! Ni distancias, ni destierros, ni prisiones, ni sepulcros… Nada que divida o encadene reduciendo a penosa impotencia lo que está fuera o por encima de las cadenas de la carne. Vosotros vais, con la parte mejor de vosotros, a vuestras personas queridas; ellos, con su parte mejor, vienen a vosotros. Y todo gira, con esta efusión de espíritus que se aman, en torno al Fulcro eterno, a Dios: Espíritu perfectísimo, Creador de todo cuanto fue, es y será, Amor que os ama y os enseña a amar… Pero… hemos llegado al vado, creo. Veo una fila de piedras que sobresale de la poca agua del fondo. – Sí, es aquél, Maestro. En tiempo de crecida es una cascada rumorosa, ahora no es más que siete hilos de agua que ríen entre las seis voluminosas piedras del vado. En efecto, seis piedras de gran tamaño, bastante regulares, están depositadas, a un poco más de un palmo de distancia entre sí, sobre el fondo del torrente, y el agua, que hasta este punto formaba un única cinta brillante, se separa en siete cintas menores, dándose prisa, risueña, en reunirse, pasado el vado, en un único frescor que sigue su curso susurrando entre los cantos del fondo. Los pastores vigilan el paso de las ovejas, de las cuales una parte pasa por encima de las piedras y otra parte prefiere meterse en el agua, de no más de un palmo de profundidad, y beber en esta diamantina ola que espuma y ríe. Jesús pasa por las piedras y detrás de El los discípulos. Continúan caminando por la otra margen del torrente. – ¿Me has dicho que quieres que Isaac sepa de tu presencia, pero sin entrar en el pueblo?. – Sí, así lo deseo. – Entonces conviene que nos separemos. Yo iré a verlo, Leví y José se quedarán con el rebaño y con vosotros. Subo por aquí. Tardaré menos. – Elías afronta la subida de la abrupta pendiente, hacia unas casas que, arriba, muestran su blancura resplandeciendo al sol. Creo seguirlo. Ahí está, ante las primeras casas. Entra por una pequeña bocacalle entre casas y huertos. Continúa caminando algunas decenas de metros. Tuerce y va a dar a una calle más ancha, que lo lleva a una plaza. No he dicho que todo esto sucede durante las primeras horas de la mañana. Lo digo ahora para explicar que en la plaza está todavía el mercado, y que amas de casa y vendedores se desgañitan en torno a los árboles que dan sombra a la plaza. Elías camina con seguridad hasta el punto en que la plaza vuelve a ser calle; una calle bastante bonita, quizás la más bonita del pueblo. En la esquina hay una mísera casucha (mejor: una habitación con la puerta abierta). Casi en la puerta, una cama de pobre aspecto, y encima de ella un esquelético enfermo que, gimiendo, pide un óbolo a todos los que pasan. Elías entra como un cohete. – Isaac… soy yo. – ¿Tú? No te esperaba. Has venido la pasada luna. – Isaac… Isaac… ¿Sabes por qué he venido? – No lo sé… Estás emocionado… ¿Qué sucede? – He visto a Jesús de Nazaret, ya hombre, y rabí. Ha venido a buscarme… y quiere vernos. ¡Oh! ¡Isaac! ¿Te sientes mal? Isaac parece amortecerse, pero toma nuevas fuerzas. – No. La noticia… – dice – ¿Dónde está? ¿Cómo es? ¡Oh, si pudiera verlo! – Está abajo, hacia el valle. Me manda a hablarte en estos términos, exactamente en éstos: «Ven, Isaac, que quiero verte y bendecirte». Ahora voy a llamar a alguien que me ayude a llevarte abajo. – ¿Ha dicho eso? – Eso. Pero, ¿qué haces? – Me pongo en camino. Isaac echa hacia arriba las cobijas, mueve las piernas inertes, las saca fuera del jergón, las apoya con fuerza en el suelo, se levanta, aún un poco inseguro y tambaleante. Todo en un instante, ante la mirada atónita de Elías… que acaba entendiendo y da un grito… Se asoma una mujercita curiosa, ve al enfermo en pie, cubriéndose — no tiene otra cosa — con una de las cobijas, y se echa a correr gritando como una gallina. – Vamos… vamos por aquí, para tardar menos y no toparnos con mucha gente… Rápido, Elías.Y salen corriendo por la puertecita de un huertecillo posterior, empujan la puerta de ramas secas; están afuera; marchan rápidamente por una calleja miserable, luego abajo por un camino entre huertos, y continúan bajando, por los prados y arboledas, hasta el torrente. – Allí está Jesús – dice Elías señalándolo – Aquél alto, hermoso, rubio, vestido de blanco, con el manto rojo… Isaac corre, abre el rebaño que pace, y con un grito de triunfo, de alegría, de adoración, se postra a los pies de Jesús. – Levántate, Isaac. He venido a traerte paz y bendición. Levántate, que quiero saber cómo es tu rostro. Pero Isaac no puede levantarse. Han sido demasiadas emociones juntas. Se queda, con su feliz llanto, contra el suelo. – Has venido inmediatamente. No te has preguntado si podías… – Tú me has dicho que viniera… y he venido. – Ni siquiera ha cerrado la puerta, ni ha recogido las limosnas, Maestro. – No importa. Los ángeles estarán en su casa vigilando. ¿Estás contento, Isaac? – ¡Oh, Señor! – Llámame Maestro. – Sí, Señor, Maestro mío. Aunque no estuviera curado, me habría sentido dichoso de verte. ¿Cómo he podido obtener de ti tanta gracia? – Por tu fe y paciencia, Isaac. Sé lo que has sufrido… – ¡Nada, nada! ¡Ya nada! ¡Te he encontrado a ti! ¡Vives! ¡Existes! Esto sí que es real… Lo demás, todo lo demás, pertenece al pasado. Pero, Señor y Maestro, ahora ya no te vas, ¿verdad?. – Isaac, tengo todo Israel que evangelizar. Yo parto… Pero, si bien es cierto que no puedo quedarme, tú sí me puedes servir y seguir. ¿Quieres ser mi discípulo, Isaac? – ¡No voy a servir! – ¿Sabrás confesar mi presencia en el mundo?, ¿confesarlo contra las burlas y las amenazas?, ¿y decir que Yo te he llamado y has venido? – Aunque Tú no quisieras, diría todo eso. En esto te desobedecería, Maestro. Perdona que lo diga. Jesús sonríe. -¿Ves como eres capaz de ser discípulo?. – ¡Oh, si sólo es para hacer esto!… Creía que era más difícil, que se necesitase ir a aprender con los rabíes para servirte a ti, Rabí de los rabíes… E ir a aprender cuando se es anciano… – efectivamente, el hombre tiene al menos cincuenta años. – Tú ya has aprendido todo lo que se enseña en una escuela, Isaac. – ¿Yo? No. – Tú, sí. ¿No has seguido creyendo y amando, respetando y bendiciendo a Dios y al prójimo, evitando tener envidias, o desear lo ajeno, e incluso lo que era tuyo y ya no tenías? ¿No has seguido diciendo sólo la verdad, aunque ello te perjudicase? ¿No has evitado fornicar con Satanás cometiendo pecados? ¿No has hecho todo esto en estos treinta años de desventura? – Sí, Maestro. – ¿Ves? Ya has concluido los estudios. Sigue así y añade la manifestación de mi presencia en el mundo. No hay nada más que hacer. – Ya te he predicado. Señor Jesús. A los niños que se acercaban cuando, sin apenas poder tenerme en pie, llegué a este pueblo pidiendo un pan y haciendo todavía algunos trabajos de esquilador o haciendo productos lácteos, y luego, cuando venían alrededor de mi cama, cuando ya la enfermedad se había hecho fuerte y me había aniquilado desde la cintura para abajo. Les hablaba de ti a los niños de entonces y a los niños de ahora, hijos de aquellos… Los niños son buenos y creen siempre… Hablaba de cuándo habías nacido… de los ángeles… de la Estrella y de los Magos… y de tu Madre… ¡Dime!: ¿vive? – Vive y te envía saludos. Siempre hablaba de vosotros. – ¡Quién pudiera verla! – La verás. Irás un día a mi casa. María te saludará con la palabra «amigo». – María… sí. Decir ese nombre es como tener miel en la boca… Hay una mujer en Yuttá — ahora es ya mujer, madre, desde hace poco, de su cuarto hijo —, que entonces era una niña, una de mis pequeñas amigas… Bueno, pues a sus hijos les ha puesto por nombre: María y José a los dos primeros, y, no atreviéndose a llamar al tercero Jesús, lo ha llamado Emmanuel, como signo de bendición para sí misma, para su casa y para Israel. Y está pensando en qué nombre ponerle al cuarto, que ha nacido hace seis días. ¡Ah, cuando sepa que estoy curado, y que Tú estás aquí!… Buena como el pan hecho por la propia madre es Sara, e igualmente Joaquín, su esposo. ¿Y sus familiares? Por ellos estoy vivo. Siempre me han dado posada y me han ayudado. – Vamos adonde ellos a pedir alojamiento para las horas de sol y llevarles bendición por su caridad. – Por aquí, Maestro. Más cómodo para el rebaño y más oportuno para pasar desapercibido a la gente, que ciertamente está agitada. La anciana que me ha visto ponerme en pie está claro que ha hablado. Siguen el torrente; lo dejan más al sur para tomar un sendero en subida más bien pronunciada a lo largo de un espolón del monte en forma de quilla de nave. Ahora el torrente va en dirección contraria a quien sube; discurre en el fondo, entre dos cadenas montañosas que se entrecruzan formando un valle accidentado y hermoso. Reconozco el lugar. Es inconfundible. Es el de la visión de Jesús y los niños que tuve la pasada primavera. La consabida tapia sin argamasa delimita la propiedad que desciende bruscamente hacia el valle. Ahí están los prados con los manzanos, las higueras y los nogales. Ahí está la casa, blanca sobre verde, con su ala saliente que protege la escalera formando un pórtico y mirador. Ahí está la pequeña cúpula en la parte más alta, y el huerto-jardín, con el pozo, la pérgola, los cuadros… Un gran murmullo sale de la casa. Isaac se adelanta, entra, llama con fuerte voz: – ¡María, José, Emmanuel! ¿Dónde estáis? Venid aquí con Jesús.Acuden tres críos: una niña de casi cinco años y dos niños de los cuatro a los dos, el último todavía con el paso un poco inseguro. Se quedan con la boca abierta ante el… resucitado. Luego la niña grita: – ¡Isaac! ¡Mamá! ¡Isaac está aquí! ¡Es verdad lo que ha visto Judit! De una habitación donde hay gran murmullo de voces, sale una mujer. Es la madre de lozano aspecto, morena, alta, exuberante, de la ya lejana visión; hermosa toda con sus vestidos de fiesta: un vestido de cándido lino, como una rica túnica, que desciende hasta los tobillos formando pliegues, ceñida a las opulentas caderas por un chal de rayas multicolores que modela sus muslos estupendos, que pende con flecos hasta la rodilla, por detrás, y que queda entreabierto por delante después de cruzarse a la altura de la cintura bajo una fíbula de filigrana. Un velo ligero con ramas de rosas pintadas sobre un fondo marfileño está fijado a sus trenzas negras, como un pequeño turbante, y luego desciende desde la nuca, formando ondas y pliegues, por los hombros y sobre el pecho; está ceñido a la cabeza por una pequeña corona de medallitas unidas entre sí por una cadena. Pendientes de pesados anillos cuelgan de sus orejas. La túnica está abrochada al cuello por un collar de plata pasado entre unos ojales del vestido. En los brazos lleva también pesadas pulseras de plata. – ¡Isaac! ¿Pero cómo es posible? Judit… Creía que el sol le había hecho perder la cabeza… ¡Andas!… ¿Qué sucedió? – ¡El Salvador! ¡Oh! ¡Sara! ¡Él es ya una realidad y ha venido! – ¿Quién? ¿Jesús de Nazaret? ¿Dónde está? – ¡Allí, detrás del nogal! ¡Y dice que si lo puedes recibir! – ¡Joaquín! ¡Madre! ¡Todos! ¡Venid! ¡Está aquí el Mesías! Salen todos corriendo: mujeres, hombres, muchachos, niños; salen dando gritos, chillando… Pero, al ver a Jesús, alto y majestuoso, pierden toda vehemencia y quedan como petrificados. – Paz a esta casa y a todos vosotros. La paz y la bendición de Dios – Jesús se dirige, despacio, sonriente, hacia el grupo de personas – Amigos, ¿queréis recibir en vuestra casa al Viandante? – y sonríe aún más. Su sonrisa vence los temores. El esposo tiene el valor de hablar: – Entra, Mesías. Te hemos amado sin conocerte, más te amaremos conociéndote. La casa hoy está de fiesta por tres cosas: por ti, por Isaac, y por la circuncisión de mi tercer hijo varón. Bendícelo, Maestro. ¡Mujer, trae al niño! Entra, Señor. Entran en una estancia adornada para fiesta: mesas, viandas, alfombras y ramilletes por todas partes. Vuelve Sara con un lindo recién nacido en los brazos, y se lo presenta a Jesús. – Dios esté con él, siempre. ¿Qué nombre tiene? – Ninguno. Ésta es María, éste es José, éste es Emmanuel, éste… no tiene nombre todavía… Jesús mira fijamente a los dos esposos, uno al lado del otro. Sonríe diciendo: – Pensad un nombre, si hoy debe ser circuncidado… Los dos se miran, lo miran, abren los labios, los cierran sin decir nada. Todos están atentos. Jesús insiste: – Muchos nombres grandes, dulces, benditos, tiene la historia de Israel. Los más dulces y benditos ya han sido puestos, pero quizás quede todavía alguno. A una voz los dos esposos exclaman: -¡El tuyo, Señor! – y la esposa añade – Pero es demasiado santo… Jesús sonríe y pregunta: -¿Cuándo se le circuncida?. – Estamos esperando al que lo hace. – Estaré presente en la ceremonia. Bien, antes de nada os doy las gracias por mi Isaac. Ahora ya no tiene necesidad de los buenos, pero los buenos siguen teniendo necesidad de Dios. Llamasteis al tercero «Dios con nosotros». A Dios lo tuvisteis desde que tuvisteis caridad con mi siervo. Benditos seáis. En la Tierra y en el Cielo será recordada vuestra acción. – ¿Isaac se va ahora? ¿Nos deja? – ¿Os duele? Él debe servir a su Maestro. No obstante, volverá, y Yo también vendré. Vosotros, entre tanto, hablaréis del Mesías… ¡Hay tanto que decir para convencer al mundo!… Llega la persona que esperábamos. Entra un personaje pomposo con un sirviente. Saludos y reverencias. – ¿Dónde está el niño? – pregunta con altiva gravedad. – Aquí está. Pero antes saluda al Mesías, está aquí. – ¿El Mesías?… ¿El que ha curado a Isaac? Ya, ya sé. Hablaremos de esto en otro momento. Tengo mucha prisa. El niño y su nombre. Los presentes se sienten desazonados por los modales del hombre. Jesús, sin embargo, sonríe como si los desaires no tuvieran que ver con Él. Toma al pequeñuelo, le toca en la frentecita con sus hermosos dedos, como para consagrarlo, y dice: – Su nombre es Iesaí – y se lo vuelve a dar al padre, el cual, con el hombre soberbio y con otros, va a una habitación cercana. Jesús se queda donde está hasta que vuelven con el infante, que viene chillando desesperadamente. – Dame al pequeñuelo, mujer. Dejará de llorar – dice para consolar a la angustiada madre. El niño, depositado en las rodillas de Jesús, efectivamente se calla. Jesús forma un grupo aparte, con todos los niños alrededor y luego los pastores y los discípulos. Afuera se oye balar a las ovejas (Elías las ha metido en el aprisco). En la casa hay rumor de fiesta. Traen dulces y bebidas a Jesús y a los suyos. Pero Jesús distribuye éstas entre los pequeños. – ¿No bebes Maestro? ¿No lo aceptas? Te lo damos de corazón. – Lo sé, Joaquín, y lo acepto de corazón. Pero déjame que primero dé gusto a los pequeñuelos; ellos constituyen mi alegría… – No hagas caso de ese hombre, Maestro.- No, Isaac. Ruego porque vea la Luz. Juan, lleva a los dos niños a ver las ovejas. Y tú, María, acércate más y dime: ¿Quién soy Yo? – Tú eres Jesús, Hijo de María de Nazaret, nacido en Belén. Isaac te vio y me puso el nombre de tu Mamá para que yo fuera buena. – Tienes que ser buena como el ángel de Dios, más pura que una azucena florecida en las altas cumbres, pía como el levita más santo, para imitarla. ¿Lo serás?. – Sí, Jesús. – Di «Maestro» o «Señor», niña. – Deja que me llame con mi Nombre, Judas. Sólo pasando por labios inocentes no pierde el sonido que tiene en los labios de mi Madre. Todos, en los siglos futuros, pronunciarán ese Nombre, pero unos por un interés, otros por otro, y muchos para hacerlo objeto de blasfemia. Sólo los inocentes, sin cálculo y sin odio, lo pronunciarán con amor semejante al de esta pequeña y al de mi Madre. Incluso los pecadores, sintiéndose necesitados de piedad, me invocarán. ¡Sin embargo, mi Madre y los niños…! ¿Por qué me llamas Jesús? – pregunta, acariciando a la pequeña. – Porque te quiero… como a mi padre, a mamá y a mis hermanitos – dice abrazando las rodillas de Jesús y riendo con la carita levantada. – Y Jesús se inclina y la besa… y así todo termina.