Hacia Belén con Juan, Simón Zelote y Judas Iscariote.
Ya desde las primeras horas de la mañana veo a Jesús en el momento en que llega a una cita que tiene con los discípulos Simón y Judas en la misma puerta de siempre. Jesús ya estaba con Juan. Y oigo que dice: – Amigos, os pido que vengáis conmigo por la Judea; si no os cuesta demasiado, especialmente a ti, Simón. – ¿Por qué, Maestro? – Es áspero el camino por los montes de Judea… y tal vez incluso te resultará más áspero el encontrar a ciertas personas que te han causado perjuicios. – Por lo que respecta al camino, te aseguro una vez más que desde que me curaste me siento más fuerte que un muchacho joven, y no me pesa ningún esfuerzo; además, siendo por ti, y, ahora, por si fuera poco, contigo… Por lo que respecta al encuentro con los que me hicieron el mal, en el corazón de Simón, desde que es tuyo, ya no hay resentimientos, y ni siquiera sentimientos duros. El odio cayó junto con las escamas de la enfermedad. Y no sé, créelo, si decirte que hiciste un milagro mayor al curarme la carne corroída o el alma abrasada por el rencor. Pienso que no me equivoco si digo que el milagro más grande fue este último. Sana siempre con menos facilidad una llaga del espíritu… y Tú me curaste improvisamente. Esto es un milagro, porque… no, uno no se cura de repente, aunque quiera hacerlo con todas sus fuerzas; no se cura el hombre de un hábito moral, si Tú no anulas ese hábito con tu voluntad santificante. – No juzgas erradamente. – ¿Por qué no lo haces así con todos? – pregunta Judas un poco resentido. – Pero si lo hace, Judas. ¿Por qué le hablas así al Maestro? ¿No te sientes distinto desde que lo conoces? Yo ya era discípulo de Juan el Bautista, pero me he visto completamente cambiado desde que Él me dijo: «Ven».Juan, que generalmente no interviene, especialmente si ello supone adelantarse al Maestro, esta vez no se sabe callar. Dulce y afectuoso, ha depositado una mano sobre el brazo de Judas como para calmarlo y le habla afanoso y persuasivo. Luego se da cuenta de que ha hablado antes que Jesús, se pone colorado y dice: – Perdón, Maestro. He hablado en tu lugar… Pero quería… quería que Judas no te causara dolor. – Sí, Juan. Pero no me ha apenado como discípulo. Cuando lo sea, entonces, si persiste en su modo de pensar, me causará dolor. Me entristece sólo el constatar lo corrompido que está el hombre por Satanás, y cómo éste le aparta el pensamiento del recto camino. ¡Todos, ¿sabéis?, todos tenéis el pensamiento turbado por él! Pero vendrá, ¡oh!, vendrá el día en que tendréis en vosotros la Fuerza de Dios, la Gracia; tendréis la sabiduría con su Espíritu… Entonces dispondréis de todo para juzgar justamente. – ¿Juzgaremos todos justamente? – No, Judas. – Pero, ¿te refieres a nosotros, discípulos, o a todos los hombres? – Hablo aludiendo primero a vosotros, pero también a todos los demás. Cuando llegue la hora, el Maestro creará a sus obreros y los mandará por el mundo… – ¿No lo haces ya? – Por ahora sólo me sirvo de vosotros para decir: «El Mesías está entre nosotros. Id a Él». Llegada la hora, os haré capaces de predicar en mi nombre, de cumplir milagros en mi nombre… – ¡Oh!, ¿también milagros? – Sí, en los cuerpos y en las almas. – ¡Cuánto nos admirarán entonces! — se le ve a Judas alborozado ante esta idea. – Pero ya no estaremos con el Maestro entonces… y yo tendré siempre miedo de hacer con capacidad de hombre lo que es de Dios – dice Juan, y mira a Jesús pensativamente, y también un poco triste. – Juan, si el Maestro lo permite, quisiera decirte lo que pienso — es Simón quien ha hablado. – Díselo. Deseo que os aconsejéis mutuamente. – ¿Ya sabes que es un consejo? Jesús sonríe y calla. – Pues bien, entonces yo te digo, Juan, que no debes, no debemos temer. Apoyémonos en su sabiduría de Maestro santo, y en su promesa. Si Él dice: «Os mandaré», es señal de que sabe que puede enviarnos sin que le perjudiquemos a Él ni a nosotros, o sea, a la causa de Dios que todos amamos como se ama a la propia esposa recién casada. Si Él nos promete vestir nuestra miseria intelectual y espiritual con los fulgores de la potencia que el Padre le da para nosotros, debemos estar seguros de que lo hará, y nosotros tendremos ese poder de que nos habla el Maestro; no por nosotros, sino por su misericordia. Pero, ciertamente, todo esto sucederá si nosotros no ponemos orgullo, deseo humano, en nuestro obrar. Pienso que si corrompemos nuestra misión — que es completamente espiritual — con elementos terrestres, entonces decaerá también la promesa del Cristo; no por incapacidad suya, sino porque nosotros ahogaremos esta capacidad con el lazo de la soberbia. No sé si me explico bien. – Te explicas muy bien. Me he equivocado yo. Pero mira… pienso que, en el fondo, desear ser admirados como discípulos del Mesías, suyos hasta el punto de haber merecido hacer lo que Él hace, es deseo de aumentar aún más la potente figura del Cristo ante las gentes. Gloria al Maestro que tiene tales discípulos; esto es lo que yo quiero decir – le responde Judas. – No todo es erróneo en tus palabras. Pero… mira, Judas. Yo vengo de una casta perseguida por… por haber entendido mal qué y cómo debe ser el Mesías. Sí. Si nosotros lo hubiéramos esperado con justa visión de su ser, no habríamos podido caer en errores que son blasfemias contra la Verdad y rebelión contra la ley de Roma; por lo cual fuimos castigados por Dios y por Roma. Hemos querido ver en el Cristo un conquistador y un libertador de Israel, un nuevo Macabeo, y más grande que el gran Judas… Esto sólo. Y ¿por qué? Porque hemos cuidado más de nuestros intereses (los de la patria y los de los ciudadanos) que de los intereses de Dios. ¡Oh!, santo es también el interés de la patria. Pero, ¿qué es comparado con el Cielo eterno? He aquí cuanto he pensado y visto en las largas horas de persecución, primero, y de segregación, después; cuando, fugitivo, me escondía en las madrigueras de los animales salvajes, condividiendo con ellos lecho y alimento, para escapar de la fuerza romana, y sobre todo de las delaciones de los falsos amigos; o cuando, esperando la muerte, ya gustaba el olor del sepulcro en mi cueva de leproso: he visto la figura verdadera del Mesías… la tuya, Maestro humilde y bueno, la tuya, Maestro y Rey del espíritu, la tuya, oh Cristo, Hijo del Padre que al Padre conduces, y no a los palacios de tierra, no a las deidades de barro. Tú… ¡oh!, me resulta fácil seguirte… porque — perdona mi osadía que se proclama justa — porque te veo como te he pensado; te reconozco, en seguida te reconocí. Sí, no ha sido un conocimiento de ti, sino un reconocer a Uno que ya el alma había conocido… – Por esto te he llamado… y por esto te llevo conmigo, ahora, en este primer viaje mío por Judea. Quiero que completes el reconocimiento… y quiero que también éstos, a los cuales la edad los hace menos capaces de llegar a lo verdadero por medio de meditación severa, sepan cómo su Maestro ha llegado a esta hora… Entenderéis luego. He aquí, ante nuestros ojos, la torre de David; la Puerta Oriental está cerca. – ¿Salimos por ella? – Sí, Judas. En primer lugar vamos a Belén, donde nací… Conviene que lo sepáis… para decírselo a los otros. También esto tiene que ver con el conocimiento del Mesías y de la Escritura. Encontraréis las profecías escritas en las cosas, con voz no ya de profecía sino de historia. Demos la vuelta rodeando las casas de Herodes… – La vieja raposa malvada y lujuriosa. – No juzguéis. Para juzgar está Dios. Vamos por ese sendero entre estas huertas. Nos detendremos a la sombra de un árbol, junto a alguna casa hospitalaria, mientras el sol abrase; luego proseguiremos el camino.