Judas Iscariote presentado a Juan y a Simón Zelote.
Veo a Jesús con Judas Iscariote, pasear yendo y viniendo junto a una de las puertas del recinto del Templo. – ¿Estás seguro de que vendrá? – pregunta Judas. – Estoy seguro. Partía al alba, de Betania, y se encontraría en Get-Sammi con mi primer discípulo… Una pausa. Jesús se para y mira fijamente a Judas — se lo ha puesto de frente; lo estudia —, luego le pone una mano encima del hombro y le pregunta: – ¿Por qué, Judas, no me expresas tu pensamiento? – ¿Qué pensamiento? No tengo un pensamiento especial en este momento, Maestro. Te hago incluso demasiadas preguntas. La verdad es que no puedes quejarte de mutismo por mi parte. – Me haces muchas preguntas y me das muchas informaciones detalladas sobre la ciudad y sus habitantes, pero no me abres tu ánimo. ¿Qué importancia pueden tener para mí las noticias sobre el censo y la estructura de ésta o aquella familia? No soy una persona que no tenga nada que hacer y que haya venido aquí en plan de pasar el rato. Tú sabes para qué he venido. Y, como puedes comprender, ante todo me apremia ser el Maestro de mis discípulos. Por eso quiero por parte de ellos sinceridad y confianza. ¿Te quería tu padre, Judas? – Me quería mucho. Yo era su orgullo. Cuando volvía de la escuela, e incluso después, cuando volvía a Keriot desde Jerusalén, quería que le dijese todo. Mostraba interés por todo lo que yo hacía. Si eran cosas buenas, se alegraba. Si eran menos buenas, me confortaba. Si había cometido algún error — alguna vez, ya se sabe, todos erramos — y, por ello, había recibido una reprensión, él me mostraba toda la justicia de la amonestación recibida, o todo el error de mi acción. ¡Pero, lo hacía con tanta dulzura…! Parecía un hermano mayor. Terminaba siempre así: «Esto te lo digo porque quiero que mi Judas sea una persona justa. Quiero que me bendigan a través de mi hijo…». Mi padre… Jesús, que ha estado en todo momento mirando fija y atentamente al discípulo, sinceramente conmovido ante la evocación del padre, dice: – Mira, Judas, estate seguro de cuanto te digo. Ninguna obra le hará tan feliz a tu padre como el que me seas fiel discípulo. El espíritu de tu padre exultará, allí, donde espera la luz — porque si te educó así debió ser justo —, si ve que eres discípulo mío. Pero, para serlo, tú debes decirte: «He vuelto a encontrar a mi padre perdido, al padre que parecía un hermano mayor; lo he encontrado de nuevo en mi Jesús, y a Él, como al padre amado que todavía lloro, le diré todo, para recibir guía, bendición o dulce amonestación». ¡Quiera el Eterno y quieras tú, sobre todo tú, que Jesús no tenga otra cosa que decirte sino: «Eres bueno. Te bendigo»!. – ¡Oh, sí, Jesús, sí! Si me amas mucho, sabré llegar a ser bueno, como Tú quieres y como quería mi padre. Y mi madre así ya no tendrá esa espina en el corazón. Ella decía siempre: «Te has quedado sin guía, hijo, y todavía tenías mucha necesidad de ella». ¡Cuando sepa que te tengo a ti…!. – Yo te amaré como ningún otro ser humano podría hacerlo. Te amaré mucho. Te amo mucho. No me defraudes. – No, Maestro, no. Estaba lleno de conflictos interiores. Envidias, celos, ambiciones de ser el primero, carnalidad; todo luchaba en mí contra las voces buenas. Incluso, hace poco, ¿ves?, Tú me has proporcionado un sufrimiento. Bueno, Tú no, me lo ha proporcionado mi malvada naturaleza… Yo creía que era tu primer discípulo… y me has dicho que tienes ya otro. – Lo viste tú mismo. ¿No te acuerdas que en el Templo, durante la Pascua, estaba con muchos galileos? – Creía que eran amigos… Creía que yo era el primer discípulo elegido y, por tanto, el predilecto. – No hay distinciones en mi corazón entre los últimos y los primeros. Si el primero cometiera faltas y el último fuese santo, entonces sí se crearía ante los ojos de Dios la distinción. Pero Yo, Yo amaré lo mismo: con un amor beato al santo, con un amor doloroso al pecador. Mira, allí viene Juan con Simón: Juan es el primero; Simón es aquel de quien te hablé hace dos días. Tú ya los has visto a Simón y a Juan. Uno estaba enfermo… – ¡Ah, el leproso! Ya me acuerdo. ¿Ya es discípulo tuyo? – Desde el día siguiente. – Y yo ¿por qué tanta espera? – ¡¿Judas?! – Es verdad. Perdón. Juan ha visto al Maestro y se lo indica a Simón. Aceleran el paso. El saludo de Juan es un cambio de besos con el Maestro. Simón, por el contrario, se postra ante Jesús y besa sus pies exclamando: – ¡Gloria a mi Salvador! ¡Bendice a tu siervo para que sus acciones sean santas a los ojos de Dios, y yo le dé gloria bendiciéndolo por haberme otorgado a ti!Jesús le pone la mano sobre la cabeza: – Sí, te bendigo para darte las gracias por tu trabajo. Álzate, Simón. Mira, Juan; mira, Simón: éste es el último discípulo, también él quiere seguir la Verdad; es hermano, por tanto, para todos vosotros. Se saludan mutuamente. Los dos judíos con recíproca indagación, Juan expansivamente. – ¿Estás cansado, Simón? – pregunta Jesús. – No, Maestro. Junto con la salud me ha venido un vigor que aún no conocía. – Y sé que lo empleas bien. He hablado con muchos y todos me han referido de ti que los habías instruido sobre el Mesías. Simón sonríe contento. – Ayer por la tarde también hablé de ti con un honesto israelita. Espero que un día lo conozcas. Quisiera llevarte a él. – Esto no es imposible. Judas interviene: – Maestro, me has prometido que vendrías conmigo a Judea. – E iré. Simón continuará instruyendo a las personas acerca de mi venida. El tiempo es breve, amigos, y la gente es mucha. Yo ahora me voy con Simón. Por la tarde vosotros dos vendréis a mi encuentro por el camino del Monte de los Olivos. Distribuiremos dinero a los pobres. Ahora marchaos. Jesús, solo con Simón, le pregunta: – Esa persona de Betania ¿es un verdadero israelita? – Un verdadero israelita. Participa de todas las ideas imperantes, pero tiene también verdadera ansia del Mesías. Cuando le dije: «Él está entre nosotros», respondió enseguida: «¡Dichoso yo que vivo en esta hora!». – Iremos a verlo un día, a llevar bendición a su casa. ¿Has visto al nuevo discípulo? – Lo he visto. Es joven y parece inteligente. – Sí. Lo es. Tú, que eres judío, compadécelo por sus ideas, más que a los otros. – ¿Es un deseo o una orden? – Es una dulce orden. Tú, que has sufrido, puedes tener más indulgencia. El dolor es maestro de muchas cosas. – Si Tú me lo ordenas, seré con él todo indulgencia. – Sí. Así. Quizás mi Pedro — y no sólo él — se escandalizará un poco al ver cómo cuido a este discípulo y me preocupo de él. Pero un día comprenderán… Cuanto peor formado está uno, más necesidad tiene de cuidados. Los otros… ¡oh!, los otros se forman incluso por sí mismos, por el solo contacto. Yo no quiero hacer todo solo. Pido la voluntad del hombre y la ayuda de los demás para formar a un hombre. Os llamo a ayudarme… y os agradezco la ayuda. – Maestro, ¿estás suponiendo que te va a defraudar? – No. Pero es joven, y ha crecido en Jerusalén. – ¡Oh! A tu lado se corregirá de todos los vicios de esta ciudad… Estoy seguro de ello. Yo, viejo y seco por el rencor, he quedado completamente renovado desde que te vi… Jesús susurra: – ¡Que así sea! – Luego dice fuerte – Ven conmigo al Templo. Voy a evangelizar al pueblo.