Jesús instruye a Judas Iscariote.
Jesús y Judas salen del Templo después de haber estado orando en el lugar más cercano al Santo, concedido a los israelitas varones. Judas quisiera seguir con Jesús, pero este deseo encuentra oposición en el Maestro. – Judas, quiero estar solo en las horas nocturnas. Durante la noche, mi espíritu toma del Padre su alimento. Oración, meditación y soledad, me son más necesarias que el alimento material. Quien quiere vivir para el espíritu y conducir a otros a vivir la misma vida, debe posponer la carne, diría casi: matarla en sus desafueros, para ocuparse completamente del espíritu; todos, Judas, también tú, si quieres verdaderamente ser de Dios, o sea, de lo sobrenatural. – Pero, Maestro, nosotros somos todavía de la tierra. ¿Cómo podemos desatender la carne poniendo toda nuestra solicitud en el espíritu? Lo que dices, ¿no está en antítesis con el mandato de Dios: «No matarás»?, ¿en esto no está también incluido el no matarse? Si la vida es don de Dios, ¿debemos o no amarla?». – Voy a responderte como no respondería a una persona sencilla, a la cual es suficiente elevarle la mirada del alma, o de la mente, a esferas sobrenaturales, para poder llevárnosla en vuelo a los reinos del espíritu. Tú no eres una persona sencilla. Te has formado en ambientes que te han afinado… pero que, al mismo tiempo, te han contaminado con sus sutilezas y con sus doctrinas. ¿Tienes presente a Salomón, Judas? Era sabio, el más sabio de aquellos tiempos. ¿Recuerdas lo que dijo, después de haber conocido todo el saber?: «Vanidad de vanidades, todo es vanidad. Temer a Dios y observar sus mandamientos: esto es todo el hombre». Ahora Yo te digo que hay que saber tomar de los alimentos sustento, pero no veneno. Y si se ve que un alimento nos es nocivo (porque se producen reacciones en nosotros por las cuales ese alimento es nefasto, siendo más fuerte que nuestros humores buenos, los cuales lo podrían neutralizar) es necesario dejar de tomar ese alimento, aunque sea apetitoso al gusto. Mejor pan, sin más, y agua de la fuente, que no los platos rebuscados de la mesa del rey que tienen especias que alteran y envenenan. – ¿Qué debo dejar, Maestro? – Todo aquello que sabes que te turba. Porque Dios es Paz, y si te quieres encaminar por el sendero de Dios debes liberar tu mente, tu corazón y tu carne, de todo lo que no es paz, de todo lo que conlleva turbación. Sé que es difícil reformarse a sí mismo, pero Yo estoy aquí para ayudarte a hacerlo. Estoy aquí para ayudar al hombre a ser de nuevo hijo de Dios, a volver a formarse como por una segunda creación, una autogénesis querida por él mismo. Pero deja que te responda a cuanto preguntabas, para que no digas que no has salido del error por culpa mía. Es verdad que matarse es igual que matar. La vida es don de Dios, ya sea la propia o la ajena, y sólo a Dios, que la ha otorgado, le está reservado el poder de quitarla. Quien se mata confiesa su soberbia, y Dios odia la soberbia. -¿La soberbia, confiesa? Yo diría la desesperación. – ¿Y qué es la desesperación sino soberbia? Considera esto, Judas: ¿Por qué uno pierde la esperanza?: o porque las desventuras se ensañan con él y quiere vencerlas por sí solo, sin ser capaz de tanto; o bien porque es culpable y juzga de sí mismo que Dios no lo puede perdonar. Tanto en el primero como en el segundo caso, ¿no es reina la soberbia? El hombre que quiere por sí solo resolver las cosas carece de la humildad de tender la mano al Padre diciéndole: «Yo no puedo, pero Tú sí puedes. Ayúdame, porque espero todo, todo lo estoy esperando, de Ti». El otro hombre, el que dice: «Dios no puede perdonarme», lo hace porque midiendo a Dios con el patrón de sí mismo sabe que otra persona, ofendida como él ha ofendido, no podría perdonarlo. O sea, también aquí hay soberbia. El humilde siente compasión y perdona aunque sufra por la ofensa recibida. El soberbio no perdona. Es además soberbio porque no sabe bajar la cabeza y decir: «Padre, he pecado, perdona a tu pobre hijo culpable». ¿O es que no sabes, Judas, que el Padre está dispuesto a disculpar todo, si se pide perdón con corazón sincero y contrito, con corazón humilde y deseoso de resucitar al bien? – Pero ciertos delitos no deben perdonarse, no pueden ser perdonados. – Eso lo dices tú. Y hasta será verdad, si el hombre así lo quiere. Pero, en verdad, ¡oh!, en verdad te digo que incluso después del delito de los delitos, si el culpable corriera a los pies del Padre — se llama Padre por esto, Judas, y es Padre de perfección infinita — y, llorando, le suplicara que lo perdonase, ofreciéndose a la expiación pero sin desesperación, el Padre le daría el modo de expiar para merecerse el perdón y salvar el espíritu. – Entonces dices que los hombres que la Escritura cita, y que se mataron, hicieron mal.- No es lícito hacer violencia a nadie, y tampoco uno a sí mismo. Hicieron mal. Conociendo relativamente el bien, habrán obtenido de Dios, en ciertos casos, misericordia. Pero a partir de que el Verbo haya aclarado toda verdad y haya dado fuerza a los espíritus con su Espíritu, desde entonces, ya no le será concedido el perdón a quien muera desesperado. Ni en el instante del juicio particular, ni, después de siglos de Gehena, en el Juicio Final, ni nunca. ¿Es dureza de Dios? No: justicia. Dios dirá: «Tú, criatura dotada de razón y de sobrenatural ciencia, creada libre por Mí, decidiste seguir el sendero elegido por ti, y dijiste: ‘Dios no me perdona. Estoy separado para siempre de Él, Juzgo que debo aplicarme por mi mismo justicia por mi delito. Dejo la vida para huir de los remordimientos’, sin pensar que ya no habrías sentido remordimientos si hubieras venido a mi seno paterno. Recibe eso mismo que has juzgado. No violento la libertad que te he dado». Esto le dirá el Eterno al suicida. Piénsalo, Judas. La vida es un don, y hay que amarla. ¿Y qué don es? Don santo. Así que ha de ser amada santamente. La vida dura mientras la carne resiste. Luego empieza la Vida grande, la eterna Vida: de beatitud para los justos, de maldición para los no justos. La vida, ¿es fin o es medio? Es medio. Sirve para el fin, que es la eternidad. Pues démosle entonces a la vida aquello que le haga falta para durar y servir al espíritu en su conquista. Continencia de la carne en todos sus apetitos, en todos. Continencia de la mente en todos sus deseos, en todos. Continencia del corazón en todas las pasiones que saben a humano. Sea, por el contrario, ilimitado el impulso hacia las pasiones celestes: amor a Dios y al prójimo, voluntad de servir a Dios y al prójimo, obediencia a la Palabra divina, heroísmo en el bien y en la virtud. Yo te he respondido, Judas. ¿Estás convencido? ¿Te basta la explicación? Sé siempre sincero y, si no sabes todavía bastante, pregunta; estoy aquí para ser Maestro. – He comprendido y me basta. Pero… es muy difícil llevar a la práctica lo que he comprendido. Tú puedes porque eres santo. Pero yo… Soy un hombre, joven, lleno de vitalidad… – He venido para los hombres, Judas, no para los ángeles, que no tienen necesidad de maestro. Los ángeles ven a Dios, viven en su Paraíso, no ignoran las pasiones de los hombres, porque la Inteligencia, que es su Vida, los hace conocedores de todo, incluso a aquellos que no son custodios de un hombre. Pero, siendo espirituales, sólo pueden tener un pecado, como uno de ellos lo tuvo y arrastró consigo a los menos fuertes en la caridad: la soberbia, flecha que afeó a Lucifer, el más hermoso de los arcángeles, e hizo de él el monstruo horripilante del Abismo. No he venido para los ángeles (los cuales, después de la caída de Lucifer, se horrorizan incluso ante el espectro de un pensamiento de orgullo), sino que he venido para los hombres, para hacer de los hombres ángeles. El hombre era la perfección de la creación. Tenía del ángel el espíritu, del animal la completa belleza en todas sus partes animales y morales; no había criatura que le igualara. Era el rey de la Tierra, como Dios es el Rey del Cielo, y un día, el día en que él se hubiera dormido por última vez en la tierra, iba a ser rey, con el Padre, en el Cielo. Satanás ha arrancado las alas al ángel – hombre y, en su lugar, ha puesto garras de fiera y avidez de inmundicia y ha hecho de él un ser al que cuadra más el nombre de hombre – demonio que el de hombre a secas. Yo quiero borrar la deformación causada por Satanás, anular el hambre corrompida de la carne contaminada, devolverle las alas al hombre, llevarlo de nuevo a ser rey, coheredero del Padre y del Reino celeste. Sé que el hombre, si quiere quererlo, puede llevar a cabo cuanto digo, para volver a ser rey y ángel. No os diría cosas que no pudierais hacer. Yo no soy uno de esos oradores que predican doctrinas imposibles. He tomado verdadera carne para poder saber, por experiencia de carne, cuáles son las tentaciones del hombre. – ¿Y los pecados? – Todos pueden ser tentados; pecador, sólo quien quiere serlo. – ¿No has pecado nunca, Jesús? – Nunca he querido pecar. Y ello no porque sea el Hijo del Padre, sino que es que lo he querido y lo querré, para mostrarle al hombre que el Hijo del hombre no pecó porque no quiso pecar y que el hombre, si no quiere, puede no pecar. – ¿Has sido tentado alguna vez? – Tengo treinta años, Judas, y no he vivido en una cueva de un monte, sino entre los hombres. Y aunque hubiera estado en el lugar más solitario de la tierra ¿tú crees que no habrían venido las tentaciones? Todo lo tenemos en torno a nosotros: el bien y el mal. Todo lo llevamos con nosotros. Sobre el bien sopla el hálito de Dios y lo aviva como a turíbulo de gratos y sagrados inciensos. Sobre el mal sopla Satanás y, encendiéndolo, lo transforma en hoguera de feroz lengua. Mas la voluntad atenta y la oración constante son húmeda arena sobre la llamarada de infierno: la sofocan y la extinguen. – Pero, si no has pecado jamás, ¿cómo puedes emitir tu juicio sobre los pecadores? Soy hombre y soy el Hijo de Dios. Cuanto podría ignorar como hombre, y juzgarlo mal, lo conozco y juzgo como Hijo de Dios. Y, además… Judas, respóndeme a esta pregunta: uno que tiene hambre ¿sufre más cuando dice: «ahora me siento a la mesa», o cuando dice «no hay comida para mí»? – Sufre más en el segundo caso, porque sólo el saberse privado del alimento le trae a la memoria el olor de las viandas, y las vísceras se retuercen de deseo. – Exacto: la tentación es mordiente como este deseo, Judas. Satanás lo hace más agudo, exacto y seductor que cualquier acto cumplido. Además, el acto satisface, y alguna vez nausea, mientras que la tentación no desaparece, sino que, como árbol podado, echa ramas cada vez más vigorosas. – ¿Y no has cedido nunca? – No he cedido nunca. – ¿Cómo lo has conseguido? – He dicho: «Padre, no me dejes caer en la tentación». -¿Cómo? ¿Tú, Mesías, Tú, que obras milagros, has solicitado la ayuda del Padre? – No sólo la ayuda: le he pedido que no me deje caer en la tentación. ¿Tú crees que, porque Yo sea Yo, puedo prescindir del Padre? ¡Oh, no! En verdad te digo que el Padre le concede todo al Hijo, pero también el Hijo recibe todo del Padre. Y te digo que todo lo que se le pida al Padre en mi nombre será concedido. «Mas ya estamos cerca del Get – Sammi, donde vivo. Ya se ven sus primeros olivos al otro lado de las murallas. Tú estás más allá de Tofet. Ya cae la noche. No te conviene subir hasta allá. Nos veremos de nuevo mañana en el mismo lugar. Adiós. La paz sea contigo. – Paz a ti también, Maestro… Pero quisiera decirte aún una cosa. Te acompaño hasta el Cedrón, luego me vuelvo para atrás. ¿Por qué estás en ese lugar tan humilde? Ya sabes… la gente da importancia a muchas cosas. ¿No conoces en la ciudad a nadie que tenga una buena casa? Yo, si quieres, puedo llevarte donde algunos amigos. Te acogerán por amistad hacia mí. Serían moradas más dignas de ti. -¿Tú crees? Yo no lo creo. Lo digno y lo indigno están en todas las clases sociales. Y, no por carecer de caridad, sino para no faltar a la justicia, te digo que lo indigno (y maliciosamente indigno) se halla frecuentemente entre los grandes. No hace falta ser poderoso para ser bueno, como tampoco sirve el ser poderoso para ocultar la acción pecaminosa a los ojos de Dios. Todo debe invertirse bajo mi Signo: no será grande el poderoso, sino el humilde y santo. – Pero, para ser respetado, para imponerse… – ¿Es respetado Herodes? Y César, ¿es respetado? No. Los labios y los corazones los soportan y maldicen. Créeme, Judas, sobre los buenos, o incluso sobre los que están deseosos de bondad, sabré imponerme más con la modestia que con la grandiosidad. – Pero entonces… ¿vas a despreciar siempre a los poderosos? ¡Te buscarás enemigos! Yo pensaba hablar de ti a muchos que conozco y que tienen un nombre… – No voy a despreciar a nadie. Iré tanto a los pobres como a los ricos, a los esclavos como a los reyes, a los puros como a los pecadores. Pero si bien he de quedar agradecido a quien proporcione pan y techo a mis fatigas (cualesquiera que sean ese techo y ese alimento), verdad es que daré siempre preferencia a lo humilde; los grandes tienen ya muchas satisfacciones, los pobres no tienen más que la recta conciencia, un amor fiel, e hijos, y el verse escuchados por la mayoría de ellos. Yo siempre prestaré atención a los pobres, a los afligidos y a los pecadores. Te agradezco el buen deseo, pero déjame en este lugar de paz y oración. Ve, y que Dios te inspire lo recto. Jesús deja al discípulo y se interna entre los olivos.