La pesca milagrosa y la elección de los primeros cuatro apóstoles.
Jesús está hablando: – Cuando en primavera todo florece, el hombre del campo dice contento: «Obtendré mucho fruto», y se regocija su corazón por esta esperanza. Pero, desde la primavera al otoño, desde el mes de las flores al de la fruta, ¡cuántos días, cuántos vientos y lluvias y sol y temporales vendrán! A veces la guerra, o la crueldad de los poderosos, o enfermedades de las plantas, o del campesino. Así es que los árboles, que prometían mucho fruto, — al no cavárselos o recalzarlos, regarlos, podarlos, sujetarlos o limpiarlos — se ponen mustios y mueren totalmente, o muere su fruto. Vosotros me seguís. Me amáis. Vosotros, como plantas en primavera, os adornáis de propósitos y amor. Verdaderamente Israel en esta alba de mi apostolado es como nuestros dulces campos en el luminoso mes de Nisán. Pero, escuchad. Como quemazón de sequía, vendrá Satanás a abrasaros con su hálito envidioso de mí. Vendrá el mundo con su viento helado a congelar vuestro florecer. Vendrán las pasiones como temporales. Vendrá el tedio como lluvia obstinada. Todos los enemigos míos y vuestros vendrán para hacer estéril lo que debería brotar de esta tendencia santa vuestra a florecer en Dios. Yo os lo advierto, porque sé las cosas. Pero, ¿entonces todo se perderá cuando Yo, como el agricultor enfermo — más que enfermo, muerto —, ya no pueda ofreceros palabras y milagros? No. Yo siembro y cultivo mientras dura mi tiempo; crecerá y madurará en vosotros, si vigiláis bien. Mirad esa higuera de la casa de Simón de Jonás. Quien la plantó no encontró el punto justo y propicio. Trasplantada junto a la húmeda pared de septentrión, habría muerto si no hubiera deseado tutelarse a sí misma para vivir. Y ha buscado sol y luz. Vedla ahí: toda retorcida, pero fuerte y digna, bebiendo de la aurora el sol con el que se procura el jugo para sus cientos y cientos de dulces frutos. Se ha defendido por sí misma. Ha dicho: «El Creador me ha proyectado para alegrar y alimentar al hombre. ¡Yo quiero que mi deseo acompañe al suyo!». ¡Una higuera! ¡Una planta sin habla! ¡Sin alma! Y vosotros, hijos de Dios, hijos del hombre, ¿vais a ser menos que esa leñosa planta? Vigilad bien para dar frutos de vida eterna. Yo os cultivo y al final os daré la savia más poderosa que existe. No hagáis, no hagáis que Satanás ría ante las ruinas de mi trabajo, de mi sacrificio y también de vuestra alma. Buscad la luz. Buscad el sol. Buscad la fuerza. Buscad la vida. Yo soy Vida, Fuerza, Sol, Luz de quien me ama. Estoy aquí para llevaros al lugar del que provengo. Hablo aquí para llamaros a todos e indicaros la Ley de los diez mandamientos que dan la vida eterna. Y con consejo amoroso os digo: «Amad a Dios y al prójimo»; es condición primera para cumplir cualquier otro bien, es el más santo de los diez santos mandamientos. Amad. Aquellos que amen en Dios, a Dios y al prójimo y por el Señor Dios tendrán en la Tierra y en el Cielo la paz como tienda y corona. La gente, después de la bendición de Jesús, se aleja, pero como no queriendo marcharse. No hay ni enfermos ni pobres. Jesús dice a Simón: – Llama a los otros dos. Vamos a adentramos en el lago para echar la red. – Maestro, tengo los brazos deshechos de echar y subir la red durante toda la noche para nada. El pescado está en zona profunda, quién sabe dónde.- Haz lo que te digo, Pedro. Escucha siempre a quien te ama. – Haré lo que dices por respeto a tu palabra – y llama con fuerza a los peones, y a Santiago y a Juan – Vamos a pescar. El Maestro así lo quiere. Y mientras se alejan de la orilla le dice a Jesús: – Maestro, te aseguro que no es hora propicia. A esta hora los peces quién sabe dónde estarán descansando… Jesús, sentado en la proa, sonríe y calla. Recorren un arco de círculo en el lago y luego echan la red. Después de pocos minutos de espera, la barca siente extrañas sacudidas, extrañas porque el lago está liso como si fuera de cristal fundido bajo el Sol ya alto. – ¡Esto son peces, Maestro! – dice Pedro con los ojos como platos. Jesús sonríe y calla. – ¡Eúp! ¡Eúp! – dirige Pedro a los peones. Pero la barca se inclina hacia el lado de la red. – ¡Eh! ¡Santiago! ¡Juan! ¡Rápido! ¡Venid! ¡Con los remos! ¡Rápido!. Se apresuran. Los esfuerzos de los hombres de las dos barcas logran subir la red sin dañar el pescado. Las barcas se colocan una al lado de la otra, completamente juntas. Un cesto, dos, cinco, diez; todos llenos de estupendas piezas, y hay todavía muchos peces coleteando en la red: plata y bronce vivo que se mueve huyendo de la muerte. Entonces no hay más que una solución: volcar el resto en el fondo de las barcas. Lo hacen, y el fondo se vuelve todo un bullir de vidas en agonía. Esta abundancia cubre a los hombres hasta más arriba del tobillo y el nivel externo del agua llega a superar, por el peso excesivo, la línea de flotación. – ¡A la orilla! ¡Vira! ¡Venga! ¡Con la vela! ¡Cuidado con el fondo! ¡Pértigas preparadas para amortizar el choque! ¡Demasiado peso!. Mientras dura la maniobra, Pedro no reflexiona. Pero, una vez en la orilla, lo hace. Entiende. Siente una gran turbación. – ¡Maestro, Señor! ¡Aléjate de mí! Yo soy un hombre pecador. ¡No soy digno de estar a tu lado!. Pedro está de rodillas sobre la grava húmeda de la orilla. Jesús lo mira y sonríe: – ¡Levántate! ¡Sígueme! ¡Ya no te dejo! De ahora en adelante serás pescador de hombres, y contigo estos compañeros tuyos. No temáis ya nada. Yo os llamo. ¡Venid!. – Inmediatamente, Señor. Vosotros ocupaos de las barcas. Llevadlo todo a Zebedeo y a mi cuñado. Vamos. ¡Del todo para ti somos, Jesús! Sea bendito el Eterno por esta elección.