Los discípulos buscan a Jesús, que está orando en la noche.
Veo a Jesús mientras sale de la casa de Pedro en Cafarnaúm haciendo el menor ruido posible. Se comprende que ha pernoctado allí para contentar a su Pedro. Todavía es plena noche. Todo el cielo es un recamado de estrellas. El lago apenas refleja este brillar tembloroso. Más que verlo se le adivina a este lago calmo que duerme bajo las estrellas, por el leve rumor del agua entre los cantos de la orilla. Jesús deja entornada la puerta, como estaba, mira al cielo, al lago, al camino. Piensa un momento y luego se pone en marcha, no bordeando el lago, sino hacia el pueblo; lo recorre en parte en dirección a la campiña, entra en ésta, camina, se adentra, toma un senderito que se dirige hacia las primeras ondulaciones de un terreno de olivos, penetra en esta paz verde y silenciosa y allí se postra en oración. ¡Ardiente oración! Ora de rodillas. Luego, como fortificado, se pone en pie, y sigue orando, con el rostro hacia el cielo, un rostro espiritual, aún más espiritualizado por la luz naciente que proviene de una serena alba estival. Ora, en este momento, sonriendo, mientras que antes suspiraba fuertemente como a causa de una pena moral. Ora con los brazos abiertos. Parece una viva cruz, alta, angélica, por su gran dulzura. Parece bendecir los campos todos, el día que nace, las estrellas que van desapareciendo, el lago que se manifiesta… – ¡Maestro te hemos buscado mucho! Cuando hemos vuelto con el pescado, desde afuera, hemos visto la puerta entornada, y hemos pensado que habrías salido. Pero no te encontrábamos. Al final, un campesino que estaba cargando sus cestas para llevarlas a la ciudad, nos ha dicho dónde estabas. Nosotros te llamábamos: «¡Jesús, Jesús!», y él ha dicho: «¿Buscáis al Rabí que habla a las multitudes? Ha ido por aquel sendero, hacia arriba, hacia el monte. Debe estar en el olivar de Miqueas, porque va allí frecuentemente; lo he visto otras veces». Tenía razón. ¿Por qué has salido tan temprano, Maestro? ¿Por qué no has descansado? Quizás la cama no te resultaba cómoda… – No, Pedro, la cama era cómoda, y la habitación bonita. Pero Yo frecuentemente hago esto, para confortar mi espíritu y para unirme al Padre. La oración es una fuerza para uno mismo y para los demás. Todo se obtiene con la oración. Si no el don, que no siempre el Padre concede — y no se debe pensar que ello es falta de amor, sino creer siempre que es algo requerido por un Orden que, para bien, rige la suerte de cada uno de los hombres —, sí ciertamente la oración da paz y equilibrio para poder resistir a tantas cosas que nos asaltan, sin salirse del sendero santo. Mira, Pedro, lo que nos circunda fácilmente ofusca la mente y agita el corazón, y en una mente ofuscada y en un corazón agitado, ¿cómo puede sentirse a Dios? – Es cierto. ¡Pero nosotros no sabemos orar! No sabemos decir las hermosas palabras que Tú pronuncias. – Decid las que sabéis, como las sabéis. No son las palabras, son los movimientos que las acompañan los que hacen agradables las oraciones al Padre. – Nosotros querríamos orar como Tú oras. – Os enseñaré también a orar. Os enseñaré la oración más santa. Pero, para que no sea una vana fórmula en vuestros labios, quiero que vuestro corazón tenga ya en sí al menos un mínimo de santidad, de luz, de sabiduría… Por ello os instruyo. Después os enseñaré esa santa oración. Pero… me buscabais; ¿queríais algo de mí?. – No, Maestro, pero sí hay muchos que desean mucho de ti. Ya había gente que iba hacia Cafarnaúm: eran pobres, enfermos, gente que sufre, hombres de buena voluntad con el deseo de instruirse. Y, dado que nos preguntaban por ti, les hemos dicho: «El Maestro está cansado y duerme. Marchaos. Venid el próximo sábado». – No, Simón. Eso no se dice. No hay solamente un día para la piedad. Yo todos los días de la semana soy el Amor, la Luz, la Salud. – Pero… hasta ahora has venido hablando sólo los sábados. – Porque aún no era conocido; pero, a medida que lo sea, todos los días serán días de efusión de Gracia y de gracias. En verdad te digo que llegará un momento en que ni siquiera el espacio de tiempo que se le concede al gorrión para descansar sobre una rama y saciarse de semillas se le dejará al Hijo del hombre para su descanso y alimentación. – ¡Pero entonces te pondrás enfermo, y eso nosotros no lo permitiremos! No debe hacerte infeliz tu bondad. – ¿Y tú crees que esto me puede hacer infeliz? ¡Oh, si el mundo entero viniera a mí para escucharme, para llorar sus pecados y sus sufrimientos en mi corazón, para obtener la salud del alma y del cuerpo, y Yo me consumara en hablarle, en perdonarlo, en infundir mi poder, entonces sería tan feliz, Pedro, que ya no echaría de menos ni siquiera el Cielo en que estaba en el Padre!… ¿De dónde eran éstos que venían a mí? – De Corazín, de Betsaida, de Cafarnaúm, y hasta había quien había venido de Tiberíades y de Guerguesa, y de los muchos pueblecitos esparcidos entre una y otra ciudad. – Id a ellos y decidles que iré a Corazín, a Betsaida y a los pueblos que están entre ambas ciudades. – ¿Por qué no Cafarnaúm?- Porque Yo soy para todos y todos me deben tener, y además… me está esperando el anciano Isaac… Su esperanza no debe quedar defraudada. – ¿Tú nos esperas aquí, entonces? – No. Me voy, y vosotros os quedáis en Cafarnaúm para encaminar hacia mí a las multitudes; Yo iré después. – Nos quedamos solos… — se le va afligido a Pedro. – No te entristezcas. Que la obediencia te alegre, y con ella la persuasión de serme un discípulo útil. Y contigo y como tú estos otros. Pedro y Andrés con Santiago y Juan recobran la serenidad. Jesús los bendice y se separan.