Curación de la suegra de Simón Pedro.
Pedro le está hablando a Jesús. Dice: – Maestro, quisiera rogarte que vengas a mi casa. No me atreví a decírtelo el sábado pasado. Pero… querría que vinieras. – ¿A Betsaida? – No, aquí… a casa de mi mujer; la casa natal, quiero decir.- ¿Por qué este deseo, Pedro? – Por muchas razones… y, además, hoy me han dicho que mi suegra está enferma. Si quisieras curarla, quizás te… – Termina, Simón. – Quería decir… si te la presentasen, ella dejaría… sí, en definitiva, ya sabes, una cosa es oír hablar de uno y otra cosa es verlo y oírlo; y si esta persona, además, cura, pues entonces…. – Entonces cesa incluso el odio, quieres decir. – No, odio no. Pero, ya sabes… el pueblo está dividido en muchos pareceres, y ella… no sabe a quién hacer caso. Ven, Jesús. – Voy. Vamos. Advertidles a los que esperan que les hablaré desde tu casa. Van hasta una casa baja, aún más baja que la de Pedro en Betsaida, y situada aún más cerca del lago, del que está separada por una faja de orilla guijarrosa; y creo que durante las borrascas las olas van a morir contra los muros de la casa, que es baja pero muy ancha, de forma que da la impresión de que estuviera habitada por varias personas. En el huerto que se abre en la parte delantera de la casa, hacia el lago, no hay más que una vid vieja y nudosa, extendida sobre una rústica pérgola y una vieja higuera plegada completamente hacia la casa por los vientos del lago. El ramaje del árbol, como cabellera des- peinada, apenas roza sus muros y llama a los postigos de las pequeñas ventanas, cerrados como protección del vivo sol que incide sobre la casita. Sólo se ve esta higuera y esta vid y un pozo bajo con su brocal verdoso. – Entra, Maestro. Algunas mujeres están en la cocina: dedicadas unas a remendar las redes; otras, a preparar la comida. Saludan a Pedro y luego se inclinan, confusas, ante Jesús, mirándolo de soslayo con curiosidad. – Paz a esta casa. ¿Cómo está la enferma?. – Habla, tú que eres la nuera más mayor – le dicen tres mujeres a una que se está secando las manos con el borde del vestido. – La fiebre es fuerte, muy fuerte. Hemos llamado al médico, pero dice que es demasiado anciana para poder sanar y que cuando ese mal de los huesos va al corazón y da fiebre, especialmente a esa edad, la persona muere. Ya no come… Yo trato de prepararle comidas apetitosas; como ahora, ¿ves, Simón? Estaba preparándole esa sopa que le gustaba tanto. He escogido el pescado mejor, de los cuñados. Pero no creo que pueda comérsela. Y además… ¡está tan inquieta! Se queja, grita, llora, impreca… – Tened paciencia como si fuera vuestra madre y Dios os otorgará el mérito, elevadme donde ella. – Rabí… Rabí… no sé si querrá verte. No quiere ver a nadie. Yo no me atrevo a decirle «ahora te traigo aquí al Rabí». Jesús sonríe sin perder la calma. Se vuelve hacia Pedro: – Te toca a ti, Simón. Eres hombre, y el más mayor de los yernos según me has dicho. Ve. Pedro hace una mueca significativa… Obedece; cruza la cocina, entra en una habitación y, a través de la puerta, cerrada tras él, lo siento conversar con una mujer. Asoma la cabeza y una mano y dice: – Ven, Maestro, date prisa – y añade, más bajo, apenas inteligiblemente – Antes de que cambie de idea. Jesús cruza rápido la cocina y abre de par en par la puerta. Erguido, en el umbral, pronuncia su dulce y solemne saludo: – La paz sea contigo. Entra, a pesar de no haber recibido respuesta. Va junto a una yacija baja en la que está echada una mujer pequeña, toda gris, flaca, jadeante a causa de la fiebre alta que le enrojece el rostro consumido. Jesús se inclina hacia el camastro, le sonríe a la viejecita y le dice: -¿Te encuentras mal? – ¡Me muero! – No. No te mueres. ¿Puedes creer que Yo te puedo curar? – ¿Y por qué habrías de hacerlo? No me conoces. – Por Simón, que me lo ha pedido… y también por ti, para darle tiempo a tu alma de ver y amar la Luz. – ¿Simón? Mejor sería si… ¿Cómo es que Simón ha pensado en mí? – Porque es mejor de lo que tú te piensas. Yo lo conozco y lo sé. Lo conozco y es para mí un placer acoger lo que me pide. – Entonces, ¿piensas curarme? ¿Ya no moriré? – No, mujer. Por ahora no morirás. ¿Puedes creer en mí? – Creo, creo. ¡Me basta con no morir! Jesús sonríe de nuevo, le coge la mano de hinchadas venas y llena de arrugas, la cual desaparece en la suya, juvenil; se pone derecho tomando el aspecto de cuando hace un milagro y grita: -¡Queda curada! ¡Lo quiero! ¡Levántate! – y le suelta la mano, cayendo sin que la anciana se queje, mientras que antes, aunque Jesús se la hubiera tomado con mucha delicadeza, el solo hecho de moverla le había costado un quejido a la enferma. Un tiempo breve de silencio; luego, la anciana exclama fuerte: – ¡Oh! ¡Dios de los padres! ¡Si yo ya no tengo nada! ¡Pero si estoy curada! ¡Venid! ¡Venid!. Acuden las nueras. – ¡Mirad! – dice la anciana – ¡Me muevo y ya no siento dolores! ¡Y ya no tengo fiebre! Tocad, veréis qué fresca estoy. Y el corazón ya no parece el martillo del herrero. ¡Ah! ¡Ya no me muero! — ¡ni siquiera una palabra para el Señor!. Pero Jesús no se lo toma a mal. Le dice a la nuera más mayor: – Vestidla. Que se levante. Puede hacerlo – Y se encamina hacia la puerta. Simón, desconsolado, se dirige a la suegra: – El Maestro te ha curado, ¿no le dices nada?- ¡Pues claro! No me daba cuenta. Gracias. ¿Qué puedo hacer para decirte gracias? – Ser buena, muy buena. Porque el Eterno fue bueno contigo. Y, si no te importa demasiado, déjame descansar hoy en tu casa. He llegado esta mañana al alba después de recorrer durante la semana todos los pueblos cercanos. Estoy cansado. – ¡Claro! ¡Claro! Quédate si quieres – Pero no se la ve con mucho entusiasmo al decir esto. Jesús con Pedro, Andrés, Santiago y Juan, va al huerto a sentarse. – ¡Maestro!…. – ¿Pedro mío? – Estoy desolado. Jesús hace un gesto como queriendo significar: « ¡Bah!, no te preocupes». Luego dice: – No es la primera, ni será la última que no siente inmediata gratitud. Pero no pido gratitud. Me conformo con proporcionarles a las almas un modo de salvarse. Yo cumplo con mi deber. Ellas que cumplan con el suyo. – ¿Ha habido otros así? ¿Dónde? – ¡Qué curioso eres, Simón! Pero, deseo darte gusto, a pesar de que no me satisfacen las curiosidades inútiles. En Nazaret. ¿Te acuerdas de la madre de Sara? Estaba muy enferma cuando llegamos a Nazaret y nos dijeron que la niña estaba llorando. Fui a ver a la mujer, para que la niña, que es buena y dócil, no se quedara huérfana y acabara siendo una hijastra… Quería curarla… Pero en el momento en que iba a poner pie en la casa, su marido y un hermano me echaron, diciendo: «¡Fuera, fuera! No queremos problemas con la sinagoga». Para ellos, para demasiados, soy ya un rebelde… De todas formas la curé… por sus niños. Y a Sara, que estaba en el huerto, acariciándola, le dije: «Curo a tu madre. Ve a casa. No llores más». La mujer quedó curada en ese mismo momento y la niña se lo dijo, así como al padre y al tío… Y se le castigó por haber hablado conmigo. Lo sé porque la niña vino corriendo detrás de mí cuando me marchaba del pueblo… Pero no importa. – Yo la volvía a poner enferma. – ¡Pedro! – Jesús se muestra severo – ¿Es esto lo que te enseño a ti y a los otros? ¿Qué has oído de mis labios desde la primera vez que me has escuchado? ¿De qué he hablado siempre, como condición primera para ser verdaderos discípulos míos? – Es verdad, Maestro. Soy un verdadero animal. Perdóname. Pero… ¡no puedo soportar el que no te quieran! – ¡Oh, Pedro, verás faltas de amor mucho mayores! ¡Te llevarás muchas sorpresas, Pedro! Personas que el mundo llamado «santo» desprecia como publícanos, y que, sin embargo, serán ejemplo para el mundo, y ejemplo no seguido por los que los desprecian; paganos que estarán entre mis mayores fieles; meretrices que se vuelven puras, por voluntad y penitencia; pecadores que se enmiendan… – Mira: que se enmiende un pecador… todavía. ¡Pero una meretriz y un publicano!… – ¿No lo crees? – Yo no. – Estás equivocado, Simón. Pero, mira, viene tu suegra. – Maestro… Te ruego que compartas mi mesa. – Gracias, mujer. Dios te lo pague. Entran en la cocina y se sientan a la mesa, y la anciana sirve a los hombres, distribuyendo pródigamente el pescado en sopa y asado. – Perdonad, pero no tengo más que esto – dice. Y, para no perder la costumbre, le dice a Pedro: – ¡Demasiado hacen, incluso, tus cuñados, solos como se han quedado desde que te has ido a Betsaida! Si al menos hubiera servido para hacer más rica a mi hija… Pero oigo que muy frecuentemente te ausentas y no pescas. – Sigo al Maestro. He ido con Él a Jerusalén y el sábado estoy con Él. No pierdo el tiempo en comilonas. – Pero no ganas dinero. Mejor sería, ya que quieres servir al Profeta, que te vinieras aquí de nuevo. Al menos esa pobre hija mía, mientras tú te dedicas a ser santo, tendría a los familiares que le dieran de comer. – Pero ¿no te da vergüenza hablar así delante de Él, que te ha curado? – Yo no lo critico a Él. Él se dedica a su oficio. Te critico a ti que haces el vago. Total, tú no serás nunca un profeta ni un sacerdote. Eres un ignorante y un pecador, un completo inútil. – Porque está Él, que si no… – Simón, tu suegra te ha dado un consejo excelente. Puedes pescar también desde aquí. Por lo que oigo, ya antes pescabas en Cafarnaúm. Puedes volver ahora. – ¿Y vivir aquí de nuevo? Pero Maestro, Tú no… – Tranquilo, Pedro mío. Si tú estás aquí, estarás o en el lago o conmigo. Por tanto, ¿qué más te da estar o no estar en esta casa? Jesús ha puesto la mano sobre el hombro de Pedro y parece que la calma de Jesús pasa al fogoso apóstol. – Tienes razón. Siempre tienes razón. Lo haré. Pero… ¿y éstos? – alude a Juan y a Santiago, sus socios. – ¿No pueden venir también ellos? – Nuestro padre, y sobre todo nuestra madre, en todo caso estarán más contentos sabiendo que estamos contigo, Jesús, que con ellos. No pondrán dificultades. – Quizás venga también Zebedeo – dice Pedro. – Es más que probable. Y con él otros. Vendremos, Maestro, sin duda vendremos. – ¿Está aquí Jesús de Nazaret? – pregunta un niño asomándose a la puerta. – Está aquí. Pasa. Entra un niño, al cual reconozco como uno de los de las primeras visiones de Cafarnaúm, concretamente el que prometió ser bueno después de tropezarse con las piernas de Jesús… para comer la miel del Paraíso. – Pequeño amigo, pasa – dice Jesús.El niño, un poco atemorizado por tanta gente como lo mira, se tranquiliza y corre donde Jesús, que lo abraza y se lo coloca sobre las rodillas, y le da un trozo de su pescado en una rodaja de pan. – Mira, Jesús, esto es para ti. También hoy esa persona me ha dicho: «Es sábado. Llévale esto al Rabí de Nazaret y dile a tu amigo que ore por mí». ¡Sabe que eres mi amigo!… — el niño ríe feliz y come su pan y su pescado. – ¡Sí señor!, Santiago. Le dirás a esa persona que mis oraciones por él suben al Padre. – ¿Es para los pobres? – pregunta Pedro. – Sí. – ¿Es el donativo de costumbre? Veamos. Jesús le da la bolsa. Pedro vuelca las monedas y cuenta. – ¡También esta vez la misma fuerte suma! ¿Pero quién es esta persona? Di, niño, ¿quién es? – No lo debo decir y no lo diré. – ¡Qué desconsiderado! ¡Vamos, que si eres bueno te doy fruta! – Yo no lo diré, ni aunque me insultes, ni aunque me acaricies. – ¡Mirad qué lengua! – Santiago tiene razón, Pedro. Mantiene la palabra dada; déjalo en paz. – Tú, Maestro, ¿sabes quién es esta persona? Jesús no responde. Se ocupa del niño, al cual le da otro trozo de pescado asado, bien limpio de espinas. Pero Pedro insiste y Jesús debe responder. – Yo sé todo, Simón. – ¿Y nosotros no podemos saberlo? – ¿Y tú no te curarás nunca de tu defecto? – Jesús reprende pero sonríe. Y añade – Pronto lo sabrás; porque, si el mal querría estar oculto y no siempre puede permanecer escondido, el bien, aunque quiera estarlo para ser meritorio, es descubierto un día para gloria de Dios, cuya naturaleza resplandece en un hijo suyo; la naturaleza de Dios: el amor. Esta persona lo ha comprendido, porque ama a su prójimo. Ve, Santiago. Llévale mi bendición.