Curación de un endemoniado en la sinagoga de Cafarnaúm.
Veo la sinagoga de Cafarnaúm. Ya está llena de gente que está esperando. Algunos en la puerta miran furtivamente a la plaza, todavía soleada aunque esté cayendo la tarde. Por fin un grito: « ¡Ha llegado el Rabí!». Toda la gente se vuelve hacia la puerta, los más bajos se ponen de puntillas o tratan de pasar adelante. Se produce algún pequeño altercado y hay algunos empujones a pesar de las amonestaciones de los encargados de la sinagoga y personalidades de la ciudad. – La paz esté con todos aquellos que buscan la Verdad – Jesús está en el umbral de la puerta y saluda bendiciendo con los brazos tendidos hacia delante. La luz vivísima de la plaza soleada recorta su alta figura aureolándola de luz. Ha dejado el cándido vestido y viste el color azul oscuro que lleva normalmente. Avanza entre la muchedumbre, que se abre y cierra en torno a El como las olas en torno a una nave. – ¡Estoy enfermo, cúrame! – gime un joven, que, por el aspecto, yo diría que está tísico, agarrándolo a Jesús por el vestido. Jesús le pone la mano en la cabeza y dice: – Ten confianza. Dios te escuchará. Déjame ahora que hable al pueblo, luego volveré. El joven lo suelta y se tranquiliza. – ¿Qué te ha dicho? – le pregunta una mujer con un niño en brazos. – Me ha dicho que después de hablar al pueblo volverá. – ¿Te cura entonces? – No lo sé. Me ha dicho: «Ten confianza». Yo confío. – ¿Qué ha dicho? ¿Qué ha dicho? – La muchedumbre está deseosa de saber. Entre el pueblo se repite la respuesta de Jesús. – Entonces yo voy por mi niño. – Y yo traigo aquí a mi padre anciano. – ¡Si Ageo quisiera venir! Yo lo intento… pero no vendrá. Jesús ha llegado a su puesto. Saluda al jefe de la sinagoga, el cual le devuelve el saludo (es un hombre pequeño, grueso y bastante anciano). Para hablarle, Jesús se inclina. Parece una palma plegándose hacia un arbusto más ancho que alto. – ¿Qué quieres que te dé? – pregunta el jefe de la sinagoga. – Lo que te parezca bien, o si no al azar. El Espíritu guiará. – Pero… ¿y estarás preparado? – Estoy preparado. Venga, al azar. Repito: el Espíritu del Señor guiará la mano para el bien de este pueblo. El jefe de la sinagoga alarga un brazo hacia el montón de rollos, toma uno, lo abre y se detiene en un punto concreto. «Esto» dice. Jesús toma el rollo y lee el punto señalado: «Josué: «¡Levántate y santifica al pueblo!, y diles: «Santificaos para mañana porque, afirma el Señor Dios de Israel, la maldición está entre vosotros, ¡oh, Israel!; tú no podrás hacer frente a tus enemigos hasta que sea extirpado de ti quien se ha contaminado con tal delito» Se detiene, lo enrolla y lo devuelve. La muchedumbre está atentísima. Sólo bisbisea alguno: « ¡Verás lo que oímos contra los enemigos!». «¡Es el Rey de Israel, el Prometido, y recoge a su pueblo!». Jesús extiende los brazos en la posición típica de los oradores. El silencio es completo. – Quien ha venido para santificaros se ha levantado. Ha dejado la intimidad de la casa en que se ha preparado para esta misión. Se ha purificado para daros ejemplo de purificación, se ha colocado en su lugar ante los poderosos del Templo y ante el pueblo de Dios y ahora está entre vosotros: soy Yo. No como, con mente obnubilada e inquietud en el corazón, algunos de entre vosotros piensan y esperan. Más alto y más grande es el Reino del cual Yo soy el Rey futuro y al cual os llamo. Os llamo, ¡oh vosotros de Israel!, antes que a cualquier otro pueblo, porque vosotros sois los que en los padres de los padres recibisteis la promesa de esta hora y la alianza con el Señor Altísimo. Mas no se formará este Reino con turbas de soldados ni con crueldades sangrientas, y en él no tendrán cabida ni los violentos, ni los déspotas, ni los soberbios, ni los iracundos, ni los envidiosos, o los lujuriosos, o los avaros; sí los buenos, los mansos, los continentes, los misericordiosos, los humildes, los que se muestran amantes del prójimo y de Dios, los pacientes. ¡Israel! No estás llamado a combatir contra los enemigos de fuera, sino contra los enemigos de dentro, contra los que están en cada uno de tus corazones, en el corazón de los miles y miles de hijos tuyos. Alejad de todos y cada uno de vuestroscorazones la maldición del pecado, si queréis que mañana Dios os reúna y os diga: «Pueblo mío, tuyo es el Reino que ya nunca será derrotado, ni invadido, ni insidiado por enemigos». Mañana. ¿Cuál mañana? ¿Dentro de un año, dentro de un mes? ¡Oh, no busquéis, no busquéis conocer el futuro con sed malsana, con medios que saben a brujería culpable! Dejad a los paganos el espíritu pitón. Dejad al Dios Eterno el secreto de su tiempo. Vosotros venid a purificaros en la verdadera penitencia desde mañana, el mañana que nacerá después de esta hora de la tarde y de la que vendrá de la noche, el mañana que surgirá con el canto del gallo. Arrepentíos de vuestros pecados para que seáis perdonados y estéis preparados para el Reino. Alejad de vosotros la maldición de la culpa. Cada uno tiene la suya. Cada uno tiene eso que es contrario a los diez mandamientos de salvación eterna. Examinaos cada uno con sinceridad y encontraréis el punto en que habéis errado. Humildemente arrepentíos de ello con sinceridad. Desead arrepentiros. No de palabra (de Dios nadie se burla, no se le engaña), sino con la voluntad firme que os lleve a cambiar de vida, a volver a la Ley del Señor. El Reino de los Cielos os espera. Mañana. ¿Mañana?, os preguntáis. La hora de Dios, aunque venga al final de una vida longeva como la de los Patriarcas, es siempre un mañana solícito. La eternidad no tiene como medida de tiempo el lento discurrir de la clepsidra. Esas medidas de tiempo que vosotros llamáis días, meses, años, siglos, son latidos del Espíritu Eterno que os mantiene en vida. Mas vosotros sois eternos en vuestro espíritu, y debéis tener para el espíritu el mismo método de medida del tiempo que tiene vuestro Creador. Debéis decir, por tanto: «Mañana será el día de mi muerte»; que no es tal muerte para el fiel, sino reposo de espera, en espera del Mesías que abra las puertas del Cielo. En verdad os digo que entre los presentes sólo veintisiete deberán esperar cuando mueran. Los otros serán juzgados ya antes de la muerte, y ésta será el paso inmediato a Dios o a Satanás, porque el Mesías ha venido, está entre vosotros, y os llama para daros la Buena Nueva, para instruiros en la Verdad, para llevaros al Cielo. ¡Haced penitencia! El «mañana» del Reino de los Cielos es inminente. Que os encuentre limpios para pasar a ser poseedores del eterno día. La paz sea con vosotros. Se levanta a rebatirle un israelita togado y de barba abundante. Habla así: – Maestro, cuanto dices me parece en contraste con lo que está escrito en el libro segundo de los Macabeos, gloria de Israel. En él puede leerse: «Efectivamente, es signo de gran benevolencia el no permitir a los pecadores que sigan durante largo tiempo sus caprichos, sino pasar enseguida al castigo. El Señor no hace como con las otras naciones, que las espera con paciencia, para castigarlas en el día del juicio, colmada ya la medida de los pecados». Sin embargo Tú hablas como si el Altísimo pudiera ser muy tardo a la hora de castigarnos, esperándonos, como a los otros pueblos, para el tiempo del Juicio, cuando esté colmada la medida de los pecados. Verdaderamente los hechos te desmienten. Israel sufre el castigo, como dice el historiógrafo de los Macabeos. Si fuera como Tú dices, ¿no habría desacuerdo entre tu doctrina y la contenida en la frase que te he mencionado? – No sé quién eres (*), pero quienquiera que seas te respondo. No hay desacuerdo en la doctrina, sino en el modo de interpretar las palabras. Tú las interpretas según el modo humano, Yo según el del espíritu. Tú, representante de la mayoría, ves todo con referencia a lo presente y caduco. Yo, representante de Dios, todo lo explico, y aplico, a lo eterno y sobrenatural. Sí, Yeohveh os ha castigado en lo temporal, en la soberbia y en la justicia de ser un «pueblo» según la tierra. Pero, ¡cuánto os ha amado y cuánta paciencia tiene con vosotros — más que con cualquier otro — concediéndoos el Salvador, su Mesías, para que lo escuchéis y os salvéis antes de la hora de la ira divina! No quiere que seáis pecadores. Pero, si os ha castigado en lo caduco, viendo que la herida no se cura, antes al contrario insensibiliza cada vez más vuestro espíritu, he aquí que os manda no castigo sino salvación. Os manda a Aquel que os cura y os salva, Yo, quien os está hablando. – ¿No te parece que eres audaz al profesarte representante de Dios? Ninguno de los Profetas se atrevió a tanto y Tú… ¿Quién eres Tú, que así hablas?, y ¿por orden de quién hablas? – Los Profetas no podían decir de sí mismos lo que Yo digo de mí. ¿Que quién soy? El Esperado, el Prometido, el Redentor. Ya le habéis oído decir a su Precursor: «Preparad el camino del Señor… El Señor Dios viene… Como un pastor apacentará a su rebaño, aun siendo el Cordero de la verdadera Pascua». Entre vosotros están los que han oído del Precursor estas palabras, y han visto el cielo resplandecer por una luz que bajaba en forma de paloma, y han oído una voz que hablaba diciendo quién era Yo. ¿Que por orden de quién hablo? De Aquel que es y que me envía. – Tú puedes decir lo que quieras, pero quién nos dice que no seas un mentiroso o un iluso. Tus palabras son santas, pero algunas veces Satanás profiere palabras engañosas teñidas de santidad para inducir al error. Nosotros no te conocemos. – Yo soy Jesús de José de la tribu de David, nacido en Belén Efratá, según las promesas, llamado nazareno porque tengo casa en Nazaret. Esto según el mundo. Según Dios soy su Mensajero. Mis discípulos lo saben. – ¡Oh, ellos!… Pueden decir lo que quieran, o lo que Tú les hagas decir. – Hablará otro, que no me ama, y dirá quién soy. Espera que llame a uno de los presentes. Jesús mira a la muchedumbre (asombrada de la disputa, enfrentada y dividida en corrientes opuestas), la mira, buscando a alguno con sus ojos de zafiro, y dice con fuerte voz: – ¡Ageo! ¡Pasa adelante! ¡Te lo ordeno! Se oye un gran murmullo entre la multitud, que se abre para dejar pasar a un hombre todo convulso, sujetado por una mujer. – ¿Conoces a este hombre? – Sí. Es Ageo de Malaquías, de aquí, de Cafarnaúm, poseído por un espíritu malvado que lo arrastra a repentinos y furiosos estados de locura. – ¿Todos lo conocen? La multitud grita: -¡Sí, sí! – ¿Puede alguien decir que haya hablado conmigo, aunque sólo sea durante algunos minutos? La multitud grita: – No, no, es casi un idiota; no sale nunca de su casa y nadie te ha visto en ella. – Mujer, acércamelo. La mujer lo empuja y lo arrastra, y el pobrecillo tiembla aún más fuerte. El jefe de la sinagoga le advierte a Jesús: – ¡Ten cuidado! El demonio está para atormentarlo de un momento a otro… y entonces se lanza hacia uno, araña y muerde. La gente deja paso comprimiéndose contra las paredes. Los dos están ya frente a frente. Un instante de lucha interior. Parece que el hombre, acostumbrado al mutismo, encuentra dificultad en hablar; gime… la voz se forma en palabras: – ¿Qué hay entre nosotros y Tú, Jesús de Nazaret? ¿Por qué has venido a atormentarnos? ¿Por qué has venido a exterminamos, Tú, Señor del Cielo y de la Tierra? Sé quién eres: el Santo de Dios. Ninguno, en la carne, fue más grande que Tú, porque tu carne de hombre encierra el Espíritu del Vencedor Eterno. Ya me has vencido en… – ¡Calla! Sal de este hombre. Te lo ordeno. Una especie de extraño paroxismo se apodera del hombre. Se revuelve entre convulsiones, como si hubiera alguien que lo maltratase con bruscos golpes y empujones; chilla con voz deshumana, echa espuma y luego cae arrojado al suelo para levantarse sorprendido y curado. – ¿Has oído? ¿Qué respondes ahora? – le pregunta Jesús a su opositor. El hombre togado y de abundante barba se encoge de hombros y, vencido, se va sin responder. La multitud se mofa de él y aplaude a Jesús. – ¡Silencio, el lugar es sagrado! – dice Jesús, y ordena: – Que se acerque el joven a quien he prometido ayuda de Dios. Viene el enfermo. Jesús lo acaricia: – ¡Has tenido fe! Queda curado. Vete en paz y sé justo. El joven lanza un grito. ¡Quién sabe lo que siente! Se postra a los pies de Jesús y los besa con agradecimiento: -¡Gracias por mí y por mi madre! Vienen otros enfermos: un niño con las piernecitas paralizadas. Jesús lo coge en brazos, lo acaricia y lo pone en el suelo… y lo deja. Y el niño no se cae, sino que corre hacia su mamá, la cual lo recibe, llorando, en su corazón y bendice a voz en grito a «el Santo de Israel». Viene un viejecito ciego, guiado por su hija. También él queda curado con una caricia en las órbitas enfermas. La muchedumbre rompe a bendecir a Jesús. El se hace paso sonriendo y, aunque es alto, no lograría hacer una fisura en la multitud si Pedro, Santiago, Andrés y Juan no lo intentaran generosamente por su parte, y se abrieran un canal desde su ángulo hasta Jesús, y después lo protegieran hasta la salida a la plaza, donde ya no hay sol. (*) «No sé quién eres»: una afirmación de este tipo en boca de Jesús recibe, como nota en una copia mecanografiada, la siguiente explicación de María Valtorta: «Cristo, como Dios y como Santo de los santos, penetraba en las conciencias, y de éstas veía y conocía sus escondidos secretos (introspección perfecta); como Hombre conocía sólo según el modo humano personas y lugares, cuando el Padre suyo y su propia naturaleza divina no juzgaban útil el conocimiento de los lugares y personas sin preguntar. De forma análoga, las palabras ¡Ageo! ¡Pasa adelante!…, tienen la siguiente nota: «Aquí, debiendo dar prueba al fariseo de su omnisciencia divina, llama por su nombre al desconocido Ageo, del que sabe que está endemoniado, mientras que en la página precedente, como Hombre, había dicho al fariseo: «No sé quién eres». Otra explicación sobre las «ignorancias» de Jesús la encontramos a propósito de una serie de preguntas que Él hace a Analía: «Jesús sabía y recordaba, pero quería que las almas se abrieran con la máxima libertad y confianza. Una tercera explicación se halla en una larga nota de María Valtorta a propósito de la afirmación de Jesús: «No sé quién es»: «Y el Padre eterno, para probar los corazones y separar a los hijos de Dios, de la Luz, de los hijos de la carne y de las tinieblas, permitía, en presencia de los apóstoles, de los discípulos y muchedumbres, algunas lagunas en el omnímodo conocimiento de su Hijo, similares a estas preguntas y respuestas: «¿Quién es éste? No lo conozco…». Y ello lo permitía por los hombres, y también por su Hijo amado, para prepararlo a la gran oscuridad de la hora de las tinieblas, al abandono del Padre: horas tremendas en que Jesús fue el Hombre, y, además, un Hombre rechazado por el Padre, habiendo venido a ser «Anatema por nosotros»… Por tanto, las referencias de «ignorancias» de Jesús no están en contradicción con las frecuentes declaraciones de su «omnisciencia».