Simón Zelote y Judas Tadeo unidos en común destino.
¡Sois hermosas, en verdad, riberas del Jordán, así cual erais en tiempos de Jesús! Os veo y me complazco en vuestra majestuosa paz verde – azul, con rumor de aguas y de frondas de tono dulce como una melodía. Me encuentro en una calzada bastante amplia y bien conservada. Debe ser una carretera vecinal de primer orden, más bien una calzada militar, trazada por los romanos para unir las distintas regiones con la capital. Sigue a poca distancia el curso del río, pero no exactamente por la orilla; la separa de éste una franja de bosque, que creo cumple la función de afianzar las márgenes y oponer resistencia a las aguas durante las crecidas. Al otro lado de la calzada continúa la floresta, de modo que la vía parece una galería natural a la que hacen de techo, entrelazadas, las frondosas ramas: benéfico alivio para los viandantes en estos países de mucho sol. El río — y, por tanto, la calzada — traza, en el punto en que me encuentro, un arco suave, de manera que veo proseguir la rampa frondosa como una muralla verde colocada para cerrar una concavidad de aguas quietas. Parece casi un lago de un parque señorial. Pero el agua no es la quieta agua de un estanque; discurre, aunque lentamente. Prueba de ello es el murmullo que hace contra los primeros cañizares, los más audaces, que han crecido justo abajo, en el terreno guijarroso; y la ondulación de las largas cintas de sus hojas, colgando a ras del agua que las mueve. También un grupo de sauces, de flexibles ramas suspendidas, le han confiado al río el extremo de su verde cabellera, y éste parece peinarla con gracia de caricia, extendiéndola con dulzura en la dirección de su corriente. Silencio y paz en la hora matutina. Sólo cantos y reclamos de aves, susurro de aguas y frondas, y un intenso brillar de rocío sobre la hierba verde y alta que está entre los árboles y que el sol estival aún no ha endurecido o dorado, tierna y nueva por haber nacido después de la primaveral efusión de aguas que ha nutrido la tierra, en lo profundo, de humedad y de substancias buenas. Tres viandantes están parados en esta curva de la calzada, justamente en un ápice del arco. Miran hacia arriba y hacia abajo; al Sur, donde está Jerusalén; al Norte, donde está Samaría. Escrutan entre las columnatas de los árboles para ver si llega alguno esperado. Son Tomás, Judas Tadeo y el leproso curado. Están hablando. – ¿Ves algo? – Yo no. – Yo tampoco.- Y, sin embargo, éste es el lugar. – ¿Estás seguro? – Seguro, Simón. Uno de los seis, mientras el Maestro se alejaba entre las aclamaciones de la muchedumbre después del milagro de un mendigo lisiado curado en la puerta de los Peces, me dijo: «Nosotros ahora nos vamos de Jerusalén. Espéranos a cinco millas entre Jericó y Doco, a la altura de la curva del río, en la calzada flanqueada de árboles». Ésta. Dijo también: «Allí estaremos, dentro de tres días, al amanecer». Es el tercer día, y aquí nos ha encontrado la cuarta vigilia. – ¿Vendrá? Quizás hubiera sido mejor haberle seguido desde Jerusalén. – Todavía no podías ir entre la muchedumbre, Simón. – Si mi primo os dijo que vinierais aquí, aquí vendrá. Siempre mantiene lo que promete. Debemos esperar. – ¿Has estado siempre con Él? – Siempre. Desde que volvió a Nazaret fue conmigo un buen compañero. Siempre juntos. Somos de la misma edad, yo un poco mayor. Y además yo era el preferido de su padre, hermano del mío. También su Madre me quería mucho. He crecido más con Ella que con la mía. – Te quería… ¿Ya no te quiere lo mismo? – ¡Oh, sí!, pero nos hemos desligado un poco desde que El se ha hecho profeta. A mi familia no le gusta. – ¿Qué familia? – Mi padre y los dos mayores. El otro está en duda… Mi padre es muy anciano y no he tenido corazón para llevarle la contraria. Pero ahora… Ya no más. Ahora yo voy a donde me llevan el corazón y la mente. Voy con Jesús. No creo ofender a la Ley actuando así. Y… si no fuera justo lo que quiero hacer, Jesús me lo diría. Haré lo que Él dice. ¿Le es lícito a un padre ponerle obstáculos a un hijo en el camino del bien? Si yo siento salvación en ello, ¿por qué impedirme conseguirla? ¿Por qué los padres algunas veces nos son enemigos? Simón suspira como por tristes recuerdos y baja la cabeza, pero no habla. Sin embargo, Tomás responde: – Yo ya he superado la dificultad. Mi padre me ha escuchado y me ha comprendido. Me ha bendecido diciendo: «Ve. Que esta Pascua signifique para ti liberación de la esclavitud de una espera. Dichoso tú que puedes creer. Yo espero. Más si es Él — y lo sabrás siguiéndolo — vuelve a tu anciano padre para decirle: ‘Ven. Israel ya tiene al Esperado». – Eres más afortunado que yo. ¡Y pensar que hemos vivido a su lado!… Y no creemos, ¡nosotros los de la familia!… ¡Y decimos, o sea, ellos dicen: «Ha perdido el juicio»!…. – Mirad, mirad un grupo de personas – exclama Simón – ¡Es Él, es Él! ¡Reconozco su cabeza rubia! ¡Oh! ¡Venid! ¡Corramos!. Se echan a andar velozmente hacia el Sur. Los árboles, ahora que han llegado al punto culminante del arco, ocultan el resto de la calzada, de manera que los dos grupos se encuentran casi uno frente al otro cuando menos se lo esperan. Jesús parece que sube del río, porque está entre los árboles de la orilla. – ¡Maestro! – ¡Jesús! – ¡Señor! Los tres gritos del discípulo, del primo, del curado, resuenan adoradores y festivos. – ¡Paz a vosotros! – De nuevo la hermosa, inconfundible voz, llena, sonora, serena, expresiva, neta, viril, dulce e incisiva – ¿Tú también, Judas, primo mío? Se abrazan. Judas llora. – ¿Por qué este llanto? – ¡Jesús… yo quiero estar contigo! – Te he esperado siempre. ¿Por qué no has venido? Judas baja la cabeza y calla. – ¡No han querido! ¿Y ahora? – Jesús, yo… yo no puedo obedecerlos a ellos. Quiero obedecerte sólo a ti. – Yo no te he mandado nada. – No, Tú no. ¡Pero es tu misión la que manda! Es Aquel que te ha enviado quien habla aquí, en el centro de mi corazón, y me dice: «Ve a Él». Es Aquella que te ha engendrado y que ha sido para mí maestra suave quien, con su mirada de paloma, me dice, sin usar palabras: «¡Sé de Jesús!». ¿Puedo no tener en cuenta esa voz excelsa que me traspasa el corazón? ¿Esa oración de santa que ciertamente me suplica para mi bien? ¿Sólo porque soy primo por parte de José, no debo conocerte por lo que eres, mientras que el Bautista te ha conocido — y no te había visto jamás — aquí, en las orillas de este río y te ha proclamado «Cordero de Dios»? Y yo, yo que he crecido contigo, yo que me he hecho bueno siguiéndote a ti, yo que he venido a ser hijo de la Ley por mérito de tu Madre y que de Ella he aspirado no los seiscientos trece preceptos de los rabíes, además de la Escritura y las oraciones, sino el espíritu de éstas… ¿Es que no voy a ser capaz de nada? – ¿Y tu padre? -¿Mi padre? No le falta pan ni asistencia, y además… Tú me das ejemplo. Tú has pensado en el bien del pueblo más que en el pequeño bien de María. Y Ella está sola. Dime Tú, Maestro mío, ¿no es lícito, acaso, sin faltarle al respeto, decirle a un padre: «Padre, yo te quiero. Pero, por encima de ti está Dios, y a Él lo sigo»?. – Judas, pariente y amigo mío, Yo te lo digo: vas muy adelante en el camino de la Luz. Ven. Sí, es lícito hablarle al padre así cuando es Dios quien llama. Nada está por encima de Dios. Incluso las leyes de la sangre cesan, o sea, se subliman, porque con nuestras lágrimas los ayudamos más a los padres, a las madres, y por algo más eterno que no lo cotidiano del mundo. Los llevamos con nosotros al Cielo y, por la misma vía del sacrificio de los afectos, a Dios. Quédate pues, Judas. Te he esperado y me siento contento de volverte a tener, amigo de mi vida nazarena. Se le ve conmovido a Judas. Jesús se vuelve hacia Tomás: – Has obedecido fielmente. Primera virtud del discípulo. – He venido para serte fiel. – Y lo serás. Yo te lo digo. Ven, tú que estás como avergonzado en la sombra. No temas. – ¡Señor mío! – El ex leproso está a los pies de Jesús. – Levántate. ¿Tu nombre? – Simón. – ¿Tu familia? – Señor… era poderosa… yo también tenía poder… Pero odios de sectas y… y errores de juventud lesionaron su poder. Mi padre… ¡Oh, debo hablar contra él, que me ha costado lágrimas, no precisamente celestes! ¡Ya lo ves, ya has visto qué regalo me ha dado! – ¿Era leproso? – No lo era, como tampoco yo. Tenía una enfermedad que se llama de otra forma, y que nosotros los de Israel la incluimos en las distintas lepras. Él — entonces dominaba todavía su casta — vivió y murió como poderoso en su casa. Yo… si no me hubieras salvado, habría muerto en los sepulcros. – ¿Estás solo? – Solo. Tengo un siervo fiel que cuida de lo que me queda. Le he instruido al respecto. – ¿Tu madre? – Murió. El hombre parece sentirse violento. Jesús le observa atentamente. – Simón, me dijiste: «¿Qué debo hacer por ti?». Ahora te digo: «¡Sígueme!». – ¡Enseguida, Señor!… Pero… pero yo… déjame que te diga una cosa. Soy, me llamaban «zelote» por la casta, y «cananeo» por madre. Ya ves que soy oscuro, en mí tengo sangre de esclava. Mi padre no tenía hijos de su mujer y me tuvo de una esclava. Su mujer, una buena mujer, me crió como a un hijo y me cuidó en infinitas enfermedades, hasta que murió… – No hay esclavos o libertos a los ojos de Dios. A sus ojos, una sola es la esclavitud: el pecado. Y Yo he venido a hacerla desaparecer. Os llamo a todos, porque el Reino es de todos. ¿Eres culto? – Soy culto. Tenía incluso un lugar entre los grandes, mientras el mal permaneció velado bajo el vestido. Pero cuando subió al rostro… no daban crédito a sus ojos mis enemigos al ver que podían usarlo para confinarme entre los «muertos», aunque — como dijo un médico romano de Cesárea que consulté — la mía no fuera lepra verdadera, sino serpigo hereditario, por lo que era suficiente que no procreara para no propagarlo. ¿Puedo no maldecir a mi padre? – Debes no maldecirlo. Te ha hecho todo tipo de mal… – ¡Sí! Dilapidador, vicioso, cruel, sin corazón ni afecto. Me ha negado la salud, las caricias, la paz, me ha sellado con un nombre despreciable y con una enfermedad oprobiosa… De todo se ha adueñado. Incluso del futuro del hijo. Me ha arrebatado todo: incluso la alegría de ser padre. – Por eso te digo: «¡Sígueme!». A mi lado, siguiéndome, encontrarás Padre e hijos. Levanta la mirada, Simón. Allí el verdadero Padre te sonríe. Observa los espacios de la tierra, los continentes, las regiones. Hay hijos e hijos; hijos del alma para los que no tienen hijos. Te esperan a ti, y muchos como tú esperan. Bajo mi signo ya nadie será abandonado. En mi signo ya no hay soledades ni diferencias. Es signo de amor y da amor. Ven, Simón, tú que no has tenido hijos. Ven, Judas, tú que pierdes al padre por mi amor. Os uno en el destino. Él los tiene cerca a los dos. Tiene las manos sobre sus hombros, como para una toma de posesión, como para imponer un yugo común. Luego dice: – Os uno. Pero ahora os separo. Tú, Simón, te quedarás aquí con Tomás. Prepararás con él los caminos de mi retorno. Dentro de no mucho volveré, y quiero que muchos me estén esperando. Decidles a los enfermos (tú lo puedes decir) que Aquel que cura viene. Decidles a los que esperan que el Mesías está entre su pueblo. Decidles a los pecadores que hay quien perdona para dar la fuerza necesaria para subir.. – Pero ¿seremos capaces? – Sí. Sólo tenéis que decir: «Él ha llegado. Os llama. Os espera, Viene para liberaros. Estad aquí preparados para verlo». Y a las palabras unid el relato de lo que sabéis. Y tú, Judas, primo, ven conmigo y con éstos. Tú de todas formas te quedarás en Nazaret. – ¿Por qué, Jesús? – Porque debes prepararme mi camino en mi tierra. ¿Consideras pequeña esta misión? En verdad no hay una más grave… – Jesús suspira. – ¿Y lo lograré? – Sí y no. Pero todo será suficiente para quedar justificados. – ¿De qué? ¿Y ante quién? – Ante Dios. Ante la propia tierra. Ante la familia. No podrán censurarnos por haber ofrecido el bien. Y si la patria y la familia lo desdeñan, nosotros no tendremos culpa de su daño. – ¿Y nosotros? – ¿Vosotros, Pedro? Volveréis a las redes. – ¿Por qué?- Porque pienso instruiros lentamente y tomaros conmigo cuando os vea preparados. – Pero, entonces, ¿te veremos? – Claro. Iré frecuentemente. Os avisaré, si no, cuando esté en Cafarnaúm. Ahora despedíos, amigos, y vamos. Os bendigo a vosotros que os quedáis. Mi paz con vosotros.