El encuentro con Judas de Keriot y con Tomás. Simón Zelote curado de la lepra.
Jesús está junto a sus seis discípulos. Tanto el otro día como hoy, no he visto a Judas Tadeo, que también había expresado su deseo de ir a Jerusalén con Jesús. Deben ser todavía las fiestas pascuales, porque continúa habiendo mucho gentío por la ciudad. Anochece. Muchos se apresuran hacia las casas. También Jesús se dirige a la casa en que lo hospedan. No es la del Cenáculo — que está más en la ciudad, aunque en las afueras —. Esta es una casa de campo en el pleno sentido de la palabra, entre tupidos olivos. Desde la pequeña y agreste explanada que tiene delante, se ven descender colina abajo, en escalones, los árboles, deteniéndose a la altura de un pequeño torrente escaso de agua, que discurre por el valle situado entre dos colinas poco altas: en la cima de una colina está el Templo; en la otra colina, sólo olivos y más olivos. Jesús está en la parte baja de la ladera de este delicado alcor que sube sin asperezas: serenos árboles, todo manso. – Juan, hay dos hombres que esperan a tu amigo – dice un hombre anciano, que debe ser el agricultor o el propietario del olivar. Yo diría que Juan lo conoce. – ¿Dónde están? ¿Quiénes son? – No lo sé. Uno, sin duda, es judío. El otro… no sabría decirte. No se lo he preguntado. -¿Dónde están? – Esperando en la cocina y… y… sí… bueno… hay también uno lleno de llagas… Le he dicho que se estuviera allí porque… no quisiera que estuviera leproso… Dice que quiere ver al Profeta que ha hablado en el Templo. Jesús, que hasta ese momento había estado callado, dice: – Vamos primero adonde éste. Di a los otros que vengan, si quieren. Hablaré aquí, en el olivar, con ellos – Y se dirige hacia el punto indicado por el hombre. – ¿Y nosotros? ¿Qué hacemos? – pregunta Pedro.- Venid, si queréis. Un hombre todo cubierto y embozado está apoyado en el pequeño, rústico muro que sostiene un escalón del terreno, el más cercano al límite de la propiedad. Debe haber subido hasta allí por un senderillo que sigue el curso del torrente y conduce a ese lugar. Cuando ve a Jesús venir hacia él, grita: – ¡Atrás, atrás! ¡Pero ten piedad! – Y descubre su torso dejando caer el vestido. Si el rostro aparece cubierto de costras, el tronco es un recamado de llagas: unas ya convertidas en agujeros profundos, otras simplemente como rojas quemaduras, otras blanquecinas y brillantes como si tuvieran encima un cristalito blanco. -¡Estás leproso! ¿Qué quieres de mí? – ¡No me maldigas! ¡No me apedrees! Me han dicho que anteayer tarde te has manifestado como Voz de Dios y Portador de la Gracia. Me han dicho que has asegurado que alzando tu signo sanas todo mal. Álzalo sobre mí. Vengo de los sepulcros… Allí… Me he arrastrado como una serpiente entre los arbustos del torrente para llegar hasta aquí sin ser visto. He esperado a que anocheciera para hacerlo, porque en la penumbra se me identificaba menos. He osado… he encontrado a éste, de la casa, que es rico en bondad. No me ha matado. Sólo me ha dicho: «Espera apoyado en el muro». Ten Tú también piedad». Y dado que Jesús se acerca — Él solo, porque los seis discípulos y el propietario del lugar, con los dos desconocidos, se han quedado lejos y muestran claramente repulsa — insiste: – ¡No más adelante! ¡No más! ¡Estoy infectado! Pero Jesús prosigue. Lo mira con tanta piedad, que el hombre se echa a llorar y se arrodilla hasta casi tocar con el rostro en el suelo y gime: -¡Tu signo! ¡Tu signo! – Será alzado en su hora. Pero a ti te digo: «Levántate. Queda curado. Lo quiero. Y tú séme signo en esta ciudad que debe conocerme. ¡Levántate, digo! ¡Y no peques, en reconocimiento hacia Dios!». El hombre se levanta lentamente. Parece surgir de las hierbas altas y florecidas como de un sudario… y está curado. Se mira con los últimos restos de luz. Está curado. Grita: -¡Estoy limpio! ¡Oh!, ¿qué debo hacer ahora por ti?. – Obedecer a la Ley. Vete al sacerdote. Sé bueno en el futuro. Ve. El hombre hace amago de echarse a los pies de Jesús, pero se acuerda que todavía es impuro, según la Ley, y se contiene. Eso sí, se besa las manos y manda el beso a Jesús, y llora de alegría. Los otros se han quedado de piedra. Jesús vuelve la espalda al hombre que ha sido curado y, sonriendo, los hace volver en sí: – Amigos, no era más que una lepra de la carne, veréis caer la lepra de los corazones. ¿Sois vosotros los que me buscáis? – dice a los dos desconocidos – Aquí estoy. ¿Quiénes sois? – Te hemos oído la otra tarde… en el Templo. Te hemos buscado por la ciudad. Uno que dice ser pariente tuyo nos ha informado de que estabas aquí. – ¿Por qué me buscáis? – Para seguirte, si nos aceptas, porque Tú tienes palabras de verdad. – ¿Seguirme? ¿Pero sabéis hacia dónde voy? – No, Maestro, pero ciertamente a la gloria. – Sí. Pero a una gloria no de la tierra. A una gloria que tiene su sede en el Cielo y que se conquista con virtud y sacrificio. ¿Por qué queréis seguirme? – vuelve a preguntar. – Para tener parte en tu gloria. – ¿Según el Cielo? – Sí, según el Cielo. – No todos pueden llegar. Porque Satanás insidia, más que a los demás, a los que desean el Cielo, y sólo quien sabe fuertemente querer resiste. ¿Por qué seguirme, si seguirme a mí quiere decir lucha continua con el enemigo que está en nosotros, con el mundo enemigo, y con el Enemigo, que es Satanás? – Porque así lo quiere nuestro espíritu, que ha quedado conquistado por ti. Eres santo y poderoso. Queremos ser tus amigos. – ¡¡¡Amigos!!!…. – Jesús se calla y suspira. Después mira fijamente a quien ha estado hablando, que ahora ha echado hacia atrás el manto que cubría su cabeza. Es Judas de Keriot. – – ¿Quién eres, tú que hablas mejor que un hombre del pueblo?. – Judas soy, de Simón. De Keriot soy. Pero soy del Templo… o… estoy en el Templo. Espero al Rey de los judíos y sueño con Él. Te he sentido Rey en la palabra. Rey te he visto en el gesto. Tómame contigo. – ¿Tomarte? ¿Ahora? ¿Enseguida? No. – ¿Por qué, Maestro? – Porque es mejor sopesarse a sí mismo antes de tomar caminos muy escarpados. – ¿No crees en mi sinceridad? – Lo has dicho. Creo en tu impulso. Pero no creo en tu constancia. Piénsalo, Judas. Yo ahora me iré y volveré para Pentecostés. Si estás en el Templo, me verás. Sopésate a ti mismo. ¿Y tú quién eres? – le pregunta al segundo desconocido. – Otro que te vio. Querría estar contigo. Pero ahora me da miedo. – No. La presunción es perdición. El temor puede ser obstáculo, pero si viene de la humildad es una ayuda. No temas. También tú piensa, y cuando vuelva… – ¡Maestro, eres muy santo! Tengo miedo de no ser digno. No de otra cosa. Porque respecto a mi amor no temo…- ¿Cómo te llamas? – Tomás, llamado Dídimo. – Recordaré tu nombre. Vete en paz. Jesús se despide de ellos y se retira a la acogedora casa para cenar. Los seis que están con Él quieren saber muchas cosas. -¿Por qué, Maestro, has hecho diferencia entre los dos?… Porque una diferencia ha habido. Los dos tenían el mismo impulso… – pregunta Juan. – Amigo, un impulso, aun siendo el mismo, puede tener distinto contenido y causar distinto efecto. Es cierto que los dos tienen el mismo impulso. Pero uno no es igual que el otro en el fin. Y el que parece el menos perfecto es el más perfecto, porque no lleva germen de gloria humana. Me ama porque me ama. – ¡También yo! – Y yo también. – Y yo. – Y yo. – Y yo. – Y yo. – Lo sé. Os conozco por lo que sois. – ¿Entonces somos perfectos? – ¡Oh, no! Pero, como Tomás, lo seréis si permanecéis en vuestra voluntad de amor. ¡¿Perfectos?! ¡Oh, amigos!, ¿y quién es perfecto sino Dios? -¡Tú lo eres! – En verdad os digo que no por mí soy perfecto, si creéis que Yo soy un profeta. Ningún hombre es perfecto. Pero Yo soy perfecto porque el que os habla es el Verbo del Padre. Parte de Dios, su Pensamiento que se hace Palabra, Yo tengo la Perfección en mí. Y tal me debéis creer, si creéis que Yo soy el Verbo del Padre. Y, no obstante, ¿lo veis, amigos?, Yo quiero ser llamado el Hijo del hombre, porque me anonado cargándome todas las miserias del hombre, para llevarlas — mi primer patíbulo — y anularlas después («llevarlas», no «tenerlas»). ¡Qué peso, amigos! Pero lo porto con alegría. Mi alegría es portarlo, porque, siendo el Hijo de la humanidad, haré a la humanidad hija de Dios. Como el primer día. Jesús habla dulcemente, sentado ante la sobria mesa, gesticulando serenamente con las manos sobre la mesa, el rostro un poco inclinado, iluminado de abajo a arriba por la lamparita de aceite que está colocada encima de la mesa. Sonríe levemente. Es Maestro ya sólo por su aspecto grandioso, y muy amigo en el trato. Los discípulos lo escuchan atentos. – ¿Maestro… por qué tu primo, aún sabiendo dónde habitas, no ha venido?. – ¡Pedro mío!… Tú serás una de mis piedras, la primera. Pero no todas las piedras son fáciles de usar. ¿Has visto los mármoles del palacio pretorio?: arrancados fatigosamente del seno montano, ahora son parte del Pretorio. Mira por el contrario esos cantos que resplandecen allí, bajo el rayo de luna, entre las aguas del Cedrón. Procedentes de aquéllos, ahora están en el lecho del torrente, y si uno los quiere, ¿ves?, enseguida se dejan coger. Mi primo es como las primeras piedras de que hablo… El seno del monte, que es la familia, me lo disputa. – Yo quiero ser en todo como los cantos del torrente. Por ti estoy dispuesto a dejarlo todo: casa, esposa, pesca, hermanos. Todo, Rabí, por ti. – Lo sé, Pedro. Por esto te amo. Pero también Judas vendrá. – ¿Quién? ¿Judas, de Keriot? Por mí que no venga. Es un señorito, pero… prefiero… me prefiero incluso a mí mismo… Todos se echan a reír de la salida de Pedro. -¿A qué viene esa risa? Quiero decir que prefiero un galileo genuino, tosco, pescador, pero sin fraude, a… a los de ciudad que… no sé… Bueno, el Maestro entiende lo que quiero decir. – Sí, entiendo, pero no juzgues. Tenemos necesidad los unos de los otros en la tierra, y los buenos están mezclados con los malvados como las flores en el campo. La cicuta está al lado de la salutífera malva. – Yo quisiera preguntar una cosa…. – ¿Qué, Andrés? – Juan me ha hablado del milagro hecho en Caná… Teníamos gran esperanza de que hicieras uno en Cafarnaúm… y has dicho que no hacías un milagro sin haber cumplido antes la Ley. ¿Por qué, entonces, en Caná? Y, ¿por qué aquí y no en tu tierra?. – Toda obediencia a la Ley es unión con Dios y por tanto aumento de nuestra capacidad. El milagro es la prueba de la unión con Dios, de la presencia benévola y complaciente de Dios. Por ello he querido cumplir con mi deber de israelita antes de comenzar la serie de prodigios. – Pero la Ley no te obligaba a ti. – ¿Por qué? Como Hijo de Dios, no; como hijo de la Ley, sí. Israel, por ahora, sólo me conoce como esto segundo… Incluso más adelante casi todo Israel me conocerá sólo así, más aún, como menos todavía. Pero no quiero escandalizar a Israel y obedezco a la Ley. – Eres santo. – La santidad no dispensa de la obediencia. Más aún, la perfecciona. Además de todo, hay que dar ejemplo. ¿Qué dirías de un padre, de un hermano mayor, de un maestro, de un sacerdote que no dieran buen ejemplo? – ¿Y Caná entonces? – Caná era el gozo de mi Madre que había que llevar a cabo. Caná es el anticipo que se debe a mi Madre. Ella es la Anticipadora de la Gracia. Aquí honro a la Ciudad Santa, haciendo de ella, públicamente, la iniciadora de mi poder de Mesías. Allí, en Caná, sin embargo, honraba a la Santa de Dios, a la Toda Santa. Por Ella el mundo me tiene. Es justo que para Ella sea mi primer prodigio en el mundo. Llaman a la puerta. Es Tomás nuevamente. Entra y se echa a los pies de Jesús. – Maestro… no puedo esperar a tu retorno. Permíteme quedarme contigo. Estoy lleno de defectos, pero tengo este amor, solo, grande, verdadero, mi tesoro. Es tuyo, es para ti. Déjame, Maestro… Jesús le pone la mano sobre la cabeza. – Quédate, Dídimo. Sígueme. Bienaventurados los que tienen voluntad sincera y tenaz. Benditos vosotros. Me sois más que parientes, porque me sois hijos y hermanos, no según la sangre, que muere, sino según la voluntad de Dios y vuestra voluntad espiritual. Y Yo digo que no tengo pariente más cercano que quien hace la voluntad del Padre mío, y vosotros la hacéis, porque queréis el bien.