El sábado a Gerasa. Asueto de Margziam. La pregunta de Síntica sobre la salvación de los paganos.
Largas son las horas de un día cuando no se sabe qué hacer. Y verdaderamente no saben qué hacer este sábado los que están con Jesús, en una ciudad donde no conocen a nadie, en una casa en que se ven divididos por las diferencias de lengua y costumbres, como si no fueran ya suficientes los prejuicios hebreos para tenerlos divididos de los caravaneros y de los servidores de Alejandro Misax. Por eso muchos están todavía en la cama, o dando cabezadas al sol que calienta el vasto patio cuadrado de la casa. Un patio adecuadísimo para recibir caravanas, con pilas, con argollas clavadas en las paredes o en las columnas de un rústico pórtico dispuesto a lo largo de los cuatro lados, y numerosas caballerizas y henales y pajares en tres de los lados. Las mujeres están retiradas en sus habitaciones: no se ve ni una sola.
Margziam encuentra motivo de distracción incluso en este patio cerrado: observa el trabajo de los estableros, que almohazan a los mulos, cambian las camas, examinan las pezuñas, remachan las herraduras flojas, o -y ello suscita en él aún mayor interés, porque es una cosa nueva- observa encandilado lo que hacen los camelleros, preparando ya desde hoy la carga para cada uno de los animales, distribuyéndolo en proporción al animal, equilibrándolo, y cómo les hacen arrodillarse y levantarse para poderlos cargar y descargar, para premiarlos después con un puñado de legumbres secas -me parecen habas-; en fin… una distribución de bayas de algarrobo, que también los hombres mastican con gusto.
Margziam está verdaderamente asombrado y mira alrededor de sí para encontrar a alguien con quien compartir su asombro. Pero queda desilusionado porque los adultos no están atentos a los camellos: unos hablan entre sí, otros están adormilados. Se acerca a Pedro, que duerme como un bendito, apoyada la cabeza sobre el blando heno. Le tira de una manga. Pedro abre medio ojo y pregunta:
-¿Qué pasa? ¿Quién me requiere?
-Yo. Ven a ver los camellos.
-Déjame dormir. He visto muchos camellos… Son animales feos.
El niño va donde Mateo, que está haciendo cuentas, pues en este viaje el tesorero es él:
-He estado viendo los camellos, ¿sabes? Comen como las ovejas, ¿sabes? Y se arrodillan como los hombres y parecen barcas subiendo y bajando cuando andan. ¿Tú los has visto?
Mateo, que ha perdido la cuenta por la interrupción, responde con un seco: «Sí» y vuelve a sus monedas. Otra desilusión… Margziam mira a su alrededor… Allí están Simón y Judas Tadeo hablando…
-¡Qué bonitos son los camellos! ¡Y qué buenos! Los han cargado y descargado, y se han agachado para que los hombres no se fatigaran. Luego han comido algarrobas. También los hombres. A mí me gustaría… pero no sé cómo lograr entenderme. Ven… – y coge de la mano a Simón.
Simón, absorto en el pacífico debate con el Tadeo, responde distraídamente:
-Sí, bonito… Ve, ve, pero ten cuidado de no hacerte daño.
Margziam lo mira perplejo… Simón ha dado una respuesta fuera de lugar. Casi llora. Se aleja desilusionado y va a apoyarse en una columna…
Jesús sale de una habitación y lo ve muy murrioso y solo. Se acerca al niño, le pone una mano encima de la cabeza: -¿Qué haces todo solo y triste?
-Ninguno me hace caso…
-¿Qué querías de ellos?
-Nada… Hablaba de los camellos… Son bonitos… me gustan. Estar ahí arriba debe ser como estar en una barca… Y comen algarrobas; también los hombres…
-¿Y quieres subir arriba y comer las algarrobas. Ven, vamos donde los camellos – y Jesús lo coge de la mano y va al fondo del vasto patio con el niño, que se ha calmado por completo.
Va derecho hacia un camellero y lo saluda con una sonrisa. Éste se inclina y sigue observando a su animal (está colocándole la cabezada y regulándole las bridas).
-Hombre, ¿me entiendes?
-Sí, señor. Hace veinte años que os conozco.
-Este niño tiene un deseo grande: subir a un camello, y un deseo pequeño: comer una algarroba – Jesús sonríe más vivamente todavía.
-¿Tu hijo?
-No tengo hijos. No tengo mujer.
-Tú, muy guapo y fuerte, ¿no encontrado mujer?
-No la he buscado.
-¿No sentido deseo de mujer?
-No. Nunca.
El hombre lo mira estupefacto. Luego dice:
-Yo nueve hijos en Isquilo… Voy: hijo. Voy: hijo. Siempre.
-¿Los quieres a tus hijos?
-¡Sangre mía! Pero trabajo duro. Yo aquí, hijos allí. Lejos… Pero para pan ellos. ¿Entiendes?
-Entiendo. Entonces puedes comprender a este niño que quisiera montar en el camello y comer unas algarrobas.
-Sí. Ven. ¿Miedo? ¿No? Bien. ¡Bonito el niño! También yo. Uno así. Así moreno. Aquí. Coge aquí. Fuerte – y le pone la mano en el original agarre de la parte delantera de la silla.
-Sujetar. Ahora voy yo. Y camello arriba. No miedo, ¿eh?
Y el hombre trepa hasta la alta silla, se coloca bien e incita al camello, el cual, obediente, con una fuerte arfada, se alza.
Margziam ríe contento; y mucho más contento dado que el camellero le ha puesto en la boca una magnífica algarroba. El hombre pone el camello al paso, a lo largo del patio; luego, al trote; en fin, al ver que Margziam no tiene miedo, grita algo a un compañero y éste abre la grandísima puerta trasera del patio, y el camellero desaparece con su carga hacia el verde de la campiña.
Jesús vuelve hacia la casa y entra en una habitación grande donde están las mujeres. Sonríe tanto, que María le pregunta:
-¿Qué sucede, Hijo mío, que estás tan contento?
-Es la alegría de Margziam, que está galopando montado en un camello. Salid para que lo veamos volver.
Salen todos al patio y se sientan en una paredilla baja cabe los pilones. Los apóstoles que no duermen se acercan; los que estaban asomados a las ventanas de la habitación miran hacia abajo, ven y se acercan también. Sus voces altas y juveniles – son las de Juan y los dos Santiagos- despiertan a Pedro y Andrés y hacen reaccionar a Mateo. Ahora están al completo, pues viene también Juan de Endor con los dos discípulos.
-Pero, ¿dónde está Margziam, que no lo veo? – pregunta Pedro.
-De paseo en el camello. Ninguno de vosotros lo escuchaba… Lo he visto triste y he puesto el remedio oportuno. Pedro, Mateo y Simón recuerdan:
-¡Ah! ¡Claro! Hablaba de camellos… y de algarrobas. ¡Pero yo tenía sueño!»; «yo tenía cuentas que hacer, para darte la relación de lo que he recibido de los gerasenos y de lo que he dado como limosna»; « ¡y yo estaba hablando de cosas de fe con tu hermano!».
-No importa. Me he preocupado Yo. De todas formas, dicho sea de paso, también es amor ocuparse de los juegos de un niño… Pero ahora vamos a hablar de otra cosa. Fuera, toda la ciudad está de fiesta. De nuestro sábado el único recuerdo que hay es una alegría general. Es mejor que ahora nos quedemos aquí dentro, con mucha más razón considerando que si quieren pueden encontrarnos. Saben dónde estamos. Ahí está Alejandro inspeccionando sus camellos. Voy a decirle que falta uno por mi culpa.
Y Jesús va raudo hacia el mercader y le habla.
Vuelven juntos. El mercader dice:
-Muy bien. Se divertirá, y le sentará bien una carrera bajo el sol. Puedes estar seguro de que el hombre lo tratará bien. Calipio es un hombre recto. A cambio de la carrera te pido algunas palabras. Esta noche pensaba en tus palabras… en las de Ramot entre Tú y la mujer, en las de ayer. Ayer tenía la impresión de estar subiendo a un alto monte, como los de la tierra en que habito, que tiene su cima verdaderamente en las nubes. Impulsabas hacia arriba, hacia arriba, hacia arriba. Me sentía como enganchado por un águila: una de esas de nuestro monte mayor, el primero que emergió del Diluvio. Todo lo veía nuevo, cosas en las que nunca había pensado, todas hechas de una luz… Y las comprendía. Luego se me han embrollado. Sigue hablando.
-¿Y de qué tengo que hablar?
-No sé… Todo era hermoso. Lo que decías de volvernos a encontrar en el Cielo… He comprendido que allí se amará de forma distinta y, no obstante, igual. Por ejemplo: no tendremos las inquietudes de ahora, y, no obstante, seremos todos para uno y uno para todos, como si fuéramos una única familia. ¿Me equivoco?
-No. Es más, formaremos una sola familia incluso con los que todavía viven. Las almas no quedan separadas por la muerte. Estoy hablando de los justos. Ellos constituyen una sola gran familia. Imagínate un gran templo donde haya unos que adoran y oran y otros que trabajan; los primeros oran por éstos también, y éstos trabajan para los que oran. Lo mismo las almas. Nosotros trabajamos aquí en la tierra. Ellos nos ayudan con sus oraciones. Y nosotros debemos ofrecer nuestros sufrimientos por su paz. Es una cadena que no se rompe. El Amor une a los que vivieron con los que viven. Y los que viven deben ser buenos para volverse a unir con los que vivieron y desean que estén con ellos.
Síntica hace un gesto involuntario que frena inmediatamente. Pero Jesús lo ve y la invita a salir de la circunspección que ella siempre observa.
-Pensaba… Ya hace días que lo pienso y, a decir verdad, me turba, porque me parece que creer en tu Paraíso significa perder para siempre a mi madre y a mis hermanas… – un sollozo quiebra la voz de Síntica, y no continúa para no llorar.
-¿Qué pensamiento es este que tanto te turba?
-Yo ahora creo en ti. A mi madre no sé pensarla sino como pagana. Era buena… ¡Muy buena! ¡Eran muy buenas también mis hermanas! La pequeña Ismene era la criatura más buena que la Tierra haya tenido. Pero eran paganas… Pero cuando yo era como ellas pensaba en el Hades y decía: «Volveremos a estar juntas». Ahora ya no existe el Hades. Existe tu Paraíso, el Reino de los Cielos para los que han servido con justicia al Dios verdadero. ¿Y esas pobres almas? ¡No tienen culpa de haber nacido griegas! Ninguno de los sacerdotes de Israel vino a decir: «El Dios verdadero es el nuestro». ¿Y entonces? ¿Sus virtudes, nada? ¿Sus sufrimientos, nada? ¿Tinieblas eternas y eterna separación de mí? Te digo: ¡un tormento! Me parece como haberlas renegado. Perdona, Señor… Yo lloro… – y se postra de rodillas y llora desolada.
Alejandro Misax dice:
-¡Sí! Yo también pensaba si, haciéndome justo, volvería a ver a mi padre, a mi madre, a mis hermanos, a mis amigos… Jesús posa sus dedos sobre la cabeza morena de Síntica y dice:
-Constituye culpa cuando, conociendo la Verdad se persiste en el Error; no cuando uno está convencido de estar en la verdad y ninguna voz se ha acercado nunca a decir: «Traigo la verdad. Abandonad vuestras quimeras por esta Verdad y tendréis el Cielo». Dios es justo. ¿Crees que no va a premiar la virtud por el hecho de que se haya formado aislada entre la corrupción de un mundo pagano? Tranquilízate, hija.
-¿Y el pecado original? ¿Y el culto nefando? Y…
Más cosas -para amontonarse sobre el alma afligida de Síntica- saldrían de la boca de los israelitas, si Jesús, con un gesto, no impusiera silencio.
Dice:
-El pecado original es común a todos, de Israel y no de Israel. No es particularidad de los paganos. El culto pagano constituirá culpa cuando la Ley de Cristo esté difundida en el mundo. La virtud será siempre virtud a los ojos de Dios. Y, por la unión mía con el Padre, digo -y lo digo en su Nombre, traduciendo en palabras el Pensamiento santísimo- que los caminos del poder misericordioso de Dios son tantos y tan totalmente orientados a la dicha de los virtuosos, que serán eliminadas las barreras entre las almas, y los que merecieron paz paz tendrán. No sólo esto, sino que digo que en el futuro los que, convencidos de estar en la Verdad, sigan la religión de sus padres con justicia y santidad, no serán malquistos de Dios ni castigados por El. Es la malicia, la falta de buena voluntad, el rechazar deliberadamente la Verdad conocida, es, sobre todo, el impugnar la Verdad revelada y luchar contra ella, es el vivir vicioso lo que realmente separará para siempre las almas de los justos de las de los pecadores. Alza el espíritu abatido, Síntica. Estas melancolías son un asalto infernal por la ira que Satanás siente hacia ti, presa para siempre perdida. El Hades no existe. Existe mi Paraíso. Pero no es causa de dolor, sino de dicha. Nada de la Verdad debe ser causa de abatimiento o duda; antes al contrario, fuerza para creer cada vez más y con gozosa seguridad. Pero tú manifiéstame siempre tus razones. Quiero que tengas luz segura y firme como la del Sol.
Síntica, todavía arrodillada, le toma la mano y la besa…
El crrr crrr del camellero da a entender que el camello está para volver, al paso, sin hacer ruido en la tupida hierba que hay fuera de la trasera, la cual abre sin demora uno de los hombres de la caravana. Y Margziam vuelve contento, colorado por la carrera: un minúsculo hombrecito subido a la alta grupa. Ríe agitando los brazos mientras el camello se arrodilla, se deja deslizar desde la original silla, acaricia al camellero de piel morena, y luego corre hacia Jesús gritando:
-¡Qué bonito! ¿Vinieron en estos animales para adorarte los Sabios de Oriente? ¡Y yo voy a ir con ellos a predicarte por todas partes! El mundo parece más grande visto desde allí arriba, y dice: «¡Venid, venid, vosotros que conocéis la Buena Nueva!». ¡Oh! ¿Sabes?… También ese hombre la necesita… Y también tú, mercader, y todos tus hombres… ¡Cuánta gente espera, y muere sin poderla recibir!… Más gente que la arena del río. ¡Todos sin ti, Jesús! ¡Dísela pronto a todos! – y se le abraza a la cintura levantando la cabeza.
Jesús se agacha para besarlo y promete:
-Verás el Reino de Dios evangelizado en los confines más lejanos de Roma. ¿Contento?
-Yo sí. Luego iré a decirte: «Mira: éste, aquél y aquel otro país te conocen». Entonces sabré los nombres de esas tierras lejanas. ¿Y Tú qué me dirás?
-Te diré: «Ven, pequeño Margziam. Recibe una corona por cada país en que me has predicado, y luego ven aquí, a mi lado, como aquel día en Gerasa; descansa de tus fatigas porque has sido un siervo fiel y ahora es justa tu bienaventuranza en mi Reino».