Palabras a los habitantes de Gerasa y alabanza de una mujer a la Madre de Jesús
¡Creía El que no lo conocían! Cuando al día siguiente por la mañana pone pie fuera del edificio de uso de Alejandro, encuentra ya personas que lo están esperando. Jesús sale sólo con los apóstoles. Las mujeres y los discípulos se quedan en casa, descansando. La gente lo saluda y lo rodea. Le dicen que lo conocen por lo que de Él dijo uno que había sido curado de los demonios y que ahora no está porque se había puesto en camino con dos discípulos que habían pasado por la ciudad unos días antes.
Jesús escucha benignamente todas estas cosas mientras anda por esta ciudad, que muestra muchas zonas sobre las que se abate, febril, un verdadero fragor de talleres: albañiles construyendo; cavadores rebajando o colmando desniveles; canteros desbastando piedras para las murallas; herreros trabajando el hierro para este o aquel uso; carpinteros serrando, cepillando, sacando palos de gruesos troncos. Jesús pasa y mira, cruza un puente construido para salvar un pequeño torrente cantarín que pasa exactamente por el centro de la ciudad (las casas aquí están alineadas a ambos lados con pretensiones de formar una avenida a lo largo del río). Sube luego hacia la parte alta de la ciudad, cuyo plano está un poco en desnivel, siendo así que el lado sudoeste es más alto que el lado nordeste, pero ambos están más altos que el centro de la ciudad, dividido en dos por el pequeño curso de agua.
Hay una vista bonita desde el sitio en que se ha detenido Jesús Toda la ciudad, bastante grande, se muestra al observador. Detrás, por los lados de oriente, meridión y occidente, hay una herradura de suaves colinas enteramente verdes; hacia el norte la mirada se extiende por una llanura abierta y vasta que en el horizonte muestra una elevación del terreno, tan ligera que no puede llamarse colina, toda dorada de un sol matutino que pone preciosas las pámpanas amarillentas de las vides que cubren esta ondulación del terreno, como queriendo mitigar la melancolía de las hojas que agonizan con el fasto de una pincelada de oro.
Jesús observa. La gente de Gerasa lo mira. Jesús se los conquista diciendo:
-Esta ciudad es muy bonita. Hacedla bonita también en justicia y santidad. Dios os ha dado las colinas, el arroyo, la verde llanura. Roma os ayuda ahora a haceros casas y edificios bellos. Pero depende solamente de vosotros el dar a vuestra ciudad el nombre de ciudad santa y justa.
La ciudad es como la hacen sus habitantes. Porque la ciudad es una parte de la sociedad recintada dentro de sus murallas, pero quien hace la ciudad son los ciudadanos. La ciudad en sí misma no peca. No puede pecar el arroyo, ni el puente ni las casas ni las torres; son materia, no alma. Pero sí pueden pecar los que están dentro del recinto amurallado de la ciudad, en las casas, en las tiendas, los que pasan por el puente, los que se bañan en el arroyo. Se dice de una ciudad facciosa y cruel: «Es una ciudad pésima». Pero está mal dicho. No es la ciudad, los que son pésimos son los ciudadanos. Los individuos, que forman, uniéndose, una cosa múltiple, pero al mismo tiempo una cosa individual, que se llama «ciudad». Escuchad. Si en una ciudad diez mil habitantes son buenos y sólo mil no lo son, ¿podría decirse que esa ciudad es mala? No se podría decir. De la misma forma: si en una ciudad de diez mil habitantes hay muchos partidos y cada uno de ellos tiende a beneficiar al propio, ¿se puede seguir diciendo que esa ciudad está unida? No se puede decir. ¿Y creéis que esa ciudad será próspera? No lo será.
Vosotros, habitantes de Gerasa, estáis ahora todos unidos con el propósito de hacer de vuestra ciudad una cosa grande. Y lo lograréis, porque todos queréis lo mismo y cada uno trata de superar al otro en conseguir este fin. Pero si mañana entre vosotros surgieran partidos distintos y uno dijera: «No, mejor es extenderse hacia el occidente», y otro partido: «De ninguna manera. Nos extenderemos hacia el norte, que está la llanura», y un tercero: «Ni hacia aquí ni hacia allá. Todos queremos estar concentrados en el centro, cerca del arroyo», ¿qué sucedería? Pues que se pararían los trabajos ya empezados; quienes prestan los capitales los retirarían, quienes tienen intención de establecerse aquí se marcharían a otra ciudad en que los ciudadanos estuviesen más de acuerdo; y lo ya hecho, expuesto a las inclemencias del tiempo sin estar ultimado por causa de las diatribas de los ciudadanos, se derrumbaría. ¿Es así o no? Decís que es así, y es como decís. Por tanto, hace falta concordia entre los ciudadanos para construir el bien de la ciudad, y, como consecuencia, de los propios ciudadanos, porque en la sociedad el bien de ella redunda en bienestar de quienes la componen.
Ahora bien, no sólo existe la sociedad cual vosotros la pensáis, la sociedad de los ciudadanos, o de los miembros de la misma patria, o la pequeña y amada sociedad de la familia. Existe una sociedad más grande, infinita: la de los espíritus.
Todos nosotros, que vivimos, tenemos un alma. Esta alma no muere con el cuerpo, sino que a la muerte del cuerpo sigue viviendo, eternamente. Idea del Creador Dios, que ha dado al hombre el alma, era que todas las almas de los hombres se reunieran en un único lugar: el Cielo, constituyendo el Reino de los Cielos, cuyo monarca es Dios y cuyos súbditos bienaventurados serían los hombres tras una vida santa y una plácida dormición. Satanás vino a dividir y a crear desorden, a destruir y a afligir a Dios y a los espíritus. E introdujo el pecado en los corazones, y, con el pecado, acarreó la muerte al cuerpo al final de la existencia, con la esperanza de dar muerte también a los espíritus. La muerte de los espíritus es la condenación, que es un seguir existiendo, sí, pero con una existencia privada de aquello que es verdadera vida y júbilo eterno: de la visión beatífica de Dios y de su eterna posesión en las luces eternas. Y la Humanidad se dividió en sus voluntades, como una ciudad dividida por partidos contrarios. Actuando así, encontró su ruina.
En otro sitio ya lo he dicho a quien me acusaba de expulsar a los demonios con la ayuda de Belcebú: «Todo reino dividido en sí mismo caerá». En efecto, si Satanás se echara a sí mismo de un lugar, caería con su tenebroso reino.
Yo, por el amor que Dios tiene a la Humanidad que ha creado, he venido a recordar que sólo un Reino es santo: el de los Cielos. Y he venido a predicarlo, para que los mejores acudan a él. ¡Oh, quisiera que todos lo hicieran, incluso los peores, convirtiéndose, liberándose del demonio, que los tiene esclavizados, ora de forma evidente en el caso de las posesiones que además de ser espirituales son corporales, ora secretamente en el caso de las posesiones sólo espirituales! Por ello voy curando a los enfermos, arrojando demonios de los cuerpos poseídos, convirtiendo a los pecadores, perdonando en nombre del Señor, instruyendo para el Reino, obrando milagros para persuadiros de mi poder y de que Dios está conmigo. Porque no se pueden obrar milagros sin tener a Dios por amigo. Por tanto, si arrojo a los demonios con el dedo de Dios, si curo a los enfermos, limpio a los leprosos, convierto a los pecadores, si anuncio el Reino y lo propongo como meta en nombre de Dios e instruyo para el Reino; si la condescendencia, clara e indiscutible, de Dios está conmigo -y solamente los enemigos desleales pueden decir lo contrario-, señal es de que el Reino de Dios está ya entre vosotros y debe ser constituido, porque ésta es la hora de su fundación.
¿Cómo se funda el Reino de Dios en el mundo y en los corazones? Volviendo a la Ley mosaica o, si se ignora, con su conocimiento exacto; y, sobre todo, con la aplicación total de la Ley en uno mismo, en cada uno de los hechos y momentos de la vida. ¿Cuál es esta Ley’ ¿Es algo tan severo que no se puede practicar? No. Es una serie de diez preceptos santos y fáciles, cuales incluso el hombre moralmente bueno, verdaderamente bueno, siente que debe darse a sí mismo, aunque sea uno que viva sepultado bajo el intrincado techo vegetal de las más impenetrables selvas de la misteriosa África. Y dice:
«Yo soy el Señor tu Dios, y no hay ningún otro Dios aparte de mí.
No tomes el nombre de Dios inútilmente.
Respeta el sábado según el precepto de Dios y la necesidad de la criatura.
Honra a tu padre y a tu madre si quieres vivir largamente y recibir bienes en la tierra y en el cielo.
No matarás.
No robarás.
No cometerás adulterio.
No dirás falsos testimonios contra el prójimo.
No desearás la mujer de tu prójimo.
No envidiarás las cosas ajenas».
¿Quién es el hombre de buen corazón, aunque sea primitivo, que, al recorrer con su mirada cuanto le rodea, no se diga a sí mismo: «Todo esto no se ha podido formar por sí solo; por tanto, existe Uno, más poderoso que la naturaleza y que el propio hombre, que lo ha hecho»? Y adora a este Ser Poderoso (cuyo Nombre santísimo sabe o no sabe, pero que siente que existe). Y siente tanta reverencia por El que, al pronunciar el nombre que le ha dado o que le enseñaron a decir para nombrarlo, tiembla de reverencia, y siente que ora con el solo hecho de nombrarlo con reverencia. Pues, efectivamente, es oración pronunciar el Nombre de Dios queriendo adorarlo o darlo a conocer a la gente que no lo conoce.
Igualmente, por el simple hecho de una prudencia moral, todo hombre siente el deber de conceder descanso a sus miembros, para que resistan mientras dura la vida. Con mayor razón, el hombre que no ignora al Dios de Israel, al Creador y Señor del Universo, siente que debe consagrar al Señor este descanso animal, para no ser como el jumento, que, cansado, descansa sobre el estrato de paja triturando el forraje con sus fuertes dientes.
También la sangre grita amor hacia aquellos de que procede. Lo vemos en ese pollino que corre hacia su madre que regresa de los mercados. Estaba jugando en la manada, la ha visto; se acuerda de que ella lo ha amamantado, lo ha lamido con amor, lo ha defendido, le ha dado calor. ¿Veis?: restriega sus blandos ollares contra el cuello de su madre; bota de alegría; roza su joven grupa contra el vientre que lo llevó. Amar a los padres es un deber y un placer. No hay animal que no ame a la que lo engendró. ¿Y entonces? ¿Será el hombre más bajo que el gusano que vive en el barro de la tierra?
El hombre moralmente bueno no mata. La violencia le produce repulsa. Siente que no es lícito quitar la vida a nadie, que sólo Dios que la dio tiene el derecho de quitarla. Y huye del homicidio.
De la misma forma, el hombre moralmente sano no se aprovecha de las cosas de los demás. Prefiere comer un pedazo de pan con conciencia tranquila junto a la fuente argentina, que no un suculento asado fruto de un robo; prefiere dormir en el suelo con la cabeza sobre una piedra, y sobre su cabeza las estrellas amigas derramando paz y consuelo a la conciencia honesta, que no el sueño agitado en una cama conseguida con latrocinio.
Y, si es moralmente sano, no desea otras mujeres no suyas; no entra, ensuciando y con vileza, en tálamo ajeno. En la mujer de su amigo ve una hermana y no tiene para con ella miradas ni deseos distintos de los que se tienen con una hermana.
El hombre de corazón recto, aunque sólo sea naturalmente recto, sin más conocimiento del Bien sino aquel que le viene de su buena conciencia, no se permite nunca testificar lo que no es verdadero, pareciéndole ello lo mismo que un homicidio o un hurto… y efectivamente es así. Como es honesto su corazón, honestos son sus labios, y, como su corazón y sus labios, honestas son sus miradas, por lo cual no pone su apetito en la mujer de otro. Ni siquiera apetece, porque siente que apetecer es el primer estímulo para pecar. Y no envidia. Porque es bueno. El que es bueno no envidia nunca. Está tranquilo con su suerte.
¿Os parece esta ley tan exigente que no se pueda practicar? ¡No faltéis contra vosotros mismos! Estoy seguro de que no lo haréis. Y, si no lo hacéis, fundaréis el Reino de Dios en vosotros y en vuestra ciudad. Y un día os reuniréis, felices, con aquellos a quienes amasteis y que, como vosotros, conquistaron el Reino eterno en el júbilo sin fin del Cielo.
Pero en nuestro propio interior están las pasiones cual ciudadanos dentro del recinto de las murallas de la ciudad. Es necesario que todas las pasiones del hombre quieran lo mismo: la santidad. Si no, será inútil que una parte tienda al Cielo, si otra descuida la vigilancia de las puertas y deja que entre el seductor, o si neutraliza las acciones de una parte de los espirituales habitantes con disputas y pereza, haciendo así perecer la ciudad interior, abandonándola al reinado de ortigas, plantas venenosas, malas hierbas, serpientes, escorpiones, ratas y chacales, y búhos, es decir, de las malas pasiones y de los ángeles de Satanás. Hay que velar sin desistir nunca, como centinelas puestos en las murallas, para impedir que el Maligno entre donde queremos construir el Reino de Dios.
En verdad os digo que el fuerte, mientras vigila armado el atrio de su casa, está seguro de todo lo que hay en ella. Pero si viene uno más fuerte que él, o si deja sin guardia la puerta, este más fuerte lo vence, lo desarma; y él, sin las armas en que confiaba, se desmoraliza y se rinde; y el fuerte, haciéndolo prisionero, se apodera de los despojos del vencido. Pero si el hombre vive en Dios, mediante la fidelidad a la Ley y a la justicia santamente practicada, Dios está con él, Yo estoy con él, y nada malo le puede suceder. La unión con Dios es el arma que ningún fuerte puede vencer. La unión conmigo es seguridad de victoria y de botín de virtudes eternas, por las cuales eternamente será ofrecido un lugar en el Reino de Dios. Pero, quien se separa de mí o se hace enemigo mío, rechaza, como consecuencia, las armas y la seguridad de mi palabra. Quien rechaza al Verbo rechaza a Dios. Quien rechaza a Dios llama a Satanás. Quien llama a Satanás destruye cuanto tenía para conquistar el Reino.
Por tanto, quien no está conmigo está contra mí, quien no cultiva lo que Yo siembro recoge lo que siembra el Enemigo, quien conmigo no recoge desparrama, y pobre y desnudo se presentará ante el Juez supremo, que lo mandará con su amo, con el amo al que se vendió prefiriendo a Belcebú antes que a Cristo.
Habitantes de Gerasa: edificad en vosotros y en vuestra ciudad el Reino de Dios.
Como un gorjeo, una voz de mujer se eleva, límpida cual canto de alondra, por encima del rumor de la multitud de gente admirada, cantando la nueva bienaventuranza, o sea, la gloria de María:
-¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos de que mamaste!
Jesús se vuelve hacia la mujer que ha exaltado a la Madre por admiración hacia el Hijo. Sonríe, porque le es dulce la alabanza dirigida a su Madre. Pero luego dice:
-Más dichosos aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica. Hazlo tú, mujer.
Y luego bendice y se encamina hacia la campiña seguido por los apóstoles, que le preguntan:
-¿Por qué has dicho esto?
-Porque en verdad os digo que en el Cielo no se mide con las medidas de la tierra. Mi propia Madre será bienaventurada no tanto por su alma inmaculada cuanto por haber escuchado la palabra de Dios y haberla puesto en práctica con obediencia. El «hágase el alma de María sin mancha» es prodigio del Creador; a Él, pues, la gloria por ello. Pero el «hágase de mí según tu palabra» es prodigio de mi Madre; por esto, pues, grande es su mérito. Tan grande, que sólo por esa capacidad suya de escuchar a Dios, que hablaba por boca de Gabriel, y por su voluntad de poner en práctica la palabra de Dios, sin pararse a sopesar las dificultades y dolores inmediatos y futuros que tal adhesión acarrearían, ha venido el Salvador al mundo. Así pues, podéis ver que Ella es mi bienaventurada Madre no sólo porque me ha generado y amamantado, sino también porque ha escuchado la palabra de Dios y la ha puesto en práctica con la obediencia. Pero volvamos a casa. Mi Madre sabía que iba a estar fuera poco tiempo y, si ve que tardo, se podría preocupar. Estamos en una ciudad semipagana; aunque, en verdad, es mejor que otras. De todas formas, vamos. Vamos a dar la vuelta por detrás de los muros, para huir de la gente, que, si no, me entretendría todavía. Venga, bajemos deprisa, por detrás de estas arboledas espesas…