De Ramot a Gerasa con la caravana del mercader
Con la luz un poco cruda de una mañana bastante ventosa, la singularidad de este pueblo que yace sobre una plataforma rocosa elevada en medio de una corona de picos, unos más altos, otros más bajos que él, se muestra en toda su peculiar belleza. Parece una gran bandeja de granito que tuviese encima casas de distintos tamaños, puentes y fuentes, para diversión de un niño gigante.
Las casas parecen labradas en la roca calcárea que constituye la materia base de esta zona. Edificadas a escuadra, a base de superposición de sillares, algunos sin revoque, algunos ni siquiera desbastados, parecen realmente casitas del pueblo de un Nacimiento construido con hexaedros por un gigantesco niño ingenioso.
Y todo alrededor de este pueblecillo se contempla su fértil campiña poblada de árboles y variados cultivos, que hacen que desde arriba parezca una alfombra de cuadrados, trapecios, triángulos: unos, pardos de tierra poco antes arada; otros, verde esmeralda por la hierba renacida con las lluvias de otoño; otros, rojeantes por las últimas hojas de vides y árboles frutales; otros, verdegrises por los chopos y sauces, o de un verde lustroso por las encinas y algarrobos, o verde-bronce por los cipreses y coníferas. ¡Muy bonito, verdaderamente muy bonito!
Y caminos que van, como cintas a partir de un nudo, del pueblo a la lejana llanura, o hacia montes incluso más elevados; y se hunden bajo los bosques; o separan con una marca cenicienta el color verde de los prados, el pardo de los campos arados.
Hay un risueño curso de agua: allende el pueblo en la dirección de su nacimiento, argénteo; de un azul esfumado tendente al color del jaspe, por el lado opuesto, en el descenso hacia el valle entre angosturas y suaves cuestas; que aparece o desaparece, juguetón, cada vez más caudaloso, cada vez más azul a medida que, aumentando sus aguas, va impidiendo a las
cañas de su fondo y a las hierbas nacidas en su lecho durante los meses secos, teñirlo de verde, para reflejar, antes al contrario, el cielo, sepultados ahora los leves tallos bajo una capa de aguas ya profundas.
El cielo es de un azul irreal: una preciosa lastra de esmalte azul intenso, sin siquiera una veta impura en su estupenda totalidad.
Y la caravana reanuda así su marcha, con las mujeres todavía a caballo, porque, como dice el mercader, el camino es penoso allende el pueblo, y deben recorrerlo pronto para llegar a Gerasa esa noche. Arrebozados, ligeros por haber descansado, van a buen ritmo por el camino que sube entre un estupendo boscaje, rozando las pendientes más altas de un monte solitario que se eleva como un enorme bloque por encima de los dorsos de los otros montes más bajos: un verdadero gigante como los que pueden verse en los puntos más altos de nuestros Apeninos.
-Galaad – dice, señalando, el mercader, que se ha quedado al lado de Jesús, conduciendo todavía del ramal al mulito de la Virgen. Y añade: «Después de esto el camino es mejor. ¿Habías estado alguna vez aquí?».
-Nunca. Quería recorrerlo en primavera. Pero en Galgala no me aceptaron.
-¿Rechazarte a ti? ¡Qué error!
Jesús lo mira y calla.
El mercader ha subido a la silla de su caballería a Margziam, que realmente penaba con sus piernecitas cortas para seguir el paso ágil de los caballos. ¡Bien sabe Pedro si es ágil! Camina deprisa y con fatiga, con toda su energía, imitado por los otros, pero aún así bastante distanciado de la caravana. Suda, pero está contento porque oye que Margziam ríe, y ve que la Virgen va descansada y el Señor alegre. Habla, resoplando, con Mateo y su hermano Andrés, que son los que van en la cola como él, y los hace reír diciendo que si en vez de piernas tuviera alas esa mañana se sentiría dichoso. Se ha desembarazado de todos los pesos, como los otros, atando los talegos a las sillas de las mujeres, pero el camino es verdaderamente tremendo, por piedras resbaladizas a causa del rocío. Los dos Santiagos, junto con Juan y el Tadeo se las apañan mejor y logran mantener el paso al lado de las mulas de las mujeres. Simón Zelote habla con Juan de Endor. Timoneo y Hermasteo cooperan en guiar a los m u l itos.
Por fin la parte peor queda atrás. Un escenario completamente distinto se abre ante los ojos asombrados. El valle del Jordán ha dejado de verse definitivamente. Ahora la mirada se extiende hacia el oriente por un altiplano de dimensiones imponentes, en el que sólo una encrespadura de cerros apenas quiere elevarse para interrumpir la monotonía del paisaje. No habría imaginado nunca que pudiera existir en Palestina una cosa como ésta. Parece como si la tempestad rocosa de los montes se hubiera petrificado y calmado en una ingente onda que hubiera quedado suspendida entre el nivel del fondo y el cielo, y en la que el único recuerdo de su furia originaria, al extenderse el agua de la onda por una superficie plana de una magnificencia maravillosa, fueran esas encrespaduras de cerros (la espuma de las crestas solidificada acá o allá). A esta zona de paz se accede a través de la última garganta, bravía como el abismo entre dos golpes de mar que se embisten, los dos últimos golpes de una marejada; en su fondo hay un nuevo torrente espumeante que corre de este a oeste por un atormentado y furioso camino entre rocas y cascadas, tan en contraste con la paz lejana del enorme altiplano.
-A partir de ahora el camino será bueno. Si me lo permites, doy la orden de que se paren – dice el mercader. -Me dejo guiar por ti, hombre. Tú conoces esto.
Se apean todos y se diseminan por la ladera en busca de leña para asar los alimentos, agua para los pies cansados y para las gargantas sedientas. Los animales, librados de su carga, rozan la abundante hierba y bajan a abrevarse en las cristalinas aguas del torrente. Olor de resinas y carne asada emanan de las pequeñas hogueras, que se yerguen para asar los corderos.
Los apóstoles se han preparado su fueguecillo y están calentando en él pescado salado, previo lavado en el agua fresca del torrente. Pero el mercader lo ve, y viene con un corderito despellejado -quizás es un cabritillo- y obliga a aceptar. Pedro se dispone a asarlo, después de llenarlo bien lleno de poleo fresco.
La comida pronto está terminada y pronto consumida. Y bajo el sol cenital del mediodía se reanuda la marcha por un camino mejor, que sigue el curso del torrente en dirección nordeste, en una zona de maravillosa fertilidad y muy bien cultivada, rica en ovejas y en manadas de cerdos, los cuales, al encontrarse la caravana, huyen gruñendo.
-Aquella ciudad fortificada es Gerasa, Señor. Una ciudad con un gran porvenir. Ahora se está formando. No creo que me equivoque si digo que pronto competirá con Joppe y Ascalón, con Tiro y muchas otras ciudades, en belleza, comercio y riqueza. Los romanos ven la importancia que tiene, situada en esta vía que desde el mar Rojo, por tanto desde Egipto, pasando por Damasco, va hasta el mar Póntico. Así que ayudan a los gerasenos a construir… Tienen vista y buen olfato. Por ahora sólo tiene mucho comercio, ¡pero más adelante!… ¡Será bonita y rica! Una pequeña Roma, con templos, piscinas, circos y termas. Yo sólo tenía en esta ciudad relaciones comerciales. Pero ahora he comprado ya mucho terreno, para abrir bazares, o venderlo a alto precio dentro de poco, o quizás para construir una casa de verdadero señor y venir a pasar mi vejez cuando Baltasar, Nabor, Félix y Sidmia puedan, respectivamente, tener y llevar adelante los bazares de Sinopo, Tiro, Joppe y Alejandría en la desembocadura del Nilo. Mientras tanto, crecerán mis otros tres hijos varones, y les daré los bazares de Gerasa, Ascalón, y quizás Jerusalén. Las mujeres, ricas y guapas, recibirán propuestas, se casarán bien y me darán muchos nietos…
El mercader sueña con los ojos abiertos el más rosa y áureo futuro.
Jesús pregunta sereno:
-¿Y luego?
El mercader torna en sí, lo mira perplejo y dice:
-¿Y luego? Nada más. Luego vendrá la muerte… Es triste, pero es así.
-¿Y dejarás todas las actividades, todos los bazares, todos los sentimientos de afecto?
-¡Señor, no quisiera, pero de la misma forma que he nacido debo morir, y tengo que dejar todo! – y suelta un suspiro tal, que sería capaz de hacer avanzar sólo con su viento a la caravana…
-¿Pero quién te ha dicho que cuando uno muere deja todo?
-¿Quién? ¡Los hechos! Una vez que uno está muerto… nada más Ya no tenemos manos, ni ojos, ni orejas… -No eres sólo manos, ojos y orejas.
-Soy un hombre. Eso lo sé. Tengo otras cosas. Pero todas terminan con la muerte. Es como el ocaso del sol. El ocaso lo
anula…
-Pero la aurora lo crea otra vez, o, mejor, lo hace presente de nuevo. Eres un hombre, eso has dicho; no eres un animal como el que cabalgas. Él, cuando muera, sí acabará realmente. Tú no. Tú tienes el alma. ¿No lo sabes? ¿Ya no sabes ni siquiera esto?
El mercader percibe la triste reprensión, triste y dulce, e, inclinando la cabeza, susurra:
-Eso lo sé todavía…
-¿Y entonces? ¿No sabes que el alma sigue viviendo?
-Lo sé.
-¿Y entonces? ¿No sabes que en el más allá tiene siempre una actividad?: santa si es santa, mala si es mala. Tiene sus sentimientos ¡Claro que los tiene!: de amor, si es santa; de odio, si es réproba ¿Odio, a quién? a las causas de su condena. En tu caso las actividades, los bazares, los afectos exclusivamente humanos. ¿Amor, a quién? A las mismas cosas. ¡Ah, qué bendiciones para los hijos y para las actividades de los hijos puede dar un alma que vive la paz del Señor!
El hombre está pensativo. Luego dice:
-Es tarde. Soy viejo ya — y detiene al mulo.
Jesús sonríe y responde:
-No te obligo, te aconsejo – y luego se vuelve para mirar a los apóstoles, los cuales, en la pausa que precede a la entrada en la ciudad, ayudan a las mujeres a bajar de las cabalgaduras y cogen sus talegos.
La caravana reemprende la marcha y pronto entra en la ciudad -que está muy concurrida- por la puerta que custodian las torres. El mercader se acerca otra vez a Jesús:
-¿Quieres seguir conmigo todavía?
-Si no me rechazas, ¿por qué no voy a querer?
-Por lo que te he dicho. Siendo Santo como eres, debo darte asco.
-¡Oh! ¡no! He venido para los que son como tú. Os amo porque sois los más necesitados. No me conoces todavía. Soy el Amor que pasa mendigando amor.
-¿Entonces no me odias?
-Te amo.
Los ojos profundos del hombre brillan; pero sonríe y dice:
-Entonces estaremos juntos. En Gerasa estaré tres días por negocios. Aquí dejo los mulos y tomo los camellos. Tengo la posta de las caravanas en los lugares de las etapas mayores, y uno de mis servidores cuida los animales que dejo en estos lugares. ¿Tú qué vas a hacer?
-El sábado evangelizaré. Te habría dejado si no te hubieras detenido, porque el sábado está consagrado al Señor. El hombre frunce la frente, piensa, y, como con dificultad, asiente:
-..Sí… Es verdad. Está consagrado al Dios de Israel. Está consagrado. Está consagrado – Mira a Jesús… «Si me lo permites, te lo voy a consagrar.»
-A Dios. No a su Siervo.
-A Dios y a ti, escuchándote. Haré los negocios entre hoy y mañana por la mañana. Luego te escucharé. ¿Vienes a la posada ahora?
-¡Por fuerza! Tengo a las mujeres y aquí soy un desconocido.
-Ahí está. Es la mía. Es mía porque están mis caballerizas de un año para otro. Pero dispongo de vastas salas para las mercancías. Si piensas…
-Dios te lo pague. Vamos.