En el Templo durante la fiesta de los Tabernáculos. Las condiciones para seguir a Jesús. La parábola de los talentos y la parábola del buen samaritano
Jesús se dirige al Templo. Le preceden en grupos los discípulos, le siguen en grupo las discípulas, es decir, su Madre, María Cleofás. María Salomé, Susana, Juana de Cusa, Elisa de Betsur, Analía de Jerusalén, Marta y Marcela. No está la Magdalena. En torno a Jesús, los doce apóstoles y Margziam.
Jerusalén muestra la pompa de las ocasiones solemnes. Gente de todos los lugares en todas sus calles. Cantos, discursos, murmullo de oraciones, imprecaciones de asnerizos, algún llanto de niño. Cubriéndolo todo, un cielo nítido que se deja ver entre las casas, y un sol que desciende alegre a dar vivacidad a los colores de los vestidos, a encender los mortecinos colores de las pérgolas y árboles que acá o allá se vislumbran tras las tapias de los jardines recintados o de los antepechos de las terrazas.
Hay veces que Jesús se cruza con personas conocidas; entonces el saludo es más o menos deferente, según la disposición de éstas. Así, es respetuosísimo, aunque gravedoso, el de Gamaliel, que mira fijamente a Esteban; éste le sonríe desde el grupo de los discípulos (Gamaliel, después de inclinarse ante Jesús, llama aparte a Esteban y le dice unas palabras, y luego Esteban regresa al grupo). De veneración es el saludo del anciano arquisinagogo Cleofás de Emaús, que se dirige con sus paisanos al Templo. Desabrido como una maldición, el saludo de respuesta de los fariseos de Cafarnaúm.
Los campesinos de Jocanán, capitaneados por el administrador, saludan echándose al suelo y besando los pies de Jesús entre el polvo del camino. La gente, extrañada, se detiene a observar a este grupo de hombres que, en un cruce de calles, se
arroja con un grito a los pies de un hombre joven, que no es ni un fariseo ni un famoso escriba, que no es ni un sátrapa ni un alto cortesano. Alguno pregunta que quién es. Corre un murmullo:
-Es el Rabí de Nazaret, el que se dice que es el Mesías.
Entonces, prosélitos y gentiles se arremolinan, curiosos, de forma que empujan al grupo hacia una pared y crean un atasco en la minúscula placita; hasta que un grupo de arrieros los disgrega gritando imprecaciones contra el obstáculo. Mas la multitud, exigente, brutal en esta manifestación suya que es también de fe, se aglomera de nuevo, separando las mujeres de los hombres. Todos quieren tocar el vestido de Jesús, decirle una palabra, hacerle alguna pregunta… esfuerzo inútil, porque esa misma prisa, esa ansia, ese nerviosismo por pasar adelante rechazándose unos a otros, hace que ninguno pueda llegar. Las preguntas y respuestas se confunden también en un único rumor incomprensible.
El único que se abstrae de la escena es el abuelo de Margziam. Ha respondido con un grito al grito de su nietecito, y, enseguida, tras venerar al Maestro, ha estrechado contra su corazón al nieto, y luego, todavía apoyado sobre los talones, ambas rodillas en tierra, lo ha sentado en su regazo, y lo admira y acaricia con lágrimas y besos de dicha mientras le pregunta y escucha. El anciano se siente tan feliz que está ya en el Paraíso.
Acuden los soldados romanos, creyendo que hay alguna pelea. Se abren paso. Pero sonríen cuando ven a Jesús, y, limitándose a aconsejar a los presentes que dejen libre ese importante cruce, se retiran tranquilos. Jesús obedece inmediatamente, aprovechando el espacio que crean los romanos, que van unos pasos delante de Él como para abrirle camino, aunque en realidad es para volver a su puesto de piquete, porque la guardia romana ha sido reforzada mucho, como si Pilatos fuera al corriente de un descontento entre la muchedumbre y temiera amotinamientos en estos días en que Jerusalén está colmada de hebreos procedentes de todas partes. Y es bonito verlo caminar precedido por este grupo armado romano, como un rey al que se va abriendo paso cuando se dirige a sus posesiones.
Cuando ha empezado a moverse ha dicho al niño y al anciano:
-Estad juntos y seguidme – y al administrador de Jocanán: “Te ruego que me dejes a tus hombres. Serán invitados míos hasta la noche”.
El administrador responde obsequioso:
-Hágase todo lo que quieras – y, tras un respetuoso saludo, se marcha solo.
E1 Templo está ya cerca, y el bullicio de la multitud, como movimiento de hormigas junto a la entrada del hormiguero, es aún mayor. En esto, un campesino de Jocanán grita:
-¡El amo! – y cae de rodillas para saludar, y lo imitan los demás.
Jesús está en pie en medio de un grupo de hombres postrados (porque los campesinos se habían arrimado bien a Él). Vuelve la mirada hacia el lugar señalado y encuentra la mirada de un fariseo pomposamente vestido, que no me resulta nuevo pero que no sé dónde lo he visto.
El fariseo Jocanán está con otros de su casta: un montón de preciosos tejidos, de franjas, hebillas, cinturones, filacterias; todo de dimensiones exageradas respecto a lo común. Jocanán fija su atención en Jesús: es una mirada de pura curiosidad, aunque no irreverente. Es más, lo saluda: estirado, apenas una inclinación de cabeza… pero al fin y al cabo es un saludo, al cual Jesús responde con deferencia. También lo saludan otros dos o tres fariseos, mientras que otros miran despreciativos o fingen mirar a otra parte; sólo uno lanza una ofensa (seguro, porque veo que los que van en torno a Jesús se sobresaltan, y el mismo Jocanán se vuelve de repente para fulminar con la mirada al ofensor, que es un hombre más joven que él, de facciones marcadas y duras).
Una vez rebasados, cuando ya los campesinos se atreven a hablar, uno de ellos dice:
-El que te ha maldecido es Doras, Maestro.
-Déjalo. Os tengo a vosotros, que me bendecís – dice tranquilo Jesús.
Apoyado en el intradós de un arco, junto con otros, está Manahén, el cual, en cuanto ve a Jesús, alza los brazos acompañando el gesto con una exclamación de alegría:
-¡Éste es un día jubiloso, porque te he encontrado! – y viene hacia Jesús, seguido por los que lo acompañan. Lo venera bajo el umbrío arco que hace retumbar las voces como si fuera una cúpula.
Precisamente mientras lo está venerando, pasan, rozando al grupo apostólico, los primos Simón y José con otros nazarenos… y no saludan… Jesús los mira apenado, pero no dice nada.
Judas y Santiago, agitados, cambian recíprocamente unas palabras, y Judas, encendido su rostro de indignación, inútilmente sujetado por su hermano, echa a correr tras ellos. Pero Jesús lo llama con un tan imperioso: « ¡Judas, ven aquí!», que el inquieto hijo de Alfeo se vuelve para atrás… -Déjalos. Son semillas que todavía no han sentido la primavera. Déjalos que estén en la sombra del avariento terrón. Penetraré igualmente, aunque éste se transformase en jaspe cerrado en torno a la semilla. Lo haré a su tiempo.
Más fuerte que la respuesta de Judas de Alfeo resuena el llanto de María de Alfeo, desolada: un llanto largo, propio de una persona abatida… Pero Jesús no se vuelve para consolarla, a pesar de que se oiga bien nítido ese lamento bajo el arco lleno de ecos.
Sigue hablando con Manahén, el cual le dice:
-Éstos que están conmigo son discípulos de Juan. Quieren, como yo, ser tuyos.
-Paz a los buenos discípulos. Allá delante están Matías, Juan y Simeón, conmigo para siempre. Os recibo a vosotros como los recibí a ellos, porque Yo amo todo lo que me viene del santo Precursor.
Llegan a los muros del Templo.
Jesús da órdenes al Iscariote y a Simón Zelote para las compras y ofrendas de rito. Luego llama al sacerdote Juan y dice: -Tú, que eres de este lugar, te encargarás de invitar a algún levita que sepas que es digno de conocer la Verdad. Porque verdaderamente este año puedo celebrar una fiesta de alegría. Nunca volverá a ser tan dulce el día…
-¿Por qué, Señor? – pregunta el escriba Juan.
-Porque os tengo a todos en torno a mí, o con la presencia visible o en espíritu.
-¡Siempre estaremos! Y, con nosotros, muchos otros – asegura con vehemencia el apóstol Juan, secundado en coro por todos los demás. Jesús sonríe y calla mientras el sacerdote Juan, con Esteban, se adelanta, al Templo, para cumplir la orden. Jesús le grita detrás:
-Nos encontraréis en el pórtico de los Paganos.
Luego entran, y, casi enseguida, se topan con Nicodemo, el cual hace un gesto respetuoso de saludo; no se acerca a Jesús, pero le dirige una sonrisa de avenencia llena de paz.
Las mujeres, no pudiendo ir más allá, se detienen. Mientras, Jesús con los hombres va a la oración, al lugar de los hebreos, y luego, cumplidos todos los ritos, se vuelve para reunirse con los que lo esperan en el pórtico de los Paganos.
Los pórticos, vastísimos y altísimos, están llenos de gente que escucha las lecciones de los rabíes. Jesús se dirige a donde ve que están parados los dos apóstoles y los dos discípulos que había mandado delante. Enseguida se forma un círculo alrededor de Él; a los apóstoles y discípulos se unen otras, numerosas personas que estaban, acá o allá, entre la muchedumbre que llena el patio marmóreo. Tanta es la curiosidad, que hasta algunos alumnos de rabíes -no sé si espontáneamente o mandados por sus maestros- se acercan al círculo que se ciñe en torno a Jesús.
Él, sin rodeo alguno, dice:
-¿Por qué os apiñáis alrededor de mí? Responded. Tenéis rabíes conocidos y sabios, bienquistos de todos; Yo soy el Desconocido y el Malquisto. ¿Por qué, pues, venís a mí?
-Porque te amamos – dicen algunos, y otros: «Porque tienes palabras distintas de los otros», y otros: «Para ver tus milagros», y «Porque hemos oído hablar de ti», y «Porque sólo Tú tienes palabras de vida eterna y obras que corresponden a las palabras», y en fin: «Porque queremos unirnos a tus discípulos».
Jesús mira a cada uno según va hablando, como para traspasarlos con la mirada y leer los más ocultos sentimientos; alguno, no resistiendo esa mirada, se aleja, o, cuanto menos, se esconde detrás de una columna o de gente más alta.
Jesús continúa:
-¿Pero sabéis qué quiere decir y qué es el hecho de seguirme? Doy respuesta solamente a estas palabras, porque la curiosidad no merece respuesta, y porque quien tiene hambre de mis palabras, como consecuencia, me ama y desea unirse a mí. Por tanto, los que han hablado se clasifican en dos grupos: los curiosos, de los cuales no me ocupo, y los que ponen buena voluntad; a éstos los adoctrino sin engaño acerca de la severidad de esta vocación.
Venir a mí como discípulo quiere decir renuncia de todos los amores en aras de un solo amor: el mío. Amor egoísta a uno mismo: amor culpable a las riquezas, a la sensualidad o el poder; amor justo a la propia esposa; santo, hacia la madre o el padre; amor cariñoso de los hijos y a los hijos o hermanos: todo debe ceder ante mi amor, si uno quiere ser mío. En verdad os digo que mis discípulos han de ser más libres que las aves que extienden su vuelo por el cielo, más libres que los vientos que recorren el firmamento sin ser detenidos por nadie ni por nada; libres, sin pesadas cadenas, sin vínculos de amor material, sin siquiera las finas telarañas de las más leves barreras. El espíritu es como una delicada mariposa enclaustrada dentro del capullo pesado de la carne; su vuelo lo puede obstaculizar -o pararlo del todo- simplemente la irisada e impalpable tela de una araña: la araña de la propia sensibilidad, de la falta de generosidad en el sacrificio. Quiero todo, sin reservas. El espíritu tiene necesidad de esta libertad de dar, de esta generosidad de dar, para poder estar seguro de no caer en la telaraña de las inclinaciones, costumbres, reflexiones, miedos, tejido todo ello como otros tantos hilos de esa monstruosa araña que es Satanás, ladrón de almas.
Si uno quiere venir a mí y no odia santamente a su padre, a su madre, su mujer y sus hijos, a sus hermanos y hermanas, e incluso la propia vida, no puede ser discípulo mío. He dicho: «odia santamente». En vuestro corazón decís: «El odio -Él lo enseña- no es jamás santo. Por tanto, se contradice». No. No me contradigo. Digo que se odie lo grave del amor, la pasionalidad terrenal del amor al padre y a la madre, a la esposa y a los hijos, a los hermanos y hermanas, a la propia vida; pero ordeno que se ame, con la libertad ingrávida propia de los espíritus, a los padres y la vida. Amadlos en Dios y por Dios, no posponiendo jamás a Dios, no posponiéndolo a ellos, ocupándoos y preocupándoos de conducirlos a donde el discípulo ha llegado, o sea, a Dios Verdad. Así amaréis santamente a los padres y a Dios, y conciliaréis los dos amores, y haréis de los vínculos de la sangre no un peso sino alas, no culpa sino justicia.
Debéis estar dispuestos a odiar también vuestra vida para seguirme a mí. Odia su vida aquel que, sin miedo a perderla o a que sea humanamente triste, la pone a mi servicio. Pero es sólo apariencia de odio, un sentimiento erróneamente llamado «odio» por la mente del hombre que no sabe elevarse, del hombre todo terrenal, superior en poco a los animales. En realidad, este aparente odio, que es el negar las satisfacciones sensuales a la existencia para dar cada vez más amplia vida al espíritu, es amor; amor es, y del más alto que existe, del más bendito. Negarse las bajas satisfacciones, prohibirse la sensualidad de los deseos, atraerse reprensiones y comentarios injustos, arriesgarse a sufrir castigos, rechazos, maldiciones, quizás persecuciones, todo esto es una serie continua de penas. Mas es necesario abrazarse a ellas, e imponérselas como una cruz, un patíbulo en que expiar todos los pecados pasados para presentarse uno justificado ante Dios; un patíbulo del cual se obtienen todas las gracias, verdaderas, poderosas, santas gracias de Dios para aquellos a quienes amamos. Quien no carga con su cruz y no me sigue, quien no sabe hacer esto, no puede ser discípulo mío.
Por tanto, los que decís: «Hemos venido porque queremos unirnos a tus discípulos» pensadlo mucho, mucho. No es vergüenza, sino sabiduría, sopesarse, juzgarse y confesar, a sí mismo y a los demás: «No tengo la aptitud del discípulo». Los paganos, como base de una de sus disciplinas, tienen la necesidad de «conocerse uno a sí mismo». ¿Acaso vosotros, israelitas, no vais a saber hacerlo para conquistar el Cielo? Porque -recordad esto siempre- bienaventurados los que vienen a mí. Pero, si venís para luego traicionarme a mí y al que me ha enviado, mejor es no venir para nada y seguir siendo hijos de la Ley como
habéis sido hasta ahora. ¡Ay de aquellos que primero dicen: «Voy» y luego, traicionando la idea cristiana, escandalizando a los pequeños y buenos, perjudican al Cristo! ¡Ay de ellos!… ¡Y los habrá, siempre los habrá!
Sed, pues, como aquel hombre que, queriendo edificar una torre, primero calcula atentamente los gastos necesarios y hace balance de su dinero, para ver si tiene los medios para concluirla, y no verse obligado, una vez echados los cimientos, a suspender la obra por falta de dinero. Si esto sucediera, perdería incluso lo que tenía primero y se quedaría sin torre y sin talentos; a cambio atraería hacia sí las burlas del pueblo, que diría: «Éste empezó a edificar, pero no pudo concluir; ahora tendrá que llenar su estómago con los restos de su construcción inacabada».
Sed también -sacando así enseñanza sobrenatural de los pobres-hechos de este mundo- como los reyes de la Tierra, que, cuando quieren hacer la guerra a otro rey, examinan todo con calma y atención, los pros y los contras; meditan si lo que van a sacar con la conquista les compensa o no el sacrificio de las vidas de sus súbditos; estudian si es posible conquistar el lugar, estudian la posibilidad de victoria de su ejército (numéricamente la mitad del de su rival pero más combativo); y, si, lógicamente, ven que es improbable que diez mil venzan a veinte mil, entonces, antes de que estalle la batalla, mandan al encuentro de su rival -que ya está en guardia a causa de las operaciones militares del otro- una embajada con ricos presentes, y lo amansan, lo apaciguan con pruebas de amistad, anular sus sospechas, en fin firman un tratado de paz, que siempre es más ventajoso, humana y espiritualmente, que una guerra.
Eso es lo que debéis hacer vosotros antes de empezar la nueva vida y de tomar partido contra el mundo. Porque ser discípulo mío significa eso: presentar batalla a la vortiginosa y violenta corriente del mundo, de la carne, de Satanás. Si no os sentís con valor de renunciar a todo por amor a mí, no vengáis porque no podéis ser discípulos míos.
-Bien. Lo que dices es verdad – admite un escriba que se ha mezclado en el grupo – Pero, si nos despojamos de todo, ¿con qué te servimos? La Ley tiene prescripciones que son como monedas que Dios ha dado al hombre para que, usándolas, se compre la vida eterna Dices: «Renunciad a todo», y mencionas el padre, la madre, las riquezas, los honores. Dios ha dado también estas cosas, y nos ha dicho, por boca de Moisés, que las usáramos con santidad para aparecer justos ante los ojos de Dios. Si nos quitas todo, ¿qué nos das?
-He dicho, rabí, que el verdadero amor. Os doy mi doctrina, que no quita ni una iota a la antigua Ley; antes bien, la perfecciona.
-Entonces todos somos discípulos iguales, porque todos tenemos las mismas cosas.
-Todos según la Ley mosaica, no todos según la Ley que perfecciono Yo según el Amor. Pero no todos, en ésta, alcanzan la misma suma de méritos. Entre mis propios discípulos no todos obtendrán una suma de méritos igual; y alguno de ellos, no sólo no alcanzará suma alguna, sino que perderá incluso su única moneda: su alma.
-¿Cómo? A quien más se le da, más le quedará. Tus discípulos, y más tus apóstoles, te siguen en tu misión, y conocen tu forma de actuar; han recibido muchísimo. Mucho han recibido tus discípulos efectivos; menos, los discípulos que lo son sólo de nombre. Nada han recibido los que, como yo, te oyen sólo por una contingencia. Es evidente que en el Cielo los apóstoles tendrán muchísimo; mucho, los discípulos efectivos; menos, los discípulos de nombre; nada, los que son como yo.
-Humanamente es evidente, y humanamente puede ser también un mal. Porque no todos son capaces de hacer producir los bienes recibidos. Escucha esta parábola, y perdona si adoctrino demasiado tiempo aquí; pero es que Yo soy la golondrina que va de paso, y estaré poco tiempo en la Casa del Padre, pues he venido para todo el mundo y, además, este pequeño mundo que es el Templo de Jerusalén no quiere dejarme recoger el vuelo y permanecer donde la gloria del Señor me llama.
-¿Por qué dices eso?
-Porque es la verdad.
El escriba mira a su alrededor y agacha la cabeza. Ve que lo que ha dicho Jesús es verdad. Lo ve en demasiados rostros de miembros del Sanedrín, rabíes y fariseos, que han ido engrosando cada vez más la aglomeración de gente que hay en torno a El: rostros verdes de bilis o purpúreos de ira; miradas que equivalen a maldiciones y a esputos de veneno; rencor en fermentación por todas partes; deseos de pegarle a Cristo, que queda en deseo sólo por miedo a los muchos que circundan al Maestro con devoción y que están dispuestos a todo por defenderlo, miedo quizás también a represalias por parte de Roma, que mira con benignidad al pacífico Maestro galileo.
Jesús reanuda sereno la exposición de su pensamiento con la parábola:
-Un hombre, antes de emprender un largo viaje y ausentarse por un largo período, llamó a todos sus siervos y les confió todos sus bienes. A uno le dio cinco talentos de plata; a otro, dos de plata; a uno, uno sólo, de oro. A cada uno según su grado y habilidad. Y luego se marchó.
Entonces, el siervo que había recibido cinco talentos de plata negoció sagazmente sus talentos, y, pasado un tiempo, le produjeron otros cinco. E1 que había recibido dos talentos de plata hizo lo mismo, y dobló la suma recibida. Pero el que había recibido más de su señor (un talento de oro puro), víctima del miedo a no saber negociar del miedo a los ladrones, a mil quimeras, víctima, sobre todo, de la holgazanería, cavó un profundo hoyo en el suelo y escondió el dinero de su señor.
Pasaron muchos, muchos meses. Volvió el amo. Llamó enseguida a sus súbditos para que restituyeran el dinero que habían recibid, en depósito.
Vino el que había recibido cinco talentos de plata y dijo: «Aquí tienes, mi señor. Me diste cinco talentos. Me parecía mal no hacer producir lo que me habías dado, así que me las he ingeniado para ganar otros cinco. No he podido más…».
-Bien, muy bien, siervo bueno y fiel. Has sido fiel en lo poco, te has aplicado con buena voluntad, has sido honesto. Te daré autoridad sobre muchas cosas. Entra en la alegría de tu señor.
Luego vino el otro, el de los dos talentos, y dijo:
-Me he permitido emplear tus bienes para beneficio tuyo. Aquí tienes las cuentas para que veas cómo he empleado tu dinero. ¿Ves? Eran dos talentos de plata. Ahora son cuatro. ¿Estás contento, mi señor?».
Y el amo dio a este siervo bueno la misma respuesta que había dado al primero. Vino por último aquel que, por gozar de la máxima confianza del amo, había recibido el talento de oro. Desenrolló el paño en que lo conservaba, lo sacó y dijo:
-Me confiaste lo que tenía mayor valor, porque me juzgas prudente y fiel, de la misma forma que yo sé que eres intransigente y exigente y que no toleras pérdidas de tu dinero, sino que si te sobreviene la desgracia te resarces con quien tienes a tu lado, porque, en verdad, cosechas donde no sembraste, recoges donde no esparciste, siendo así que no perdonas un centavo ni al encargado de tus tierras ni a tu banquero, por ninguna razón. Tu dinero debe ser el que tú dices. Ahora bien, yo, temiendo disminuir este tesoro, lo he cogido y lo he escondido. No me he fiado de nadie, ni siquiera de mí mismo. Ahora lo he desenterrado y te lo devuelvo. Aquí tienes tu talento».
«¡Oh, siervo inicuo y holgazán! Verdaderamente no me has amado porque no me has conocido, ni has amado mi bienestar porque has dejado el talento improductivo. Has traicionado la estima que había depositado en ti. Te desautorizas a ti mismo. Por ti mismo te acusas y te condenas. Sabías que cosecho donde no he sembrado y recojo donde no he esparcido. ¿Por qué, entonces, no has obrado de forma que pudiera cosechar y recoger? ¿Así respondes a mi confianza? ¿Así me conoces? ¿Por qué no has llevado el dinero a los banqueros, de forma que a mi regreso lo hubiera retirado con los intereses? Te había instruido para ello con especial esmero, mas tú, necio holgazán, no lo has tenido en cuenta. Te sea, pues, arrebatado el talento, y todos los demás bienes, para el que tiene diez talentos».
-Pero tiene ya diez, y éste se queda sin nada… – objetaron.
-Eso es. A quien tiene, y trabaja con eso que tiene, le será dado más, hasta que le sobre. Pero a quien no tiene, porque no quiso tener, le será arrebatado incluso lo que se le dio. Respecto al siervo parásito que ha traicionado mi confianza y ha dejado improductivos los dones recibidos, arrojadlo de mi propiedad, y que se aleje con lágrimas en los ojos y remordimiento en el corazón.
Ésta es la parábola. Ves, rabí, que le quedó menos al que más tenía, porque no supo merecer la conservación del don de Dios. No se puede afirmar que uno de esos que llamas discípulos sólo de nombre (que tienen poco con que negociar), y de los que, como dices, me escuchan sólo por una contingencia, y que tienen la única moneda de su alma, no lleguen a poseer el talento de oro -arrebatado a uno de los más beneficiados- y sus frutos correspondientes. Las sorpresas del Señor son infinitas, porque infinitas son las reacciones del hombre. Veréis a gentiles que alcanzan la Vida eterna, a samaritanos recibiendo el Cielo, y veréis a israelitas puros y seguidores míos perder el Cielo y la eterna Vida.
Jesús calla y, como queriendo truncar toda discusión, se vuelve hacia los muros del Templo.
Pero un doctor de la Ley, que estaba sentado escuchando seriamente bajo el pórtico, se alza y se le pone delante para preguntarle:
-Maestro, ¿qué debo hacer para alcanzar la vida eterna? Has respondido a los otros, respóndeme también a mí.
-¿Por qué quieres tentarme? ¿Por qué quieres mentir? ¿Esperas que diga algo disconforme con la Ley por el hecho de que añado a la Ley conceptos más luminosos y perfectos? ¿Qué está escrito en la Ley? ¡Responde! ¿Cuál es el mandamiento principal de la Ley?
-Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, con toda tu inteligencia. Amarás a tu prójimo como a ti mismo.
-Bueno, has respondido bien; haz eso y obtendrás la vida eterna.
-¿Y quién es mi prójimo? El mundo está lleno de gente buena y mala, conocida y desconocida, amiga y enemiga de Israel. ¿Cuál es mi prójimo?
-Un hombre, bajando de Jerusalén a Jericó, en uno de los pasos estrechos de las montañas, se topó con unos ladrones. Éstos lo hirieron cruelmente, lo despojaron de todo cuanto llevaba, incluso de sus vestidos, y lo dejaron más muerto que vivo en el borde del camino. Pasó por ese mismo camino un sacerdote que había terminado su turno en el Templo. ¡Todavía perfumado de los inciensos del Santo! ¡Debería haber tenido también el alma perfumada de bondad sobrenatural y de amor, pues que había estado en la Casa de Dios, casi en contacto con el Altísimo! Este sacerdote tenía prisa de volver a su casa. Miró, pues, hacia el herido y no se detuvo. Pasó ligero de largo y dejó al desdichado en la cuneta.
Luego, un levita. ¿Contaminarse, teniendo que servir en el Templo? ¡De ninguna manera! Recogió su vestido para que no se manchase de sangre, lanzó una mirada huidiza hacia el hombre que gemía en medio de su sangre y aceleró el paso en dirección a Jerusalén, hacia el Templo.
El tercero que pasó, viniendo de Samaria, en dirección al vado, fue un samaritano. Vio la sangre, se detuvo, descubrió la presencia del herido en el crepúsculo que ya se iba espesando; se apeó del burro, se acercó al herido, lo confortó con un trago de vino generoso, desgarró su manto para hacer vendas, le lavó las heridas con vinagre, se las ungió con aceite, se las vendó con amor; luego cargó al herido sobre su jumento, guió con cautela al animal, sujetando al mismo tiempo al herido y confortándolo con buenas palabras, sin preocuparse del cansancio, sin enfado por el hecho de que el herido fuera de nacionalidad judía. Cuando llegó a la ciudad, lo llevó a una posada y lo veló toda la noche. A1 alba, viéndolo mejorado, lo dejó en manos del posadero, a quien pagó con antelación unos denarios y dijo: «Cuídalo como si se tratara de mí mismo. A mi regreso te daré lo que hayas gastado de más, y con medida generosa, si haces bien las cosas». Y se marchó.
Doctor de la Ley, respóndeme: ¿Quién de estos tres fue «prójimo» del que se topó con los ladrones? ¿Acaso el sacerdote? ¿Acaso el levita? ¿No lo fue, más bien, el samaritano, que no se preguntó quién era el herido, porque estaba herido, o si hacía mal en socorrerlo perdiendo tiempo y dinero y arriesgándose a ser acusado de haberlo herido él?
El doctor de la Ley respondió:
-Fue «prójimo» éste, porque tuvo misericordia.
-Haz tú lo mismo, y amarás al prójimo y a Dios en el prójimo y merecerás la vida eterna.
Ya ninguno se atreve a hablar. Jesús aprovecha para ir donde las mujeres, que estaban esperando al pie de los muros, e ir con ellas de nuevo a la ciudad. Ahora se han añadido al grupo de los discípulos dos sacerdotes, o más exactamente un sacerdote y un levita: jovencísimo éste, patriarcal el otro.
Pero Jesús está ahora hablando con su Madre -entre sí y ella, tiene a Margziam-, y le pregunta:
-¿Me has escuchado, Madre?
-Sí, Hijo mío, y a la tristeza de María Cleofás se ha unido la mía. Ella ha llorado poco antes de entrar en el Templo… -Lo sé, Madre; sé el motivo. No debe llorar, sólo orar.
-¡Ora mucho! Las noches pasadas, dentro de su cabaña, entre sus hijos dormidos, oraba y lloraba. La oía llorar a través de la pared delgada de los ramajes adyacentes. ¡Ver a pocos pasos a José y a Simón, cercanos pero tan lejos!… Y no es la única que llora. Juana, que la ves tan serena, ha llorado en mi presencia…
-¿Por qué, Madre?
-Porque Cusa… se comporta de una forma… inexplicable. Un poco la complace en todo, un poco la rechaza en todo; si están solos, donde nadie los ve, es el marido ejemplar de siempre, pero si están con él otras personas – naturalmente de la Corte – se vuelve autoritario y despreciativo para con su mansa esposa. Ella no comprende por qué…
-Te lo digo Yo. Cusa es siervo de Herodes. Entiéndeme, Madre: «Siervo». Esto no se lo digo a Juana para no apenarla. Pero es así. Cuando no teme la reprensión y el escarnio del soberano, es el buen Cusa; cuando tiene motivo para temerlos, deja de serlo.
-Es porque Herodes está muy irritado por Manahén y…
-Es porque Herodes ha perdido el juicio por el tardío remordimiento de haber cedido a las peticiones de Herodías. Pero Juana tiene ya mucho bien en la vida. Debe, bajo la diadema, llevar su cilicio.
-Analía también llora… ¿Por qué?
-Porque su prometido se está poniendo contra ti.
-Que no llore. Díselo. Se trata de una resolución. Es bondad de Dios. Su sacrificio conducirá de nuevo a Samuel al Bien. Por el momento esto la librará de presiones para la celebración del matrimonio. Le prometí que la tomaría conmigo. Me precederá en la muerte…
-¡Hijo!… – María, palideciendo, aprieta la mano de Jesús.
-¡Mi querida Mamá! Es por los hombres. Ya lo sabes. Es por amor a los hombres. Bebemos nuestro cáliz con buena voluntad, ¿no es verdad?
María traga las lágrimas y responde:
-Sí. (Un «sí» acongojado, verdaderamente desgarrador).
Margziam alza su carita y dice a Jesús:
-¿Por qué dices estas cosas feas que hacen sufrir a Mamá? Yo no te voy a dejar morir. Te voy a defender como defendía a los corderos.
Jesús lo acaricia, y, para animar a los dos afligidos, pregunta al niño:
-¿Qué harán ahora tus ovejitas? ¡ No las echas de menos?
-¡Pero si estoy contigo! De todas formas pienso en ellas siempre, y me pregunto: «¿Las habrá sacado a pastar Porfiria?, ¿habrá tenido cuidado de que Espuma no se meta en el lago?». Porque Espuma es muy vivaracho, ¿sabes? Su madre lo llama una y otra vez, ¡pero nada! Hace lo que quiere. ¡Y Nieve, que es tan glotona que come hasta que se siente mal! Mira, Maestro, yo entiendo lo que es ser sacerdote en tu Nombre, lo comprendo mejor que los otros. Ellos -y señala con la mano a los apóstoles, que vienen detrás- dicen muchas palabras elevadas, hacen muchos proyectos… para el futuro. Yo digo: «Seré pastor. Seré para los hombres como con las ovejitas. Será suficiente». Mamá, nuestra Mamá, me ha contado ayer un pasaje muy bonito de los profetas… y me ha dicho: «Exactamente así es nuestro Jesús». Y yo dentro del corazón dije: «Pues yo también seré exactamente así». Luego le dije a nuestra Mamá: «Por ahora soy cordero, pero luego seré pastor; sin embargo, Jesús ahora es Pastor, y… también Cordero. Pero tú eres siempre la Cordera, sólo nuestra Cordera, blanca, bonita, encantadora, con palabras más dulces que la propia leche. Por eso Jesús es tan Cordero: porque ha nacido de ti, Corderita del Señor.
Jesús se inclina y lo besa, impetuosamente. Luego pregunta:
-¿Entonces verdaderamente quieres ser sacerdote?
-¡Sí, claro, mi Señor! Por eso trato de hacerme bueno y de saber mucho. Voy siempre donde Juan de Endor. Me trata siempre como a un hombre, y con mucha bondad. Quiero ser pastor de las ovejas descarriadas y de las no descarriadas, y médico-pastor de las heridas y de las que tengan algún miembro fracturado, como dice el Profeta. ¡Qué bonito!». Y el niño da un salto y choca las manos.
-¿Por qué está tan contento este curruco? – pregunta Pedro mientras se acerca.
-Ve su camino. Clarísimamente. Hasta el final. Yo con mi «sí» consagro esta visión suya.
Se paran delante de una casa que, si no me equivoco, está en la zona del barrio de Ofel, pero en un lugar más distinguido.
-¿Nos detenemos aquí?
-Esta es la casa que Lázaro me ha ofrecido para el banquete de alegría. María ya está aquí.
-¿Por qué no ha venido con nosotros? ¿Por miedo a las burlas?
-¡No! Ha sido una disposición mía.
-¿Por qué, Señor?
-Porque el Templo es más susceptible que una esposa encinta. Mientras pueda, no quiero provocar ningún choque, y no es por cobardía.
-No te va a servir de nada, Maestro. Yo en tu lugar no sólo chocaría con él, sino que lo echaría abajo del Moria junto con todos los que viven dentro.
-Simón, eres un pecador; se debe orar por los semejantes, no matarlos.
-Yo soy pecador, pero Tú no… y… deberías hacerlo.
-Habrá quien lo haga. Cuando se colme la medida del pecado.
-¿Qué medida?
-Una medida tan grande, que henchirá el Templo y rebosará hacia Jerusalén. No puedes comprender… ¡Marta, abre, pues, tu casa al Peregrino!
Marta se hace reconocer y abren. Entran todos en un largo atrio terminado en un patio empedrado que tiene cuatro árboles en sus cuatro ángulos. Una amplia sala se abre en el piso superior; por sus ventanas abiertas, se ve toda la ciudad con sus subidas y bajadas. Deduzco, por tanto, que la casa está en las pendientes meridionales, o sur-orientales de la ciudad. La sala está preparada para recibir a una gran cantidad de invitados. Han colocado gran número de mesas, paralelas las unas a las otras. Un centenar de personas puede cómodamente comer.
María Magdalena, que estaba en otra parte de la casa ocupándose de las despensas, viene enseguida y se postra delante de Jesús. Y viene Lázaro, con una sonrisa feliz en su cara achacosa. Van llegando también los invitados: unos, un poco azorados; más seguros otros: pero la amabilidad de las mujeres hace que pronto todos se sientan a gusto.
El sacerdote Juan lleva a la presencia de Jesús a los dos que ha traído del Templo.
-Maestro, mi buen amigo Jonatán y mi joven amigo Zacarías. Son auténticos israelitas, sin malicias ni rencores.
-Paz a vosotros. Me alegro de que hayáis venido. El rito debe ser observado incluso en estas delicadas costumbres. Es hermoso que la Fe antigua tienda su mano amiga a la nueva Fe nacida de su mismo tronco. Sentaos a mi lado hasta que llegue la hora de ponerse a la mesa.
Habla el patriarcal Jonatán, mientras el joven levita mira a todas las partes, curioso, asombrado y, quizás, también acobardado. Creo que quiere dar la impresión de desenvoltura, aunque en realidad se sienta como un pez fuera del agua. Tiene la suerte de que Esteban viene en su ayuda y le trae, uno tras otro, a los apóstoles y discípulos principales.
El viejo sacerdote, acariciándose la barba de nieve, dice:
-Cuando Juan vino a mí, precisamente a mí, su maestro, a que viera que estaba curado, sentí ganas de conocerte. Pero, Maestro, ya casi no salgo de mi recinto. Soy viejo… De todas formas, tenía esperanza de verte antes de morir. Yeohveh ha escuchado mi deseo. ¡Loado sea! Hoy te he oído en el Templo. Superas a Hil.lel, el anciano, el sabio. No quiero -es más, no puedo- dudar de que eres lo que mi corazón espera. ¿Sabes lo que significa beber durante ochenta años esta fe de Israel, como es ahora, tras siglos de… elaboración humana? Se ha hecho sangre nuestra. ¡Y soy tan viejo!… Oírte a ti es como oír el agua que brota de manantial fresco. ¡Sí, agua virgen! Y yo… estoy harto de esta agua cansada que viene de muy lejos y está cargada de muchas cosas. ¿Cómo librarme de esta hartura para saborearte a ti?
-Creyendo en mí y amándome. No es necesario nada más para el justo Jonatán.
-¡Pero si voy a morir pronto! ¿Me va a dar tiempo a creer en todo lo que dices? Ni siquiera tendré tiempo para seguir todas tus palabras, o para conocerlas por boca de otros. ¡Entonces!
-Las aprenderás en el Cielo. Sólo el réprobo muere a la Sabiduría. Sin embargo, quien muere en gracia de Dios alcanza la Vida y vive en la Sabiduría. ¿Qué crees que soy Yo?
-Sólo puedes ser el Esperado, que ha sido precedido por el hijo de mi amigo Zacarías. ¿Lo conociste?
-Era pariente mío.
-¡Oh! ¿Eres pariente del Bautista?
-Sí, sacerdote.
-Ha muerto… y no puedo decir: «¡Desdichado!». Porque ha muerto fiel a la justicia, tras haber cumplido su misión, y porque… ¡Oh, qué tiempos más atroces vivimos! ¿No sería mejor volver a Abraham?
-Sí. Pero vendrán tiempos aún más atroces, sacerdote.
-¿Tú crees? ¿Roma, no?
-No sólo Roma. Israel, con su culpabilidad, será la primera causa.
-Es verdad. Dios nos castiga. Lo merecemos. Pero también Roma… Habrás oído lo de los galileos asesinados por Pilatos mientras consumaban un sacrificio. Su sangre se unió a la de la víctima. ¡Hasta el mismo altar! ¡Hasta el mismo altar!
-Sí, lo he oído.
-Todos los galileos se alborotan por este atropello. Gritan: «Es verdad que era un falso Mesías. ¿Pero por qué ha tenido que matar a sus seguidores después de haber descargado su mano sobre él? ¿Y por qué en ese momento? ¿Es que quizás eran más pecadores?
Jesús impone paz y dice:
-¿Os preguntáis si éstos eran más pecadores que muchos otros galileos, y si ha sido éste el motivo de su muerte? No, no lo eran. En verdad os digo que han pagado; y que muchos otros pagarán, si no os convertís al Señor. Si no hacéis todos penitencia, pereceréis todos igualmente, en Galilea y en otros lugares. Dios está enojado con su pueblo. Os lo digo. No se crea que son siempre los peores los que sufren el daño. Que cada uno se examine a sí mismo, se juzgue a sí mismo, y no a otros. También esos dieciocho sobre los que cayó la torre de Siloé y los mató no eran los más pecadores de Jerusalén. Os lo digo. Haced penitencia, haced penitencia si no queréis morir aplastados como ellos incluso en el espíritu. Ven, sacerdote de Israel. La mesa está preparada. Te toca a ti -porque el sacerdote debe ser siempre enaltecido por la Idea que representa y recuerda-, te toca a ti, patriarca entre todos nosotros más jóvenes, ofrecer y bendecir.
-¡No, Maestro! ¡No! ¡No puedo delante de ti! ¡Tú eres el Hijo de Dios!
-¡Tú ofreces el incienso ante el altar! ¿No crees que allí esté Dios?
-¡Sí que lo creo! ¡Con todas mis fuerzas!
-¿Entonces? Si no vacilas en ofrecer dones antes la Gloria santísima del Altísimo, ¿por qué quieres temblar ante la Misericordia, que se ha vestido de carne para traerte -también a ti- la bendición de Dios antes de que te alcance la noche? ¡Oh, no sabéis los de Israel que he corrido sobre mi Divinidad irresistible el velo de la carne precisamente para que el hombre pueda aproximarse a Dios sin morir por ello! Ven y cree, y sé feliz. En ti venero a todos los sacerdotes santos, desde Aarón hasta el último sacerdote justo de Israel; quizás hasta ti, porque, verdaderamente, la santidad sacerdotal languidece entre nosotros como planta sin asistencia.