El hombre avaro y la parábola del rico necio. Las inquietudes y la vigilancia en los siervos de Dios
Jesús está en una de las colinas de la ribera occidental del lago Ante sus ojos se muestran las ciudades o los pueblos diseminados por las riberas de una u otra orilla; pero, exactamente debajo de la colina, están Magdala y Tiberíades: la primera, con su barrio de lujo, lleno de jardines, separado netamente de las pobres casas de los pescadores, campesinos y gente humilde, por un pequeño torrente que ahora está completamente seco; la otra, espléndida en todas sus partes, es una ciudad que ignora todo lo que sea miseria y decadencia; ríe, bonita y nueva, bajo el sol, frente al lago. Entre ambas ciudades, las huertas, pocas pero bien cuidadas, de la breve llanura, y luego la ascensión de los olivos a la conquista de las colinas. A espaldas de Jesús, desde esta cima, se ve el paso de forma de silla de montar del monte de las Bienaventuranzas, por cuya base discurre el camino de primer orden que va desde el Mediterráneo hasta Tiberíades.
Quizás por esta cercanía de un camino principal muy transitado, Jesús ha elegido esta localidad a la que las personas pueden llegar desde muchas ciudades del lago o de la zona interna de Galilea, y desde la cual, cuando anochece, es fácil volver a las propias casas o hallar alojamiento en muchos pueblos. Y la temperatura es moderada, debido a la altura y a los árboles agrestes que en la cima han sustituido a los olivos. Efectivamente, hay mucha gente además de los apóstoles y discípulos. Gente que tiene necesidad de Jesús para la salud, o para pedir consejos; gente que ha venido por curiosidad; gente traída por amigos o que ha venido por espíritu de imitación. En fin, mucha gente. Las jornadas, que ya no son caniculares sino que tienden a las enervadas gracias del otoño, invitan más que nunca a peregrinar en busca del Maestro.
Jesús ha curado ya a los enfermos y ha dirigido su palabra a la gente. Ha hablado ciertamente sobre el tema de las riquezas adquiridas con injusticia, sobre el desapego de la riqueza, requerido en todos para ganarse el Cielo, indispensable en quien quiere ser discípulo suyo. Ahora está respondiendo a las preguntas de algunos discípulos ricos, que están un poco turbados por estas cosas.
El escriba Juan dice:
-¿Entonces debo destruir lo que tengo, despojando a los míos de lo suyo?
-No. Dios te ha dado unos bienes. Haz que sirvan a la Justicia y sírvete de ellos con justicia. O sea, socorre con esos bienes a tu familia: es un deber; trata con humanidad a los siervos: es caridad; favorece a los pobres; ofrece tu ayuda para aliviar las necesidades de los discípulos pobres. Obrando así, tus riquezas no te serán motivo de tropiezo; antes bien, te servirán de ayuda.
Luego, dirigiéndose a todos, dice:
-En verdad os digo que puede correr el mismo riesgo de perder el Cielo por amor a las riquezas hasta el más pobre de mis discípulos, sacerdote mío, si falta a la justicia haciendo pactos con el rico. El rico y malvado intentará muchas veces seduciros con donativos para teneros de su parte y para que consintáis su modo de vivir y su pecado. Y habrá ministros míos que cedan a la tentación de los donativos. No debe ser así. Aprended del Bautista. Poseía, sin ser ni juez ni magistrado, la perfección de ambos indicada por el Deuteronomio: «No harás acepción de personas, no aceptarás donativos, que ciegan los ojos de los prudentes y alteran las palabras de los justos». Demasiadas veces el hombre deja embotar el filo de la espada de la justicia con el oro que un pecador extiende encima. No, no debe ser así. Sabed ser pobres, sabed saber morir, pero no pactéis nunca con el pecado; ni siquiera con la disculpa de usar el oro en pro de los pobres. Es oro maldito, no les acarrearía ningún bien; es oro de pacto infame. Sois constituidos discípulos para ser maestros, médicos y redentores. ¿Qué seríais si os hicierais aprobadores del mal por interés? Maestros de mala ciencia, médicos que quitan la vida al enfermo, cooperadores en la ruina de los corazones, en vez de redentores.
Uno de entre la multitud se abre paso y dice:
-No soy discípulo, pero te admiro. Responde, pues, a esta pregunta: ¿puede uno retener el dinero de otro? -No, hombre; es hurto, igual que quitarle la bolsa a un viandante.
-¿También cuando es dinero de la familia?
-También. No es justo que una persona se apropie del dinero de la comunidad.
-Entonces, Maestro, ven a Abelmaín, en el camino de Damasco, manda a mi hermano que reparta conmigo la herencia de nuestro padre, muerto sin haber dejado escrita palabra alguna. Se ha quedado con toda. Considera, además, que somos gemelos, nacidos de un primer y único parto. Tengo, pues, los mismos derechos que él.
Jesús lo mira y dice:
-Es una triste situación. Está claro que tu hermano no se está comportando bien. De todas formas, lo único que puedo hacer es orar por ti, y, más aún, por él, para que se convierta: y puedo ir a tu ciudad a evangelizar y así tocar su corazón. No me pesa el camino, si puedo poner paz entre vosotros.
El hombre salta encolerizado:
-¿Y para qué me sirven tus palabras? ¡Mucho más que palabras hace falta en este caso!
-Pero no me has dicho que le ordene a tu hermano que…
-Mandar no es evangelizar. La orden siempre va unida a una amenaza. Amenázalo con hacerle algún mal a su físico, si no me da lo mío. Puedes hacerlo. De la misma forma que devuelves la salud, puedes inducir la enfermedad.
-Hombre, he venido a convertir, no a herir. Si tienes fe en mis palabras hallarás paz.
-¿Qué palabras?
-Te he dicho que oraré por ti y por tu hermano, para consuelo tuyo y conversión suya.
-¡Cuentos! ¡Cuentos! No soy tan simplón como para creer en ellos. Ven y ordena.
Jesús, cuya actitud era mansa y paciente, adquiere un aspecto majestuoso y severo. Se yergue -antes estaba un poco curvado hacia este hombre bajo y corpulento y encendido de ira- y dice:
-¿Hombre, ¿quién me ha constituido juez y árbitro entre vosotros? Ninguno. De todas formas, para zanjar una división entre dos hermanos, había aceptado ir para ejercer mi misión de pacificador y redentor. Si hubieras creído en mis palabras, al regreso a Abelmaín habrías encontrado ya convertido a tu hermano. No sabes creer, y no se te dará e1 milagro. Si hubieras podido ser el primero en hacerte con el tesoro, te habrías quedado con él y le habrías dejado sin nada a tu hermano; porque, en verdad, de la misma forma que habéis nacido gemelos, tenéis gemelas las pasiones, y tanto tú como tu hermano tenéis un solo amor: el oro, una sola fe: el oro. Quédate, pues, con tu fe. Adiós.
El hombre se marcha maldiciendo a Jesús, con escándalo de todos, que querrían darle un escarmiento. Pero El se opone. Dice:
-Dejad que se marche. ¿Por qué queréis mancharos las manos pegando a un hombre brutal? Yo perdono porque está poseído por el demonio del oro que lo pervierte. Perdonad también vosotros. Oremos, más bien, por este infeliz, para que vuelva a ser un hombre de alma adornada de libertad.
-Es cierto. Su avaricia le ha puesto incluso una cara horrenda. ¿Has visto? – se preguntan unos a otros los discípulos y la gente que estaba cerca del avaro.
-¡Es verdad! ¡Es verdad! No parecía el mismo de antes.
-Sí. Y luego, cuando ha rechazado al Maestro -y que casi le ha pegado mientras lo maldecía-, su cara era de demonio. -Un demonio tentador. Estaba tentando al Maestro a la maldad.
-Escuchad – dice Jesús – Verdaderamente las alteraciones del alma se reflejan en la cara. Es como si el demonio aflorase a la superficie de la persona poseída. Pocos son los que son demonios y no dejan ver eso que en realidad son, o con hechos o con el aspecto. Y estos pocos son los perfectos en el mal, los perfectamente poseídos. Por el contrario, el rostro del justo es siempre hermoso, aunque físicamente sea deforme, por una belleza sobrenatural que se expande de dentro afuera; siendo así que -y no es una forma de hablar, sino cosas reales- observamos en quien está incontaminado de vicios una frescura incluso en su carne. El alma está en nosotros y nos abraza por completo. Y el hedor de un alma corrompida corrompe también el cuerpo, mientras que el perfume de un alma pura preserva. El alma corrompida impulsa a la carne a pecados obscenos, y éstos aviejan y deforman; el alma pura impulsa a la carne a una vida pura, y ello conserva la lozanía y comunica majestuosidad.
Haced que en vosotros permanezca la juventud pura del espíritu, o que resucite si la perdisteis, y estad atentos a guardaros de todo apetito desenfrenado, tanto de sensualidad como de poder. La vida del hombre no depende de la abundancia de los bienes que posee; ni ésta ni mucho menos la otra, la eterna. Depende de su forma de vivir. Y, con la vida, la felicidad en esta tierra y en el Cielo. Porque el vicioso no se siente nunca feliz, realmente feliz; pero el virtuoso siempre, con una felicidad celeste, aunque sea pobre y esté solo. Ni siquiera la muerte impresiona al virtuoso, porque no siente culpas ni remordimientos
que le hagan temer el encuentro con Dios, ni añoranzas de lo que deja en esta tierra. Él sabe que en el Cielo está su tesoro, de forma que, como quien va a recibir la herencia que le corresponde -herencia santa además-, se encamina dichoso y diligente al encuentro de la muerte, que le abre las puertas de aquel Reino en que está su tesoro.
Empezad inmediatamente a acumular vuestro tesoro. Ya desde la juventud los que sois jóvenes. Trabajad incansablemente, vosotros ancianos, que por la edad tenéis más cercana la muerte; y, puesto que la muerte es plazo ignorado, y frecuentemente sucede que fallece antes el niño que el anciano, no aplacéis el trabajo de haceros un tesoro de virtudes y buenas obras en la otra vida, para que no os llegue la muerte sin que hayáis acumulado un tesoro de méritos en el Cielo. Hay muchos que dicen: «¡Soy joven y fuerte! Por ahora gozaré en la tierra. Más adelante me convertiré». ¡Gran error!
Escuchad esta parábola. Un hombre rico había obtenido mucho fruto de sus campos. Verdaderamente una cosecha portentosa. Entonces se puso a contemplar, dichoso, toda esta exuberancia que se acumulaba en sus campos y en sus eras y que no cabía en los graneros; tanto que ocupaba improvisados cobertizos y hasta habitaciones de la casa. Y dijo: «He trabajado como un esclavo, pero la tierra no me ha defraudado. He trabajado por diez cosechas. Ahora quiero descansar otros tantos años. ¿Cómo haré para dejar bien acondicionada toda esta recolección? No quiero vender una parte, porque me autoobligaría a trabajar para cosechar otra vez el año que viene. Ya sé: voy a derruir mis graneros y voy a hacer otros más grandes, de forma que quepa todo lo cosechado y todos mis bienes; luego diré a mi alma: “¡Oh, alma mía, tienes acumulados bienes para muchos años. Descansa, pues. Come, bebe, goza»‘. Éste, como muchos, confundía el cuerpo con el alma, mezclaba lo sagrado con lo profano; porque la verdad es que en las comilonas y el ocio el alma no goza antes bien, languidece. Éste también, como muchos tras la primera buena cosecha en los campos del bien, se paraba, pareciéndole que había hecho todo.
¿No sabéis que cuando se pone la mano en el arado es necesario perseverar, uno, diez, cien años, todo lo que dure la vida, porque detenerse es delito hacia uno mismo? Efectivamente, uno se niega una gloria mayor. ¿Y no sabéis que es retroceder? En efecto, quien se para, generalmente, no sólo no sigue adelante, sino que se vuelve para atrás. El tesoro del Cielo tiene que aumentar año tras año para ser bueno; porque, si es cierto que la Misericordia será benigna con quien tuvo pocos años para atesorar, cierto es también que no será cómplice de los perezosos que, disponiendo de larga vida, hacen poco. Es un tesoro en continuo aumento. Si no, deja de ser fructífero para hacerse pasivo, y ello va en detrimento de una inmediata paz del Cielo.
Dios dijo al necio: «Hombre necio, que confundes el cuerpo y los bienes de la tierra con lo que es espíritu y de una gracia de Dios te procuras un daño: has de saber que esta misma noche se te pedirá el alma y te será arrebatada, y el cuerpo yacerá inerte. ¿De quién va a ser cuanto has preparado? ¿Podrás llevártelo contigo? No. Dejarás la tierra y vendrás a mi presencia desnudo de terrenas recolecciones y de obras espirituales, y serás pobre en la otra vida. Mejor hubiera sido para ti hacer con tus cosechas obras de misericordia para el prójimo y para ti mismo, pues siendo misericordioso con los demás lo hubieras sido también con tu alma; y, en vez de nutrir pensamientos ociosos, cultivar actividades que te hubieran acarreado un honesto provecho para tu cuerpo y grandes méritos para tu alma, hasta que Yo te hubiera llamado». Y el hombre murió durante la noche y fue severamente juzgado. En verdad os digo que esto es lo que le sucede a quien atesora para sí y no se enriquece ante los ojos de Dios.
Ahora marchaos, y haced tesoro con la doctrina que se os da. La paz sea con vosotros.
Jesús bendice y se retira con apóstoles y discípulos a una espesura del bosque para comer y descansar. Mientras comen, continúa la lección de antes, repitiendo un tema del que ya ha hablado en varias ocasiones a los apóstoles, y que creo que nunca se habrá expresado suficientemente, porque el hombre está demasiado absorbido por miedos estúpidos.
-Creed – dice – que sólo hay que preocuparse de este enriquecimiento en virtud. Estad atentos, además, a que vuestra preocupación no sea nunca ansiosa, inquieta. El bien es enemigo de las inquietudes, de los miedos, de las prisas; todas estas cosas denotan demasiado todavía la avaricia, la rivalidad, la humana desconfianza. Que vuestro trabajo sea constante, esperanzado, pacífico; sin arranques bruscos ni bruscas detenciones, como hacen los onagros silvestres (que ninguno que esté en su sano juicio los usa para recorrer seguro camino). Pacíficos en las victorias, pacíficos en las derrotas. El dolor por un error cometido, que os entristece porque con él habéis contrariado a Dios, debe ser también pacífico, debe sentir el alivio de la humildad y la confianza. El abatimiento, el odio hacia uno mismo es siempre síntoma de soberbia y de falta de confianza. El humilde sabe que es un pobre hombre sujeto a las miserias de la carne, que algunas veces triunfa; el humilde tiene confianza no tanto en sí mismo cuanto en Dios, y mantiene la calma incluso en las graves derrotas, diciendo: «Perdóname, Padre. Sé que conoces mi debilidad que a veces me domina. Sientes compasión de mí, lo creo. Confío firmemente en que me vas a ayudar, incluso más que antes, en el futuro, a pesar de que te satisfaga tan poco». No os mostréis apáticos ni avaros respecto a los bienes de Dios. Dad la sabiduría y virtud que tengáis. Sed laboriosos en el espíritu, como los hombres lo son para las cosas de la carne.
Y, respecto a la carne, no imitéis a los del mundo que siempre tiemblan por su futuro, por el miedo de que les falte lo superfluo, de que les venga una enfermedad o la muerte, de que los enemigos los puedan perjudicar, etc. Dios sabe de qué tenéis necesidad. No temáis, por tanto, por vuestro mañana. Vivid libres de los miedos, que pesan más que las cadenas de los galeotes. No os afanéis por vuestra vida, ni por la comida, la bebida o el vestido. La vida del espíritu vale más que la del cuerpo, y el cuerpo más que el vestido, porque vivís con el cuerpo, no con el vestido; y con la mortificación del cuerpo ayudáis al espíritu a conseguir la vida eterna. Dios sabe hasta cuándo dejaros el alma en el cuerpo; hasta esa hora os dará lo necesario. Si se lo da a los cuervos, animales impuros que se alimentan de cadáveres y que tienen su razón de existir precisamente en esta función suya de eliminar sustancias en putrefacción, ¿no os lo va a da a vosotros? Ellos no tienen despensas ni graneros, y Dios los nutre igualmente. Vosotros sois hombres, no cuervos. Además, los presentes sois la flor y nata de los hombres, porque sois los discípulos del Maestro, los evangelizadores del mundo, los siervos de Dios. ¿Vais a pensar que Dios, que cuida el muguete, cuyo único trabajo es el de perfumar, adorando, y lo hace crecer y lo viste con vestidura tan hermosa como jamás tuviera Salomón, puede descuidaros, incluso en lo relativo a vuestro vestido? Vosotros sí que no podéis añadir ni un diente a las bocas
desdentadas, ni alargar una pulgada a una pierna contraída, ni volver aguda la pupila empañada. No siendo capaces de estas cosas, ¿vais a pensar que podéis repeler miseria y enfermedad, hacer brotar del polvo frutos? No podéis. Pero no seáis gente de poca fe. Tendréis siempre lo necesario. No os entristezcáis como la gente del mundo, que se desvive por conseguir cosas de que gozar. Vosotros tenéis a vuestro Padre, que conoce vuestras necesidades. Debéis sólo buscar el Reino de Dios y su justicia. Sea éste vuestro primer interés. Todo lo demás se os dará por añadidura.
No temáis, vosotros de mi pequeño rebaño. Mi Padre se ha complacido en llamaros al Reino para que poseáis este Reino. Podéis, por tanto, aspirar a él y ayudar al Padre con vuestra buena voluntad y santa laboriosidad. Vended vuestros bienes, distribuidlos en limosna, si estáis solos. Dejad a los vuestros la provisión para el viaje de vuestro abandono de la casa por seguirme a mí, porque justo es no dejar sin pan a los hijos o esposas. Y si no podéis, por este motivo, sacrificar las riquezas pecuniarias, sacrificad las riquezas de afecto, que son también monedas, valoradas por Dios por lo que son: oro más puro que ningún otro, perlas más preciosas que las que se arrebatan a los mares, rubíes más singulares que los de las entrañas de la tierra. Porque renunciar a la familia por mí es caridad más perfecta que oro sin un solo átomo impuro, es perla hecha de llanto, rubí hecho de sangre que rezuma por la herida del corazón, desgarrado por la separación del padre y de la madre, de la esposa y de los hijos. Estas bolsas no merman, este tesoro no se devalúa jamás. Los ladrones no se introducen en el Cielo, la carcoma no come lo que en él se deposita. Tened el Cielo en el corazón y el corazón en el Cielo junto a vuestro tesoro. Porque el corazón, en el bueno y en el malo, está donde lo que consideráis amado tesoro vuestro. Por tanto, de la misma forma que el corazón está donde el tesoro (en el Cielo), el tesoro está donde el corazón (es decir, en vosotros); es más, el tesoro está en el corazón, y, con el tesoro de los santos, está, en el corazón, el Cielo de los santos.
Estad siempre preparados, como quien va a emprender un viaje o espera a su amo. Vosotros sois siervos del Amo-Dios. En cualquier momento os puede llamar a su presencia, o venir a vosotros. Estad, pues, siempre preparados para ir, o a rendirle honor, ceñida la cintura con cinturón de viaje y de trabajo, con las lámparas encendidas en vuestras manos. A1 salir de una fiesta nupcial con uno que os haya precedido en los Cielos y en la consagración a Dios en la tierra, El puede recordarse de vosotros, que estáis esperando; y puede decir: «Vamos donde Esteban, o donde Juan, o Santiago y Pedro». Y Dios es rápido para venir, o para decir: «Ven». Por tanto, estad preparados para abrirle la puerta cuando llegue; o para salir, si os llama.
Bienaventurados los siervos a quienes encuentre en vela el Amo cuando llegue. En verdad os digo que, para recompensarlos por la fiel espera, se ceñirá el vestido, los sentará a la mesa y se pondrá a servirlos. Puede llegar a la primera vigilia, o a la segunda, o a la tercera… no lo sabéis. Por tanto, estad siempre vigilantes. ¡Dichosos vosotros, si estáis así y así os encuentra el Amo! No os engañéis diciendo: «¡ Hay tiempo! Esta noche no viene». Sería un mal para vosotros No sabéis. Si uno supiera cuándo viene el ladrón, no dejaría sin guardia la casa para que el malhechor pudiera forzar la puerta y las arcas. Estad preparados también vosotros, porque, cuando menos os lo penséis, vendrá el Hijo del hombre y dirá: «Es la hora»».
Pedro, que incluso se ha olvidado de terminar su comida por escuchar al Señor, viendo que Jesús calla, pregunta:
-¿Esto que dices es para nosotros o para todos?
-Para vosotros y para todos; pero más para vosotros, porque vosotros sois como administradores puestos por el Amo al frente de los siervos, y tenéis doble obligación de estar preparados: por vosotros como administradores y por vosotros como simples fieles. ¿Cómo debe ser el administrador al que el amo ha colocado al frente de sus domésticos para dar a cada uno, a su tiempo, la debida porción? Debe ser avisado y fiel. Para cumplir su propio deber, para hacer cumplir a los subordinados el deber que ellos tienen. Si no, saldrían perjudicados los intereses del amo, que paga para que el administrador actúe haciendo las veces de él y vele por sus intereses en su ausencia.
Dichoso el siervo al que el amo, al volver a su casa, encuentre obrando con fidelidad, diligencia y justicia. En verdad os digo que lo hará administrador de otras propiedades, de todas sus propiedades, descansando y exultando en su corazón por la seguridad que ese siervo le da. Mas si ese siervo dice: «¡Ah! ¡Bien! El amo está muy lejos y me ha escrito que tardará en volver. Por tanto, puedo hacer lo que me parezca, y luego, cuando calcule que esté próximo a regresar, tomaré las medidas oportunas». Y empieza a comer y a beber hasta emborracharse, y a dar órdenes de borracho, y -ante la oposición a cumplirlas, por no perjudicar al amo, por parte de los siervos buenos subordinados a él- empieza a pegar a los siervos y a las siervas hasta hacerlos enfermar y languidecer. Y se siente feliz y dice: «Por fin saboreo lo que significa ser jefe y ser temido por todos». ¿Qué le sucederá? Le sucederá que llegará el amo cuando menos se lo espere, quizás incluso sorprendiéndolo en el momento en que está robando dinero o sobornando a alguno de los siervos más débiles; entonces, os digo que el amo lo quitará del puesto de administrador, y lo cancelará incluso de las filas de sus siervos, porque no es lícito mantener a los infieles y traidores entre los honestos; y tanto mayor será su castigo cuanto más lo quiso y lo instruyó su amo.
Porque el que conoce más la voluntad y el pensamiento de su amo más obligado está a cumplirlo con exactitud. Si no hace como su amo le ha dicho (ampliamente, como a ningún otro), recibirá muchos bastonazos. Sin embargo, el que, como siervo menor, sabe poco, y yerra creyendo actuar correctamente, recibirá un castigo menor. A quien mucho se le dio mucho le será pedido. Mucho tendrá que restituir aquel a quien mucho se le confió. Porque hasta del alma de un niño de una hora se pedirá cuenta a mis administradores.
Mi elección no es fresco reposo en un soto florido. He venido a traer fuego a la tierra; ¿qué puedo desear, sino que arda? Por eso me fatigo, como quiero que os fatiguéis vosotros hasta la muerte y hasta que la tierra toda sea una hoguera de celeste fuego. Debo ser bautizado con un bautismo. ¡Cuán angustiado viviré hasta que se cumpla! ¿No os preguntáis por qué? Porque por él os podré hacer portadores del Fuego, fermento activo en todas y contra todas las capas sociales, para fundirlas en una única cosa: el rebaño de Cristo.
¿Creéis que he venido a poner paz en la tierra?, ¿según los modos de ver de la tierra? No. Todo lo contrario: discordia y separación. Porque, de ahora en adelante, mientras toda la tierra no sea un único rebaño, de cinco que haya en una casa, dos estarán contra tres, y el padre estará contra el hijo y el hijo contra el padre, y la madre contra las hijas, y éstas contra aquélla, y las suegras y nueras tendrán un motivo más para no entenderse, porque habrá labios que hablen un lenguaje nuevo, y será
como una Babel; porque una profunda agitación estremecerá el reino de los afectos humanos y sobrehumanos. Mas luego vendrá la hora en que todo se unificará en una lengua nueva que hablarán todos los salvados por el Nazareno, y se depurarán las aguas de los sentimientos, irán al fondo las escorias y brillarán en la superficie las límpidas ondas de los lagos celestes.
Verdaderamente, servirme no es descansar, según el significado que el hombre da a esta palabra; es necesario ser héroes, infatigables. Mas os digo que al final será Jesús, siempre Jesús, el que se ceñirá el vestido para serviros, y luego se sentará con vosotros a un banquete eterno, y todo cansancio y dolor serán olvidados.
Ahora, dado que ninguno nos ha vuelto a buscar, vamos al lago. Descansaremos en Magdala. En los jardines de María de Lázaro hay sitio para todos, y ella ha puesto su casa a disposición del Peregrino y de sus amigos. No hace falta que os diga que María de Magdala ha muerto con su pecado y que de su arrepentimiento ha renacido María de Lázaro, discípula de Jesús de Nazaret; ya lo sabéis, porque la noticia ha corrido como fragor de viento en un bosque. No obstante os digo una cosa que no sabéis: que todos los bienes personales de María de Lázaro son para los siervos de Dios y para los pobres de Cristo. Vamos…