Salida para Tariquea con los apóstoles, que han regresado a Cafarnaúm
Es ya plena noche cuando Jesús vuelve a casa. Entra en el huerto sin hacer ruido. Se asoma un momento a la oscura cocina; la ve vacía. Se asoma a las dos habitaciones donde están las esteras y las camas: también están vacías. El único indicio de que los apóstoles hayan regresado es la ropa cambiada amontonada en el suelo. La casa está tan silenciosa, que parece deshabitada.
Jesús, haciendo menos ruido que una sombra, sube la pequeña escalera -candor en el candor de la Luna llena- y llega a la terraza. La atraviesa. Parece un espectro moviéndose sin hacer ruido, un luminoso espectro. En la incandescencia blanca de la
Luna parece estilizarse, alzarse aún más. Levanta con la mano la cortina que cubre la puerta de la habitación de arriba (estaba corrida desde cuando los discípulos de Juan habían entrado en la habitación con Jesús). Dentro, sentados acá o allá, en grupos, están los apóstoles con los discípulos de Juan y con Manahén, y también Margziam, dormido, reclinada su cabeza en las rodillas de Pedro. La Luna se encarga de iluminar la habitación entrando con sus flujos fosfóricos por las ventanas abiertas. Ninguno habla. Y ninguno duerme; aparte del niño, sentado en el suelo sobre una estera.
Jesús entra despacio. El primero que lo ve es Tomás.
-¡Oh, Maestro! – dice sobresaltándose.
Todos los demás también reaccionan. Pedro, en su ímpetu, hace ademán de levantarse repentinamente, pero se acuerda del niño y se levanta suavemente, apoyando la morena cabeza de Margziam donde estaba sentado, de forma que es el último en acercarse al Maestro, mientras está respondiendo, con voz cansada como de quien ha sufrido mucho, a Juan, Santiago y Andrés, que le están expresando su dolor:
-Lo comprendo. Pero solamente el que no cree debe sentirse desolado por una muerte. No nosotros, que sabemos y creemos. Juan ya no está separado de nosotros; antes lo estaba. Es más, antes nos separaba: o conmigo o con él. Ahora ya no es así; donde está él estoy Yo, junto a mí está él.
Pedro introduce su cabeza entrecana entre las cabezas juveniles.
Jesús lo ve:
-¿También has llorado tú, Simón de Jonás?
Y Pedro, con voz más ronca de lo habitual:
-Sí, Señor. Porque yo también había sido de Juan… Y además… y además… ¡Y pensar que el viernes pasado lamentaba el que la presencia de los fariseos nos fuera a amargar el sábado! ¡Este sí que es un sábado de amargura! Había traído al niño… para gozar de un sábado más bonito… Sin embargo…
-No desfallezcas, Simón de Jonás. No hemos perdido a Juan. Te lo digo también a ti. Y en cambio tenemos tres discípulos bien formados. ¿Dónde está el niño?
-Está allí, Maestro, durmiendo.
-Déjalo dormir – dice Jesús agachándose hacia la cabecita morena que duerme tranquila. Y pregunta: -¿Habéis cenado?
-No, Maestro. Te esperábamos a ti, y ya estábamos preocupados por la tardanza. No sabíamos dónde buscarte… Nos parecía que te habíamos perdido también a ti.
-Tenemos todavía tiempo para estar juntos. ¡Hala, preparad la cena, que luego nos marchamos a otro lugar! Necesito aislarme, entre amigos; si nos quedáramos aquí, mañana estaríamos siempre rodeados de personas.
-Y te juro que no los soportaría, especialmente a esos reptiles de las almas fariseas. ¡Y sería grave que se les escapase una sonrisa -aunque fuera una sola- referida a nosotros, en la sinagoga!
-¡Tranquilo, Simón!… Pero he calculado también esto. Por eso he vuelto para tomaros conmigo.
A la luz de las lamparillas encendidas a ambos lados de la mesa, se ven mejor las alteraciones de los rostros. Sólo Jesús se muestra con majestad solemne. Margziam sonríe en el sueño.
-El niño ha comido antes – explica Simón.
-Entonces es mejor dejarlo dormir – dice Jesús.
Y en medio de los suyos ofrece y distribuye la parca comida. Y se la comen sin ganas. Pronto termina la cena. -Contadme ahora qué habéis hecho… – dice Jesús animándolos.
-Yo he estado con Felipe por los campos de Betsaida y hemos evangelizado y curado a un niño enfermo – dice Pedro.
-Verdaderamente ha sido Simón el que lo ha curado – dice Felipe, no queriendo tomarse una gloria no suya.
-¡Oh, Señor! No sé cómo. Sé que he orado mucho, con todo mi corazón, porque me daba pena el enfermito. Luego lo he ungido con el aceite y le he restregado ligeramente con mis rudas manos… y se ha curado. Cuando le he visto que tomaba color su cara y que abría los ojos, en pocas palabras que revivía, he sentido casi miedo.
Jesús le pone la mano en la cabeza sin decir nada.
-Juan ha causado gran asombro al arrojar un demonio. Pero hablar me ha tocado a mí – dice Tomás.
-También tu hermano Judas lo ha hecho – dice Mateo.
-Entonces también Andrés – dice Santiago de Alfeo.
-Simón el Zelote ha curado a un leproso. ¡No ha tenido miedo de tocarlo! Y luego me ha dicho: «Pero no tengas miedo. A nosotros no se nos pega ningún mal físico por voluntad de Dios»» dice Bartolomé.
-Bien dices, Simón. ¿Y vosotros dos? – pregunta Jesús a Santiago de Zebedeo y al Iscariote, que están un poco retirados; el primero hablando con los tres discípulos de Juan, el segundo solo y amostazado.
-Yo no he hecho nada – dice Santiago – Pero Judas ha hecho tres milagros potentes: un ciego, un paralítico, un endemoniado. A mí me parecía lunático. Pero la gente decía eso…
-¿Y estás ahí con esa cara habiéndote ayudado Dios tanto? – pregunta Pedro.
-Yo también sé ser humilde – responde el Iscariote.
-Luego nos ha alojado en su casa un fariseo. Yo no me sentía a gusto, pero Judas, que es más hábil, le bajó bien los humos. El primer día era altivo, pero luego… ¿Verdad, Judas?
Judas asiente sin decir nada.
-Muy bien. Y cada vez lo haréis mejor. La próxima semana estaremos juntos. Entretanto, Simón, ve a preparar las barcas. También tú, Santiago.
-¿Para todos, Maestro? No cabremos».
-¿No puedes conseguir otra?
– Si se la pido a mi cuñado, sí. Voy.
-Ve, y en cuanto hayas terminado vuelve. Y no des muchas explicaciones.
Los cuatro pescadores se marchan. Los demás bajan a coger sacos y unos mantos. Se queda Manahén con Jesús. El niño sigue durmiendo.
-Maestro, ¿vas lejos?
-Todavía no lo sé… Ellos están cansados y apenados. Yo también. Mi propósito es ir a Tariquea, a la campiña, para aislarnos en paz…
-Yo tengo el caballo, Maestro. Pero, si me lo permites, voy siguiendo el lago. ¿Vas a estar allí mucho? -Quizás toda la semana. No más.
-Entonces iré. Maestro, bendíceme en esta primera despedida. Y quítame un peso del corazón.
-¿Cuál, Manahén?
-Tengo el remordimiento de haber dejado a Juan. Quizás, si hubiera estado…
-No. Era su hora. Además él ciertamente se ha alegrado al verte venir donde mí. No tengas este peso. Es más, trata de liberarte pronto y bien del único peso que tienes: el gusto de ser hombre. Hazte espíritu, Manahén. Puedes hacerlo. Está en ti la capacidad de serlo. Adiós, Manahén. Mi paz sea contigo. Pronto nos veremos de nuevo en Judea.
Manahén se arrodilla y Jesús lo bendice; luego lo levanta y lo besa. Vuelven los otros y se saludan recíprocamente, tanto los apóstoles como los discípulos de Juan. Los últimos en llegar son los pescadores.
-Ya está, Maestro; podemos marcharnos.
-Bien. Saludad a Manahén, que se queda aquí hasta la puesta del sol de mañana. Recoged las provisiones, tomad el agua y vámonos. Haced poco ruido.
Pedro se agacha para despertar a Margziam.
-No, deja. Podría echarse a llorar. Lo cojo en brazos yo – dice Jesús, y delicadamente levanta al niño, que refunfuña entre sueños un poco, pero luego se acomoda instintivamente en los brazos de Jesús.
Apagan las lámparas. Salen. Cierran la puerta. Bajan. En el linde del huerto saludan nuevamente a Manahén, y luego, en fila, por el camino lleno de luna van al lago: enorme espejo de plata bajo la Luna en su zenit. Tres gotas rojas sobre el espejo calmo parecen los tres farolillos de las proas ya metidas en el agua. Suben y se distribuyen por las barcas. Los últimos en subir son los pescadores: Pedro y un mozo ayudante, donde Jesús; Juan y Andrés en la otra; Santiago y otro ayudante en la tercera.
-¿A dónde, Maestro? – pregunta Pedro.
-A Tariquea. Donde desembarcamos después del milagro de los gerasenos. Ahora no habrá pantano. Y habrá calma.
Pedro se adentra en el lago, y también los otros, detrás, con las barcas: tres estelas en una. Ninguno habla. Sólo cuando están ya en zona abierta y Cafarnaúm se difumina entre el claror de la luna, que uniforma todo con su diminuto polvillo de plata, Pedro, como si le hablara a la caña del timón, dice:
-Pues me da gusto. Mañana nos buscarán, vieja mía, y gracias a ti no nos encontrarán.
-¿Con quién hablas, Simón? – pregunta Bartolomé.
-Con la barca. ¿No sabes que para los pescadores es como una esposa? ¡Cuánto he hablado con ella! ¡Más que con Porfiria, Maestro!… ¿Está bien tapado el niño? De noche hay relente en el lago…
-Sí. Mira, Simón, ven aquí, que tengo que decirte una cosa…
Pedro pasa la caña del timón al ayudante y va donde Jesús.
-He dicho Tariquea. Pero será suficiente estar allí pasado el sábado para saludar de nuevo a Manahén. ¿No podrías encontrar un sitio cerca de allí donde estar en paz?
-Maestro, ¿en paz nosotros o también las barcas? Para las barcas hace falta Tariquea, o los puertos de la otra orilla; pero, si es para nosotros, basta con que te adentres en los bosques del otro lado del Jordán, y sólo los animales te descubrirán… y quizás algún que otro pescador que esté vigilando las nasas de los peces. Podemos dejar las barcas en Tariquea, cuando lleguemos al alba; luego nos echamos a caminar veloces hasta el otro lado del vado. Se pasa bien en este período.
-Bien. Así lo haremos…
-Te da asco también a ti el mundo, ¿eh? Prefieres los peces y los mosquitos, ¿eh? Tienes razón.
-No tengo asco. No hay que tenerlo. Lo que pasa es que quiero evitar que arméis escándalos y quiero consolarme en vosotros en estas horas del sábado.
-Maestro mío…
Pedro lo besa en la frente y se retira secándose un lagrimón que se empeña en rodar afuera y bajar hacia la barba. Vuelve a su timón y apunta al sur, con firmeza, mientras la luz lunar decrece al ponerse el planeta, que desciende por debajo de la línea de un collado, escondiendo su carota a la vista de los hombres, pero dejando todavía el cielo blanco de su luz, y de plata la orilla oriental del lago; lo demás, es añil oscuro que apenas si se distingue a la luz del farol de proa.