Jesús recibe la noticia de que han matado a Juan el Bautista
Jesús está curando a unos enfermos. Le asiste sólo Manahén. Están en la casa de Cafarnaúm, en el huerto umbrío en esta hora matutina. Manahén ya no lleva ni el precioso cinturón ni la lámina de oro en la frente: sujeta su túnica un cordón de lana; una cinta de te-la, la prenda que cubre su cabeza. Jesús tiene descubierta la cabeza, como siempre cuando está en casa
Una vez que ha terminado de curar y de consolar a los enfermos, Jesús sube con Manahén a la habitación alta. Se sientan los dos en el alféizar de la ventana que mira al monte (porque la parte del lago cae toda bajo el sol, que todavía calienta bien, a pesar de que la canícula ha debido pasar ya hace algo de tiempo).
-Dentro de poco empezará la vendimia – dice Manahén.
-Sí. Y luego vendrán los Tabernáculos… y pronto llegará el invierno. ¿Cuándo piensas partir?
-¡Mmm!… No me iría nunca… Pero pienso en el Bautista. Herodes es una persona débil. Si se le sabe influir positivamente, aunque no se vuelva bueno, al menos… no se hace sanguinario. Pero son pocos los que le aconsejan bien. ¡Y esa mujer!… ¡Esa mujer!… De todas formas, quisiera quedarme hasta que vuelvan tus apóstoles. No es que yo presuma mucho de mí… pero todavía valgo algo… si bien mi auge ha sufrido un duro golpe desde que han comprendido que sigo los caminos del Bien. Pero no me importa. Quisiera tener la verdadera valentía de saber abandonar todo para seguirte completamente, como los discípulos a los que esperas. Pero, ¿algún día lo lograré? Nosotros que no somos del pueblo presentamos más dura resistencia a seguirte. ¿Por qué?
-Porque los tentáculos de las míseras riquezas os retienen.
-La verdad es que sé también de algunos que no son lo que se dice ricos, sino que son doctos, o están en camino de serlo, y tampoco vienen.
-También están retenidos por los tentáculos de las míseras riquezas. No se es rico sólo de dinero. Existe también la riqueza del saber. Pocos llegan a la confesión de Salomón: «Vanidad de vanidades, todo es vanidad», considerada de nuevo y ampliada -no tanto materialmente cuanto en profundidad- en Qohélet. ¿Lo recuerdas? La ciencia humana es vanidad, porque aumentar sólo el humano saber «es afán y aflicción de espíritu, y quien multiplica la ciencia multiplica los afanes». En verdad te digo que es así. Como también digo que no sería así si la ciencia humana estuviera sostenida y refrenada por la sabiduría sobrenatural y el santo amor a Dios. El placer es vanidad, porque no dura; arde y rápido se desvanece dejando tras sí ceniza y vacío. Los bienes acumulados con distintas habilidades son vanidad para el hombre que muere, porque con los bienes no puede evitar la muerte, y los deja a otros. La mujer, contemplada como hembra y como tal apetecida, es vanidad. De lo cual se concluye que lo único que no es vanidad es el santo temor de Dios y la obediencia a sus mandamientos, o sea, la sabiduría del hombre, que no es sólo carne sino que posee la segunda naturaleza: la espiritual. Quien así sabe concluir y querer, sabe liberarse de todo tentáculo de mísero tesoro y sabe ir libre al encuentro con el Sol.
-Quiero recordar estas palabras. ¡Cuánto me has dado en estos días! Ahora puedo ir a la suciedad de la Corte -que parece luminosa sólo a los necios, poderosa y libre; y no es sino miseria, cárcel y tinieblas-, e ir con un tesoro que me permitirá vivir mejor en espera de lo mejor. ¿Pero llegaré algún día a esta cosa mejor que es ser tuyo, totalmente?
-Llegarás.
-¿Cuándo? ¿El año que viene? ¿Más adelante todavía? ¿Cuándo la vejez me haga sabio?
-Llegarás… alcanzando madurez de espíritu y perfección de voluntad en el transcurso de pocas horas. -Manahén lo mira pensativo y escrutador… Pero no pregunta nada más.
Un rato de silencio. Luego Jesús dice:
-¿Has tenido contacto alguna vez con Lázaro de Betania?
-No, Maestro. Puedo decir que no; que si hubo algún encuentro, no puede llamarse amistad. Ya sabes… Yo con Herodes, Herodes contra él… Por tanto…
-Lázaro ahora te vería por encima de las cosas, en Dios. Debes tratar de conocerlo como condiscípulo. -Lo haré si Tú lo quieres…
Se oyen voces inquietas en el huerto. Preguntan con angustia:
-¡El Maestro! ¡El Maestro! ¿Está aquí?
Responde la voz cantarina de la dueña de la casa:
-Está en la habitación de arriba. ¿Quiénes sois? ¿Enfermos?
-No. Discípulos de Juan y queremos ver a Jesús de Nazaret.
Jesús se asoma por la ventana y dice:
-Paz a vosotros… ¡Oh! ¡Sois vosotros? ¡Venid! ¡Venid!
Son los tres pastores Juan, Matías y Simeón.
-¡Oh! ¡Maestro! – dicen, y levantan la cabeza y dejan ver un rostro apenado. Ni siquiera viendo a Jesús se sosiegan. Jesús deja la habitación y va a su encuentro a la terraza. Manahén lo sigue. Se encuentran justamente en el punto en que la escalera termina en la soleada terraza.
Los tres se arrodillan y besan el suelo. Luego Juan, por todos, dice:
-Ahora recíbenos, Señor, pues somos tu herencia – y unas lágrimas se deslizan por la cara del discípulo y de sus compañeros.
Jesús y Manahén, al unísono, gritan:
-¿Juan?!
-Le han dado muerte…
La palabra cae cual enorme fragor que cubre todos los ruidos del mundo, a pesar de que haya sido pronunciada muy bajo. Petrifica a quien la dice y a quien la oye. Y se produce un rato de silencio tan profundo y de tan profunda inmovilidad en los animales, frondas y aire, que parece como si la tierra, para recoger esta palabra y sentir todo su horror, suspendiera todo ruido propio. Queda suspendido el zureo de las palomas, truncada la flauta de un mirlo, enmudecido el coro de los pardales, y, como
si de golpe se le hubiera roto el artilugio, una cigarra detiene su chirrido al improviso, mientras se para el viento que, haciendo frufrú de seda y crujido de palos, acariciaba las pámpanas y las hojas.
Jesús se pone pálido como el marfil mientras sus ojos se dilatan y se vidrian de llanto. Abre los brazos y, con voz profunda por el esfuerzo de hacerla firme, dice:
-Paz al mártir de la justicia, paz a mi Precursor.
Luego recoge sus brazos y su espíritu y, claramente, ora, entrando en contacto con el Espíritu de Dios y el de Juan
Bautista.
Manahén no se atreve a hacer ni un gesto. A1 contrario de Jesús, se ha puesto intensamente rojo y ha sentido un impulso de ira. Luego se ha quedado paralizado; toda su turbación se manifiesta en el movimiento mecánico de la mano derecha, que zalea el cordón de la túnica, y de la izquierda, que involuntariamente busca el puñal… y mueve la cabeza compadeciéndose de su fragilidad de mente, pues no se acordaba de que se había desarmado para ser «el discípulo del Manso», para estar «junto al Manso».
Jesús abre de nuevo su boca y sus ojos. Su rostro, su mirada, su voz han recuperado la majestad divina que habitualmente tienen en Él. Sólo queda una tristeza grave temperada de paz.
-Venid. Decidme cómo ha sucedido. Desde hoy sois míos.
Y los conduce a la habitación. Cierra la puerta, corre las cortinas -no del todo- para suavizar la luz, para crear un ambiente de recogimiento en torno al dolor y la belleza de la muerte del Bautista, para separar esta perfección de vida y el mundo corrompido.
-Hablad – ordena.
Manahén todavía parece petrificado. Está con el grupo, pero no dice una palabra.
-Era la noche de la fiesta… No se podía prever esto… Sólo dos horas antes, Herodes había solicitado consejo de Juan, y se había despedido de él con benignidad… Y poco, poco antes de que se produjera… el homicidio, el martirio, el delito, la glorificación, había mandado a un siervo con frutas gélidas y vinos raros para el prisionero. Juan nos había distribuido esas cosas… Nunca mudó su austeridad… Estábamos sólo nosotros, porque por mérito de Manahén estábamos en el palacio como siervos en las cocinas y en las caballerizas. Esta concesión nos permitía ver siempre a nuestro Juan… Estábamos en las cocinas yo y Juan. Simeón no; él vigilaba a los caballerizos para que tratasen con cuidado las caballerías de los invitados… El palacio estaba lleno de gente importante, jefes militares, personalidades de Galilea. Herodías se había encerrado en sus habitaciones tras una escena violenta que se había producido por la mañana entre ella y Herodes…
Manahén interrumpe:
-¡Pero cuándo había llegado la hiena?
-Dos días antes. No la esperaban… Dijo al monarca que no podía vivir lejos de él y estar ausente el día de su fiesta. Víbora y maga como siempre, había hecho de él un juguete… Pero Herodes, por la mañana de este día, se había negado -a pesar de que ya estuviera embriagado de vino y lujuria- a concederle a la mujer lo que con fuertes gritos pedía.., ¡Y nadie pensaba que se tratase de la vida de Juan!… Estaba en sus habitaciones, desdeñosa. Había rechazado los alimentos reales, enviados por Herodes en preciosas fuentes. Sólo había aceptado una fuente preciosa colmada de fruta y había recompensado el presente con un ánfora de vino drogado para Herodes… Drogado… ¡Ah, era suficiente su naturaleza ebria y viciosa para alucinarlo para el delito! Por los que servían a las mesas, supimos que después de la danza de las mujeres mimos de la Corte, es más, a la mitad de la danza, había irrumpido en la sala del banquete Salomé, bailando. Los mimos, ante la joven real, se habían retirado hacia las paredes. La danza era perfecta, nos han dicho. Lúbrica y perfecta. Digna de los invitados… Herodes… ¡Oh!, ¡quizás fermentaba dentro de él un nuevo deseo de incesto!… Herodes, al final de este baile, entusiasta, dijo a Salomé: «¡Has bailado bien! Juro que mereces un premio. Juro que te lo daré. Juro que te daré cualquier cosa que me pidas. Lo juro en presencia de todos. Y la palabra de un rey es fiel incluso sin juramento. Di, pues, qué quieres». Y Salomé, fingiendo perplejidad, inocencia y modestia, recogiéndose en sus velos con gesto púdico después de tanta desvergüenza, dijo: «Permíteme, gran señor, que reflexione un momento. Me retiro y luego vuelvo, porque tu gracia me ha turbado»… y se retiró para ir donde su madre. Selma me ha dicho que entró riendo, diciendo: «¡Madre, has vencido! Dame la bandeja». Y Herodías, con un grito de triunfo, ordenó a la esclava que diera a la joven la bandeja no devuelta antes, y dijo: «Ve. Vuelve con la odiada cabeza, y te vestiré de perlas y oro». Selma, horrorizada, obedeció… Salomé volvió a entrar en la sala bailando, y, bailando, fue a postrarse a los pies del rey, y dijo: «En esta bandeja que has mandado a mi madre, en señal de que la amas y de que me amas, quiero la cabeza de Juan. Y luego seguiré bailando, si tanto te gusto. Bailaré la danza de la victoria. ¡Porque he vencido! ¡Te he vencido a ti, oh rey! ¡He vencido a la vida, y soy feliz!». Esto es lo que dijo. A nosotros nos lo repitió un amigo copero. Herodes se turbó ante estas dos solicitaciones: ser fiel a la palabra, ser justo. Pero no supo ser justo porque es hombre injusto. Hizo una señal al verdugo que estaba detrás del asiento real, y éste, habiendo cogido de las manos alzadas de Salomé la bandeja, salió de la sala del banquete para ir a las habitaciones bajas. Yo y Juan lo vimos atravesar el patio… Luego oímos el grito de Simeón: «¡Asesinos!»… y lo vimos que volvía a pasar con la cabeza sobre la bandeja… Juan, tu Precursor, había muerto…
-Simeón, ¿puedes decirme como ha muerto? – pregunta Jesús, pasado un momento.
-Sí. Estaba en oración… Me había dicho antes: «Dentro de poco volverán los dos que envié, y quien aún no cree creerá. De todas formas, recuerda que, si a su regreso ya no viviera, yo, como quien está cercano a la muerte, todavía te digo, para que tú por tu parte se lo digas a ellos: Jesús de Nazaret es el verdadero Mesías». Pensaba siempre en ti… Entró el verdugo. Yo grité fuerte. Juan alzó la cabeza y lo vio. Se puso en pie. Dijo: «Sólo puedes quitarme la vida. Pero la verdad que permanece es que no es lícito hacer el mal». Estaba para decirme algo cuando el verdugo volteó la pesada espada, mientras Juan estaba todavía de pie, y la cabeza cayó del busto, con un gran flujo de sangre que puso roja la piel caprina, de cera el rostro enjuto en que quedaron vivos, abiertos, acusadores, los ojos. Rodó a mis pies… Yo caí junto con su cuerpo, vencido por el dolor… Después… después… La cabeza, después de lacerarla Herodías, fue arrojada a los perros. Pero nosotros la recogimos diligentemente y la
envolvimos junto con el tronco en un precioso lienzo; durante la noche recompusimos el cuerpo y lo transportamos fuera de Maqueronte. Lo embalsamamos en una espesura de acacias allí cerca con los primeros rayos del Sol y la ayuda de otros discípulos… Pero de nuevo nos la arrebataron para nuevas laceraciones. Porque ella no puede ni destruirlo ni perdonarlo… Y sus esclavos, temiendo la muerte, nos quitaron esa cabeza con ferocidad mayor que la de los chacales. ¡Si hubieras estado tú, Manahén!…
-Si hubiera estado yo… Pero esa cabeza es su maldición… Aunque el cuerpo esté incompleto, nada se resta a la gloria del Precursor. ¿No es verdad, Maestro?
-Es verdad. Aunque los perros lo hubieran destruido, su gloria no habría sufrido mutación.
-Tampoco ha cambiado su palabra, Maestro. Sus ojos, a pesar de haber quedado lacerados bajo una gran herida, todavía dicen: «No te es lícito». ¡Pero nosotros lo hemos perdido! – dice Matías.
-Y ahora somos tuyos, porque así lo dijo él; y dijo también que Tú ya lo sabías.
-Sí, desde hace meses sois míos. ¿Cómo habéis venido?
-A pie, por etapas. Largo, penoso camino entre quemazón de arenas y sol, y aún más quemazón de dolor. Hace casi veinte días que caminamos…
-Ahora descansaréis.
Manahén pregunta:
-Decid: ¿Herodes no se extrañó de mi ausencia?
-Sí. Primero estuvo inquieto, luego se puso furioso; pero, pasado el furor, dijo: «Un juez menos». Así nos refirió el amigo
copero.
Jesús dice:
-¡Un juez menos! Tiene a Dios por juez, que ya es suficiente. Venid a donde dormimos. Estáis cansados y llenos de polvo del camino. Encontraréis vestidos y sandalias de vuestros compañeros. Tomadlos. Descansad y reponed fuerzas. Lo que es de uno es de todos. Tú, Matías, que eres alto, puedes coger una túnica mía. Luego ya veremos. Esta noche, dado que es la vigilia del sábado, vienen mis apóstoles. La próxima semana vendrá Isaac con los discípulos, luego Benjamín y Daniel; después de los Tabernáculos, vendrán también Elías, José y Leví. Es tiempo de que a los doce se unan otros. Id ahora a descansar.
Manahén los acompaña y luego vuelve. Jesús se queda solo con Manahén. Se sienta, pensativo, visiblemente triste, con la cabeza reclinada sobre la mano y el codo apoyado en la rodilla como soporte. Manahén está sentado junto a la mesa. No se mueve. Pero está taciturno. Su rostro es toda una borrasca.
Después de mucho, Jesús alza la cabeza, lo mira y pregunta:
-¿Y tú? ¿Qué vas a hacer ahora?
-Todavía no lo sé… La idea de quedarme en Maqueronte ya no existe. Pero quisiera quedarme todavía en la Corte, para estar al corriente… para protegerte a ti estando al corriente de las cosas.
-Sería mejor para ti seguirme sin dilación. Pero no te fuerzo. Vendrás una vez que el viejo Manahén, molécula por molécula, haya quedado deshecho.
-También quisiera arrebatarle esa cabeza a esa mujer. No es digna de tenerla…
Jesús expresa un leve gesto de sonrisa, y, con franqueza, dice:
-Además no has muerto todavía a las riquezas humanas. Pero te quiero lo mismo. Sé que no te perderé aunque espere. Sé esperar…
-Maestro, quisiera darte mi generosidad para consolarte… Porque sufres. Lo veo.
-Es verdad. Sufro.¡ Mucho! ¡Mucho!…
-¿Sólo por Juan? No creo. Sabes que está en paz.
-Sé que está en paz, y no lo siento lejano.
-¿Y entonces?
-¡Y entonces!… Manahén, ¿a qué precede el alba?
-A1 día, Maestro. ¿Por qué lo preguntas?
-Porque la muerte de Juan precede al día en que seré el Redentor. Y la parte humana de mí se estremece frente a esta idea… Manahén, voy al monte. Tú quédate aquí para recibir a los que vengan y socorrer a los que ya han llegado. Quédate aquí hasta que vuelva. Luego… harás lo que quieras. Adiós.
Y Jesús sale de la habitación. Baja despacio la escalera, atraviesa el huerto y, por la parte posterior del huerto, se introduce por un senderillo entre huertos desarreglados y matas de olivos, manzanos, vides e higueras. Toma la pendiente de un suave collado donde desaparece a mi vista.