Lección sobre la caridad con la parábola de los titos. El yugo de Jesús es ligero
Jesús -a su lado, Manahén- sale de la casa de la viuda mientras dice:
-Paz a ti y a los tuyos. Después del sábado volveré. Adiós, pequeño José. Mañana descansa y juega. Luego me seguirás ayudando.
-¿Por qué lloras?
-A lo mejor no vuelves…
-Yo digo siempre la verdad. Pero, ¿te entristece tanto el que me vaya?
El niño hace un gesto afirmativo con la cabeza.
Jesús lo acaricia y dice:
-Un día pasa enseguida. Mañana estás con tu mamá y tus hermanos; Yo estoy con mis discípulos y les hablo.
-Estos días he hablado contigo para enseñarte a trabajar; ahora voy con ellos para enseñarles a predicar y a ser buenos. No te divertirías conmigo siendo un niño solo entre tantos hombres.
-¡Me divertiría porque estaría contigo!
-Comprendo. ¡Mujer! Tu hijo hace como muchos otros, que son los mejores: no quiere dejarme. ¿Tendrías la confianza de confiármelo hasta pasado mañana?
-¡Señor, te dejaría a todos! Contigo están tan seguros como en el Cielo… Este niño, que de todos era el que más estaba con su padre, ha sufrido demasiado. Estaba él en el momento… ¡Ves?… Está siempre llorando y triste. No llores, hijo mío. Pregúntale al Señor si no es verdad lo que digo. Maestro, lo consuelo diciéndole siempre que no hemos perdido a su padre, sino que sólo se ha alejado momentáneamente de nosotros.
-Es verdad. Es exactamente como dice tu madre, pequeño José.
-Pero hasta que no me muera no lo vuelvo a ver, y soy pequeño; si me hago viejo como Isaac, ¿cuánto voy a tener que
esperar?
-¡Pobre niño! El tiempo pasa rápido.
-No, Señor, que hace sólo tres semanas que no tengo a mi padre y me parece muchísimo tiempo!… No puedo vivir sin él… – y llora en silencio, pero con profunda pena.
-¿Lo ves? Siempre así, especialmente cuando no está ocupado en cosas que le absorban. El sábado es un tormento. Tengo miedo de que se me muera…
-No. Tengo otro niño sin padre ni madre. Estaba demacrado y triste. Ahora, que vive con una buena mujer de Betsaida, y con la certeza de no estar separado de sus padres, ha renacido en el cuerpo y en el espíritu. Pues lo mismo el tuyo, tanto por lo que le diga Yo, como por el hecho de que el tiempo es un gran médico; y también porque, cuando te vea más tranquila por el pan cotidiano, estará a su vez más tranquilo. Adiós, mujer. El sol declina y tengo que marcharme. Ven, José. Saluda a tu mamá, a tus hermanitos y a tu abuela, y luego vienes corriendo.
Y Jesús se marcha.
-¿Qué les vas a decir ahora a los apóstoles?
-Que tengo un discípulo ya de antes y uno nuevo.
Siguen caminando por Corazín, que se anima de gente.
Un grupo de hombres para a Jesús:
-¿Te marchas? ¿No te quedas el sábado?
-No. Voy a Cafarnaúm.
-Sin decir ni una palabra toda la semana. ¿No somos dignos de tu palabra?
-¿No os he ofrecido durante seis días la mejor palabra?
-¿Cuándo? ¿A quién?
-A todos. Detrás del banco de carpintero. Durante varios días he predicado que se debe amar al prójimo y que se le debe ayudar en todos los modos, especialmente cuando el prójimo son personas débiles, como las viudas y los huérfanos. Adiós, vosotros de Corazín. Meditad durante el sábado esta lección mía.
Y Jesús reanuda su camino, dejando desorientados a los de Corazín.
Pero el niño, que se acerca a Él corriendo, hace que la curiosidad se reavive: vuelven donde Jesús, le cortan de nuevo el paso, y le dicen:
-¿Te llevas al hijo varón de la viuda? ¿Para qué?
-Para enseñarle a creer que Dios es Padre y que en Dios encontrará también a su padre perdido; y también para que haya uno que cree, aquí, en lugar del anciano Isaac.
-Con tus discípulos hay tres de Corazín.
-Con los míos. No aquí. Éste estará aquí. Adiós.
-Y, llevando al niño en medio entre Él y Manahén, reanuda su camino, y va ligero por la campiña hacia Cafarnaúm hablando con Manahén.
Llegan a Cafarnaúm. Los apóstoles ya han llegado. Están sentados en la terraza, a la sombra de la pérgola, en torno a Mateo, y narran sus gestas a su compañero, que no está todavía curado. A1 oír el leve roce de las sandalias contra la pequeña escalera, se vuelven, y ven que la cabeza rubia de Jesús sobresale cada vez más por el antepecho de la terraza. Corren hacia É1, que viene sonriente… y se quedan de piedra cuando ven que detrás de Jesús hay un pobre niño. La presencia de Manahén, que sube suntuoso con su túnica de lino blanco -más bella de lo que ya de por sí es, por el valioso cinturón, el manto rojo llama de lino teñido (tan brillante que parece seda, y que apenas si descansa sobre los hombros, para casi formarle cola detrás) y la prenda que cubre su cabeza (de lino cendalí, sujeta con una diadema sutil de oro, lámina burilada que divide su amplia frente a la mitad y le da casi un aire de rey egipcio)-, contiene una avalancha de preguntas, expresadas, de todas formas, muy claramente con los ojos. Así que, después de los saludos recíprocos, una vez sentados ya al lado de Jesús, los apóstoles, señalando al niño, preguntan:
-¿Y éste?
-Este es mi última conquista. Un pequeño José, carpintero, como el que fue mi padre, el gran José; por tanto, amadísimo mío, como Yo amadísimo suyo. ¿No es verdad, niño? Ven aquí, que te presento a mis amigos: éstos de que tanto has oído hablar. Este es Simón Pedro, el hombre más bueno del mundo con los niños; éste es Juan, un gran niño, que te hablará de Dios incluso jugando; éste es Santiago, su hermano, serio y bueno como un hermano mayor; y éste es Andrés, hermano de Simón Pedro: harás inmediatamente buenas migas con él, porque es manso como un cordero. Luego, éste es Simón el Zelote: éste ama tanto a los niños que no tienen padre, que creo que daría la vuelta al mundo, si no estuviera conmigo, para buscarlos. Luego, éste es Judas de Simón, y éste Felipe de Betsaida y éste Natanael. ¿Ves cómo te miran? Ellos también tienen niños y quieren a los niños. Y éstos son mis hermanos Santiago y Judas. Aman todo lo que Yo amo, por eso te querrán. Ahora vamos a acercarnos a Mateo, que tiene muchos dolores en el pie, y, a pesar de todo, no guarda rencor a los niños, que, jugando alocadamente, le han pegado con una piedra puntiaguda. ¿Verdad Mateo?
-¡Oh, no, Maestro! ¿Es hijo de la viuda?
-Sí. Es un niño estupendo, pero ahora está muy triste.
-¡Pobre niño! Voy a decir que llamen a Santiaguito para que juegues con él – y Mateo lo acaricia y lo acerca a sí con una
mano.
Jesús termina la presentación con Tomás, el cual, práctico como es, la completa ofreciéndole al niño un racimo de uvas arrancadas de la pérgola.
-Ahora sois amigos – concluye Jesús, y se sienta; mientras tanto, el niño saca jugo a sus uvas y responde a Mateo, que lo tiene bien pegado a su lado.
-¿Dónde has estado tan solo toda la semana?
-En Corazín, Simón de Jonás.
-Sí, lo sé.
-Pero ¿qué has hecho? ¿Has estado con Isaac?
-Isaac el Adulto ha muerto.
-¿Y entonces?
-¿No te lo ha dicho Mateo?
-No. Ha dicho sólo que te habías quedado en Corazín desde el día siguiente de nuestra partida.
-Mateo tiene más tino que tú; sabe guardar silencio, tú no sabes frenar tu curiosidad.
-No mi curiosidad, la de todos.
-Bien, pues he ido a Corazín para predicar la caridad en la práctica.
-¿La caridad en la práctica? ¿Qué quieres decir? – preguntan bastantes de los presentes.
-En Corazín hay una viuda con cinco hijos y una anciana enferma. El marido murió de repente estando trabajando en el banco de carpintero, y ha dejado tras sí miseria y unos trabajos inacabados. Corazín no ha sabido encontrar una migaja de piedad para con esta familia desdichada. He ido a terminar los trabajos y…
Se produce un pandemónium: quién pregunta, quién protesta, quién regaña a Mateo por haberlo consentido, quién manifiesta admiración, quién critica; y, por desgracia, quienes protestan o critican son la mayoría.
Jesús deja que la borrasca se calme de la misma forma que se ha formado y, por toda respuesta, dice:
-Voy a volver pasado mañana, y así hasta que termine. Mi esperanza es que al menos vosotros comprendáis. Corazín es un hueso compacto y sin semilla. Sed al menos vosotros huesos con semilla. Niño, dame esa nuez que te ha dado Simón; escucha tú también. ¿Veis esta nuez? Cojo esta nuez porque no tengo a mano otros frutos. Pero, para entender la parábola, pensad en los núcleos de piñones o palmas, pensad en los más duros, por ejemplo, en los de las aceitunas. Son envolturas clausuradas, sin fisuras, durísimas, de una madera compacta. Parecen mágicos cofres que sólo con violencia se pueden abrir. Pues bien, a pesar de todo, si se echa uno de estos titos al suelo, simplemente arrojado, y una persona, pasando por encima, lo incrusta en la tierra, aunque sea mínimamente, de forma que quede recogido en el suelo, ¿qué sucede? Pues que el cofre se abre y echa raíces y hojas. ¿Cómo se produce esto por sí solo? Nosotros, para conseguir abrirlos, tenemos que golpear mucho con el martillo; sin embargo, sin golpes, el tito se abre por sí solo. ¿Será que es una semilla mágica? No. Tiene dentro la pulpa, ¡cosa bien débil respecto a la sólida envoltura! Pues bien, todavía más: la pulpa nutre una cosa aún más pequeña: el germen. Éste es la palanca que fuerza, abre, y produce árbol con frondas y raíces. Haced la prueba de enterrar unos titos y luego esperad. Veréis como algunos nacen y otros no. Extraed de la tierra los que no han nacido. Abridlos con el martillo. Veréis como son semillas vacías. No es, pues, la humedad del suelo ni el calor los que hacen abrir el hueso, sino la pulpa; y más: el alma de la pulpa, el germen, que, hinchándose, hace palanca y abre.
Ésta es la parábola. Pero apliquémosla a nosotros.
¿Qué he hecho que no se debiera hacer? ¿Nos hemos entendido todavía tan poco, que no se comprende que la hipocresía es pecado y que la palabra, si no está corroborada por la acción, es viento? ¿Qué os he dicho siempre?: “Amaos los unos a los otros. El amor es el precepto y secreto de la gloria». ¿Y Yo, que predico, no iba a tener caridad; iba a daros el ejemplo de un maestro falaz? ¡No, jamás!
Amigos míos! Nuestro cuerpo es el hueso duro; en el hueso duro está cerrada la pulpa, el alma; dentro de ella, el germen que Yo he depositado y que está formado de muchos elementos, el principal de los cuales es la caridad. Es la caridad la que hace de palanca para abrir el hueso y librar al espíritu de las constricciones de la materia y restablece su unión con Dios, que es Caridad.
La caridad no se hace sólo de palabras o de dinero. La caridad se hace sólo con la caridad. Y no os parezca un juego de palabras. Yo no tenía dinero. Las palabras, para este caso, no eran suficientes. Aquí había siete personas al borde del hambre y la angustia. La desesperación ya lanzaba sus negras garras para hacer presa y asfixiar. El mundo se apartaba, duro y egoísta, ante esta desventura; daba muestras de no haber comprendido las palabras del Maestro. El Maestro ha evangelizado con las obras. Yo tenía la capacidad y libertad para hacerlo, y tenía el deber de amar por el mundo entero a estos míseros a quienes el mundo desprecia. He hecho todo esto.
¿Podéis todavía criticarme? ¿O debo ser Yo quien os critique, en presencia de un discípulo que no ha juzgado indecoroso el personarse entre el serrín y las virutas por no abandonar al Maestro, y que -estoy persuadido- se habrá convencido más de mí viéndome trabajar la madera que si me hubiera visto sentado en un trono; y en presencia de un niño que ha tenido experiencia de mí por lo que Yo soy, a pesar de su ignorancia, a pesar del infortunio que obnubila su mente, a pesar de su absoluta virginidad de conocimiento del Mesías cual en realidad es? ¿No decís nada? No os limitéis a sentiros humillados ahora que alzo la voz para enderezar ideas erróneas. Lo hago por amor. Debéis, además, meter dentro de vosotros ese germen que santifica y abre el hueso. Si no, siempre seréis unos seres inútiles.
Debéis estar dispuestos a hacer lo que Yo he hecho. Por amor al prójimo, por llevar a Dios un alma, ningún trabajo os debe pesar. E1 trabajo, sea cual fuere, no es nunca humillante; humillantes son las acciones bajas, las falsedades, las denuncias mentirosas, la crueldad, los abusos, la usura, las calumnias, la lujuria. Estas cosas son las que envilecen al hombre, aunque, a pesar de ello, se lleven a cabo sin sentir vergüenza (me refiero también a quienes quieren considerarse perfectos pero que se han escandalizado al verme trabajar con la sierra y el martillo).
¡Oh, el martillo!: ¡Cuán noble será si se usa para meter clavos en una madera y hacer un objeto que sirva para dar de comer a unos huerfanitos!, ¡cuán distinta será la condición del martillo, modesta herramienta, si lo usan mis manos, y además con fin santo; cuánto querrán tenerlo todos aquellos que ahora manifestarían a gritos su escándalo por causa de él! ¡Oh, hombre, criatura que deberías ser luz y verdad, cuánto eres tinieblas y mentira!
¡Vosotros, al menos vosotros, entended lo que es el bien, lo que es la caridad, lo que es la obediencia! En verdad os digo que grande es el número de los fariseos, y que no faltan entre los que me circundan.
-¡No, Maestro, no digas eso! ¡Si no queremos ciertas cosas es porque te amamos!…
-Es porque aún no habéis comprendido nada. ¡Os he hablado de la fe y la esperanza; creía que no harían falta nuevas palabras para hablaros de la caridad, pues tanto la espiro que deberíais estar saturados de ella. Pero veo que la conocéis sólo de nombre. Desconocéis su naturaleza y su forma. La conocéis como a la Luna.
¿Os acordáis de cuando os dije que la esperanza es como el brazo transversal del dulce yugo que sujeta la fe y la caridad, y que era patíbulo de la humanidad y trono de la salvación? ¿Sí? Pero no comprendisteis el significado de mis palabras. ¿Por qué, entonces, no me habéis pedido aclaración? Bien, ahora os la doy. Es yugo porque obliga al hombre a tener baja su necia soberbia bajo el peso de las verdades eternas. Es patíbulo de esta soberbia. El hombre que espera en Dios, su Señor, se ve obligado a humillar su orgullo, que querría proclamarse «dios», y a reconocer que él no es nada y Dios todo; que él no puede nada y Dios todo; que él-hombre es polvo que pasa, mientras que Dios es eternidad que eleva el polvo a un grado superior y le da un premio de eternidad. El hombre se clava en su cruz santa para alcanzar la Vida. Le clavan a la cruz las llamas de la fe y la caridad, mas al Cielo le eleva la esperanza, que entre ambas está. Recordad esta lección: si falta la caridad, le falta la luz al trono; el cuerpo, desclavado de un lado, pende hacia el fango y deja de ver el Cielo; anula así los efectos salvíficos de la esperanza, y acaba haciendo estéril incluso a la fe, porque si uno se separa de dos de las tres virtudes teologales languidece y cae en mortal hielo.
No rechacéis a Dios, ni siquiera en las cosas más pequeñas; negar ayuda al prójimo por pagano orgullo es rechazar a
Dios.
Mi doctrina es un yugo que pliega a la humanidad culpable; que rompe la dura corteza para rescatar de ella al espíritu. Es yugo y es mazo, sí; pero, a pesar de ello, el que la acepta no siente el cansancio que producen todas las otras doctrinas humanas y las otras cosas humanas; el que se deja golpear por este mazo no siente el dolor de ser quebrado en su yo humano, sino que experimenta un sentido de liberación. ¿Por qué tratáis de liberaros de ella para sustituirla por el plomo y el dolor?
Todos vosotros tenéis vuestros dolores y vuestros trabajos; todos los hombres padecen dolores y trabajos, algunas veces superiores a las fuerzas humanas, desde el niño (como éste, que ya lleva sobre sus pequeños hombros un gran peso, que le hace plegarse, que borra la sonrisa de sus labios e impide a su mente vivir despreocupada, la cual -estoy hablando humanamente-, por esto, ya nunca más habrá sido una mente niña) hasta el anciano, que se pliega hacia la tumba con todos sus desengaños y trabajos y sus cargas y las heridas de su larga vida. Mi doctrina y mi fe, por el contrario, son el alivio de estas cargas agobiantes. Por eso se dice «La Buena Nueva». Quien la acepta y obedece, ya desde este mundo será bienaventurado, porque Dios será su alivio, y porque las virtudes harán fácil y luminoso su camino, asemejando a hermanas buenas que, llevándolo de la mano, con las lámparas encendidas, iluminarán su camino y su vida y le cantarán las eternas promesas de Dios, hasta que, plegando en paz el cansado cuerpo hacia la tierra, se despierte en el Paraíso.
¿Por qué, hombres, pudiendo vivir consuelo y aliento, queréis peso, desaliento, cansancio, desazón, desesperación? Vosotros también, apóstoles míos, ¿por qué queréis sentir el cansancio de la misión, su dificultad, su severidad, siendo así que, teniendo la confianza de un niño, podéis experimentar exclusivamente gozosa diligencia, luminosa facilidad para cumplirla; podéis comprender y sentir que la misión es severa exclusivamente para los impenitentes que no conocen a Dios, mientras que para sus fieles es como una mamá que ayuda en el camino, señalando a los inseguros pies del niño piedras y espinos, nidos de serpientes y zanjas, para que los advierta y no peligre en ellos?
Ahora os sentís desalentados. ¡Vuestro desaliento ha tenido un comienzo harto miserable! Os sentís desalentados: antes por mi humildad, como si hubiera sido un delito contra mí mismo; ahora, porque habéis comprendido que me habéis entristecido, y también lo lejos que estáis todavía de la perfección. En pocos este segundo estado de desaliento está exento de soberbia (de la soberbia herida por la constatación de que todavía no sois nada, mientras que, por orgullo, querríais ser perfectos). Tened exclusivamente esa voluntariosa humildad de aceptar la reprensión y de confesar que habéis errado, prometiendo en vuestro corazón que queréis la perfección por un fin sobrehumano. Y luego venid a mí. Os corrijo, mas os comprendo y os trato con indulgencia.
Venid a mí, vosotros apóstoles; venid a mí, todos vosotros, hombres que sufrís por dolores materiales, por dolores morales, por dolores espirituales (estos últimos producidos por el dolor de no saberos santificar como querríais por amor a Dios y con diligencia y sin re-tornos al Mal). El camino de la santificación es largo y misterioso, y algunas veces se cumple con desconocimiento por parte del que camina, el cual avanza entre tinieblas, con el amargor de un bebedizo en la boca, y cree que ni avanza ni bebe líquido celestial, y no sabe que esta ceguera espiritual es también un elemento de perfección.
Bienaventurados aquellos, tres veces bienaventurados aquellos que siguen andando sin goces de luz ni de dulzuras y que no se rinden por no ver ni sentir nada, y no se paran diciendo: «Mientras Dios no me dé deleites no continúo». Os digo que el más oscuro de los caminos, al improviso, se hará luminosísimo y se abrirá a paisajes celestiales; el bebedizo, después de haber quitado todo gusto por las cosas humanas, se transformará en dulzura de Paraíso para estos valientes, los cuales, asombrados, dirán: «¿Cómo es esto? ¿Por qué a mí tanta dulzura y júbilo?». Porque han perseverado y Dios les hará gozar desde la tierra lo que el Cielo es.
Pero, entre tanto, para resistir, venid a mí todos los que os sintáis sobrecargados y cansados; vosotros, apóstoles, y con vosotros todos los hombres que buscan a Dios, que lloran por causa del dolor de la tierra, que se agotan solos, y Yo os confortaré. Echad sobre vosotros mi yugo, que no es un peso sino un apoyo. Abrazad mi doctrina cual si fuere una amada esposa. Imitad a vuestro Maestro, que no se limita a predicarla sino que pone en práctica lo que enseña. Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón. Encontraréis el descanso de vuestras almas, porque la mansedumbre y la humildad conceden el reino, en la tierra y en los Cielos. Ya os he dicho que los verdaderos triunfadores sobre los hombres son aquellos que los conquistan con el amor, y el amor es siempre manso y humilde. Nunca os propondría cosas superiores a vuestras fuerzas, porque os amo y quiero que estéis conmigo en mi Reino. Tomad, pues, mi enseña y mi distintivo y esforzaos por ser semejantes a mí y como mi doctrina enseña. No temáis, porque mi yugo es suave y su carga es ligera, mientras que la gloria de que gozaréis si me sois fieles es infinitamente potente. Infinita y eterna…
Os dejo por un rato. Voy con el niño al lago. Encontrará amigos… Luego partiremos el pan juntos. Ven, José; voy a llevarte a que conozcas a los pequeñuelos que me aman.