Los discípulos del Bautista quieren verificar que Jesús es el Mesías. Testimonio sobre el Precursor e invectiva contra las ciudades impenitentes
Jesús está sólo con Mateo, que no ha podido ir con los demás a predicar por tener herido un pie. De todas formas, enfermos y otras personas deseosas de la Buena Nueva llenan la terraza y el espacio libre del huerto para oírlo y solicitarle ayuda.
Jesús termina de hablar diciendo:
-Habiendo contemplado juntos la gran frase de Salomón: «En la abundancia de la justicia está la suma fortaleza», os exhorto a poseer esta abundancia, pues es moneda para entrar en el Reino de los Cielos. Tened con vosotros mi paz y Dios sea con vosotros.
Luego se acerca a los pobres y enfermos -en muchos casos son una y otra cosa juntamente- y escucha con bondad lo que cuentan, ayuda con dinero, aconseja con palabras, sana con la imposición de las manos y con la palabra. Mateo, a su lado, se encarga de dar las monedas.
Jesús está escuchando con atención a una pobre viuda que, entre lágrimas, le narra la muerte repentina de su marido carpintero, en el banco de trabajo, acaecida pocos días antes:
-Vine corriendo a buscarte aquí. Todo el parentesco del difunto me acusó de falta de compostura y de ser dura de corazón. Ahora me maldicen. Pero había venido porque sabía que resucitabas y sabía que si te encontraba mi marido resucitaría. No estabas… Ahora él está en el sepulcro desde hace dos semanas… y yo estoy aquí con cinco hijos… Los parientes me odian y me niegan su ayuda. Tengo olivos y vides. Pocos, pero me darían pan para el invierno si pudiera tenerlos hasta la recolección. Pero no tengo dinero, porque mi marido desde hacía tiempo estaba poco sano y trabajaba poco, y, para mantenerse, comía y bebía, yo digo que demasiado. Decía que el vino le sentaba bien… la verdad es que hizo el doble mal de matarlo a él y de consumir los ya escasos ahorros por su poco trabajo. Estaba terminando un carro y un baúl; le habían encargado dos camas, unas mesas, y también unas repisas. Pero ahora… no están terminados, y mi hijo varón no llega a ocho años. Perderé el dinero… Tendré que vender los útiles y la madera. El carro y el baúl ni siquiera los puedo vender como tales, aunque estén casi ultimados, así que los voy a tener que dar como leña para el fuego. No va a ser suficiente el dinero, porque yo, mi madre anciana y enferma y cinco hijos somos siete personas… Venderé el majuelo y los olivos… Pero ya sabes cómo es el mundo… Donde hay necesidad, ahoga. Dime, ¿qué debo hacer? Quería guardar el banco y las herramientas para mi hijo, que ya sabe algo de la madera… quería conservar la tierra para vivir, y también como dote para mis hijas…
Está escuchando todo esto cuando una agitación de la gente le advierte de que hay alguna novedad. Se vuelve para ver lo que sucede y ve a tres hombres que se están abriendo paso entre la multitud. Se vuelve otra vez hacia la viuda para decirle: -¿Dónde vives?
-En Corazín, junto al camino que va a la Fuente caliente. Una casa baja entre dos higueras.
-Bien. Iré a ultimar el carro y el baúl, de modo que podrás vendérselos a quien los había encargado. Espérame mañana a la aurora.
-¿Tú? ¿Tú trabajar para mí? – La mujer se siente ahogar del estupor.
-Volveré a mi trabajo y te daré paz a ti. A1 mismo tiempo, a esos de Corazín sin corazón les daré la lección de la caridad.
-¡Oh, sí! ¡Sin corazón! ¡Si viviera todavía el viejo Isaac! ¡No me dejaría morir de hambre! Pero ha vuelto a Abraham… -No llores. Vuelve a casa serena. Con esto tendrás para hoy. Mañana iré Yo. Ve en paz.
La mujer se arrodilla a besarle la túnica y se marcha más consolada.
-Maestro tres veces santo, ¿te puedo saludar? – pregunta uno de los tres que habían llegado y que estaban parados respetuosamente detrás de Jesús, esperando a que despidiera a la mujer, y que, por tanto, han oído la promesa de Jesús. El hombre que ha saludado es Manahén.
Jesús se vuelve y, sonriendo, dice:
-¡Paz a ti, Manahén! ¡Entonces, te has acordado de mí!…
-Eso siempre, Maestro. Había decidido ir a verte a casa de Lázaro y al huerto de los Olivos para estar contigo. Pero antes de la Pascua apresaron a Juan el Bautista. Lo prendieron -con traición-otra vez; yo temía que, en ausencia de Herodes, que había ido a Jerusalén para la Pascua, Herodías ordenara la muerte del santo. No quiso ir para las fiestas a Sión, porque decía que estaba enferma. Enferma, sí: de odio y lujuria… Estuve en Maqueronte para vigilar y… refrenar a esa pérfida mujer, que sería capaz de matar con su propia mano… Si no lo hace, es porque tiene miedo a perder el favor de Herodes, que… por miedo o convicción, defiende a Juan y se limita a tenerlo prisionero. Ahora Herodías se ha ido a un castillo de su propiedad, huyendo del calor agobiante de Maqueronte. Yo he venido con estos amigos míos y discípulos de Juan. Los enviaba él con una pregunta para ti. Me he unido a ellos.
La gente, al oír hablar de Herodes y comprendiendo quién es el que habla de él, se arremolina, curiosa, en torno al pequeño grupo de Jesús y de los tres hombres.
-¿Qué pregunta queríais hacerme? – dice Jesús, tras recíprocos saludos con los dos austeros personajes. -Habla tú, Manahén, que sabes todo y eres más amigo – dice uno de los dos.
-Escucha, Maestro. Sé comprensivo, si ves que, por exceso de amor, en los discípulos nace un recelo hacia Aquel al que creen antagonista o suplantador de su maestro. Lo hacen los tuyos, lo hacen igual los de Juan. Son celos comprensibles, que demuestran todo el amor de los discípulos hacia sus maestros. Yo… soy imparcial, y lo pueden decir éstos que están conmigo, porque os conozco a ti y a Juan y os amo con equidad. Tanto es así que, aunque te ame a ti por lo que eres, preferí hacer el sacrificio de estar con Juan, porque lo venero también a él por lo que es, y, actualmente, porque está en mayor peligro que Tú. Ahora, por este amor -no sin el soplo rencoroso de los fariseos- han llegado a poner en duda que Tú eres el Mesías. Y así se lo
han confesado a Juan, creyendo que le daban una alegría diciéndole: «Para nosotros el Mesías eres tú, no puede haber uno más santo que tú». Pero primero Juan los ha reprendido llamándolos blasfemos; luego, después de la reprensión, con más dulzura, ha ilustrado todas las cosas que te señalan como verdadero Mesías; en fin, viendo que todavía no estaban convencidos, ha tomado a dos de ellos, éstos, y les ha dicho: «Id donde Él y decidle en mi nombre: ¿Eres Tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?»‘. No ha enviado a los discípulos que antes habían sido pastores, porque creen y no habría aportado nada el enviarlos. Los ha tomado de entre los que dudan, para acercártelos y para que su palabra disipara las dudas de otros como ellos. He venido con ellos para verte. Esto es todo. Ahora Tú acalla sus dudas.
-¡No nos creas hostiles a ti, Maestro! Las palabras de Manahén te lo podrían hacer pensar. Nosotros… nosotros… Conocemos desde hace años al Bautista, siempre lo hemos visto santo, penitente, inspirado. A ti… no te conocemos sino por boca de terceros, y ya sabes lo que es la palabra de los hombres… Crea y destruye fama y honra, por el contraste entre quien exalta y quien humilla, de la misma forma que dos vientos contrarios forman y dispersan una nube.
-Lo sé, lo sé. Leo en vuestro corazón y vuestros ojos leen la verdad en lo que os rodea, como también vuestros oídos han escuchado la conversación con la viuda. Sería suficiente para convencer. Mas Yo os digo: observad qué personas me rodean: aquí no hay ricos, ni gen-te que se dé la gran vida, aquí no hay personas de vida escandalosa; sólo hay pobres, enfermos, honrados israelitas que quieren conocer la Palabra de Dios. Éste, éste, esta mujer… también esa niñita, y aquel anciano, han venido aquí enfermos y ahora están sanos. Preguntadles y os dirán qué tenían y cómo los he curado, y cómo están ahora. Preguntad, preguntad; yo, mientras, hablo con Manahén» y hace ademán de separarse.
-No, Maestro. No dudamos de tus palabras. Danos sólo una respuesta que llevar a Juan, para que vea que hemos venido y para que pueda, sobre la base de esa respuesta, persuadir a nuestros compañeros.
-Id y referid esto a Juan: «Los sordos oyen; esta niña era sorda y muda. Los mudos hablan; aquel hombre era mudo de nacimiento. Los ciegos ven». Hombre, ven aquí. Di a éstos lo que tenías – dice Jesús mientras coge de un brazo a uno que ha sido curado milagrosamente.
Éste dice:
-Soy albañil. Me cayó en la cara un cubo lleno de cal viva. Me quemó los ojos. Desde hace cuatro años vivía en la oscuridad. El Mesías me ha mojado los ojos secos con su saliva y ahora están de nuevo más frescos que cuando tenía veinte años. ¡Bendito sea!
Jesús prosigue:
-Y no sólo ciegos, sordos o mudos, curados, sino también cojos que corren, tullidos que se enderezan. Mirad ese anciano: hace un rato estaba anquilosado, encorvado, y ahora está derecho como una palma del desierto y ágil como una gacela. Quedan curadas las más graves enfermedades. Tú, mujer, ¿qué tenías?
-Una enfermedad del pecho, por haber dado demasiada leche a bocas voraces; la enfermedad, además del pecho, me comía la vida. Ahora mirad – y se destapa el vestido y muestra, intactos, los pechos, y añade: «Lo tenía que era todo una llaga. Lo demuestra la túnica, todavía mojada de pus. Ahora voy a casa para ponerme un vestido limpio; estoy fuerte y contenta. Ayer, no más, estaba muriéndome. Me han traído aquí unas personas compasivas. Me sentía muy infeliz… por los niños, que se iban a quedar pronto sin madre. ¡Eterna alabanza al Salvador!
-¿Habéis oído? Podéis preguntarle también al arquisinagogo de esta ciudad sobre la resurrección de su hija. Y, volviendo en dirección a Jericó, pasad por Naím e informaos sobre el joven que fue resucitado en presencia de toda la ciudad, cuando ya estaba para ser introducido en la tumba; así, podréis referir que los muertos resucitan. El hecho de que muchos leprosos hayan sido curados lo podréis saber en muchos lugares de Israel; pero, si queréis ir a Sicaminón, buscad entre los discípulos y encontraréis muchos ex leprosos. Decid, pues, a Juan que los leprosos quedan limpios. Decid, además, que se anuncia la Buena Nueva a los pobres, porque lo estáis viendo. Y bienaventurado quien no se escandalice de mí. Decid esto a Juan. Y también que lo bendigo con todo mi amor.
-Gracias, Maestro. Bendícenos también a nosotros antes de marcharnos.
-No podéis iros a esta hora, con este calor… Quedaos en casa como invitados míos hasta el atardecer; así viviréis por un día la vida de este Maestro que no es Juan, pero que es amado por Juan, porque -Juan sabe quién es. Venid a casa. Está fresca. Os daré la posibilidad de reponer fuerzas. Adiós a vosotros que me escucháis. La paz sea con vosotros.
Despide a la muchedumbre y entra en la casa con sus tres invitados…
No sé de lo que hablan durante esas horas de fuego. Ahora veo la preparación de la partida de los dos discípulos hacia Jericó. Manahén parece que se queda (su caballo no ha sido traído junto con los dos fuertes asnos enfrente de la abertura de la tapia del patio). Los dos enviados de Juan, después de muchas reverencias al Maestro y a Manahén, suben a las monturas… y todavía se vuelven para mirar y saludar, hasta que un recodo del camino los esconde a la vista.
Muchos de Cafarnaúm se han congregado para ver esta despedida, porque la noticia de la venida de los discípulos de Juan y la respuesta que Jesús les ha dado se han propagado por el pueblo y creo que también por otros pueblos cercanos. Veo personas de Betsaida y Corazín, quizás ex discípulos del Bautista, que antes se han presentado a los enviados de Juan, les han preguntado por él y le han mandado saludos a través de ellos, y que ahora se quedan hablando en grupo con los de Cafarnaúm. Jesús, con Manahén a su lado, hace ademán de volver a la casa mientras habla. Pero la gente se apiña alrededor de él, curiosa de observar al hermano de leche de Herodes y su trato lleno de deferencia hacia Jesús; deseosos también de hablar con el Maestro.
Está también Jairo, el arquisinagogo. Por gracia de Dios, no hay fariseos. Precisamente Jairo dice:
-¡Estará contento Juan! No sólo le has enviado una respuesta exhaustiva, sino que, invitándolos a quedarse, has podido adoctrinarlos y mostrarles un milagro.
-¿Y no de poco relieve! -dice un hombre.
-Había traído expresamente a mi hija hoy para que la vieran. Nunca se ha sentido tan bien como ahora, y para ella es un motivo de alegría el venir a estar con el Maestro. ¿Habéis oído su respuesta, no?: «No recuerdo lo que es la muerte. Recuerdo, eso sí, que un ángel me llamó y me llevó a través de una luz que aumentaba cada vez más y al final de esa luz estaba Jesús. Como lo vi entonces, con mi espíritu volviendo a mí, no lo veo ni siquiera ahora; vosotros y yo, ahora, vemos al Hombre, pero mi espíritu vio a ese Dios que está dentro del Hombre». ¡Qué buena se ha hecho desde entonces! Era ya buena, pero ahora es un verdadero ángel. ¡Ah, que digan lo que quieran todos!, ¡para mí el único santo que hay eres Tú!
-De todas formas, también Juan es santo – dice uno de Betsaida.
-Sí, pero es demasiado severo.
-No lo es más con los demás que consigo mismo.
-Pero no hace milagros y se dice que ayuna porque es como un mago.
-Pues de todas formas es santo.
La disputa de la gente se hace mayor. Jesús alza la mano y la extiende con el gesto habitual que hace cuando pide silencio y atención porque quiere hablar; enseguida se hace el silencio.
Jesús dice:
-Juan es santo y grande. No miréis su manera de actuar ni la ausencia de milagros. En verdad os digo que es grande en el Reino de los Cielos. Allí se manifestará con toda su grandeza.
Muchos se quejan porque era y es severo hasta el punto de parecer rudo. En verdad os digo que ha hecho un trabajo de gigante para preparar los caminos del Señor. Quien trabaja de ese modo no tiene tiempo que perder en blanduras. ¿No decía, cuando estaba en el Jordán, las palabras de Isaías que lo profetizan a él y profetizan al Mesías: «Todo valle será colmado, todo monte será rebajado, los caminos tortuosos serán enderezados y las breñas allanadas», y ello para preparar los caminos al Señor y Rey? ¡Verdaderamente ha hecho él más que todo Israel, para prepararme el camino! Quien debe rebajar montes, colmar valles, enderezar caminos o transformar cuestas penosas en subidas suaves, tiene que trabajar rudamente. En efecto, era el Precursor y sólo le anticipaba a mí una breve serie de lunas; todo debía estar ultimado antes de que el Sol se alzara en el día de la Redención. El tiempo ha llegado, el Sol sube para resplandecer sobre Sión y, desde Sión, extender su luz al mundo entero. Juan ha preparado el camino, como debía.
¿Qué habéis ido a ver al desierto? ¿Una caña agitada por el viento en distintas direcciones? ¿Qué es lo que habéis ido a ver? ¿A un hombre refinadamente vestido? ¡No!… Esas personas viven en las casas de los reyes; ataviados con delicadas vestiduras, agasajados por mil siervos y cortesanos (cortesanos que lo son de un pobre hombre como ellos). Aquí tenemos un ejemplo. Preguntadle, a ver si no experimenta desazón por la vida de Corte y admiración por el risco solitario y escabroso, en vano embestido por el rayo y el pedrisco, en vano circundado por los necios vientos que quieren arrancarlo y él se mantiene, no obstante, firme, elevándose entero hacia el cielo, con su punta tan enhiesta -puntiaguda cual llama que asciende-, que predica la alegría de lo alto. Éste es Juan. Así lo ve Manahén, porque ha comprendido la verdad de la vida y la muerte y ve la grandeza donde está, aunque esté celada bajo apariencias agrestes.
Y vosotros, ¿qué habéis visto en Juan cuando habéis ido a verlo? ¿Un profeta?, ¿un santo? Os digo que es más que un profeta; es más que muchos santos, más que los santos porque es aquel de quien está escrito: «Mando ante vosotros a mi ángel para preparar tu camino delante de ti».
Ángel. Pensad. Sabéis que los ángeles son espíritus puros creados por Dios según su semejanza espiritual, colocados como nexo entre el hombre (perfección de lo creado visible y material) y Dios (Perfección del Cielo y de la Tierra, Creador del reino espiritual y del reino animal). Aún en el hombre más santo subsisten la carne y la sangre que abren un abismo entre él y Dios (abismo que se ahonda profundamente con el pecado, que hace pesado incluso lo espiritual del hombre). Así pues, Dios crea a los ángeles, criaturas que tocan el vértice de la escala creadora de la misma forma que los minerales señalan su base (los minerales, el polvo que compone la tierra, las materias inorgánicas en general). Espejos tersos del Pensamiento de Dios, voluntariosas llamas que obran por amor, resueltos para comprender, diligentes para obrar, de voluntad libre como la nuestra, aunque enteramente santa, ajena a rebeliones y a estímulos de pecado. Esto son los ángeles adoradores de Dios, mensajeros suyos ante los hombres, protectores nuestros; ellos nos dan la Luz de que están investidos y el Fuego que, adorando, recogen.
La palabra profética llama «ángel» a Juan. Pues bien, Yo os digo: «Entre los nacidos de mujer no ha habido nunca uno mayor que Juan Bautista». No obstante, el menor del Reino de los Cielos será mayor que él-hombre. Porque quien es del Reino de los Cielos es hijo de Dios y no hijo de mujer. Tended, pues, todos, a ser ciudadanos del Reino.
-¿Qué os estáis preguntando entre vosotros dos?
-Decíamos: «¿Juan estará en el Reino?» y «¿cómo estará en el Reino?»
-En su espíritu está ya en el Reino. Cuando muera, estará en el Reino como uno de los soles más resplandecientes de la eterna Jerusalén. Es así por la Gracia sin resquebrajaduras que hay en él y por su propia voluntad. En efecto, ha sido, y es, violento también consigo mismo, con fin santo. A partir de Juan el Bautista, el Reino de los Cielos es de los que saben conquistárselo con la fuerza opuesta al Mal, y son los violentos los que lo conquistan. Sí, ahora ya se sabe lo que hay que hacer y todo ha sido dado para llevar a cabo esta conquista. El tiempo en que hablaban sólo la Ley y los Profetas ha pasado. Los Profetas han hablado hasta Juan. Ahora habla la Palabra de Dios, y no esconde ni una iota de cuanto ha de saberse para esta conquista. Si creéis en mí, debéis ver en Juan a ese Elías que debe venir. Quien tenga oídos para oír que oiga. ¿Con quién compararé a esta generación? Es semejante a la que describen esos muchachos, que, sentados en la plaza gritan a sus compañeros: «Hemos tocado y no habéis bailado; hemos entonado lamentos y no habéis llorado». En efecto, ha venido Juan, que no come ni bebe, y esta generación dice: «Puede hacerlo porque tiene al demonio, que le ayuda»; ha venido el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: «Ahí tenemos a un comilón y bebedor, amigo de publicanos y pecadores». ¡Así la Sabiduría ha sido acreditada por sus hijos! «En verdad os digo que sólo los niños saben reconocer la verdad, porque en ellos no hay malicia.
-Bien has dicho, Maestro – dice el arquisinagogo – Por eso mi hija, que no conoce aún la malicia, te ve como nosotros no alcanzamos a verte. Pero esta ciudad y las otras cercanas rebosan de tu poder, sabiduría y bondad, y, debo confesarlo, no te responden sino con maldad. No se convierten. El bien que de ti reciben se transforma en odio contra ti.
-¿Qué estás diciendo, Jairo? ¡Nos estás calumniando! Si estamos aquí es por fidelidad al Cristo – dice uno de Betsaida.
-Sí. Nosotros. ¿Pero cuántos somos? Menos de cien en tres ciudades que deberían estar a los pies de Jesús. De los que faltan -me refiero a los hombres- la mitad son enemigos; la cuarta parte, indiferentes; la otra cuarta parte… quiero pensar que no puede venir. ¿No es esto ya pecado ante los ojos de Dios? ¿No será castigada toda esta aversión y obcecación en el mal? Habla, Maestro, Tú que no ignoras, Tú que si guardas silencio es por tu bondad, no porque no sepas. Eres longánimo, y confunden tu longanimidad con ignorancia y debilidad. Habla, pues; que tu palabra remueva al menos a los indiferentes, ya que los malos no se convierten, sino que se hacen cada vez peores.
-Sí. Es culpa y será castigada. Porque no se debe despreciar nunca el don de Dios, ni usarlo para hacer el mal. ¡Ay de ti, Corazín, ay de ti, Betsaida, que hacéis mal uso de los dones de Dios! Si en Tiro y Sidón se hubieran cumplido los milagros que se han producido entre vosotros, ya haría mucho tiempo que, vestidos de cilicio y espolvoreados de ceniza, habrían hecho penitencia y habrían venido a mí. Por esto os digo que Tiro y Sidón serán tratadas con mayor clemencia que vosotras en el día del Juicio. ¿Y tú, Cafarnaúm, crees que por haberme dado alojamiento serás elevada hasta el Cielo? Hasta el Infierno bajarás. Porque si en Sodoma se hubieran hecho los milagros que Yo te he dado, estaría todavía floreciente, porque habría creído en mí y se habría convertido. Por tanto, Sodoma, en el último Juicio, será tratada con mayor clemencia que tú, que has conocido al Mesías y has oído su palabra y no te has convertido, porque Sodoma no conoció al Salvador y su Palabra, por lo cual su culpa es menor. No obstante, como Dios es justo, los de Cafarnaúm, Betsaida y Corazín que han creído y se santifican prestando obediencia a mi palabra, serán tratados con mucha misericordia; no es justo, en efecto, que los justos se vean implicados en el descalabro de los pecadores. Respecto a tu hija, Jairo, y a la tuya, Simón, y a tu hijo, Zacarías, y a tus nietos, Benjamín, os digo que, no conociendo malicia, ven ya a Dios. Ya veis que su fe es pura y activa, unida a sabiduría celestial, y también a deseos de caridad como no tienen los adultos.
Y Jesús, alzando los ojos al cielo que se va oscureciendo con la noche, exclama:
-Te doy gracias, Padre, Señor del Cielo y de la Tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los doctos y se las has revelado a los pequeños. Así, Padre, porque así te plugo. Todo me ha sido confiado por mi Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquellos a los que el Hijo quiera revelárselo. Y Yo se lo he revelado a los pequeños, a los humildes, a los puros, porque Dios se comunica con ellos, y la verdad desciende como semilla a las tierras libres, y sobre la verdad hace llover el Padre sus luces para que eche raíces y dé un árbol. Es más, verdaderamente el Padre prepara a estos espíritus de los pequeños de edad o de corazón, para que conozcan la Verdad y Yo exulte por su fe…