Una hija no querida y el papel de la mujer redimida. El Iscariote solicita la ayuda de María
Por un terreno ondulante de colinas en que serpentea el camino que conduce a Nazaret, aprovechando las sombras de las matas de olivos y de distintos árboles frutales diseminadas por esta región cultivada y fértil, Jesús regresa hacia su ciudad. Cuando llega al cruce con el camino de Tolemaida, se detiene y dice:
-Detengámonos aquí, en esta casa, donde ya he estado otras veces. Vamos a reponer fuerzas. Así, mientras el Sol recorre su camino, estaremos juntos antes de separarnos de nuevo: nosotros iremos hacia Tolemaida; mi Madre y María, a Nazaret; Juan con Hermasteo, a Sicaminón.
Van, atravesando un olivar, en dirección a una casa de campesinos, ancha y baja, adornada con la indefectible higuera, enguirnaldada con los festones de una parra que extiende sus ramas escalera arriba y luego por la terraza.
-Paz a vosotros. Aquí estoy nuevamente.
-Ven, Maestro. Tu presencia siempre es bien recibida. Dios te dé esa misma paz, a ti y a los tuyos – responde un hombre anciano que en ese momento estaba cruzando el patio con una brazada de haces de leña. Luego llama: « ¡Sara! ¡Sara! Está aquí el Maestro con sus discípulos. ¡Añade harina a tu pan!».
Sale de una habitación una mujer, toda blanca de harina (la estaba cribando, porque tiene en la mano todavía la criba con el moyuelo), y se arrodilla, sonriendo, delante de Jesús.
-Paz a ti, mujer. He traído conmigo a mi Madre, como te había prometido. Es ésta. Y ésta es su cuñada, madre de Santiago y Judas. ¿Dónde están Dina y Felipe?
La mujer saluda a las dos Marías y luego responde:
-Dina ha tenido ayer a su tercera hija. Estamos un poco tristes porque no se nos concede un nieto. De todas formas, contentos, ¿no es verdad, Matatías?
-Sí, porque es una niña muy guapa, y en todo caso lleva nuestra misma sangre. Te la daremos a conocer. Felipe ha ido a buscar a Ana y a Noemí a casa de sus padres. Volverá pronto.
La mujer vuelve a su pan mientras el hombre, después de colocar en el horno los haces de leña, se preocupa de los recién llegados: les procura sillas; leche acabada de ordeñar para los que la desean; o, para el que lo prefiere, fruta y aceitunas.
La habitación de la planta baja -muy espaciosa, abierta por el frente y la trasera de la casa, con sus dos puertas situadas a la sombra de la grande higuera y de un alto seto cubierto de flores estrelladas, especie de girasoles por la forma, pero de corola no tan gigantesca- es fresca y umbría. Una luz esmeraldina entra en la espaciosa estancia: gran alivio de los ojos fatigados a causa del exceso de sol. Hay bancos y mesas en esta espaciosa habitación, que es quizás donde las mujeres hilan y tejen y los hombres arreglan los aperos de labranza o guardan las reservas de harina y fruta, a juzgar por las viguetas llenas de ganchos y, a lo largo de las paredes, las tablas apoyadas en gruesas repisas, además de los largos arquibancos. Colgados en las paredes encaladas, esponjosos copos de lino o cáñamo parecen trenzas despeinadas, y un trozo de tela rojo fuego, extendido encima de un telar que ha quedado destapado, parece alegrar toda la habitación con su color alegre y pomposo.
Vuelve la dueña de la casa, que ha terminado de elaborar el pan, y pregunta a los peregrinos si quieren ver a la recién
nacida.
Jesús responde:
-La voy a bendecir, ciertamente.
María, por su parte, se levanta y dice:
-Voy a saludar a la madre.
Salen todas las mujeres.
-Se está bien aquí» dice Bartolomé (se le ve muy cansado).
-Sí. Hay sombra y silencio. A1 final nos dormiremos – confirma Pedro, ya medio adormilado.
-Dentro de tres días estaremos, y bastante tiempo, en nuestras casas. Descansaréis, porque evangelizaréis en los aledaños – dice Jesús.
-¿Y Tú?
-En general no me moveré de Cafarnaúm, salvo algunas veces que estaré en Betania. Evangelizaré a los que vengan. Luego, para la luna de Tisrí, de nuevo a caminar. Y todos los días, acabada la jornada, seguiré mejorándoos…
Jesús calla, porque ve que el sueño hace inútiles sus palabras. Sonríe meneando la cabeza mientras observa a este grupo de personas vencidas por el cansancio, que en posturas más o menos cómodas duermen con verdaderas ganas. El silencio de la casa y la solana son completos. Parece un lugar encantado. Jesús sale a la puerta cercana al seto de las flores, y mira, a través de sus ramas, las suaves colinas galileas, grises todas por los olivos inmóviles.
Un ligero rumor de pasos y un gritito débil de recién nacido suenan por encima de su cabeza. Jesús alza la cara y sonríe a su Madre, que está bajando y trae en sus brazos un bulto blanco del que sobresalen tres cositas rosáceas: una cabecita y dos manitas gesticulantes.
-¡Mira, Jesús, qué niña tan bonita! Se asemeja un poco a ti cuando tenías un día. Eras tan rubio, que se hubiera dicho que no tenías pelo, a no ser porque ya destacaba formando leves rizos, como un copo de nube; respecto al color, eras también así, como una rosa. Y… mira, mira, está abriendo los ojitos y busca el pecho; mira, con esta sombra, tiene tus ojos azul oscuros…
¡Tesoro! ¡No tengo leche, pequeñita, rosita, tortolita mía! – y la niña, acunada por la Virgen, calma su vagido, hace arrullos, como una tortolita, y se duerme.
-Mamá, ¿hacías lo mismo conmigo? – pregunta Jesús al ver a su Madre acunando a la niña con la cara apoyada en la cabecita rubia.
-Sí, Hijo. Te decía «corderito mío». ¿Es bonita, verdad?
-Muy bonita, y robusta. ¡Bien contenta puede estar la madre! – confirma Jesús, que está también encorvado observando el sueño de la inocente.
-Pues no está contenta… El marido está enfadado porque todos los hijos son niñas.
-Es verdad que con las tierras que tenemos son mejores los niños. Pero nuestra hija no tiene la culpa… – suspira la dueña de la casa, que acaba de llegar.
-Son jóvenes. Que se amen, y tendrán también niños – dice con seguridad el Señor. -Ahí está Felipe… Pondrá
ceño… -murmura turbada la mujer.
Y, más fuerte, dice:
-¡Felipe, está aquí el Rabí de Nazaret!
-Me alegro mucho de verlo. La paz sea contigo, Maestro.
-Y contigo, Felipe. He visto a tu bonita niña. Es más, todavía la estoy mirando porque verdaderamente despierta admiración. Dios te bendice con hijos guapos, sanos y buenos. Debes sentirte muy agradecido a Él… ¿No respondes? Pareces preocupado…
-¡Esperaba un niño!
-¿No querrás decirme ya que eres injusto, acusando a esta inocente de ser niña, no? ¿Y, menos aún, que eres duro con tu mujer, no? – pregunta Jesús en tono severo.
-¡Yo quería un niño, por el Señor y por mí! – exclama, resentido, Felipe.
-¿Y piensas obtenerlo siendo injusto y, rebelde? ¿Has leído, acaso, el pensamiento de Dios? ¿Eres más que El, como para decirle: «Haz esto, que es lo justo»? Esta mujer, por ejemplo, discípula mía, no tiene hijos. Y, a pesar de todo, me dice: «Bendigo esta esterilidad que me pone alas para seguirte». Y ésta, madre de cuatro varones, desea que dejen de ser suyos los cuatro. ¿Verdad, Susana y María? ¿Las oyes? ¿Y tú, casado desde hace pocos años con una mujer fecunda, bendecido con tres capullos de rosa que piden tu amor, estás enfadado? ¿Con quién? ¿Por qué? ¿No quieres decirlo? Pues lo digo Yo: porque eres un egoísta. Corta enseguida tu resentimiento. Abre tus brazos a esta criatura nacida de ti y ámala. ¡Venga! ¡Tómala en tus brazos! – y Jesús coge el pequeño amasijo de ropa y se lo pone al joven padre en los brazos. Jesús añade: «Ve donde tu mujer, que está llorando. Dile que la quieres. Si no, Dios verdaderamente no te dará jamás un varón. Te lo aseguro. ¡Ve! …
El hombre sube a la habitación donde está su esposa.
-¡Gracias, Maestro! – susurra la suegra – Se le veía muy cruel desde ayer…
Pasan unos minutos y el hombre vuelve. Dice:
Lo he hecho, Señor. La mujer te da las gracias. Dice que te pregunte el nombre de la pequeñuela, porque… porque le había destinado un nombre demasiado feo por mi injusto odio…
-Llámala María. Ha bebido el llanto amargo junto con su primera gota de leche, también amarga por tu dureza. Puede llamarse María. Y María la amará, ¿verdad, Madre?
-Sí, pobre criatura. ¡Tan bonita como es! Será, sin duda, buena.
-Será una estrellita del Cielo.
Vuelven a la habitación de antes. Los apóstoles todavía duermen profundamente, menos Judas Iscariote, que parece muy preocupado.
-¿Me querías para algo, Judas? – pregunta Jesús.
-No, Maestro; pero no logro dormir. Quisiera salir un poco.
-¿Quién te lo prohíbe? Yo también salgo. Voy a subir a aquella loma llena de sombra… Voy a descansar haciendo oración. ¿Quieres venir conmigo?
-No, Maestro. Te molestaría, porque no estoy en condiciones de orar. Quizás… quizás no me siento bien y por eso estoy inquieto…
-Quédate entonces. No obligo a nadie. Adiós. Adiós, mujeres. Madre, cuando se despierte Juan de Endor, dile que vaya a verme, que vaya solo.
-Sí, Hijo. La paz sea contigo.
Jesús sale. María y Susana se detienen a mirar la tela que está encima del telar. María se sienta y pone las manos en su regazo, con la cabeza un poco baja; quizás está orando también. María de Alfeo pronto se cansa de mirar el trabajo del telar, se sienta en el rincón más oscuro y se queda pronto dormida. Susana juzga conveniente hacer lo mismo.
Quedan despiertos María y Judas. Ella, toda recogida en sí misma; él, mirándola con los ojos bien abiertos, sin apartar de ella su mirada. Finalmente se levanta y se acerca sin hacer ruido. No sé por qué, pero, a pesar de su indiscutible belleza, me hace pensar en un felino o en una serpiente acercándose a su víctima. Quizás es la antipatía que siento por él lo que me hace ver artero y cruel hasta su paso… Llama en voz baja:
-¡María!
-¿Qué quieres de mí, Judas? – pregunta dulcemente María, mientras lo mira con sus ojos dulcísimos.
-Quisiera hablar contigo…
-Habla. Te escucho.
-Aquí no… No quisiera que me oyeran… ¿Te importa salir un poco? También afuera hay sombra…
-Bien, vamos. De todas formas, como ves, aquí están todos dormidos… podías hablar también aquí – dice la Virgen. Pero se levanta y sale antes que Judas, y se pone junto al alto seto de flores.
-¿Qué quieres de mí, Judas? – vuelve a preguntar mientras fija agudamente su mirada en el apóstol, el cual se turba un poco y muestra dificultad en encontrar las palabras – ¿Te sientes mal? ¿Has hecho algo malo y no sabes cómo decirlo? ¿Te ves a las puertas de hacer algo malo y te pesa confesar que te sientes tentado? Habla, hijo. De la misma forma que cuidé tu carne, cuidaré tu alma. Dime lo que te turba y, si puedo, te tranquilizaré. Si no puedo sola, se lo diré a Jesús. Aunque hubieras pecado mucho, te perdonará si pido perdón para ti. La verdad es que también Él te perdonaría enseguida… Pero, quizás, ante Él, que es el Maestro, te avergüenzas. Yo soy una madre… No infundo sentimiento de vergüenza…
Sí, no haces sentir vergüenza porque eres madre y además muy buena. Eres verdaderamente la paz entre nosotros. Yo… yo me siento muy turbado. Tengo un pésimo carácter, María. No sé lo que tengo en la sangre y en el corazón… De vez en cuando no sé dominarlos… en esos momentos, haría las cosas más extrañas… y las peores cosas».
-¿No logras resistir al que te tienta ni siquiera al lado de Jesús?
-No. Créeme que sufro por ello. Pero es así. Soy un desdichado.
-Oraré por ti, Judas.
-No es suficiente.
-Pondré a orar -sin decir por quién es la oración que solicito- a los justos.
-No es suficiente.
-Pondré a orar a los niños. A mi casa vienen muchos. Vienen a mi huerto, como pajarillos en busca de trigo. El trigo son las caricias y las palabras que les doy. Hablo de Dios… Y ellos, inocentes, prefieren esto antes que los juegos y las fábulas. La oración de los niños es grata al Señor.
-¡Nunca tanto como la tuya¡ Pero… no, no es suficiente.
-Le diré a Jesús que pida por ti al Padre».
-Tampoco es suficiente
-Pero, si más ya no hay¡ La oración de Jesús vence incluso a los demonios…
-Sí. Pero Jesús no oraría siempre, y yo volvería a ser yo… Jesús lo dice siempre- un día se irá. Tengo que preocuparme de cuando me falte Él. Jesús ahora nos quiere enviar a evangelizar. Me da miedo ir a sembrar la palabra de Dios acompañado por este enemigo mío que soy yo mismo. Quisiera estar ya formado para este momento.
-Pero, hijo mío, si ni siquiera puede hacerlo Jesús, ¿quién va a poder?
-¡Tú, Madre¡ Déjame estar un poco de tiempo contigo. Si han estado contigo paganos y meretrices, yo también puedo. Si no quieres que esté en tu casa por la noche, iré a dormir a casa de Alfeo o María de Cleofás, pero pasaré el día contigo y los niños. Las veces pasadas he tratado de actuar solo y he empeorado las cosas. Si voy a Jerusalén, tengo demasiados amigos malos, y, en las condiciones en que me encuentro cuando se apodera de mí esto, soy un juguete en sus manos… Si voy a otra ciudad, es igual. La tentación del camino se enciende en mí además de la que ya tengo. Si voy a Keriot a casa de mi madre, me esclaviza la soberbia. Si voy a un lugar solitario, el silencio me tortura con las voces de Satanás. Pero… en tu casa… ¡oh¡… ¡contigo presiento que será distinto¡… ¡Déjame que vaya¡ ¡Dile a Jesús que me lo conceda¡ ¿Quieres que me pierda? ¿Tienes miedo de mí? Me miras con la mirada de una gacela herida sin fuerzas para seguir huyendo de sus perseguidores. No, no te causaré ningún daño. Yo también tengo una madre, y… y te quiero más que a ella. ¡María, ten piedad de un pecador¡ Mira, lloro a tus pies… Si me rechazas, puede significar mi muerte espiritual… – y Judas se echa realmente a llorar a los pies de María, que lo mira con una mirada de piedad y angustia, y de miedo; está palidísima.
No obstante, da un paso hacia delante, porque estaba casi hundida en el seto, para alejarse de Judas que se le estaba acercando demasiado, y pone una mano en el pelo moreno del Iscariote.
-¡Calla¡ ¡Que no te oigan¡ Hablaré con Jesús. Si Él acepta, vendrás a mi casa. No me preocupo del juicio del mundo. No lesiona mi alma. Sólo me puede causar horror ser culpable yo ante Dios. La calumnia me deja indiferente. De todas formas, no me calumniarán, porque Nazaret sabe que su hija no es escándalo de su ciudad. Además… ¡que pase lo que pase¡… lo que me preocupa es que te salves en tu espíritu. Voy donde Jesús. Queda en paz.
Se emboza en su velo, blanco como el vestido, y se echa a andar, ligera, por el sendero que conduce a una loma poblada de olivos.
Busca a su Jesús y lo encuentra absorto en profunda meditación.
-Hijo, soy yo… Escucha.
-¡Oh, Mamá¡ ¿Vienes a orar conmigo? ¡Qué alegría, qué consuelo me das¡
-¿Qué, Hijo mío? ¿Sientes tu espíritu cansado? ¿Estás triste? ¡Díselo a tu Madre¡
-Sí, cansado, tú lo has dicho, y afligido. No tanto por el cansancio y las miserias que veo en los corazones, cuanto porque veo que mis amigos no cambian. Pero no quiero ser injusto con ellos. Uno sólo me produce cansancio, Judas de Simón…
-Hijo, venía a hablarte de él…
-¿Ha hecho algo malo? ¿Te ha adolorado?
-No. Pero me ha causado la pena que me causaría el ver a una persona muy corrompida… ¡Pobre hijo¡ ¡Qué enfermo está en su espíritu¡
-¿Sientes compasión de él? ¿Ya no te da miedo? Antes sí…
-Hijo mío, mi compasión supera a mi miedo. Quisiera ayudaros a ti y a él a salvar su espíritu. Tú lo puedes todo, no tienes necesidad de mí; pero dices que todos deben cooperar con el Cristo en la redención… ¡Y este hijo está tan necesitado de redención¡…
-¿Qué más debo hacer de lo que ya hago por él?
-Tú no puedes hacer más. Pero podrías dejarme intentarlo a mí. Me ha rogado que le permita estar en nuestra casa porque le parece que así podrá liberarse de su monstruo… ¿Meneas la cabeza? ¿No quieres? Bien, se lo diré…
-No, Mamá. No es que no quiera. Meneo la cabeza porque sé que es inútil. Judas es como uno que se está ahogando y que, a pesar de ver que se está ahogando, rechaza por orgullo la soga que le echan para sacarlo a la orilla. No tiene la voluntad de venir a la orilla. De vez en cuando, sintiendo el terror de ahogarse, busca y pide ayuda, se agarra a la soga… pero luego, por el orgullo, suelta la ayuda, la rechaza, quiere salir él solo… y se hace cada vez más pesado a causa del agua fangosa que traga. Pero, para que no se diga que he dejado una posibilidad sin intentar, hágase esto también, pobre Mamá mía… Sí, pobre Mamá, que te sometes, por amor a un alma, al sufrimiento de tener a tu lado a una persona… que te da miedo.
-No, Jesús, no digas eso. Soy una pobre mujer, porque todavía estoy sujeta a antipatías. Regáñame. Lo merezco. No debería sentir repulsión por ninguna persona, por tu amor. Pero ésa es mi pobreza, sólo ésa. ¡Ah, si pudiera devolverte a Judas espiritualmente curado! Darte un alma es darte un tesoro, y quien da un tesoro no es pobre. ¡Hijo!… ¡Voy y le digo a Judas que das tu consentimiento? Dijiste: «Día llegará en que dirás: “!Qué difícil es ser la Madre del Redentor!». Ya lo he dicho una vez… por Áglae… Pero, ¿qué es una vez! ¡La Humanidad son muchos!… Y Tú eres Redentor de todos. ¡Hijo!… ¡Hijo!… De la misma forma que te llevé a la pequeñuela en mis brazos para que la bendijeras, deja que te traiga en mis brazos a Judas para que lo bendigas…
-Mamá… Mamá… Judas no te merece.
-Jesús mío, cuando no te decidías a entregar a Margziam a Pedro, te dije que sería un bien para él. No puedes decir que Pedro no se haya renovado desde ese momento… Déjame ocuparme de Judas.
-De acuerdo. Hágase como deseas. ¡Bendita seas, por tu intención amorosa por mí y por Judas! Ahora vamos a orar juntos, Mamá. ¡Es tan dulce orar contigo!…
… Acaba de empezar el alba cuando veo que salen de la casa en que se habían alojado.
Juan de Endor y Hermasteo se despiden de Jesús nada más llegar al camino. María, por su parte, con las mujeres, prosigue junto con su Hijo por un camino que se abre paso entre los olivares de las colinas. Van hablando, naturalmente, también de los hechos de ese día.
Pedro dice:
-¡Qué loco ese Felipe! ¡A punto de repudiar a su mujer y a su hija, si no te hubieras metido a hacerlo razonar.
-Esperemos que le dure el arrepentimiento de ahora y que no le dé enseguida de nuevo la locura de la aversión hacia las
mujeres. En el fondo, si el mundo va adelante, es por las mujeres – dice Tomás, y muchos se echan a reír por la ocurrencia. -Cierto. Es verdad. Pero su condición impura es mayor que la nuestra y… – responde Bartolomé.
-¡Venga ya, hombre! ¡Si nos referimos a impureza!… Nosotros tampoco somos ángeles. Lo que quisiera saber es si después de la Redención seguirá siendo así para la mujer. Nos enseñan a honrar a nuestra madre, a tener el máximo respeto para con nuestras hermanas, o las hijas, o las tías, las nueras, las cuñadas… y luego… ¡anatemas a diestro y siniestro! En el Templo, no; estar con ellas muchas veces, no… ¿Que pecó Eva? De acuerdo. También pecó Adán. Dios dio a Eva su castigo, y bien severo; ¿no es suficiente?
-Pero, hombre, Tomás, si hasta Moisés la considera impura.
-Moisés, que si no hubiera sido por las mujeres se hubiera ahogado… Mira, escúchame un momento por favor, Bartolmái, mira, te recuerdo, a pesar de no ser docto como tú sino sólo un batihoja, que Moisés cita las impurezas físicas de la mujer para que la respetemos, no para condenarla.
La discusión se incrementa.
Jesús, que iba delante, precisamente con las mujeres y con Juan y Judas Iscariote, se para, se vuelve e interviene:
-Dios tenía ante sí un pueblo moral y espiritualmente deforme, contaminado por sus contactos con idólatras. Quería convertirlo en un pueblo fuerte en lo físico y espiritual. Dio como preceptos las normas saludables para la fortaleza física y para la honestidad de costumbres. No podía hacer otra cosa para frenar la concupiscencia del varón, para que los pecados por que fue sumergida la tierra y fueron quemadas Sodoma y Gomorra no se repitieran. En el futuro, la mujer redimida no vivirá esta opresión que vive ahora. Seguirán existiendo las prohibiciones dictadas por la prudencia física, pero los obstáculos que encuentra para acercarse al Señor quedarán eliminados. Yo ya los elimino, para preparar a las primeras sacerdotisas del tiempo futuro.
-¿Pero habrá mujeres sacerdotes!? – pregunta, atónito, Felipe.
-No me entendáis mal. No serán sacerdotisas como los hombres, no consagrarán, no administrarán los dones de Dios (los que por ahora no podéis conocer); pero sí pertenecerán lo mismo a la clase sacerdotal, cooperando con los sacerdotes de muchas maneras para el bien de las almas.
-¿Van a predicar? – pregunta, incrédulo, Bartolomé.
-Como ya predica mi Madre.
-¿Van a hacer peregrinajes apostólicos? – pregunta Mateo.
-Sí, y llevarán la Fe muy lejos, y -tengo que decirlo- con más heroísmo que los hombres.
-¿Van a hacer milagros? – pregunta, riendo, el Iscariote.
-Alguna hará también milagros. De todas formas, no os baséis en los milagros como si fuera lo esencial. Las mujeres santas harán también muchos milagros de conversiones con la oración.
-¡ Mmm… las mujeres rezar hasta el punto de hacer milagros! – Natanael.
-No seas cerrado, como un escriba, Bartolomé. ¿Qué concepto tienes de la oración?
-Dirigirse a Dios con las fórmulas que sabemos.
-Es eso y más. La oración es la conversación del corazón con Dios, y debería ser el estado habitual del hombre. La mujer, por su vida más retirada que la nuestra, y porque tiene una facultad afectiva más fuerte que la nuestra, tiene más predisposición
que nosotros para esta conversación con Dios. En ella encuentra consuelo de sus dolores, alivio de sus fatigas -que no son sólo las de la casa y las de engendrar, sino también el soportarnos a nosotros los hombres-, encuentra aquello que enjuga sus lágrimas y devuelve la sonrisa a su corazón. Porque la mujer sabe hablar con Dios, y sabrá hacerlo todavía mejor en el futuro. Los hombres serán los gigantes de la doctrina; las mujeres serán siempre las que con su oración sostengan a los gigantes y al mundo, porque, efectivamente, por sus oraciones se evitarán muchas desventuras y muchos castigos quedarán suspendidos. Así pues, harán milagros, por lo general invisibles, conocidos sólo por Dios, pero no por ello irreales.
-También Tú hoy has hecho un milagro invisible, pero real, ¿no es verdad, Maestro? – pregunta Judas Tadeo. -Sí, hermano.
-Mejor hubiera sido hacerlo visible – observa Felipe.
-¿Querías que transformara a la pequeña en un niño? El milagro en realidad es una alteración del destino de las cosas, por tanto es un benéfico desorden, que Dios concede para complacer la oración del hombre y mostrarle así que lo ama, o para persuadir de que Él es el que es. Pero, dado que Dios es orden, no viola de forma exagerada el orden. La niña ha nacido mujer y mujer seguirá siendo.
-¡Me sentía muy apenada esta mañana!» suspira la Virgen.
-¿Por qué? La niña despreciada no era tuya – dice Susana.
Y añade:
-Yo, cuando veo alguna desgracia en un niño, digo: «¡Menos mal que no tengo niòos!»
-No digas eso, Susana. Eso no es caridad. También yo podría decirlo, porque mi única Maternidad ha trascendido las leyes naturales. Pero no lo digo, porque siempre pienso: «Si Dios no hubiera querido que fuera virgen, quizás esa semilla habría caído en mí y sería la madre de ese infeliz», y así tengo compasión de todos… Porque digo: «Podría haber sido hijo mío», y, como madre, querría que todos fueran buenos, que estuvieran sanos, que fueran amados y merecedores de amor, porque eso es lo que desean las madres para sus hijos – responde dulcemente María. Y Jesús la mira con unos ojos tan radiantes, que parece vestirla de luz.
-Por eso tienes compasión de mí… – dice el Iscariote en voz baja.
-De todos. Aunque se tratara del asesino de mi Hijo, porque pienso que sería el más necesitado de perdón… y de amor, porque, sin duda, todos lo odiarían.
-Mujer, tendrías que empeñarte mucho en defenderlo para darle tiempo de convertirse… Yo sería el primero en quitarlo de enmedio… – dice Pedro.
-Hemos llegado al lugar de la despedida. Madre, Dios sea contigo. Y contigo, María. También contigo, Judas. Se besan. Jesús añade:
-Recuerda que te he concedido una cosa muy grande, Judas. Haz que sea un bien para ti, no un mal. Adiós.
Y Jesús, los once restantes y Susana, van, ligeros, hacia oriente, mientras María, la cuñada de María y el Iscariote siguen
recto.