El encuentro con Síntica, esclava griega y la llegada a Cesárea Marítima
No veo la ciudad de Dora. Declina el sol. Los peregrinos se dirigen a Cesárea. La permanencia en Dora no la he visto. Quizás ha sido sólo un alto en el camino sin nada especial que señalar. El mar parece al rojo vivo, de tanto como refleja, en su calma, el rojo del cielo; un rojo, éste, tan violento, que aparece casi irreal: es como si hubieran vertido sangre en la bóveda del firmamento. Hace todavía calor, pero el aire del mar lo hace soportable. Caminan siguiendo la orilla para evitar el ardor del terreno seco; bastantes, incluso, se han quitado las sandalias y se han remangado los vestidos para entrar en el agua.
Pedro declara:
-Si no hubieran estado las discípulas, me habría desnudado y me habría metido dentro del agua hasta el cuello. Pero… hasta de donde está debe salir, porque la Magdalena, que iba adelante con las otras, vuelve y dice:
-Maestro, conozco bien esta zona. ¿Ves allí ese hilo amarillo en el azul del mar? Allí descarga un río, perenne, incluso en
este tiempo de verano. Y hay que saberle atravesar…
-¡Hemos atravesado muchos ríos! ¡ No será el Nilo! Atravesaremos también éste – dice Pedro.
-No es el Nilo. Pero en sus aguas y sus orillas hay animales de agua peligrosos. No se puede pasar a la ligera y descalzos, porque entonces te hieren.
-¿Pero bueno, qué son, leviatanes?
-Bien has dicho, Simón, son verdaderamente cocodrilos; pequeños, pero suficiente como para que no puedas caminar un buen trecho.
-¿Y qué hacen allí?
-Los trajeron por motivos de culto, creo, desde cuando aquí reinaban los fenicios. Y aquí se han quedado. Cada vez más pequeños, pero no por ello menos agresivos. Pasaron de los templos al limo del río. Ahora son lagartones grandes, ¡pero con unos dientes! Los romanos vienen para celebrar partidas de caza y para otra serie de diversiones… Yo también he venido con ellos. Todo sirve para… llenar el tiempo. Además las pieles son bonitas y se usan para muchas cosas. Por la experiencia que tengo, dejad que os guíe.
-Bien. Me gustaría verlos… – dice Pedro.
-Quizás vemos alguno, aunque de hecho los han cazado tanto que están casi exterminados.
Dejan la orilla y se dirigen hacia el interior. Encuentran un camino de primer orden entre medias de las colinas y el mar. Llegan pronto a un puente muy arqueado, tendido sobre un río pequeño, aunque de cauce más bien grande, ahora pobre de aguas, reducidas al centro del lecho. Donde no hay agua se ven juncales y cañizares ahora semiagostados por el verano, aunque en otras estaciones del año, sin duda, forman minúsculas islas en medio de las aguas). En las orillas hay matorrales y árboles frondosos.
A pesar de escrutar mucho con la mirada, no ven ningún animal, y muchos sufren un desencanto. Pero, estando ya para terminar el paso del puente (una recia construcción, tal vez romana, con un único arco muy alto; quizás para que no lo invadan las aguas en tiempo de crecida), Marta da un grito agudísimo y se hace atrás aterrorizada: un enorme lagartón -es lo que parece, no más, pero con la clásica cabeza de los cocodrilos- está atravesado en el camino haciéndose el dormido.
-¡No tengas miedo, mujer! – grita la Magdalena. Cuando están ahí no son peligrosos. Lo malo es cuando están escondidos y se mete el pie sin verlos.
Pero Marta se mantiene prudentemente atrás. También Susana se lo toma muy en serio… María de Alfeo es más valiente, no sin prudencia: al lado de sus hijos, sigue adelante mientras mira. Los apóstoles no tienen ningún miedo; miran y hacen comentarios sobre el feo animal, el cual se digna girar lentamente la cabeza para que lo vean también de frente, y luego hace ademán de moverse, como si quisiera ir en dirección a estos importunos viandantes. Otro grito de Marta, que se hace atrás más todavía, imitada esta vez por Susana y María Cleofás. Pero María de Magdala coge un canto, se lo tira al animal y le da en un costado, y éste huye hacia abajo por el guijarral para encenagarse en el agua.
-Ven, acércate, miedosa. Ya no está – dice a su hermana. Las mujeres se juntan de nuevo.
-Pero es feo con ganas, ¡eh! – comenta Pedro.
-Maestro, ¿es verdad que en el pasado les daban de comer víctimas humanas? – pregunta Judas Iscariote.
-Se le consideraba animal sagrado. Representaba a un dios, y, de la misma forma que nosotros ofrecemos el sacrificio a nuestro Dios, ellos, los pobres idólatras, lo hacían con las formas y errores que su condición comportaba.
-¿Pero todavía se hace ahora? – pregunta Susana.
-Creo que no hay que descartar que todavía se haga en lugares idólatras – dice Juan de Endor.
-¡Dios mío! Pero se los darán muertos, ¿no?!
-No. Si se los dan es vivos. Jovencitas, niños, en general: las primicias del pueblo. Al menos eso es lo que he leído – responde Juan de Endor a las mujeres, las cuales miran a su alrededor todo asustadas.
-Yo, si tuviera que acercarme a él, me moriría de miedo – dice Marta.
-¿Sí? Pues ése no es nada, mujer, respecto al verdadero cocodrilo: es, al menos, tres veces más largo y ancho. -Y además hambriento. Ése ciertamente estaba ya lleno de culebras o conejos montaraces.
-¡Misericordia! ¡También culebras! Pero, ¿a dónde nos has traído, Señor?! – dice quejumbrosa Marta, tan asustada que la risa se apodera irresistiblemente de todos.
Hermasteo, que hasta ahora ha guardado siempre silencio, dice:
-No tengas ningún miedo. Basta hacer mucho ruido y todos huyen. Tengo experiencia. He estado en repetidas ocasiones en el bajo Egipto.
Reanudan la marcha dando palmadas o golpeando en los troncos… La parte peligrosa queda atrás.
Marta se ha juntado a Jesús y pregunta frecuentemente:
-¿Es seguro que ya no habrá más?
Jesús la mira y menea la cabeza sonriendo, pero la tranquiliza:
-Estamos ya muy cerca de la llanura de Sarón, que no es sino belleza. ¡De todas formas, sí que me teníais reservadas hoy sorpresas las discípulas! No sé verdaderamente por qué eres tan asustadiza.
-Yo tampoco lo sé. Pero todo lo que repta me aterroriza. Tengo la impresión como de sentir el frío de esos cuerpos – fríos y legamosos – sobre mí. Y me pregunto por qué existen. ¿Son, acaso, necesarios?
-Esto habría que preguntárselo a Aquel que los hizo. Tú cree que si los ha hecho es señal de que son útiles… aunque sólo fuera para hacer brillar el heroísmo de Marta – dice Jesús con un brillo perspicaz en sus ojos.
-¡ Oh, Señor! Tienes razón en bromear, pero yo tengo miedo y no me venceré jamás.
-Eso lo veremos… ¿Qué se mueve allí entre aquellos matorrales? – dice Jesús levantando la cabeza y dirigiendo su mirada adelante, hacia una maraña de zarzas y otras plantas de largas ramas lanzadas al asalto de una voluminosa barrera de chumberas, situada más atrás, con sus palas tan duras cuanto flexibles son las ramas agresoras.
-¿Otro cocodrilo, Señor?… – gime Marta aterrorizada.
Pero el crujir de frondas aumenta y tras ellas aparece un rostro humano, de mujer. Mira. Ve a todos estos hombres. Duda entre huir por el campo o introducirse en la agreste galería. Vence lo primero y, dando un grito, huye.
-¿Leprosa?, ¿Loca?, ¿Endemoniada? – se preguntan, sin salir de su asombro.
Pero la mujer vuelve sobre sus pasos, porque de Cesárea -ya cercana- está viniendo un carro romano. La mujer se ve como un ratón sin escapatoria. No sabe a dónde ir, porque Jesús con los suyos están ahora junto al matorral que le servía de
refugio y no puede volver, y hacia el carro no quiere ir… Entre las primeras calígines del anochecer -la noche se acerca de prisa tras el intenso ocaso- se ve que es joven y donosa, a pesar de estar harapienta y despeinada.
-¡Mujer! Ven aquí!- ordena Jesús imperiosamente.
La mujer tiende los brazos hacia Él suplicando:
-¡No me hagas daño!
-Ven aquí. ¿Quién eres? No te voy a hacer ningún daño – lo dice tan dulcemente, que logra persuadirla. La mujer se acerca encorvada y se arroja al suelo diciendo:
-Quienquiera que seas, ten piedad. Mátame, pero no me devuelvas a mi amo. Soy una esclava que ha huido… -¿Quién era tu amo? ¿De dónde eres? Se ve que no eres hebrea, por tu modo de hablar y tu vestido.
-Soy griega. La esclava griega de… ¡Piedad! ¡Escondedme! ¡El carro está llegando!…
Todos forman grupo en torno a la infeliz, que se acurruca en el suelo. El vestido desgarrado por los espinos deja ver los hombros surcados de golpes y ornados de arañazos. El carro pasa sin que ninguno de sus ocupantes muestre interés por este grupo parado junto al matorral.
-Han pasado de largo, habla. Si podemos, te ayudamos – dice Jesús tocando con la punta de los dedos su cabellera despeinada.
-Soy Síntica, la esclava griega de un noble romano del séquito del Procónsul.
-¡Entonces eres la esclava de Valeriano! – exclama María de Magdala.
-¡Piedad, piedad! No me denuncies a él – suplica la infeliz.
-No temas. No volveré a hablar nunca más con Valeriano – responde la Magdalena, y explica a Jesús: «Es uno de los más ricos y sucios romanos que tenemos aquí. Y, lo mismo que es sucio, es cruel».
-¿Por qué has huido? – pregunta Jesús.
-Porque tengo un alma. No soy una mercancía… – la mujer siente seguridad al ver que ha encontrado a personas compasivas – No soy una mercancía. Mi amo me compró, es verdad, pero podrá haber comprado mi persona para embellecer su casa, para que le alegre las horas con la lectura, para que le sirva, sí, pero nada más. ¡El alma es mía! No es una cosa que se compre. Y quería también mi alma.
-¿Cómo tienes conocimiento del alma?
-No soy iletrada, Señor; botín de guerra desde la más tierna edad, pero no plebeya. Éste es mi tercer amo, un indecente fauno. Pero conservo las palabras de nuestros filósofos, y sé que en nosotros hay algo más que carne. Dentro de nosotros hay algo que es inmortal, algo que no tiene exacto nombre para nosotros… Pero hace poco he sabido su nombre. Un día ha pasado por Cesárea un hombre, que hacía prodigios y hablaba mejor que Sócrates y Platón. Fue objeto de muchos comentarios, en termas y triclinios, o en los dorados peristilos. Ensuciaron su augusto nombre pronunciándolo en las salas de sus inmundas orgías. Y mi amo me mandó leer otra vez -precisamente a mí, que ya sentía en mí algo inmortal que sólo le corresponde a Dios y no se compra como mercancía en un mercado de esclavos-las obras de los filósofos, para cotejar y buscar si esta cosa ignorada, que el hombre que había venido a Cesárea había llamado «alma», estaba ahí descrita. ¡A mí me lo hizo leer, a mí a quien quería someter a su carnalidad! Así he venido a saber que esta cosa inmortal es el alma. Y, mientras Valeriano con los otros como él escuchaba mi voz, y, entre un eructo y un bostezo, trataba de entender, comparar y discutir, yo unía lo que decían, refiriendo las palabras del Desconocido, a las palabras de los filósofos, y me las metía aquí, y con ellas me construía una dignidad cada vez más fuerte, para rechazar su libídine… Hace unos días, una noche, me pegó salvajemente, porque lo rechacé a dentelladas… A1 día siguiente me escapé… Hace cinco días que vivo en esa espesura, cogiendo de noche moras e higos chumbos. Pero al final dará conmigo. Ciertamente me está buscando. Cuesto mucho dinero, y gusto demasiado a su carnalidad, como para que se desentienda de mí… ¡Ten piedad! Te pido -eres hebreo y, sin duda, sabes dónde está-, te pido que me conduzcas a ese Desconocido que habla a los esclavos y que habla del alma. Me han dicho que es pobre. Pasaré hambre, pero quiero estar a su lado para que me instruya y me eleve: vivir con los brutos embrutece, aunque se les oponga resistencia. Quiero volver a poseer la dignidad moral mía.
-Ese hombre, el Desconocido al que buscas, está frente a ti.
-¿Tú? ¡Oh, ignoto Dios de la Acrópolis! ¡Ave! – y se postra hasta tocar con la frente el suelo.
-Aquí no puedes estar. Pero Yo voy a Cesárea…
-¡No me dejes, Señor!
-No te dejo… Estoy pensando…
-Maestro, nuestro carro está, sin duda, en el lugar convenido, esperándonos. Manda a avisar. En el carro estará segura como en nuestra casa – aconseja María de Magdala.
-¡Sí, confíanosla a nosotras, Señor! Ocupará el lugar del anciano Ismael. La instruiremos sobre ti. Será una mujer arrebatada al paganismo – suplica Marta.
-¿Quieres venir con nosotros? – pregunta Jesús.
-Con cualquiera de los tuyos, con tal de no volver con aquel hombre. ¡Pero… pero aquí una mujer ha dicho que lo conoce! ¿No me traicionará? ¿No irán romanos a su casa? ¿No…?
-No tengas miedo. A Betania no van romanos; sobre todo, de esa clase – dice la Magdalena para tranquilizar.
-Simón y Simón Pedro, id a buscar el carro. Os esperamos aquí. Entraremos en la ciudad después – ordena Jesús. …Cuando el pesado carro cubierto anuncia su presencia con el ruido de los cascos y las ruedas y con el farol oscilante
colgado de su techo, los que esperaban se levantan del ribazo donde han cenado y bajan al camino.
El carro se para, bamboleándose, en la orilla del camino deformado. Bajan Pedro y Simón; inmediatamente después, baja una mujer anciana, que corre a abrazar a la Magdalena diciendo:
-Ni siquiera un momento, no quiero dejar pasar ni un momento sin decirte que soy feliz, que tu madre exulta conmigo, que eres de nuevo la rubia rosa de nuestra casa, como cuando dormías en la cuna después de haber mamado de mi pecho – y la besa una y otra vez. María llora entre sus brazos.
-Mujer, te confío a esta joven y te pido el sacrificio de esperar aquí toda la noche. Mañana podrás ir al primer pueblo de la vía consular y esperar allí. Nosotros iremos antes del final de la tercia – dice Jesús a la nodriza.
-Todo sea como Tú quieras. ¡Bendito seas! Déjame sólo darle a María los vestidos que le he traído.
Y vuelve a subir al carro, con María Santísima, María y Marta.
Cuando vuelven a salir, la Magdalena aparece como la veremos en lo sucesivo siempre: con una túnica sencilla, un lienzo fino y grande de lino como velo y un manto sin adornos.
-Ve tranquila, Síntica. Mañana vendremos nosotros. Adiós.
Es el saludo de Jesús, que reanuda su camino hacia Cesárea…
Mucha gente, a la luz de antorchas o faroles llevados por esclavos, pasea por la orilla del mar, respirando el aire marino: gran alivio para los pulmones cansados del bochorno del estío. Los que pasean son precisamente la clase de los ricos romanos. Los hebreos están dentro de sus casas y gozan del fresco en la parte alta de éstas. La orilla del mar parece un larguísimo salón en hora de visitas. Pasar por ahí significa literalmente ser sometido a detallado análisis. Pues bien, a pesar de ello, Jesús pasa precisamente por ahí, todo a lo largo de la orilla, sin hacer caso de miradas, comentarios o ironías.
-Maestro, ¿Tú por aquí? ¿A esta hora? – pregunta Lidia (que está sentada en una especie de sillón o triclinio que le han llevado los esclavos al margen de la vía), y se pone en pie.
-Vengo de Dora y se me ha hecho tarde. Estoy buscando un lugar de alojamiento.
-Te diría: ahí está mi casa – y señala un bonito edificio a espaldas suyas – Pero no sé si…
-No. Te lo agradezco, pero no acepto. Traigo a muchos conmigo y ya dos de ellos se han adelantado para avisar a personas que conozco. Creo que me darán hospedaje.
Los ojos de Lidia se fijan también en las mujeres a las que ha señalado Jesús junto con los discípulos. Enseguida reconoce a la Magdalena.
-¡María! ¿Tú? ¡Entonces es verdad!
La mirada de María es como la de una gacela acorralada: denota suplicio. No sin motivo, porque no es Lidia la única a quien afrontar; hay muchos otros que se están fijando en ella… Pero mira a Jesús y se siente segura de nuevo.
-Es verdad.
-¡Entonces te hemos perdido!
-No. Me habéis encontrado. A1 menos espero hallaros un día, y con una amistad mejor, en este camino que por fin he encontrado. Díselo esto, te lo ruego, a todos los que me conocen. Adiós, Lidia. Olvida todo el mal que me viste hacer. Te pido perdón por ello…
-¡Pero María! ¿Por qué te humillas? Hemos vivido la misma vida, de ricos y ociosos, y no hay…
-No. Yo he vivido una vida peor. Pero la he dejado. Y además para siempre.
-Adiós, Lidia – abrevia el Señor, y se mueve hacia su primo Judas, que, con Tomás, está viniendo hacia Él. Lidia retiene un momento más a la Magdalena.
-Ahora que estamos entre nosotras, dime la verdad: ¿estás realmente convencida?
-No convencida: dichosa de ser la discípula. Sólo lloro una cosa: no haber conocido antes la Luz y haber comido el lodo en vez de nutrirme de Ella. Adiós, Lidia.
La respuesta resuena límpida en el silencio que se ha hecho en torno a las dos mujeres. Ninguno de los muchos presentes dice ya nada más… María se vuelve y, rápida, trata de alcanzar al Maestro.
Un joven se le pone delante:
-¿Es tu última locura? – dice, y hace ademán de abrazarla, pero, estando medio borracho, no lo logra y María lo evita mientras le grita: «No, es mi único acto de cordura». Y se llega hasta donde sus compañeras, que sienten tanta repulsa de las miradas de esos viciosos, que van veladas como mahometanas.
-María – dice temblorosa Marta – ¿has sufrido mucho?
-No. Y, tiene razón, y ahora ya no volveré a sufrir por esto, tiene razón Él…
Tuercen todos hacia una callejuela oscura, para entrar luego en una casa grande -se ve que es una posada- donde pasar la noche.