María Santísima devela a María de Alfeo el sentido de la maternidad espiritualizada. La Magdalena debe forjarse sufriendo
Todavía es de noche (una preciosa noche de Luna menguante) cuando, silenciosamente, Jesús con los apóstoles y las mujeres, Juan de Endor y Hermasteo, se despiden de Isaac, que es el único que está despierto, para emprender el camino siguiendo la orilla del mar. El rumor de los pasos es sólo un leve crujido de grava comprimida por las sandalias. Ninguno habla hasta que no dejan unos metros atrás la última de las casitas. Quien en ella duerme, o en las otras anteriores, ciertamente no ha advertido la silenciosa partida del Señor y sus amigos. El silencio es profundo. Sólo el mar habla: a la Luna, que ya se encamina hacia el poniente, empezando a declinar; a las arenas, y les cuenta las historias de las profundidades, con su larga ola de marea alta incipiente que va dejando cada vez menos margen seco al litoral.
Esta vez las mujeres van adelante, con Juan, Simón Zelote, Judas Tadeo y Santiago de Alfeo, los cuales ayudan a las discípulas a pasar pequeños escollos que aparecen acá o allá, húmedos de agua salubre y resbaladizos. E1 Zelote va con la Magdalena, Juan con Marta, mientras que Santiago de Alfeo se ocupa de su madre y de Susana y Judas Tadeo no cede a ninguno el honor de tomar en su recia y larga mano -otra parte en que asemeja a Jesús- la mano menuda de María, para sostenerla en los pasos difíciles. Cada uno de ellos habla en voz baja con su compañera. Parece como si todos quisieran respetar el sueño de la Tierra.
El Zelote habla muy animadamente con María de Magdala, y veo que más de una vez Simón abre los brazos con el gesto
de quien dijera: «Así es y no hay otra posibilidad». Pero, dado que son los que van más adelantados, no oigo lo que dicen.
Juan habla sólo de vez en cuando con su compañera, señalándole el mar y el Carmelo, cuya ladera occidental está
todavía blanca de luna. Quizás está hablando del camino que recorrieron la otra vez bordeando el Carmelo por la otra parte. También Santiago, entre María de Alfeo y Susana, habla del Carmelo. Dice a su madre:
-Jesús me ha prometido que subiríamos allá arriba los dos solos, y que me diría una cosa sólo a mí.
-¿Qué querrá decirte, hijo? ¿Me lo participas luego?
-Mamá, si es un secreto, no te lo puedo decir – responde sonriendo, con esa sonrisa suya tan afectuosa, Santiago, cuya semejanza con José, el esposo de María, es muy sensible en las facciones y, más aún, en la serena dulzura.
-Para la madre no hay secretos.
-No los tengo, la verdad. Pero si Jesús me quiere allá arriba solo, y sólo para hablarme, es señal de que no quiere que sepa nadie lo que quiere decirme. Tú, mamá, eres mi querida mamá a la que quiero mucho, pero Jesús está por encima de ti y su voluntad también. De todas formas, le preguntaré, cuando llegue el momento, si te puedo decir a ti sus palabras. ¿Estás contenta ahora?
-Te olvidarás de preguntarlo…
-No, mamá; no te olvido nunca, aunque estés lejos de mí. Siempre que oigo o veo algo bonito pienso: «¡Si estuviera aquí mi madre!»
-¡Amor! Dame un beso, hijo mío.
María de Alfeo está emocionada. Pero la emoción no mata la curiosidad. Vuelve al asalto después de unos momentos de silencio.
-Has dicho: su voluntad. Entonces es que has comprendido que te quiere manifestar algún designio suyo. ¡Venga, hombre, al menos esto lo puedes decir! ¡Esto te lo habrá dicho estando presentes los demás!
-La verdad es que iba delante sólo con Él – dice sonriendo Santiago.
-Pero los otros podían oír.
-No me dijo mucho, mamá. Me recordó las palabras y la oración de Elías en el Carmelo: «De los profetas del Señor he quedado yo sólo»; «sé propicio a mi oración, para que este pueblo reconozca que Tú eres el Señor Dios»».
-¿Y qué quería decir?
-¡Cuántas cosas quieres saber, mamá! Ve donde Jesús, entonces; que te las diga – se defiende Santiago.
-Habrá querido decir que, dado que el Bautista ha sido apresado, queda sólo El como profeta en Israel, y que Dios deberá conservarlo mucho tiempo para que el pueblo sea adoctrinado – dice Susana.
-¡Mmm! Dudo que Jesús pida ser conservado mucho tiempo. Para sí mismo no pide nada… ¡Venga, Santiago mío, díselo a tu madre!
-La curiosidad es un defecto, mamá; es cosa inútil, peligrosa y a veces dolorosa. Haz un buen acto de mortificación… -¡Ay, pobre de mí! ¿No habrá querido decir que me van a encarcelar a tu hermano, o… quizás… matarlo? – pregunta toda agitada María de Alfeo.
-Judas no es «todos los profetas», mamá, aunque, por tu amor, cada uno de tus hijos representa al mundo…
-Pienso también en los demás, porque… porque entre los profetas futuros estáis ciertamente vosotros. Entonces… entonces, si sólo quedas tú… Si sólo quedas tú es señal de que los otros, mi Judas… ¡oh !
María de Alfeo deja al improviso donde están a Santiago y a Susana y, ligera como una jovencilla, vuelve hacia atrás corriendo, sin hacer caso a la pregunta que le dirige Judas Tadeo. Llega, como si alguien la estuviera persiguiendo, al grupo de Jesús.
-Jesús mío, … estaba hablando con mi hijo… de lo que le dijiste… del Carmelo… de Elías… de los profetas… Dijiste… que Santiago se quedará solo… ¿Qué será de Judas, entonces? ¡Es mi hijo, sabes! – dice toda jadeante por la congoja y por la carrera realizada.
-Lo sé, María; como también sé que te sientes feliz de que sea mi apóstol. Date cuenta de que tú tienes todos los derechos como madre y Yo los tengo como Maestro y Señor.
-¡Es verdad… es verdad… pero Judas es mi hijito!… y María, vislumbrando un momento futuro, se echa a llorar con
ganas.
-¡Oh, son lágrimas muy mal empleadas! Pero todo se le comprende a un corazón de madre. Ven aquí, María. No llores. Ya te consolé otra vez. En aquel momento te prometí que aquel dolor te alcanzaría de Dios grandes gracias, para ti, para tu Alfeo, para tus hijos… (Jesús ha pasado su brazo por encima de los hombros de su tía y la ha juntado estrechamente a sí… Ahora ordena a los que iban con Él:
-Vosotros id adelante…
Luego, ya sólo con María de Alfeo, sigue diciendo:
-Y no mentí. Alfeo murió invocándome. Por tanto, toda deuda suya hacia Dios quedó cancelada. María, tu dolor obtuvo esta conversión hacia el pariente que antes Alfeo no había comprendido, hacia el Mesías que no había querido reconocer; ahora, este dolor tuyo obtendrá que el vacilante Simón y el reacio José imiten a tu Alfeo.
-Sí, pero… ¿Qué vas a hacer con Judas, con mi Judas?
-Lo amaré más aún de cuanto le amo ahora.
-No, no. Hay un presagio amenazador en esas palabras. ¡Oh, Jesús! ¡Oh, Jesús!…
María Virgen vuelve hacia atrás porque, ante ese dolor cuya naturaleza todavía desconoce, quiere consolar también a su cuñada. En cuanto sabe de qué dolor se trata -porque su cuñada, al verla a su lado, llora aún más fuerte y se lo dice- se pone más pálida que la misma Luna.
María de Alfeo gime:
-Dile tú que no, que no… la muerte para mi Judas…
María Virgen, aún más pálida, le dice:
-¿Podría pedir esto para ti, si ni siquiera para mi Hijo pido que sea salvado de la muerte? María, di conmigo: «Hágase tu voluntad, Padre, en el Cielo, en la Tierra y en el corazón de las madres». Hacer la voluntad de Dios a través del destino de nuestros hijos es el martirio redentor de nosotras las madres… Además… nadie ha confirmado que vayan a matarlo a Judas, o matarlo antes de que tú mueras. ¡Tu oración de ahora por que alcance la mayor longevidad cómo te pesaría entonces, cuando, en un Reino de Verdad y Amor, veas todas las cosas a través de las luces de Dios y a través de tu maternidad espiritualizada! Entonces -estoy seguro de ello-, como bienaventurada y como madre, querrías que Judas fuera semejante a mi Jesús en su destino de redentor, y anhelarías vivamente tenerlo pronto contigo, de nuevo, para siempre. Porque el tormento de las madres es verse separadas de sus hijos: un tormento tan grande, que creo que perdurará, como ansia amorosa, incluso en el Cielo que nos acogerá.
El llanto de María -tan fuerte y en medio del silencio de un primer barrunto de alba- ha hecho que todos vuelvan atrás para saber lo que pasa, con lo cual han oído las palabras de María Virgen y la emoción se extiende: llora María de Magdala susurrando: «Y yo le he procurado ese tormento a mi madre ya desde esta Tierra»; llora Marta diciendo: «La separación de los hijos y la madre significa dolor recíproco»; brillan también los ojos de Pedro. Por su parte el Zelote dice a Bartolomé: « ¡Qué palabras de sabiduría para explicar lo que será la maternidad de una bienaventurada!»; « ¿Y cómo – le responde Natanael – valorará las cosas una madre bienaventurada: a través de las luces de Dios y de la maternidad espiritualizada…! Se queda uno sin respiración, como ante un luminoso misterio».
Judas Iscariote dice a Andrés:
-La maternidad, expresada en esos términos, se despoja de todo sentido de peso para ser pura ala. Da la impresión de estar viendo ya a nuestras madres transformadas en una inimaginable belleza.
-Es verdad. La nuestra, Santiago, nos amará así. ¿Te imaginas lo perfecto que será entonces su amor? – dice Juan a su hermano, y es el único en que se dibuja una luz de sonrisa (¡tanto le emociona gozosamente la idea de que su madre llegue a amar en modo perfecto!).
-Siento haber causado tanto dolor – dice Santiago de Alfeo en tono de pedir disculpas. Ha intuido más de lo que he dicho… Créeme, Jesús.
-Lo sé. Lo sé. María se está labrando a sí misma, y éste ha sido un golpe más fuerte de cincel; pero le quita mucho peso muerto – dice Jesús.
-¡Venga, madre! ¡Deja ya de llorar! Esto me duele. Que sufras como una pobre mujercita que no conoce las certezas del Reino de Dios. No te pareces en nada a la madre de los niños Macabeos – recrimina a su madre Judas Tadeo, severo, aunque abrazándola… Y, besándola en la cabeza, en sus cabellos entrecanos, añade: «Pareces una niña con miedo a las sombras y a las fábulas que le cuentan para asustarla. Pero tú sabes dónde encontrarme: en Jesús. ¡Qué mamá! ¡Qué mamá! Deberías llorar si se te hubiera dicho que, en un futuro, fuera a traicionar a Jesús, a abandonarlo, o fuera a ser un réprobo. Entonces sí, entonces deberías llorar incluso sangre. Pero, si Dios me ayuda, no te daré nunca ese dolor, madre mía. Quiero estar contigo por toda la eternidad…
El reproche, primero; las caricias, después… terminan por enjugar el llanto de María de Alfeo, que ahora se siente -y se la ve- toda avergonzada de su debilidad.
En el tránsito de la noche al día -habiéndose ocultado la Luna sin haber empezado todavía a amanecer- la luz ha disminuido. Pero es sólo un breve intermedio incierto. Inmediatamente después, la luz -primero plomiza, luego levemente gris, luego verdastra, luego láctea con transparencias de azul, finalmente clara, casi incorpórea plata- se afirma, cada vez más, facilitando el camino por el guijarral húmedo que las olas han dejado descubierto; mientras, los ojos se alegran con la vista del mar, ya de un azul más claro, pronto a encenderse de visos de gema. Y luego el aire embebe su plata de un rosa cada vez más seguro, hasta que este rosa-oro de la aurora se hace lluvia rosa-roja que cae en el mar, en los rostros, en los campos, formando contrastes de tonalidades cada vez más vivos, los cuales alcanzan el punto perfecto -para mí siempre el más bonito del día-cuando el Sol, saltando los confines del oriente, lanza su primer rayo hacia montes y laderas, bosques, prados y vastas llanuras marinas y celestes, y acentúa todos los colores: la blancura de las nieves o de las lejanías montañosas, con un color añil entreverado de verde diaspro; o el cobalto del cielo, que palidece para acoger el rosa; o el zafiro veteado de jaspe y orlado de perlas del mar. Y hoy el mar es un verdadero milagro de belleza: no muerto en la calmaría pesada ni agitado bajo la lucha de los vientos, sino majestuosamente vivo con su reñir de leves olas, apenas señaladas con una ondulación coronada por una crestita de espuma.
Llegaremos a Dora antes de que el sol queme. Reanudaremos la marcha al declinar del sol. Mañana, en Cesárea, terminará vuestro esfuerzo, hermanas. También nosotros descansaremos. Allí estará ciertamente vuestro carro. Nos separaremos… ¿Por qué lloras, María? ¿Voy a tener que ver hoy llorar a todas las Marías? – dice Jesús a la Magdalena.
-Le apena dejarte – dice su hermana para disculparla.
-No quiere decir que no nos vayamos a volver a ver, y además pronto.
María hace gesto de negación con la cabeza. No llora por eso.
El Zelote explica:
-Teme no saber ser buena sin tenerte a su lado. Teme… ser tentada demasiado fuertemente una vez que Tú ya no estés cerca manteniendo alejado al demonio. Me hablaba de esto hace poco.
-No tengas este temor. Yo no retiro nunca una gracia que he concedido. ¿Quieres pecar? ¿No? Pues estáte tranquila. Vigila, eso sí, pero no tengas miedo.
-Señor… lloro también porque en Cesárea… Cesárea está llena de mis pecados. Ahora los veo todos… Me espera mucho que sufrir en mi humanidad…
-Me alegro; cuanto más sufras mejor será, porque después ya no tendrás que sufrir con estas inútiles penas. María de Teófilo, te recuerdo que eres hija de un padre fuerte, y que eres un alma fuerte y que Yo te quiero hacer fortísima. En las otras compadezco las debilidades, porque han sido siempre mujeres mansas y tímidas, incluso tu hermana. En ti no lo soporto. Te labraré con fuego y yunque. Porque eres temple que debe labrarse así, para no deteriorar el milagro de tu voluntad y la mía. Esto debéis saberlo tú y los que -de entre los presentes o los ausentes- pensasen que podría ser débil contigo por lo mucho que te he amado. Te concedo que llores por arrepentimiento y por amor; no por ninguna otra cosa. ¿Comprendes? – Jesús se muestra sugestivo y severo.
María de Magdala se esfuerza en tragar lágrimas y sollozos y cae de rodillas, besa los pies de Jesús; e intentando hablar con voz firme, dice:
-Sí, mi Señor. Haré como Tú quieres.
-Álzate, pues, y está serena.