A los pescadores siro-fenicios: la parábola del minero perseverante. Hermasteo de Ascalón
Son las primeras horas de la mañana cuando Jesús llega a una ciudad de mar. Está ante ella. Cuatro barcas siguen a la
suya.
La ciudad se adentra en el mar de una forma extraña, como si estuviera construida en un istmo, o, más exactamente, como si un estrecho istmo uniera sus dos partes: la que penetra completamente en el mar y la que se extiende sobre la orilla.
Vista desde el mar, parece un enorme hongo (acostada su cabeza en las olas, hincada su base en la costa y como pie el istmo). A los lados del istmo, dos puertos: uno, el que mira a septentrión, menos cerrado, está lleno de embarcaciones pequeñas; el otro, situado al Sur, mucho más protegido, está lleno de naves grandes, que llegan o zarpan.
-Hay que ir allá – dice Isaac señalando hacia el puerto de las embarcaciones pequeñas – Allí están los pescadores.
Costean la isla y veo que el istmo es artificial, una especie de dique ciclópeo que une la islita con tierra firme. ¡En aquellos tiempos construía sin tacañerías! Deduzco de esta obra y del número de aves que hay en los puertos que la ciudad era muy rica y comercialmente muy activa. Detrás de la ciudad, tras una zona de llanura, hay algunas colinas bajas y de gracioso aspecto. En la lejanía se pueden ver el gran Hermón y la cadena libanesa. Deduzco también que esta es una de las ciudades que veía desde el Líbano.
La barca de Jesús, entretanto, está llegando al puerto septentrional, a la rada del puerto (no atraca, sino que se mueve
lentamente, con los remos hacia adelante y hacia atrás, hasta que Isaac ve a los que buscaba y los llama gritando).
Se acercan dos bonitas barcas de pesca. Los pescadores se inclinan hacia las barcas más pequeñas de los discípulos.
-El Maestro está con nosotros, amigos. Venid, si queréis oír su palabra. Esta misma tarde vuelve a Sicaminón – dice Isaac. -Enseguida. ¿A dónde vamos?
-A un lugar tranquilo. El Maestro no baja a Tiro, ni a la ciudad de tierra firme. Hablará desde la barca. Elegid un sitio que esté a la sombra y protegido.
-Venid hacia las rocas, detrás de nosotros. Allí hay ensenadas tranquilas y con sombra. Podréis incluso bajar a tierra.
Y van a una concavidad del arrecife, más al Norte. La pared rocosa, cortada a pico, protege del sol. Es un lugar solitario, sólo poblado de gaviotas y torcazos que salen para hacer sus incursiones en el mar y vuelven emitiendo fuertes gritos a sus nidos de la roca. Pero, en esto, otras pequeñas embarcaciones se han ido uniendo a las que van en cabeza, de manera que forman ya una minúscula flotilla. En el fondo de este pequeñísimo golfo hay una insignificancia de playa, verdaderamente una insignificancia, una pequeña explanada pedregosa; pero un centenar de personas sí que cabe.
Bajan sirviéndose de un escollo ancho y liso que, cual si fuera un espigón natural, sobresale de las aguas profundas, y se colocan en la playita pedregosa y brillante de sal. Son hombres morenos, enjutos, tostados por el sol y el mar. Llevan cortas túnicas que dejan descubiertas las extremidades ágiles y delgadas. Es muy visible la diversidad de la raza respecto a los judíos presentes (diversidad que se ve menos respecto a los galileos). Yo diría que estos siro-fenicios asemejan más a los filisteos – lejanos- que a los pueblos cercanos; al menos estos que veo yo.
Jesús se pone pegando a la pared rocosa y empieza a hablar.
-Se lee en el libro de los Reyes cómo el Señor mandó a Elías que fuera a Sarepta de los Sidones durante la sequía y carestía que afligieron a la Tierra durante más de tres años. No es que al Señor le faltaran recursos para dar el necesario sustento a su profeta en todos los lugares. No lo envió a Sarepta porque en esta ciudad abundasen los alimentos; es más, allí la gente ya moría de hambre. ¿Por qué, entonces, Dios mandó a Elías tesbita?
Había en Sarepta una mujer de corazón recto, viuda y santa, madre de un niño, pobre y sola, la cual, a pesar de todo, no se rebelaba contra el tremendo castigo, ni se mostraba egoísta padeciendo el hambre, ni era desobediente. Dios quiso agraciarla con tres milagros: uno por el agua que ofreció al sediento; otro por el panecillo cocido bajo la brasa, cuando ella no tenía sino un puñado de harina; otro por la hospitalidad que ofreció al profeta. Le dio pan y aceite, la vida de su hijo y el conocimiento de la palabra de Dios.
Así podéis ver cómo un acto de caridad no sólo sacia el cuerpo y aleja el dolor de la muerte, sino que también instruye al alma en la sabiduría del Señor. Vosotros habéis ofrecido alojamiento a los siervos del Señor y Él os da la palabra de la Sabiduría. He aquí, entonces, que a este lugar donde no viene la palabra del Señor una buena acción la trae. Os puedo comparar con aquella única mujer de Sarepta que recibió al profeta; vosotros aquí también sois los únicos que recibís al Profeta, porque, si hubiera bajado a la ciudad, los ricos, los poderosos, no me habrían recibido, y los atareados comerciantes y marineros de las naves no me habrían hecho caso, y mi venida aquí habría resultado ineficaz.
Yo ahora os dejaré, y diréis: «Pero, ¿qué somos nosotros? Un puñado de hombres. ¿Qué poseemos? Una gota de sabiduría». Pues bien, no obstante, os digo: «Os dejo con el encargo de anunciar la hora del Redentor». Os dejo, repitiendo las palabras de Elías profeta: El ánfora de la harina no se agotará, el aceite no disminuirá hasta que venga quien lo distribuya con mayor abundancia».
Ya lo habéis hecho. Porque aquí hay fenicios mezclados con vosotros de allende el Carmelo. Señal es de que habéis hablado como se os habló a vosotros. Como podéis ver el puñado de harina y la gota de aceite no se han agotado, sino que han aumentado cada vez más. Seguid haciendo que aumente. Y si os parece extraño el que Dios os haya elegido para esta obra, porque no os sintáis capaces de llevarla a cabo, pronunciad la palabra de la profunda confianza: «Me fiaré de tu palabra y haré lo que dices».
-Maestro, ¿cómo tenemos que comportarnos con estos paganos? A éstos los conocemos por la pesca. Nos une a ellos el trabajo, que es el mismo. Pero, ¿los otros? – pregunta un pescador de Israel.
-Dices que participáis del mismo trabajo y ello os une. ¿Y no debería uniros un origen común? Dios ha creado tanto a los israelitas como a los fenicios. Los de la llanura de Sarón o los de la Alta Judea no difieren de los de esta costa. El Paraíso fue hecho para todos los hijos del hombre, y el Hijo del hombre viene para llevar al Paraíso a todos los hombres. La finalidad es conquistar el Cielo y alegrar al Padre. Caminad, pues, por el mismo camino y amaos espiritualmente de la misma forma que os amáis por razones de trabajo.
-Isaac nos ha dicho muchas cosas. Pero quisiéramos saber más.
-¿Es posible tener a un discípulo para nosotros, tan lejos como estamos?
-Mándales a Juan de Endor, Maestro. Vale mucho, y además está acostumbrado a vivir entre paganos – sugiere Judas de
Keriot.
-No. Juan estará con nosotros – responde resueltamente Jesús. Y luego, volviéndose a los pescadores: « ¿Cuándo termina la pesca de la púrpura?».
-Con las borrascas de otoño. Después el mar está demasiado agitado aquí.
-¿Volveréis entonces a Sicaminón?
-Allí y a Cesárea. Abastecemos mucho a los romanos.
-Entonces podréis encontraros con los discípulos. Mientras tanto perseverad.
-A bordo de mi barca hay uno que yo no quería que viniera pero que se presentó en tu nombre, casi. -¿Quién es?
-Un joven pescador de Ascalón.
-Dile que baje y que venga.
El hombre sube a su barca, y vuelve con un jovenzuelo al que se ve más bien azarado por ser objeto de tanta atención. El apóstol Juan lo reconoce.
-Es uno de los que nos dieron el pescado, Maestro – y se levanta a saludarlo – ¿Entonces has venido, ¡eh! Hermasteo? ¿Tú aquí? ¿Vienes solo?
-Sí, solo. En Cafarnaúm sentí vergüenza… Me quedé en la orilla, esperando…
-¿Qué esperabas?
-Ver a tu Maestro.
-¿No es todavía el tuyo? ¿Por qué, amigo, eludes la decisión todavía? Ve a la Luz, que te está esperando. Mira cómo te observa y sonríe.
-¿Cómo podrá soportarme?
-Maestro, ven un momento.
Jesús se alza y va donde Juan.
-No se atreve porque es extranjero.
-Para mí no hay extranjeros. ¿Y tus compañeros? ¿No erais muchos?… No te azares. Tú eres el único que ha sabido perseverar. Pero, aunque sea por ti sólo, me siento feliz. Ven conmigo.
Jesús vuelve con su nueva conquista a donde estaba.
-A éste sí que se lo vamos a dar a Juan de Endor – dice a Judas Iscariote. Y se pone a hablarles a todos.
Un grupo de excavadores bajaron a una mina en que sabían que había tesoros, que, de todas formas, estaban muy escondidos en las entrañas del suelo. Y empezaron a excavar. Pero el terreno era duro y el trabajo fatigoso. Muchos se cansaron y, arrojando los picos, se marcharon. Otros se burlaron del responsable del equipo de obreros, casi tratándolo como a un estúpido. Otros imprecaron contra el estado en que se encontraban, contra el trabajo, contra la tierra, contra el metal, y, airadamente, golpearon las entrañas de la tierra y fragmentaron el filón en inservibles partículas, y, luego, visto que en vez de obtener ganancias no habían hecho sino daño, se marcharon también.
Se quedó solo el más perseverante. Con delicadeza trató los estratos de la tenaz tierra para perforarla sin hacer daños, hizo una serie de catas, siguió en profundidad, excavó… A1 final quedó al descubierto un espléndido filón precioso. La perseverancia del minero fue premiada y con el metal precioso que descubrió pudo obtener muchos trabajos y conquistar mucha gloria y muchos clientes, porque todos querían de ese metal que solamente la perseverancia había sabido encontrar donde los otros holgazanes o iracundos no habían obtenido nada.
Mas el oro hallado, para que sea bonito hasta el punto de que sirva para el orfebre, debe a su vez perseverar en su voluntad de dejarse trabajar. Si el oro, después del primer trabajo de excavación, no quisiera ya volver a sufrir penas, no pasaría de ser un metal en bruto no elaborable. Así pues, podéis ver cómo no basta el primer entusiasmo para tener éxito, ni como apóstoles, ni como discípulos, ni como fieles. Es necesario perseverar.
Eran muchos los compañeros de Hermasteo; por efecto del primer entusiasmo, todos habían prometido venir. Sólo él ha venido. Muchos son mis discípulos, y más lo serán. Pero sólo la tercera parte de la mitad sabrán serlo hasta el final. Perseverar; es la gran palabra; para todas las cosas buenas.
¿Cuando echáis el trasmallo para conseguir las conchas de la púrpura, lo hacéis una sola vez? No. Lo hacéis una y otra vez y otra, durante horas, días, meses, ya incluso con la idea de volver al año siguiente al mismo sitio… porque ello os da pan y bienestar a vosotros y a vuestras familias. Pues bien, siendo esto así, ¿os comportaréis de forma distinta en las cosas más grandes, como son los intereses de Dios y de vuestras almas, si sois fieles; vuestras y de vuestros hermanos, si sois discípulos? En verdad os digo que para conseguir la púrpura de las vestiduras eternas es necesario perseverar hasta el final.
Y ahora estemos aquí como buenos amigos hasta la hora de volver. Así nos conoceremos mejor y nos será fácil reconocernos unos a otros…
Y se dispersan por la pequeña ensenada peñascosa. Y cuecen mejillones y cangrejos arrebatados a los escollos, o peces pescados con pequeñas redes. Y duermen en lechos de algas secas, dentro de cavernas abiertas en la costa rocosa por los terremotos o las olas. Y el cielo y el mar son un azul cegador que se besa en el horizonte; las gaviotas, continuo carrusel de vuelos, del mar a los nidos, con gritos y batir de alas, únicas voces que, junto con el chapoteo de las olas, hablan en esta hora de bochorno estivo.