En Belén de Galilea. Juicio ante un homicidio y parábola de los bosques petrificados
Declina el día cuando llegan a Belén de Galilea. Se ve que es destino de las ciudades de este nombre el extenderse plácidas sobre onduladas colinas cubiertas de verdor, de bosques, de prados en que pastan rebaños que luego, para la noche, bajan hacia los apriscos. Una música pastoral hecha de esquilas y un leve vibrar de balidos, a los que se unen los gritos alegres de los niños que juegan y de las madres que los llaman, llenan el ambiente arrebolado, vestigio del potente ocaso que acaba de cumplirse.
-Judas de Simón, ve con Simón a buscar alojamiento para nosotros y las mujeres. En el centro del pueblo está la posada; luego iremos nosotros.
Mientras Judas y el Zelote obedecen, Jesús se vuelve a su Madre y le dice:
-Esta vez no sucederá como en la otra Belén. Encontrarás dónde descansar, Madre mía. En este tiempo viajan pocos, y no hay ningún edicto.
-En este tiempo sería dulce incluso dormir en los prados, en medio de estos pastores, entre sus corderitos – y María sonríe a su Hijo, y a unos pastorcillos curiosos que la miran fijamente.
Sonríe de tal forma, que uno de ellos da un codazo al otro y le dice en voz baja:
-Seguro que es Ella – y se acerca sin vacilar y dice: «Salve, María llena de gracia. ¡El Señor está contigo! María responde con una sonrisa aún más dulce:
-Aquí está el Señor – y señala a Jesús, que se ha vuelto para hablar con sus primos, para decirles que den limosnas a los pobres que se acercan pidiendo quejumbrosamente. Y toca levemente a su Hijo, la Madre, y le dice: «Hijo mío, estos pastorcitos te buscan, y me han reconocido; no sé cómo…
-Está claro que por aquí ha pasado Isaac dejando el perfume de la revelación. Jovencito, ven aquí.
El pastorcillo, un morenito de unos doce o catorce años, fuerte a pesar de ser delgado, de ojos vivos, negrísimos, y cabellos que le caen lacios formando una melena de ébano, envuelto en su piel de oveja -me da la impresión de una copia, muy joven, del Precursor-, se acerca a Jesús, como embelesado, con sonrisa beatífica.
-Paz a ti, niño. ¿Cómo has reconocido a María?
-Porque sólo la Madre del Salvador podía tener esa sonrisa y ese rostro. Me dijeron: «Una cara de ángel, ojos de estrella, sonrisa más dulce que el beso de una madre, dulce como su nombre, María; una cara tan santa, que pudo inclinarse hacia el Dios recién nacido». He visto esto en Ella y la he saludado porque te buscaba. Te buscábamos, Señor, y… no me atrevía a saludarte a ti el primero.
-¿Quién te ha hablado de nosotros?
-Isaac de la otra Belén. Y prometió que nos llevaría a ti en cuanto llegara el otoño.
-¿Ha estado aquí Isaac?
-Está todavía por estas regiones, con muchos discípulos. A nosotros, los pastores, fue él quien nos habló. Creímos en su palabra. Señor, deja que te adoremos nosotros también, como nuestros compañeros en aquella noche dichosa – y se arrodilla en el polvo del camino y lanza un grito a los otros pastores, que han detenido el rebaño a las puertas de la ciudad (puertas por llamarlas de alguna manera, porque en realidad no es una ciudad ceñida de muros), en el mismo lugar en que Jesús se había parado para esperar a las mujeres y entrar con ellas en el pueblo.
El pastorcillo grita:
-Padre, hermanos, amigos: hemos encontrado al Señor. Venid. Adorémoslo.
Y los pastores vienen, se arremolinan con su rebaño en torno a Jesús y le ruegan que no busque alojamiento en otro lugar, sino que acepte su pobre casa, que está a poca distancia, para él y sus amigos.
-Es un aprisco grande — explican – Dios nos protege, y tenemos habitaciones, y cobertizos llenos de heno fragante. Las habitaciones para tu Madre y sus hermanas, porque son mujeres. De todas formas, también hay una habitación para ti. Los otros pueden dormir con nosotros en los cobertizos, sobre el heno.
-Yo también estaré con vosotros. Será para mí un descanso más agradable que si durmiera en la habitación de un rey. Pero vamos antes a avisar a Judas y a Simón.
-Voy yo, Maestro – dice Pedro, y se marcha junto con Santiago de Zebedeo.
Se quedan al borde del camino esperando a que regresen los cuatro apóstoles.
Los pastores miran a Jesús como si fuera ya Dios en su gloria. A los más jóvenes se les ve verdaderamente felices; da la impresión de que quisieran grabarse en la mente hasta los más mínimos detalles de Jesús y María, la cual se ha agachado a acariciar a unos corderos que han venido a empinar su morrito, balando, contra sus rodillas.
-Había uno, en casa de mi pariente Isabel, que me lamía las trenzas cada vez que me veía. Le llamaba «amigo», porque era verdaderamente amigo mío, como un niño; en cuanto podía, venía a mí corriendo. Éste me lo recuerda completamente, con estos dos ojos suyos de dos colores. ¡No lo matéis! A1 otro también se le dejó en vida por el amor que me tenía.
-Es una cordera, Mujer; la queríamos vender porque tiene los ojos de dos colores y creo que por uno ve poco. Pero nos quedaremos con ella si tú lo quieres.
-¡Oh, sí! Ya de por sí quisiera que nunca se matará a ningún corderito… Son tan inocentes… y tienen una voz como la de un niño llamando a su mamá. Matar a uno de éstos me parecería como matar a un niño.
-Pero entonces, Mujer, no habría sitio para nosotros en la tierra, si vivieran todos los corderitos – dice el pastor más
anciano.
-Lo sé. Pero pienso en su dolor y en el de las ovejas madres. Lloran mucho cuando les quitan a sus hijos. Parecen realmente madres como nosotras. No puedo ver sufrir a nadie, y ante una madre deshecha de dolor yo también siento un desgarro interior. Es un dolor distinto de todos los otros dolores, porque a nosotras el golpe de la muerte de un hijo nos lacera no sólo el corazón y el cerebro sino las propias vísceras. Nosotras, las madres, permanecemos unidas a nuestro hijo siempre; quitárnoslo significa lacerarnos completamente.
Ya no sonríe María; tiene un brillo de llanto en sus ojos azules, y mira a su Jesús (que a su vez la está escuchando y
mirando) y pone una mano sobre el brazo de Él, como si temiera que fueran a arrebatárselo de su lado de un momento a otro. Por el camino polvoriento se acerca una pequeña guarnición de soldados -seis hombres- junto con otras personas que
vienen hablando a voces. Los pastores miran y hablan en tono bajo entre sí. Luego miran a María y a Jesús.
El más anciano habla:
-Entonces ha sido acertado el que no entraras en Belén esta tarde.
-¿Por qué?
-Porque aquella gente que ha pasado y ha entrado en la ciudad va para arrebatar un hijo a una madre. -¿Pero, por qué?
-Para matarlo.
-¡Oh, no! ¿Qué ha hecho?
Jesús también lo pregunta. Los apóstoles se arremolinan para oír.
-Han encontrado muerto en el camino del monte al rico Joel. Volvía de Sicaminón lleno de dinero. De todas formas, no han sido los ladrones, porque el muerto tenía todavía el dinero. El siervo que lo acompañaba dice que su señor le había dicho que se adelantase deprisa para avisar de su regreso; pues bien, por el camino, y dirigido hacia el lugar en que se cometió el homicidio, vio solamente al joven que ahora van a matar. Además, dos del pueblo juran que lo han visto agredir a Joel. Ahora los parientes de la víctima exigen su muerte. Y si es homicida…
-¿No lo crees?
-No lo creo posible. El joven es poco más que un muchacho. Es bueno. Es hijo único y vive siempre con su madre, que es viuda, y además una viuda santa. No pasa necesidad ni piensa en las mujeres ni es un pendenciero, no está desquiciado… ¿Por qué iba a haber matado?
-¿Tiene enemigos?
-¿Quién: Joel, el muerto, o Abel, el acusado?
-El acusado.
-¡Ah! No sabría decirte… Pero… No sé qué decirte.
-Sé franco.
-Señor, es una cosa que pienso; Isaac dice que no se debe pensar mal del prójimo.
-Pero se debe tener la valentía de hablar para salvar a un inocente.
-Si hablo, tenga razón o esté equivocado, me veré obligado a huir de aquí porque Aser y Jacob son poderosos. -Habla sin miedo. No tendrás que huir.
-Señor, la madre de Abel es joven, guapa y sensata. Aser no es sensato, ni tampoco Jacob; al primero le gusta la viuda y al segundo… bueno, el pueblo sabe que el segundo es un cuco en el tálamo de Joel. Yo pienso que…
-Comprendo. Vamos, amigos. Vosotras quedaos con los pastores. Volveré pronto.
-No, Hijo. Voy contigo.
Jesús ya se ha echado a andar, diligentemente, hacia el interior de la ciudad. Los pastores permanecen indecisos, pero luego dejan el rebaño a los más jóvenes, que se quedan con todas las mujeres (menos la Madre y María de Alfeo, que siguen a Jesús) y se ponen a caminar para alcanzar al grupo apostólico.
En la tercera travesía de la calle central de Belén se encuentran con Judas Iscariote, Simón, Pedro y Santiago, los cuales vienen ya hacia abajo gesticulando y hablando alto.
-¡Ay, lo que está sucediendo, Maestro… lo que está sucediendo! ¡Qué cosa más triste! – dice Pedro todo impresionado. -Están quitándole el hijo a una madre por la fuerza para matarlo, y ella lo defiende como una hiena; pero es sólo una mujer contra soldados – añade Simón Zelote.
-Sangra ya por muchas partes – dice Judas.
-Le han echado abajo la puerta porque se había encerrado en su casa – termina Santiago de Zebedeo. -Voy donde esa mujer.
-¡Oh! ¡Sí! Sólo Tú puedes confortarla.
Giran hacia la derecha, luego a la izquierda, hacia el centro del pueblo. Ya se ve la tumultuosa aglomeración de gente que se mueve agitada y hace presión ante la casa de Abel, y hasta aquí llegan los gritos desgarradores de una mujer, infrahumanos, feroces y lastimosos al mismo tiempo.
Jesús acelera el paso y llega a una placita diminuta -más que una plaza es una curva del camino, que aquí se ensancha- en la cual el tumulto es máximo.
La mujer, aferrada con una mano (que ahora es verdadera garra de hierro) a lo que queda de la puerta abatida, circundando con el otro brazo la cintura del muchacho, disputa su hijo a los soldados; y, si uno trata de separarla, muerde furiosamente, sin hacer caso de los golpes que recibe ni de los tirones de pelo que le dan (tan bestiales, que le vuelven hacia atrás la cabeza); y, cuando no muerde, grita: «¡Dejadlo! ¡Asesinos! ¡Es inocente! ¡La noche del asesinato de Joel dormía a mi lado! ¡Asesinos! ¡Asesinos! ¡Calumniadores! Inmundos! ¡Perjuros!
Y el muchacho, aferrado de los hombros por los que lo capturan, arrastrado por los brazos, se vuelve y, con rostro desencajado, grita:
-¡Mamá! ¡Mamá! ¿Por qué tengo que morir si no he hecho nada?
Es un jovencito de buena presencia, alto, grácil, de ojos oscuros y tiernos, pelo negro un poco ondulado. El vestido desgarrado deja ver su cuerpo ágil y juvenil, casi todavía de niño.
Jesús, con la ayuda de los que lo acompañan, incide en la multitud, compacta como una roca, y se abre paso hasta el penoso grupo, precisamente en el momento en que logran separar de la puerta a la mujer, derrengada, y se la llevan, arrastrándola, como un saco unido al cuerpo de su hijo, por el camino pedregoso.
Esto dura poco de todas formas, porque, con un tirón más violento, separan la mano materna de la cintura de su hijo, y la mujer cae boca abajo y se golpea fuertemente la cara contra el suelo, con lo cual sangra más todavía. Enseguida se alza otra vez, sólo de rodillas, y tiende hacia adelante los brazos, mientras su hijo -se lo llevan rápidamente, en la medida en que lo permite la muchedumbre, que se abre con dificultad- logra liberar el brazo izquierdo, lo agita y, torciéndose hacia atrás, grita:
-¡Mamá! ¡Adiós! ¡Recuerda, tú al menos, que soy inocente!
La mujer lo mira con ojos de loca y cae al suelo sin conocimiento.
Jesús se presenta delante del grupo de apresadores.
-Deteneos un momento. ¡Os lo ordeno! (Su rostro no admite réplica).
-¿Quién eres? – dice, agresivo, uno de la ciudad que está en el grupo – No te conocemos. Apártate y déjanos seguir para que muera antes de que se haga de noche.
-Soy un Rabí. El más grande. En nombre de Jeohveh, deteneos, u os fulminará. (Ya parece fulminar Él). ¿Quién testifica contra éste?
-Yo, él y él – responde el que había hablado antes.
-Vuestro testimonio no es válido porque no es verdadero.
-¿Qué te autoriza a decirlo? Podemos jurarlo.
-Vuestro juramento es pecado.
-¿Pecar nosotros? ¿Nosotros?
-Vosotros. De la misma forma que albergáis lujuria, nutrís odio, ambicionáis riquezas y sois homicidas, sois también perjuros. Os habéis vendido a la Inmundicia. Podéis cumplir cualquier indecencia.
-¡Ten cuidado con lo que dices! Soy Aser…
-Y Yo soy Jesús.
-No eres de aquí, no eres ni sacerdote ni juez. No eres nada. Eres un extranjero.
-Sí, soy el Extranjero porque la tierra no es mi Reino. Pero soy Juez y Sacerdote, no sólo de esta pequeña parte de Israel, sino de todo Israel y de todo el mundo.
-¡Vamos, vamos, que éste es un loco! – dice el otro testigo, y da un empujón a Jesús para apartarlo.
-Tú no das un solo paso más – dice Jesús con voz de trueno y mirándolo con una mirada de milagro, que, de la misma forma que devuelve vida y alegría, también subyuga y paraliza cuando quiere – ¡Tú no das un solo paso más! ¿No crees en lo que digo? Pues bien, entonces mira. Aquí no hay ni tierra ni agua del Templo, (Tierra… agua… juicio de celos y adulterio: se trata del juicio de Dios según la prescripción mosaica de Números 5, 11-31) ni hay palabras escritas con tinta para hacer amarguísima al agua que es juicio de celos y adulterio. Pero estoy Yo, y Yo juzgo.
La voz de Jesús es tan penetrante, que suena como toque de trompeta.
La gente se arremolina tratando de ver. Sólo María Santísima y María de Alfeo se han quedado a socorrer a la madre desvanecida.
-Y hago juicio así: dadme un puñado de tierra del camino y un poco de agua en una orza; mientras me lo traen, vosotros, los acusadores, y tú, el acusado, respondedme. Hijo, ¿eres inocente?; dilo con sinceridad a tu Salvador.
-Lo soy, Señor.
-Aser, ¿puedes jurar que no has dicho sino la verdad?
-Lo juro. No tendría motivo para mentir. Lo juro por el altar. Baje del Cielo un fuego que me queme si no digo la verdad. -Jacob, ¿puedes jurar que tu acusación es sincera y que no te impulsa a mentir un motivo secreto?
-Lo juro por Yeohveh. Si hablo es sólo por amor a mi amigo asesinado. No tengo nada personal contra éste. -Y tú, siervo, ¿puedes jurar que has dicho la verdad?
-¡Si hace falta lo juro mil veces! ¡Mi amo, mi pobre amo!…- y llora cubriéndose la cabeza con el manto.
-Bien. Aquí están el agua y la tierra. Las palabras son éstas: «Tú, Padre santo y Dios altísimo, cumple juicio verdadero por medio de mí. Para que reciban: el inocente, vida; honor, la madre desolada. Para que reciba digno castigo quien no es inocente. Pero, por la gracia de que gozo ante tus ojos, no les venga a los que han cometido pecado ni llama ni muerte, sí una larga expiación»
Dice estas palabras mientras mantiene extendidas las manos sobre la orza, como hace el sacerdote en el altar durante la Misa, en el ofertorio. Luego mete la derecha en la orza y, con la mano mojada de agua asperja a los cuatro que sufren el juicio, y les hace beber un sorbo de esa agua; primero al joven, luego a los otros tres. Después cruza los brazos y los mira.
También la gente mira, pero, pasados unos momentos, lanzan un grito y se arrojan rostro en tierra. Entonces los cuatro, que estaban en fila, se miran unos a otros, y a su vez gritan: el primero, el joven, de estupor; los otros, de horror (en efecto, han visto cubierto su rostro de repentina lepra, una lepra de la que el joven ha quedado inmune).
El siervo se arroja a los pies de Jesús, el cual se aparta como todos, soldados incluidos (y se aparta, además, cogiendo de la mano al jovencito Abel, para que no se contamine con la cercanía de los tres leprosos). El siervo grita:
-¡No! ¡No! ¡Perdón! ¡Estoy leproso! Han sido ellos, que me pagaron para que retrasara hasta la noche a mi señor, y así agredirle en el camino desierto. Me hicieron expresamente quitarle las herraduras a la mula. Me enseñaron la mentira de que me había adelantado, cuando la realidad era que estaba con ellos para matarlo. Y digo también por qué lo han hecho: porque
Joel se había dado cuenta de que Jacob amaba a su joven esposa, y porque Aser deseaba a la madre de éste y ella lo rechazaba. Se pusieron de acuerdo para liberarse de Joel y de Abel juntos y gozarse las mujeres. He dicho. ¡Quítame la lepra, quítamela! ¡Abel, tú que eres bueno ruega por mí!
-Ve adonde tu madre. Que cuando se recobre vea tu cara y vuelva a la vida serena. Y vosotros… A vosotros os debería decir: «Hágase con vosotros lo que vosotros habéis hecho». Sería humanamente justo. Pero quiero confiaros a una expiación sobrehumana. La lepra de que os horrorizáis os salva de que os prendan y os maten, como merecéis. Pueblo de Belén, apártate, ábrete como las aguas del mar para dejar que éstos partan para su larga condena, ¡Tremenda condena! Más terrible que una muerte rápida. Y es misericordia divina, para darles el modo de enmendarse, si quieren. ¡Idos!
La gente se retira hacia las paredes de las casas, dejando así libre el centro de la calle; y los tres, cubiertos de lepra como si ya desde años atrás estuviesen enfermos, van, uno tras otro, hacia la montaña. Y en el silencio y el crepúsculo que descienden y han hecho callar toda voz de aves y cuadrúpedos, sólo se oye su llanto.
-Purificad el camino con fuego y abundante agua. Vosotros, soldados, id y referid cómo se ha hecho justicia según la más perfecta ley mosaica.
Y Jesús hace ademán de querer volver hacia donde están su Madre y María Cleofás socorriendo todavía a la mujer, que lentamente vuelve en sí mientras su hijo acaricia y besa sus manos heladas; pero la gente de Belén, con un respeto que es casi terror, ruega:
-¡Háblanos, Señor! Eres realmente poderoso. Eres, sin duda, aquel de quien habló el hombre que pasó por aquí anunciando al Mesías.
-Hablaré por la noche cerca del aprisco de los pastores. Ahora voy a confortar a la madre de Abel.
Y va hacia la mujer, la cual, sentada en el regazo de María de Alfeo, vuelve cada vez más en sí, y mira al rostro amoroso de María, que le sonríe. Pero no comprende… hasta que baja su mirada y la fija en la cabeza morena de su hijo, que está inclinado hacia sus manos temblorosas, y pregunta:
-¿Yo también estoy muerta? ¿Esto es el Limbo?
-No, mujer, es la Tierra; éste es tu hijo, salvado de la muerte; y este es Jesús, mi Hijo, el Salvador.
La primera reacción de la mujer es un movimiento lleno de humanidad: reúne sus fuerzas y alarga su cuerpo hacia su hijo, le coge la cabeza agachada, lo ve vivo y sano, y lo besa frenéticamente, llorando, riendo, recordando todos los nombres de la cuna para expresarle su alegría.
-Sí, mamá, sí; pero ahora no me mires a mí, sino a Él, a Él, que me ha salvado. Bendice al Señor.
La mujer, aún demasiado débil para ponerse en pie o arrodillarse, alarga sus manos, todavía temblorosas y sangrantes, toma la mano de Jesús y la cubre de besos y lágrimas.
Jesús le pone la mano izquierda sobre la cabeza y le dice:
-Sé feliz. En paz. Sé siempre buena. Y tú también, Abel.
-No, Señor mío. Mi vida y la de mi hijo son tuyas, porque Tú las has salvado. Deja que él vaya con los discípulos, como ya deseaba desde que estuvieron aquí. Te lo doy con gran alegría, y te ruego que me permitas seguirle para servirle a él y a los siervos de Dios.
-¿Y tu casa?
-Señor, ¿puede acaso uno que ha resucitado de la muerte seguir teniendo los mismos afectos que tenía antes de morir?! Mirta ha resurgido por ti de la muerte y del infierno. Si permanezco en esta ciudad, podría llegar a odiar a los que me han torturado en mi hijo, y Tú sé que predicas el amor. Deja, pues, que la pobre Mirta ame al Único que merece amor, y a su misión y a sus siervos. Ahora me siento todavía agotada, no podría seguirte; pero, en cuanto pueda, permítemelo, Señor. Te seguiré a ti y estaré con mi Abel…
-Seguirás a tu hijo y a mí con él. Sé feliz. Queda en paz ahora, con mi paz. Adiós.
Y, mientras la mujer con la ayuda de su hijo y de algunos otros compasivos entra en su casa, Jesús, con los pastores, los apóstoles, su Madre y María de Alfeo, sale del pueblo y se dirige hacia el aprisco, sito al extremo de una calle que termina en los campos…
… Una gran fogata está encendida para iluminar la reunión. Sentados en semicírculos en los campos, muchas personas esperan a que Jesús vaya y les hable. Entretanto ellos conversan de las cosas que han pasado durante el día. Entre ellos está también Abel, con el cual muchos se felicitan diciendo que todos creían en su inocencia.
-¡Pero me habríais matado! Incluso tú -no puede contenerse de responder el jovencito, que me habías saludado delante de la puerta de casa precisamente a la hora en que asesinaron a Joel.
Y añade:
-Pero te perdono en nombre de Jesús.
Jesús ya ha salido del aprisco y está yendo hacia ellos. Alto, vestido de blanco, en medio de los apóstoles, seguido por los pastores y las mujeres.
-Paz a todos vosotros.
-Si el hecho de haber venido ha valido para instaurar el Reino de Dios entre vosotros, bendito sea el Señor; si haber venido ha valido para hacer brillar la inocencia, bendito sea el Señor; si haber llegado a tiempo de impedir un delito sirve para dar a tres que son culpables el modo de redimirse, bendito sea el Señor. Ahora bien, de entre todas las cosas que esta jornada sugiere meditar, y que meditaremos mientras la noche desciende a envolver en tinieblas la alegría de dos corazones y el remordimiento de otros tres – y en sus tinieblas esconde, como bajo un púdico velo, las lágrimas de gozo de los primeros y las lágrimas abrasadoras de los otros; mas Dios las ve-, entre todas estas cosas, está la que indica que nada de lo que Dios ha dado como Ley es inútil.
Israel observa mucho, sólo nominalmente, la Ley que Dios ha dado; en realidad no la observa. Ahí está la Ley. La analizan, la escrutan, la descuartizan… hasta que muere torturada con minuciosas sutilezas. Ahí está. Pues bien, de la misma forma que un cadáver momificado no tiene vida ni respiración ni circulación de sangre (a pesar de tener la apariencia de alguien que, inmóvil, duerme), la Ley tampoco tiene vida ni respiración ni sangre en demasiados corazones; demasiados, demasiados. En una momia uno se puede sentar como si fuera una banqueta; en ella se pueden apoyar objetos, vestidos o inmundicias, si se quiere, y no se rebela porque no tiene vida. Así, muchos hacen de la Ley una banqueta, un apoyo, un lugar donde arrojar sus porquerías, seguros como están de que no se rebelará en su conciencia, porque para ellos ha muerto.
Podría comparar a buena parte de Israel con los bosques petrificados que se ven diseminados por el valle del Nilo y en el desierto egipcio. Eran verdaderos bosques, de árboles vivos nutridos de savia, susurrante su follaje bajo el sol, bellos con sus abundantes frondas, flores y frutos. Hacían del lugar en que se alzaban un pequeño paraíso terrenal, grato a hombres y animales, que olvidaban la aridez desolada del desierto, la sed abrasadora que las arenas, penetrando en la garganta con su polvo ardiente, producen en el hombre; olvidaban al despiadado sol que calcifica en poco tiempo los cadáveres, descargándolos, consumiendo sus carnes y convirtiéndolas en polvo, dejando yacentes, entre las curvas de las arenas, abundantes esqueletos, limpios como por la mano de un atento artesano; olvidaban todo en la verde sombra, susurrante, rica de frutos y agua que daban nuevas fuerzas, aliviaban, devolvían el coraje para nuevos trayectos.
Luego, por causa desconocida, cual cosas malditas, no sólo se secaron, como los árboles que cuando mueren sirven todavía para encender fuego en los hogares del hombre, o sirven a los peregrinos de países lejanos para hacer hogueras que iluminen la oscuridad, mantengan alejadas a las fieras y disipen la humedad de la noche; no sólo se secaron, sino que no sirvieron tampoco para leña: se hicieron de piedra; piedra. Parecía como si, por un sortilegio, la sílice del suelo hubiera subido de las raíces al tronco, a las ramas, a las hojas; luego, los vientos quebraron las ramitas más delgadas, que se habían hecho como de alabastro, duro y frágil al mismo tiempo. Pero las ramas más resistentes están allí, unidas a sus fuertes troncos, para engaño de las cansadas caravanas, que con el reflejo cegador del sol o la luz espectral de la luna ven perfilarse las sombras de los troncos que se alzan enhiestos en las llanuras elevadas o en el fondo de esos valles que reciben el agua sólo durante las fecundas crecidas; caravanas que, por el ansia de un refugio, de alivio, de un pozo, de frutos frescos, y por el cansancio de los ojos cegados por el sol en las arenas desprotegidas, se lanzan hacia los bosques fantasmas, ¡verdaderamente fantasmas!: ilusoria apariencia de cuerpos vivos; real presencia de cosas muertas.
Yo los he visto. Me quedaron impresos, a pesar de que fuera poco más de un párvulo, como una de las cosas más tristes de la Tierra; así me parecieron hasta que no toqué, medí, pesé, las cosas totalmente tristes de la Tierra, totalmente tristes por estar completamente muertas. Las cosas inmateriales, o sea, las virtudes y almas muertas: las primeras, muertas en las almas; las almas, muertas por haberse matado.
«La Ley está en Israel, pero su presencia es como la de los árboles petrificados en el desierto. Han venido a ser sílice. Muertos. Objeto de engaño. Objeto destinado a disgregarse sin servir; antes al contrario, perjudicando, porque crean espejismos que seducen y, atrayendo hacia su muerte, alejan de los verdaderos oasis, y hacen morir de sed, de hambre, de desolación. Es una muerte que atrae a otros a la muerte, como se lee en algunas fábulas de mitos paganos.
Hoy habéis tenido un ejemplo de lo que es una Ley reducida a piedra en un alma también petrificada: es pecado de todo tipo, creador de desventura. Que os sirva para saber vivir, y saber hacer revivir la Ley en vosotros, con toda su integridad iluminada por mí con luces de misericordia.
La noche está solemne. Las estrellas nos miran y con ellas Dios. Alzad la mirada al cielo estrellado y elevad el espíritu a Dios. Y, sin críticas hacia esos desdichados que ya han recibido el castigo de Dios, y sin orgullos por no tener su pecado, prometed a Dios y prometeos a vosotros mismos no caer en la aridez de los árboles malditos de los desiertos y valles de Egipto.
La paz sea con vosotros.
Los bendice y luego se retira al vasto recinto del aprisco, rodeado de rústicos pórticos, bajo los cuales los pastores han extendido mucho heno para que sirva de lecho a los siervos del Señor.