María Stma. instruye a la Magdalena en orden a la oración mental
-¿Dónde vamos a detenernos, mi Señor? – pregunta Santiago de Zebedeo mientras van caminando por un paso entre dos colinas enteramente cultivadas y verdes desde la base hasta la cima.
-En Belén de Galilea. Pero durante las horas más calurosas haremos una pausa en el monte que domina Meraba. Así tu hermano se sentirá otra vez dichoso al ver el mar – y Jesús sonríe; luego concluye: «Los hombres habríamos podido caminar más, pero llevamos detrás de nosotros a las discípulas, y, aunque no se quejen nunca, no tenemos que cansarlas excesivamente.
-No se quejan nunca. Es verdad. Nosotros nos quejamos más fácilmente – admite Bartolomé.
-Y eso que están menos acostumbradas que nosotros a esta vida… – dice Pedro.
-Quizás por eso lo hacen con gusto – dice Tomás.
-No, Tomás. Lo hacen de buen grado y por amor. Convéncete de que ni mi Madre ni las otras mujeres de casa, como María de Alfeo, Salomé y Susana, dejan… así, con gusto, la casa para ir por los caminos del mundo y con la gente. Ni tampoco Marta y Juana -cuando venga-, que no están acostumbradas a estas fatigas, lo harían con gusto si no las moviera el amor. Respecto a María de Magdala, sólo un poderoso amor le puede dar la fuerza para sufrir esta tortura – dice Jesús.
-Y, si sabes que es una tortura, ¿por qué se la has impuesto? – pregunta Judas Iscariote – No es buena cosa ni para ella ni para nosotros.
-Sólo la demostración evidente, indudable, de su cambio podía persuadir al mundo. María quiere persuadir al mundo de esto. Su separación del pasado ha sido completa. Es completa.
-Eso habrá que verlo. Todavía es pronto para decirlo. Una vez que uno se ha acostumbrado a un tipo de vida, difícilmente se separa del todo. Nos hacen volver a él amistades y nostalgias – dice Judas Iscariote.
-¿Entonces sientes nostalgia por la vida de antes? – pregunta Mateo.
-Yo… no. Hablo en general. Yo soy yo: hombre, amo al Maestro…. Bueno, quiero decir que dispongo de elementos que me sirven para resistir en mi propósito; sin embargo, ella es una mujer, ¡y… qué mujer! Y, además, aunque su actitud fuera bien firme, es siempre poco agradable tenerla con nosotros. Si nos encontrásemos con rabíes, sacerdotes o fariseos importantes, podéis estar seguros de que sus comentarios no serían agradables. Con sólo pensarlo, ya me pongo colorado.
-No te contradigas, Judas. Si realmente has roto los puentes con e1 pasado, como pretendes decir, ¿por qué te duele tanto el que una pobre alma nos siga para completar su transformación en el Bien?
-¡Por amor, Maestro! Yo también hago todo por amor, por amor hacia ti.
-Pues entonces perfecciónate en este amor tuyo. Un amor, para serlo verdaderamente, jamás debe ser exclusivismo. Cuando uno sabe amar sólo un objeto y no sabe amar ningún otro, amado por el objeto de su amor, demuestra que no está en el verdadero amor. El amor perfecto ama, con las debidas gradaciones, a todo el género humano, a los animales y plantas, estrellas y agua, porque todo lo ve en Dios. Ama a Dios como conviene y ama todo en Dios. Mira que el exclusivismo en amor es muchas veces egoísmo. Sabe, por tanto, llegar a amar también a los demás por amor.
-Sí, Maestro.
Entretanto, el objeto del contraste de opiniones va con las otras mujeres, al lado de María, sin pensar que es la causa de todo ese debate.
Llegan a Yafia. La atraviesan. La dejan atrás. Ninguno de sus habitantes ha dado muestras de desear seguir al Maestro, ni de tratar de que se detuviera. Prosiguen: los apóstoles inquietos, por la indiferencia del lugar; Jesús tratando de calmarlos.
El valle continúa en dirección oeste. A1 fondo se ve otro pueblo dispuesto al pie de otro monte. Y también este pueblo – oigo que le llaman «Meraba»- se muestra indiferente. Los únicos que se acercan a los apóstoles -mientras sacan agua de una fuente clara que está pegada a una casa- son unos niños. Jesús los acaricia y les pregunta cómo se llaman; los niños, por su parte, también le preguntan su nombre, y quién es y a dónde va y qué hace. Se acerca también un mendigo semiciego, viejo, encorvado, y alarga la mano para pedir una limosna… y, efectivamente, la recibe.
Se reanuda la marcha con la subida de un monte, el que cierra el valle, en el que vierte las aguas de sus riachuelos, ahora reducidos a un hilo de agua o sólo a piedras resecas por el sol. Pero el camino es bueno: se abre, primero, entre bosques de olivos, luego bosques de otros árboles, que entrelazan sus ramas formando una galería verde por encima.
Llegan a la cima, coronada por un susurrante bosque de fresnos, si no me equivoco. Se sientan para descansar y alimentarse. Además de reposar y comer, deleitan la vista, porque el panorama es bellísimo, con la cadena del Carmelo a la izquierda de quien mira hacia el oeste. Y, donde la verdísima cadena del Carmelo, en que pueden verse las más bellas tonalidades del verde, termina, allí brilla el mar, abierto, ilimitado, que se extiende con su velo movido por leves olas hacia el norte, para bañar las orillas que, desde la punta del promontorio formado por el ramal extremo del Carmelo, suben hasta Tolemaida y las otras ciudades, y se pierde en una ligera niebla hacia la región sirofenicia. Sin embargo, al sur del promontorio del Carmelo, no se ve el mar, porque la cadena, que es más alta que el monte donde están, oculta su visión.
Pasan las horas en la sombra susurrante del aireado bosque. Quién duerme, quién habla en voz baja, quién mira. Juan se aleja de sus compañeros y va al punto más alto posible, para ver más. Jesús se aparta, adentrándose en una zona frondosa para orar y meditar. Las mujeres, a su vez, se han retirado tras una cortina de ondeante madreselva toda en flor; allí se han refrescado, en un minúsculo manantial que, reducido a un hilo de agua, forma en la tierra un charco que no logra transformarse en arroyo. Luego las más mayores, cansadas, se han quedado dormidas; mientras tato, María Santísima, con Marta y Susana están hablando de su casa, ya lejana, y María dice que querría tener esa hermosa mata toda en flor como revestimiento de su gruta.
La Magdalena, que se había soltado el pelo porque no podía resistir su peso, se lo recoge de nuevo y dice: -Voy adonde Juan, ahora que está con Simón, a mirar con ellos el mar.
-Yo también voy – responde María Stma.
Marta y Susana se quedan con las otras compañeras, que están durmiendo.
Para llegar a donde los dos apóstoles, deben pasar cerca de la zarza que Jesús ha elegido para retirarse en oración. -Mi Hijo descansa con la oración – dice en voz baja María.
La Magdalena le responde:
-Pienso que será indispensable para É1 retirarse para mantener ese maravilloso dominio que tiene y que el mundo somete a dura prueba. ¿Sabes, Madre? He hecho como me dijiste. Todas las noches me retiro durante un tiempo más o menos largo para poder restablecer en mí misma esa calma que se ve turbada por muchas cosas; después me siento mucho más fuerte.
-Por ahora, fuerte; más adelante te sentirás bienaventurada. Créelo, María: tanto en la alegría corno en el dolor, en la paz como en la lucha, nuestro espíritu necesita zambullirse enteramente en el océano de la meditación para reconstruir aquello que el mundo y las diversas vicisitudes derriban, y para crear nuevas fuerzas para subir cada vez más. En Israel se hace uso y abuso de la oración vocal. No quiero decir que sea inútil, ni que Dios la deteste; pero sí digo que siempre es mucho más útil para el espíritu la elevación mental a Dios, la meditación, en que, contemplando su divina perfección y nuestra miseria, o la miseria de tantas pobres almas -no ya para criticarlas, sino para compadecernos de ellas y comprenderlas, y para mostrarnos gratas con el Señor, que nos ha sostenido para que no pecásemos, o nos ha perdonado para no dejarnos caídas-, llegamos realmente a orar, o sea, a amar. Porque la oración, para que sea realmente oración, debe ser amor. Si no, es un farfullar de labios del que el alma está ausente.
-¿Pero es lícito hablar con Dios teniendo los labios todavía sucios de muchas palabras profanas? Yo, en mis horas de recogimiento, que hago como me has enseñado tú, mi dulcísima apóstol, hago violencia a mi corazón, que querría decirle a Dios: «Te amo»…
-¡ No! ¡Eso no! ¿Por qué?
-Porque me parece que sería un ofrecimiento sacrílego por mi parte ofrecerle mi corazón…
-No hagas eso, hija, no lo hagas. Tu corazón, ante todo, ha sido consagrado de nuevo por el perdón del Hijo, y el Padre no ve sino este perdón. Pero, aunque Jesús no te hubiera perdonado todavía, y tú, en ignorada soledad -que puede ser tanto material como moral-, gritaras a Dios: «Te amo, Padre. Perdona mis miserias, porque me duelen por el pesar que te causan», cree, María, que el Padre Dios por su parte te absolvería, y le sería grato tu grito de amor. Abandónate, abandónate al amor sin oponerle violencia; antes al contrario, deja que el amor adquiera la violencia de un fuego devorador. El fuego consume todo lo material, pero no destruye nada de aire, porque el aire es incorpóreo (al contrario: lo purifica de los detritos minúsculos que en él esparce el viento, lo hace más ligero). Así es el amor para el espíritu: consume antes la materia del hombre, si Dios lo permite, mas no destruye el espíritu, sino que acrecienta su vitalidad y lo hace puro y ágil para que suba a Dios. ¿Ves allí a Juan? Es sólo un muchacho, y, sin embargo, es un águila; es el más fuerte de todos los apóstoles; porque ha comprendido el secreto de la fortaleza, de la formación espiritual: la amorosa meditación.
-Pero él es puro, yo… él es un muchacho, yo…
-Pues mira entonces al Zelote, que no es un muchacho. Ha vivido, ha luchado, ha odiado; lo confiesa con sinceridad. Pero ha aprendido a meditar. Y créeme que él también está muy arriba. ¿Ves? Se buscan ellos dos. Porque se sienten iguales. Han alcanzado la misma edad perfecta del espíritu, y con el mismo medio: la oración mental: por ella, el muchacho se ha hecho viril en el espíritu; por ella, el otro, ya mayor y cansado, ha vuelto a una fuerte virilidad. Y, ¿sabes otro que, sin ser apóstol, adelantará mucho -es más, ya está muy adelantado- por su tendencia natural a la meditación, que desde que es amigo de Jesús se ha hecho en él una necesidad espiritual? Pues tu hermano.
-¿Mi Lázaro?… ¡Oh, Madre, tú que sabes tantas cosas, porque Dios te las muestra, dime cómo me tratará Lázaro la primera vez que me vea? Antes guardaba silencio con desdén. Pero lo hacía porque yo no admitía que me hicieran observaciones. He sido muy cruel con mis hermanos… Ahora lo comprendo. Ahora que sabe que puede hablar, ¿qué me dirá? Temo una abierta recriminación suya. Ciertamente me recordará todas las penas que he causado. Quisiera presentarme ante él inmediatamente. Pero tengo miedo. Antes iba, y no me inquietaba siquiera el recuerdo de nuestra madre muerta, ni sus lágrimas, vivas aún sobre los objetos que usó, lágrimas vertidas por mí, por mi culpa. Mi corazón era cínico, altanero, cerrado a cualquier voz que no fuera «mal». Pero ahora yo no tengo ya la malvada fuerza del Mal, y tiemblo… ¿Qué me hará Lázaro?
-Te abrirá los brazos y te llamará, más con el corazón que con los labios, «hermana amada». Está tan formado en Dios, que no puede usar otros modos. No temas. No te dirá nada que haga referencia al pasado. Está -es como si lo estuviera viendo- allí, en Betania, y se le hacen muy largos los días de su espera. Te está esperando a ti, para estrecharte contra su corazón, para saciar su amor de hermano. Si quieres gustar la dulzura de haber nacido del mismo seno, no tienes que hacer nada más que quererlo como él te quiere.
-Lo querría aunque me reprendiera. Me lo merezco.
-No. Te amará y nada más. Sólo te querrá.
Ya han llegado donde Juan y Simón, que están hablando de los futuros viajes. Ambos se ponen en pie, en signo de reverencia, cuando llega la Madre del Señor.
-Venimos también nosotras a glorificar al Señor por las hermosas obras de su creación.
-¿Has visto alguna vez el mar, Madre?
-Sí, lo he visto. Entonces el mar, a pesar de la tempestad, estaba menos turbado que mi corazón, y sus aguas menos saladas que mi llanto, mientras huía siguiendo el litoral desde Gaza hacia el Mar Rojo, con mi Niño en brazos y el miedo a Herodes detrás. Lo vi también al regreso. Entonces era primavera en la tierra y en mi corazón. La primavera del regreso a la patria. Jesús daba palmadas con sus manitas, contento de ver cosas nuevas… Yo y José también nos sentimos felices. De todas formas, la bondad del Señor, en mil modos, nos había aligerado el exilio en Matarea.
Su conversación sigue mientras me cesa la capacidad de ver y oír.