Un apólogo para los habitantes de Nazaret, los cuales permanecen incrédulos
Todavía la sinagoga de Nazaret, pero hoy es sábado.
Jesús ha leído el apólogo contra Abimelec (Jueces 9, 8-15), y termina con las palabras: «»salga de él fuego y devore los cedros del Líbano»». Luego restituye el rollo al arquisinagogo.
-¿No lees lo demás? Sería conveniente para comprender el apólogo – dice el jefe de la sinagoga.
-No hace falta. El tiempo de Abimelec está ya muy lejano. Yo aplico al momento presente el viejo apólogo.
Escuchad, gentes de Nazaret. Ya sabéis, por la instrucción recibida de vuestro arquisinagogo -el cual, en su momento, fue instruido a su vez por un rabí, y éste a su vez por otro, y así sucesivamente desde hace siglos, siempre con el mismo método y las mismas conclusiones-, ya sabéis las aplicaciones del apólogo contra Abimelec. Yo os voy a hablar de otra aplicación. Y… os ruego que sepáis usar vuestra inteligencia, que no seáis como esas cuerdas que pasan por la polea de un pozo, que hasta que no se gastan van de la polea al agua y del agua a la polea, sin poder jamás cambiar. El hombre no es una soga obligada, ni un instrumento mecánico. El hombre está dotado de cerebro inteligente y debe saber usarlo por sí mismo, según las necesidades y circunstancias. Porque, si bien la letra de la palabra es eterna, las circunstancias cambian. Son raquíticos esos maestros que no saben saber querer el esfuerzo y satisfacción que supone el ir extrayendo gradualmente la enseñanza nueva, es decir, el espíritu que siempre está contenido en las palabras antiguas y sabias. Serán semejantes al eco, que lo único que puede hacer es repetir, incluso hasta el infinito, una sola palabra, sin decir ni siquiera una de su propia cosecha.
Los árboles, es decir, la Humanidad representada en el bosque en que están reunidas todas las especies de árboles, arbustos y hierbas, sienten la necesidad de que los guíe uno que cargue no sólo con todas las glorias, sino también -y es peso mucho mayor- con todas las cargas de la autoridad, y con la responsabilidad de la felicidad o infelicidad de los súbditos, la responsabilidad ante los propios súbditos, ante los pueblos vecinos y, lo que es terrible, ante Dios. Porque los hombres otorgan todo tipo de coronas o preeminencias sociales, es verdad, pero también es verdad que Dios lo permite, y, sin su condescendencia, ninguna fuerza humana puede imponerse. Esto explica los cambios inimaginables e imprevistos de dinastías que parecían eternas, o de poderes que parecían intocables: cuando sobrepasaron la medida, en castigo o prueba para los pueblos, fueron derrocados por los propios súbditos, con el permiso de Dios, y vinieron a ser nada, polvo, o incluso fango de mísera cloaca.
He dicho que los pueblos sienten la necesidad de elegirse a uno que cargue con todas las responsabilidades para con sus súbditos, para con las naciones vecinas y, lo que es más tremendo, para con Dios. En efecto, si el juicio de la historia es terrible – en vano los intereses de los pueblos tratan de mutarlo, pues hechos y pueblos futuros lo devolverán a su primera, tremenda verdad-, todavía peor es el juicio de Dios, quien no sufre presiones de nadie, ni está sujeto a cambios de humor o de juicio -como demasiadas veces les sucede a los hombres-, ni -todavía mucho menos- a errores de juicio. Por tanto, los elegidos para dirigir
pueblos y crear historia tendrían que actuar con la justicia heroica propia de los santos, para no caer en la ignominia en los siglos futuros y recibir el castigo de Dios por los siglos de los siglos.
Pero volvamos al apólogo de Abimelec. Los árboles, pues, queriendo elegir un rey, fueron donde el olivo. Mas éste, árbol sagrado y consagrado para usos sobrenaturales, por el aceite que arde ante el Señor y es parte preponderante en los diezmos y sacrificios; éste, que presta su líquido para elaborar el bálsamo santo con que se ungirán altares, sacerdotes y reyes, líquido que desciende al interior de los cuerpos enfermos, o que se aplica sobre ellos, con propiedades, diría, casi taumatúrgicas, respondió: «¿Cómo puedo desatender mi vocación santa y sobrenatural para rebajarme a cosas de la tierra?».
¡Oh, dulce respuesta del olivo! ¿Por qué será que no la aprenden y practican todos aquellos a quienes Dios elige para santa misión, al menos estos? En verdad, deberían responder así todos los hombres a las sugestiones del demonio, dado que todo hombre es rey e hijo de Dios, dotado de un alma que lo hace tal: regio, filialmente divino, y llamado a sobrenatural destino. Tiene un alma que es altar y casa: el altar de Dios, la casa a donde el Padre de los Cielos desciende a recibir amor y reverencia del hijo y súbdito. Todo hombre tiene un alma, y toda alma, siendo altar, hace del hombre que la contiene un sacerdote, custodio del altar; y está escrito en el Levítico: «El Sacerdote no se contamine». El hombre, pues, tendría el deber de responder a la tentación del demonio, del mundo y la carne: «¿Puedo yo dejar de ser espiritual para ocuparme de cosas materiales y pecaminosas?».
«Los árboles fueron entonces donde la higuera, y la invitaron a que reinara sobre ellos. Pero la higuera respondió: «¿Cómo puedo renunciar a mi dulzura y a mis suavísimos frutos por reinar sobre vosotros?».
Muchos se dirigen a la persona dulce para tenerla como rey; no tanto por admiración de su dulzura, cuanto porque esperan que, siendo muy dulce, acabe transformándose en un rey de tres al cuarto, del cual podrán obtener todo tipo de consenso y con el cual podrán permitirse todo tipo de licencias. Pero la dulzura no es debilidad; es bondad, justa, inteligente, firme. No confundáis nunca la dulzura con la debilidad: la primera es virtud; la segunda, defecto. Y, precisamente por ser virtud, comunica a quien la posee una rectitud de conciencia que le permite resistir a las solicitaciones y seducciones humanas (que pretenden doblegarlo a sus intereses, que no son los de Dios) y permanece fiel a su destino, a toda costa. El dulce de espíritu no rebatirá nunca con acritud las recriminaciones de los demás, no rechazará nunca con dureza a quien lo solicita; no obstante, perdonando y sonriendo, dirá siempre: «Hermano, déjame a mi dulce suerte. Estoy aquí para consolarte y ayudarte, pero no puedo ser rey como tú lo concibes, porque una sola realeza me interesa y me preocupa, por mi alma y por la tuya: la espiritual».
Los árboles fueron a la vid y le pidieron que reinara sobre ellos. Pero la vid respondió: «¿Cómo puedo renunciar a ser alegría y fuerza para ir a reinar sobre vosotros?».
Ser rey, tanto por las responsabilidades como por los remordimientos -es más raro que un diamante negro el rey que no peca y no se crea remordimientos-, lleva siempre a estados espirituales sombríos. El poder seduce mientras resplandece como un faro de lejos; una vez que uno lo alcanza, se ve que no es sino resplandor de luciérnaga, no de estrella. Y también: el poder no es sino una fuerza ligada por mil sogas (las de los mil intereses que bullen en torno a un rey). Intereses de los cortesanos, intereses de los aliados, intereses personales y de la parentela. ¿Cuántos reyes se juran a sí mismos, mientras el óleo los consagra: «Seré imparcial», y luego no saben serlo? Cual árbol robusto que no se rebela contra el primer abrazo de la hiedra débil y delgada, sino que dice: «Es tan frágil, que no me puede causar daño», antes al contrario se complace de que la hiedra lo enguirnalde, se complace de ser el protector que la sujeta mientras sube; así, tan frecuentemente -podría decir que siempre-, el rey cede al primer abrazo del interés que a él se dirige, de cortesano o de aliado, personal o de parentela, y se complace en ser su munífico protector. «¡Es tan poca cosa!», dice, aunque la conciencia le grite: «¡Ten cuidado!». Y piensa que no le podrá perjudicar ni en cuanto al poder ni en cuanto al buen nombre.
Lo mismo piensa el árbol. Mas llega el día en que, robusteciéndose y extendiéndose, aumentando su voracidad de succionar linfa del suelo y subir a la conquista de luz y sol, la hiedra abraza, rama tras rama, todo ese árbol fuerte, y prevalece sobre él, lo ahoga, lo mata, ¡Y era tan frágil; y él, tan fuerte! Sucede igual con los reyes. Un primer compromiso con la propia misión, un primer gesto de encogerse de hombros ante la voz de la conciencia (y ello porque las alabanzas son dulces y porque agrada ese aire de protector solicitado)… llega un momento en que ya no es el rey el que reina, sino los intereses de los demás. Estos intereses atan al rey, lo amordazan, hasta ahogarlo; Y lo matan si, siendo ya más fuertes que él, ven que no se da prisa en morir. También el hombre común, que es lo mismo un rey en el espíritu, se pierde si acepta realezas menores por soberbia o ambición. Y pierde su serenidad espiritual, la que le viene de la unión con Dios. Porque el demonio, el mundo y la carne pueden dar un poder y gozo ilusorios, pero a costa de la alegría espiritual que viene de la unión con Dios.
¡Alegría y fuerza de los pobres de espíritu, bien merecéis que el hombre sepa decir: «¿Cómo podré aceptar la realeza sobre la parte inferior, si aliándome con vosotros, pierdo fuerza y alegría internas y el Cielo y su verdadera realeza?» Y pueden decir también estos bienaventurados pobres de espíritu -que tienen como único objetivo la posesión del Reino de los Cielos y desprecian todas las demás riquezas que no sean el Reino-, pueden decir: «¿Cómo decaer en nuestra misión, que consiste en producir maduros jugos fortalecedores y de alegría para esta Humanidad, hermana nuestra, que vive en el desierto de la animalidad, y que necesita apagar su sed para no morir, y para nutrirse de jugos vitales, cual niño que no tiene a nadie que lo alimente? Nosotros somos las nodrizas de esta Humanidad que ha perdido el seno de Dios, esta Humanidad que vaga estéril y enferma, y que encontraría la muerte desesperada, el negro escepticismo, si no nos encontrase a nosotros, que, con la alegre laboriosidad de quien está libre de todo lazo terreno, los persuadiéramos de que hay una Vida, una Alegría, una Libertad, una Paz. No podemos renunciar a la Caridad por un interés mezquino.
Los árboles se dirigieron entonces al espino. Éste no los rechazó. Pero impuso pactos severos: «Si me queréis como rey, venid aquí debajo de mí. Si me elegís y luego no queréis venir, haré de cada espina encendido tormento y os quemaré a todos, incluso a los cedros del Líbano».
¡He aquí cuáles son las realezas que el mundo acepta como verdaderas! La corrupción de la Humanidad es causa de que se tomen por verdadera realeza la tiranía y la crueldad; la mansedumbre y bondad, por estupidez y bajos sentimientos. El hombre no se somete al Bien, pero sí se somete al Mal. El Mal lo seduce. La consecuencia es que el Mal lo consume con fuego.
Éste es el apólogo de Abimelec. Pues bien, voy a proponeros otro; no lejano ni referido a hechos lejanos, sino cercano, presente.
Los animales pensaron en elegir a un rey. Como eran astutos, pensaron elegir a uno del que no debiera temerse fuerza o ferocidad; descartaron, por tanto, al león y a todos los otros felinos. Dijeron que no querían a las rostradas águilas, ni a ninguna otra ave rapaz. Desconfiaron del caballo, que podía llegarse hasta ellos con rapidez, y ver sus acciones; desconfiaron todavía más del burro, del que conocían la paciencia, sí, pero también los repentinos arranques de furia y las fuertes pezuñas. Se horrorizaron ante la idea de tener por rey al mono, pues era demasiado inteligente y vengativo. Con respecto a la serpiente, con la disculpa de que se había prestado a Satanás para seducir al hombre, dijeron que no la querían como rey, a pesar de sus graciosos colores y la elegancia de sus movimientos; en realidad no la quisieron porque conocían su silencioso paso majestuoso, la fuerza de sus músculos, el terrible efecto de su veneno. ¿Elegir rey a un toro o a otro animal provisto de aguzados cuernos? ¡No hombre, no! «Que el diablo también los tiene» dijeron; pero en realidad pensaban: «Si nos rebelamos, un día nos extermina con sus cuernos».
Eliminando a unos y eliminando a otros, he aquí que vieron a un corderito regordete y blanco que triscaba alegre por un prado verde, hocicando en la rechoncha mama materna. No tenía cuernos; antes al contrario, unos ojos mansos como cielo de Abril. Era manso y sencillo. De todo estaba contento: del agua de un pequeño riachuelo donde bebía hundiendo su morrillo rosado; de las florecillas de variados sabores que satisfacían el ojo y el paladar; de la tupida hierba, sobre la cual era bonito estar tumbado después de haber comido bien; y de las nubes, que parecían otros corderitos que correteasen por aquellos prados azules, allá arriba, y le invitaran a jugar, corriendo por el prado como ellas por el cielo; y, sobre todo, de las caricias de su mamá, la cual todavía le consentía alguna sobria chupada, lamiéndole, mientras tanto, la blanca lana con su rosada lengua; y del aprisco, seguro y protegido del viento, y de la cama, bien esponjosa y fragante, en que le era dulce dormir junto a su madre. «Es fácil contentarlo. Y no tiene ni armas ni veneno. Es ingenuo. Hagámoslo rey». Y lo hicieron rey. Y se gloriaban de él, porque era hermoso y bueno y porque lo admiraban los pueblos vecinos y lo amaban los súbditos por su paciente mansedumbre.
Pasó un tiempo. El cordero se hizo carnero, y dijo: «Llega el momento de gobernar realmente. Ahora tengo pleno conocimiento de mi misión. La voluntad de Dios -que permitió que fuera elegido rey-me ha formado para esta misión y me ha dado capacidad de reinar; justo es, por tanto, que la ejercite en forma plena, incluso porque, si no, sería desperdiciar los dones de Dios».
Viendo, pues, a súbditos hacer cosas contrarias a la honestidad de las costumbres, o a la caridad, dulzura, lealtad, morigeración, obediencia, respeto, prudencia, etc. alzó su voz para amonestar. Pero he aquí que los súbditos se rieron de su balido sabio y dulce, que no atemorizaba como el rugido de los felinos, ni como el chillido de los buitres cuando se lanzan veloces sobre la presa, ni como el silbido de la serpiente… ni siquiera como los ladridos del perro que infunde temor.
El cordero, ya carnero, no se limitó a balar; fue donde los culpables para conducirlos de nuevo al cumplimiento del deber. Ahora bien, la serpiente se le escurrió por entre las patas; el águila se alzó en vuelo y lo dejó plantado; los felinos, con una manotada, lo apartaron amenazándole: «¿Ves lo que hay en esta mano afelpada que por ahora se limita a apartarte? Son garras»; los caballos, y todos los animales corredores en general, se pusieron a girar al galope alrededor de él en plan de burla; los robustos elefantes, u otros paquidermos, con un golpe del morro, lo tiraron a un lado o a otro; los monos, desde encima de los árboles, lo hicieron blanco de sus proyectiles.
El cordero, ya carnero, acabó por inquietarse, y dijo: «No quería usar ni mis cuernos ni mi fuerza; porque también yo tengo fuerza en este cuello (tanto que será modelo para abatir obstáculos de guerra). No quería usarla porque prefiero usar el amor y la persuasión. Pero, dado que ante estas armas no os doblegáis, haré uso de la fuerza, porque no quiero faltar a mi deber para con Dios y para con vosotros, a pesar de que vosotros faltéis al vuestro para con Dios y para conmigo. He sido establecido aquí por vosotros y Dios para guiaros a la Justicia y al Bien, y aquí quiero que Justicia y Bien (es decir, Orden) reinen». Y castigó con los cuernos -ligeramente, porque era bueno – a un gozquejillo que seguía molestando a los que estaban a su lado; y luego, con su fortísimo cuello, echó abajo la puerta de la guarida donde un cerdo glotón y egoísta había almacenado provisiones en perjuicio de los demás; y tiró abajo también la mata de lianas que los jóvenes monos habían elegido para sus ilícitos amores.
“Este rey se ha hecho demasiado fuerte. Quiere realmente reinar y que vivamos una vida sabia. Esto no nos agrada. Hay que destronarlo» dijeron.
Mas -un mono joven y astuto aconsejó: «Hagámoslo de forma que parezca que ha sido por un motivo justo; si no, quedaremos mal ante – otros pueblos y nos atraeremos la enemistad de Dios. Vamos a espiar todo lo que hace el carnero para poderlo acusar bajo apariencia de justicia».
-Me encargo de ello yo – dijo la serpiente.
-Y yo – dijo el mono.
Una arrastrándose por entre la hierba, el otro desde las copas de los árboles, no perdieron ni un momento de vista al cordero. Y todas las noches, cuando él se retiraba para descansar de las fatigas de la misión y meditar en las medidas que debería tomar y en las palabras que tendría que usar, para domar la rebelión y vencer los pecados de los súbditos, entonces éstos, excepto alguno -raro- honesto y fiel, se reunían para escuchar el relato de los dos espías y traidores (pues traidores eran también).
La serpiente decía a su rey: «Te sigo porque te amo, para defenderte en caso de que te agredieran». El mono decía a su rey: «¡Como te admiro! Quiero ayudarte. Mira, desde aquí veo que más allá de este prado se está pecando. ¡Corre!» y luego decía a sus compañeros: «Hoy también ha tomado parte en el banquete de algunos pecadores. Ha simulado que iba allí para convertirlos, pero luego en realidad ha sido cómplice de sus orgías». Y la serpiente refería: «Se ha alejado incluso allende los
confines de su pueblo, y ha entablado conversación con mariposas, moscardones y babosas. Es un infiel. Trata con extranjeros impuros».
Así hablaban a espaldas del inocente, creyendo que él lo ignorase. Pero el espíritu del Señor, que lo había formado para su misión, lo iluminaba también respecto a las conjuras de sus súbditos. Habría podido huir, indignado, maldiciéndolos. Pero el cordero era manso y humilde de corazón. Amaba: éste era su error. Y cometía un error aún mayor: el de perseverar en su misión, amando y perdonando, a costa de la vida, para cumplir la voluntad de Dios. ¡Oh, qué errores éstos ante los hombres! ¡Imperdonables! Tanto que le procuraron la condena.
«Muera. Para liberarnos de su opresión». Y la serpiente se encargó de matarlo, porque siempre la traidora es la serpiente…
Éste es el otro apólogo. ¡Ahora te toca a ti entenderlo, pueblo de Nazaret! Yo, por el amor que me une a ti, te deseo, al menos, que no pases del grado de pueblo hostil. El amor de la tierra a la que vine cuando era niño, en que crecí amándoos y siendo amado, me hace deciros a todos vosotros: «No seáis más que hostiles. No hagáis que la historia diga: “De Nazaret vinieron su traidor y sus jueces inicuos»‘.
Adiós. Juzgad con rectitud y quered con constancia: lo primero, todos vosotros; lo segundo, aquellos de entre vosotros que no vivan disturbados por pensamientos deshonestos. Me marcho… La paz sea con vosotros.
Y Jesús, en medio de un silencio penoso, quebrado sólo por dos o tres voces que lo aprueban, sale, triste, cabizbajo, de la sinagoga de Nazaret.
Le siguen los apóstoles. A1 final de todos van los hijos de Alfeo (y sus ojos no son, ciertamente, ojos de manso cordero)… Miran severamente a la multitud hostil, y Judas Tadeo, sin vacilaciones, se planta erguido ante su hermano Simón y le dice:
-Creía que tenía un hermano más honesto y de carácter más fuerte.
Simón agacha la cabeza y calla. Pero el otro hermano, José, respaldado por otros de Nazaret, dice:
-¡Deberías avergonzarte de ofender a tu hermano mayor!
-No. Me avergüenzo de vosotros. De todos vosotros. Esta Nazaret no es simplemente una madrastra para el Mesías, es una madrastra depravada. Oíd mi profecía: Lloraréis tantas lágrimas como para alimentar una fuente, pero no servirán para lavar de los libros de la Historia el verdadero nombre de esta ciudad y de vosotros. ¿Sabéis cuál es? «Estupidez». Adiós.
Santiago añade un saludo más amplio augurando luz de sabiduría. Y salen, junto con Alfeo de Sara y otros dos jóvenes que, si los reconozco bien, son los dos cuidadores de asnos que acompañaron a los jumentos usados para ir al encuentro de Juana de Cusa cuando estaba moribunda.
La gente, que ha quedado confundida, murmura:
-¿Pero de dónde le viene tanta sabiduría?
-¿Y de dónde los milagros que hace? Porque hacerlos los hace. Toda Palestina lo dice.
-¿No es el hijo de José el carpintero? Todos le hemos visto hacer mesas y camas en el banco del artesano de Nazaret, y arreglar ruedas y cierres. Ni siquiera fue a la escuela. Su Madre fue su única maestra.
-Eso también fue un escándalo, que nuestro padre criticó – dice José de Alfeo.
-Pero también tus hermanos terminaron la escuela con María de José.
-¡Ya! Mi padre fue débil ante su mujer… – responde José.
-Entonces, ¿también el hermano de tu padre?
-También.
-¿Pero es realmente el hijo del carpintero?
-¿Pero es que no lo ves?
-Hay muchos que se parecen. Creo que es uno que se hace pasar por él pero no lo es.
-¿Y dónde está entonces Jesús de José?
-¿Pero tú crees que su Madre no lo va a conocer?
-Aquí están sus hermanos y hermanas, y todos ellos lo reconocen como pariente. ¿No es verdad, vosotros dos? Los dos ancianos hijos de Alfeo asienten.
-Entonces se ha vuelto loco o está endemoniado, porque lo que dice no puede provenir de un obrero. -Lo que habría que hacer es no escucharlo. Su pretendida doctrina es delirio o posesión…
…Jesús está parado en la plaza esperando a Alfeo de Sara, que habla con un hombre. Mientras espera, uno de los arrieros, que se había quedado cerca de la puerta de la sinagoga, le trae las calumnias que allí se han dicho.
-No te apenes por esto. Un profeta, generalmente, no recibe honor ni de su patria ni de su casa. El hombre es tan necio que cree que para ser profetas es necesario casi estar fuera de la vida; y los coterráneos y familiares, más que todos los demás, conocen y recuerdan la humanidad de su paisano y pariente. Pero la verdad triunfa siempre. Adiós. La paz sea contigo.
-Gracias, Maestro, por haber curado a mi madre.
-Lo merecías, porque supiste creer. Mi poder aquí es inoperante, porque aquí no hay fe. Vamos, amigos. Mañana al alba nos marchamos.