Vocación de la hija de Felipe. Llegada a Magdala y parábola de la dracma perdida
La barca costea el trecho que va de Cafarnaúm a Magdala. María de Magdala está, por primera vez, en su postura habitual de convertida: sentada en el fondo de la barca a los pies de Jesús, el cual está sentado, con porte grave, en uno de los bancos de la barca. El rostro de la Magdalena tiene hoy un aspecto muy distinto del de ayer; no es todavía ese rostro radiante de la Magdalena que sale al encuentro de su Jesús cada vez que Él va a Betania, pero es ya un rostro liberado de temores y tormentos; y su mirada, que antes reflejaba humillación -antes aún, desfachatez-, ahora es seria, pero segura, y en su noble seriedad brilla de vez en cuando una chispa de alegría escuchando a Jesús, que habla con los apóstoles o con su Madre y Marta.
Van hablando de la bondad de Porfiria, tan sencilla y amorosa, y de la afectuosa acogida de Salomé, y de las mujeres e hijas de Bartolomé y Felipe. Éste dice:
-Si no fuera porque son todavía muy niñas, y su madre es contraria a que estén por los caminos, también te seguirían,
Maestro.
-Me sigue su alma; es igualmente santo amor. Felipe, escúchame. Tu hija mayor está para prometerse, ¿no? -Sí, Maestro. Dignos esponsales y un buen esposo, ¿no es verdad, Bartolomé?
-Es verdad. Lo puedo garantizar porque conozco a la familia. No he podido aceptar hacer yo la propuesta, pero lo habría hecho si no estuviera ocupado en el seguimiento del Maestro, con plena tranquilidad de crear una santa familia.
-Pero la muchacha me ha rogado que te dijera que no hicieras nada.
-¿No le gusta el novio? Está en un error. De todas formas, la juventud no tiene seso. Espero que se persuada. No hay razón para rechazar a un excelente esposo. A menos que… ¡No, no es posible! – dice Felipe.
-¿A menos que…? Termina, Felipe – incita Jesús.
-A menos que ame a otro. Pero eso no es posible. No sale nunca de casa y en casa vive muy retirada. ¡No es posible!
-Felipe, hay amadores que penetran hasta en las casas más cerradas y saben hablar a sus amadas a pesar de todas las barreras y vigilancias; derriban cualquier obstáculo (viudez o juventud bien custodiadas… u otros) y las consiguen. Hay amadores que no pueden ser rechazados, porque su anhelo es impositivo, porque vencen seductoramente toda posible resistencia, hasta la del mismo diablo. Pues bien, tu hija ama a uno de éstos, y además al más poderoso.
-¿Y quién es? ¿Uno de la corte de Herodes?
-¡Eso no es poder!
-¿Uno… uno de la casa del Procónsul?, ¿un patricio romano? No lo permitiré de ninguna manera. La sangre pura de Israel no tendrá contacto con la impura. Aunque tuviera que matar a mi hija. ¡No sonrías, Maestro, que yo sufro!
-Porque estás como un caballo encabritado. Ves sombras donde sólo hay luz. ¡Tranquilízate, hombre! El Procónsul no es más que un siervo también, como lo son también sus amigos patricios; y siervo es el César.
-¡Estás bromeando, Maestro! Querías meterme miedo. Nadie hay mayor que César, ni con más autoridad que él. -¿Y Yo, Felipe?
-¡Tú! ¿Tú quieres casarte con mi hija!
-No. Con su alma. Soy Yo el amante que penetra en las casas más cerradas y en los corazones -más cerrados aún: con un sinfín de llaves-. Soy Yo el que sabe hablar a pesar de todas las barreras y vigilancias, el que abate todo obstáculo y toma lo que anhela: puros o pecadores, vírgenes o viudos, de vicios libres o esclavos. Doy a todos ellos un alma única y nueva, regenerada, beatificada, eternamente joven. Son mis esponsales. Y nadie puede negarme mis dulces presas; ni el padre, ni la madre, ni los hijos, ni siquiera Satanás. Sea que hable al alma de una joven como tu hija, sea que se trate de un pecador envuelto en el pecado y encadenado por Satanás con siete cadenas, el alma viene a mí. Y nada ni nadie me las arrebatará. No hay riqueza, ni poder, ni alegría del mundo, que comunique esa leticia perfecta, propia de quienes se desposan con mi pobreza, con mi mortificación: despojados de todo pobre bien; vestidos de todo bien celeste. Jubilosos, con esa beatitud de ser de Dios, sólo de Dios… son los señores de la tierra y del Cielo: de la primera, porque la dominan; del segundo, porque lo conquistan.
-¡Nunca ha sido así en nuestra Ley! – exclama Bartolomé.
-Despójate del hombre viejo, Natanael. La primera vez que te vi te saludé definiéndote perfecto israelita sin engaño. Pero ahora eres de Cristo, no de Israel. Sélo sin engaño y sin ataduras. Revístete de esta nueva mentalidad. Si no, habrá muchas bellezas de la redención que he venido a traer a toda la Humanidad que no podrás entender.
Felipe interviene diciendo:
-¿Y dices que has llamado a mi hija? ¿Y ahora qué hará? Yo ciertamente no me voy a oponer, pero quisiera saber, incluso para ayudarla, en qué consiste su llamada…
-En llevar a las azucenas de amor virginal al jardín de Cristo. ¡Habrá muchas en los siglos futuros!… ¡Muchas! Macizos de incienso para contrapesar las sentinas de vicios; almas orantes para contrapesar a blasfemos y ateos; auxilio en todas las desdichas humanas: alegría de Dios.
María de Magdala abre los labios para preguntar (lo hace ruborizándose todavía, aunque con más soltura que los otros
días):
-¿Y nosotros, las ruinas que Tú reconstruyes, qué acabamos siendo?
-Lo mismo que las hermanas vírgenes…
-¡Oh, no es posible! Hemos pisado demasiado fango y… y… no puede ser.
-¡María, María! Jesús no perdona nunca a medias. Te ha dicho que te ha perdonado y así es. Tú, y todos los que como tú han pecado y han sido perdonados por mi amor, que con vosotros se desposa, perfumaréis, oraréis, amaréis, consolaréis, siendo conscientes ya del mal y aptos para curarlo donde se encuentra, siendo almas mártires ante los ojos de Dios, y amadas, por tanto, como las vírgenes».
-¿Mártires? ¿En qué, Maestro?
-Contra vosotras mismas y los recuerdos del pasado, y por sed de amor y expiación.
-¿Lo debo creer?…
La Magdalena mira a todos los que están en la barca, pidiendo confirmación a la esperanza que se enciende en ella. -Pregúntaselo a Simón. Una noche estrellada, en tu jardín, hablé de ti y de vosotros pecadores en general. Todos tus
hermanos te pueden decir si mi palabra no cantó los prodigios de la misericordia y la inversión respecto a todos los redimidos. -Me lo ha expresado también el niño, con voz de ángel. He vuelto con el alma confortada después de su lección. Por él
te he conocido mejor aún que por mi hermana, tanto que hoy me sentía más fuerte de afrontar el regreso a Magdala. Y, ahora
que me dices esto, siento crecer mi fortaleza. He dado escándalo al mundo, pero te juro, mi Señor, que ahora el mundo al
mirarme comprenderá tu poder.
Jesús deposita un momento la mano sobre su cabeza, mientras María Santísima le sonríe como ella sabe hacer: paradisíacamente.
-Ya se ve Magdala, que se extiende en el borde del lago. De frente, el sol naciente; a sus espaldas, la montaña de Arbela, que la protege del viento, y el estrecho valle peñascoso y agreste (por el que desemboca un pequeño torrente en el lago) que se adentra hacia el occidente, con sus paredes rocosas a pico, llenas de una belleza seductora y severa.
-¡Maestro! – grita Juan desde la otra barca – ahí está el valle de nuestro retiro… – y se ilumina su rostro como si se hubiera encendido un sol en su interior.
-Nuestro valle. Sí, lo has reconocido bien.
-No se puede no recordar los lugares en que se ha conocido a Dios – responde Juan.
-Entonces yo recordaré siempre este lago, porque aquí te he conocido. ¿Sabes, Marta, que aquí vi al Maestro una mañana?…
-Sí, y por poco si no nos vamos todos al fondo, nosotros y vosotros. Mujer, créeme, tus remadores no valían un comino – dice Pedro, que está haciendo la maniobra para tomar tierra.
-No valían nada ni los remadores ni quienes con ellos iban… Pero de todas formas fue el primer encuentro y eso vale mucho. Luego te vi en el monte, luego en Magdala, luego en Cafarnaúm… Muchos encuentros, muchas cadenas rotas… Pero Cafarnaúm ha sido el lugar más hermoso porque allí me has liberado…
Ponen pie en tierra. Ya han bajado los de la otra barca. Entran en la ciudad.
La curiosidad simple o… no simple de los habitantes de Magdala debe ser como una tortura para la Magdalena. Pero ella la soporta heroicamente, siguiendo al Maestro, que va delante, en medio de todos sus apóstoles, mientras que las tres mujeres van detrás de ellos. El cuchicheo es fuerte; no falta la ironía. Todos los que, aparentemente, por temor a represalias, respetaban a María cuando era la poderosa dominadora de Magdala, ahora, que la ven separada para siempre de sus amigos pudientes, humilde y casta, se permiten manifestaciones de desprecio y epítetos poco lisonjeros.
Marta, que sufre tanto como ella por esto, le pregunta:
-¿Quieres retirarte a casa?
-No. No dejo al Maestro. Y antes de que la casa no haya sido purificada de todo recuerdo del pasado no lo invito a
entrar.
-¡Pero estás sufriendo, hermana!…
-Me lo he merecido.
Y la verdad es que debe sufrir: el sudor que aljofara su rostro y el rubor que la cubre -incluso en el cuello- no se deben sólo al calor.
Cruzan toda Magdala y van a los barrios pobres, a la casa en que se detuvieron la otra vez. La mujer se queda de piedra cuando alza la cabeza del lavadero para ver quién la saluda y se encuentra de frente a Jesús y a la bien conocida señora de Magdala, y ve que ésta ya no tiene apariencia pomposa, ni va cargada de joyas, sino que tiene la cabeza cubierta con un velo ligero de lino, y lleva un vestido de color brusela, de cuello cerrado, estrecho (se ve claramente que no es suyo, a pesar del trabajo realizado para transformarlo), y va envuelta en un tupido manto que con ese calor debe ser un suplicio.
-¿Me permites estar en tu casa y hablar desde aquí a los que me siguen? (0 sea, a toda Magdala, porque toda la población se ha ido agregando al grupo apostólico).
-¿Me lo preguntas, Señor? ¡Pero si mi casa es tuya!
La mujer se pone en movimiento para traer sillas y bancos para las mujeres y los apóstoles.
Cuando pasa delante de la Magdalena hace una reverencia de esclava. «Paz a ti, hermana» responde ésta. La sorpresa de la mujer es tal que deja caer el pequeño banco que tenía cogido; pero guarda silencio (de todas formas, esta reacción me hace pensar que María trataba a sus súbditos en forma más bien soberbia); y se queda ya completamente pasmada cuando oye que le pregunta cómo están sus hijos, dónde están, y si la pesca ha sido abundante.
-Están bien… en la escuela o con mi madre. Sólo el pequeño está aquí, durmiendo en la cuna. La pesca es buena. Mi marido te llevará el diezmo…
-Ya no es el caso. Úsalo para tus niños. ¿Me dejas ver al pequeñín?
-Ven….
La gente se ha ido aglomerando en la calle. Jesús empieza a hablar:
Una mujer tenía diez dracmas en su bolsa. Pero, con un movimiento, la bolsa cayó de su pecho, se abrió y las monedas rodaron por el suelo. Las recogió con la ayuda de las vecinas que estaban presentes; las contó: eran nueve. La décima no se encontraba. Dado que se acercaba la noche y la luz empezaba a faltar, la mujer encendió una lámpara, la puso en el suelo y, tomando una escoba, se puso a barrer atentamente para ver si había rodado lejos del lugar donde había caído. Pero la dracma no aparecía. Las amigas, cansadas de buscar, se marcharon. La mujer corrió entonces el arquibanco, el bazar, el pesado baúl, movió las ánforas y orzas que estaban en el nicho de la pared. La dracma no aparecía. Entonces se puso a gatas y buscó en el montón de la barredura que estaba puesto contra la puerta de la casa, para ver si la dracma había rodado afuera y se había mezclado con los desperdicios de las verduras. Y por fin encontró la dracma, toda sucia, casi sepultada por los desperdicios que le habían caído encima.
Llena de alegría, la mujer cogió la dracma, la lavó, la secó. Ahora era más bonita que antes. Gritó para llamar a las vecinas de nuevo -que se habían ido después de haberla ayudado en los primeros momentos de la búsqueda- y se la enseñó diciendo: «¿Veis? Me aconsejabais que no me cansara más. Pero he insistido y he encontrado la dracma perdida. Alegraos, pues, conmigo, que no he perdido ninguno de mis bienes».
Pues vuestro Maestro, y con Él sus apóstoles, hace como la mujer de la parábola. Sabe que un movimiento puede hacer que caiga al suelo un tesoro. Toda alma es un tesoro. Y Satanás, envidioso de Dios, provoca los falsos movimientos para que caigan las pobres almas. Hay quien en la caída se queda junto a la bolsa, o sea, se aleja poco de la Ley de Dios que recoge las almas en la salvaguardia de los Mandamientos; hay quien se aleja más, o sea, se aleja más de Dios y de su Ley; en fin, hay quien va rodando hasta caer en la barredura, en la inmundicia, en el barro… y ahí acabaría pereciendo, ardiendo en el fuego eterno, de la misma forma que la basura se quema en los lugares apropiados.
El Maestro lo sabe y busca incansable las monedas perdidas. Las busca por todas partes, con amor. Son sus tesoros. Y no se cansa ni nace ascos de nada; antes al contrario, hurga, hurga, remueve, barre… hasta que encuentra. Una vez que ha encontrado, lava con su -perdón al alma hallada, y convoca a los amigos -todo el Paraíso y todos los buenos de la tierra-, y dice: «Alegraos conmigo porque he encontrado lo que se había perdido, y es más hermoso que antes porque mi perdón lo hace nuevo».
En verdad os digo que hay gran regocijo en el Cielo y exultan los ángeles de Dios y los buenos de la Tierra por un pecador que se convierte. En verdad os digo que no hay cosa más hermosa que las lágrimas del arrepentimiento. En verdad os digo que los únicos que ni saben ni pueden exultar por esta conversión, que es un triunfo de Dios, son los demonios. Y también os digo que el modo en que un hombre acoge la conversión de un pecador es medida de su bondad y unión con Dios.
La paz sea con vosotros.
La gente comprende la lección y mira a la Magdalena, que se había sentado en la puerta con el lactante en sus brazos (quizás para cubrir su azoramiento), y se van marchando lentamente, de forma que quedan sólo la dueña de la casuca y la madre, que había venido con los niños. Falta Benjamín, porque está todavía en la escuela.