Comentario de tres episodios sobre la conversión de María de Magdala
Dice Jesús:
-Desde el mes de Enero, desde que te di a ver la cena en casa de Simón el fariseo, tú y quien te guía habéis deseado saber más de María de Magdala, y cuáles palabras me dirigió. Siete meses después os desvelo estas páginas del pasado, para satisfacción vuestra y para dar una norma a los que deben saberse plegar hacia estas leprosas del alma, y para brindar a estas infelices que se ahogan en su sepulcro de vicio una voz que quiere invitarlas a salir de él.
Dios es bueno. Con todos es bueno. No mide con medidas humanas. No hace diferencias entre pecado y pecado mortal. El pecado, cualquiera que sea, lo entristece; el arrepentimiento lo alegra y le dispone a conceder solícito el perdón. La resistencia
a la Gracia lo pone inexorablemente severo, porque la Justicia no puede perdonar al impenitente que muere siéndolo a pesar de todas las ayudas que tuvo para convertirse.
Pero, causa primera de las conversiones no maduradas, si no en la mitad de los casos al menos en cuatro décimos, es la falta de dedicación de los que están designados para esta misión de convertir; un mal entendido y falso celo, que no es sino cortina que cubre un real egoísmo y orgullo, en virtud de lo cual se quedan tranquilos en su propio refugio y no descienden al lodo para arrancar de él un corazón. «Yo soy puro, digno de respeto. No voy a la porquería ni a donde se me pueda faltar al respeto». Quien se expresa en estos términos ¿no ha leído la parte del Evangelio donde se dice que el Hijo de Dios fue a convertir a publicanos y meretrices además de a los justos que sólo estaban en el ámbito de la Ley antigua? ¿No piensa que el orgullo es impureza de mente y que la anticaridad es impureza del corazón? ¿Que sufrirás humillación? Yo la sufrí primero y más que tú, y era el Hijo de Dios. ¿Que tendrás que arrastrar tus vestiduras por la inmundicia? ¿Y no toqué Yo, acaso, con mis manos, esta inmundicia para ponerla en pie y decirle: «Anda por este nuevo camino»?
¿No recordáis lo que dije a vuestros primeros predecesores? «En cualquier ciudad o pueblo en que entréis informaos acerca de quién hay merecedor de vuestra presencia, y quedaos en su casa». Esto lo dije para evitar la murmuración del mundo, del mundo que con demasiada facilidad ve el mal en todas las cosas. Pero añadí: «Cuando entréis en las casas –“casas” dije, no “casa”- saludadlas diciendo: “Paz a esta casa”. Si la casa es digna de recibirla, la paz descenderá sobre ella; si no, volverá a vosotros». Esto lo dije para enseñaros que, a falta de prueba segura de impenitencia, debéis tener para con todos un mismo corazón. Y completé la enseñanza diciendo: «Y si alguno no os recibe y no escucha vuestras palabras, al salir de esas casas o ciudades, sacudid el polvo que se os haya quedado pegado a las suelas». Y la fornicación (de los pecadores que queramos ayudar a salir del fango), para los buenos, para aquellos a quienes la Bondad constantemente amada hace semejantes a un cubo de cristal liso, no es sino polvo que basta sacudirlo o soplar para que vuele sin dejar lesión.
Sed verdaderamente buenos. Formad un bloque único con la Bondad eterna en el centro, y ningún género de corrupción podrá subir a mancharos más arriba de las suelas que apoyan en la tierra. ¡Tan alta está el alma!… El alma del bueno y del que forma por entero una cosa con Dios. El alma está en el Cielo. Allí no llega ni el polvo ni el fango (ni siquiera si lo lanzan con odio contra el espíritu del apóstol). Puede afectar a vuestra carne, es decir, heriros material y moralmente, persiguiéndoos, porque el Mal odia al Bien, u ofendiéndoos. ¿Y qué? ¿No me ofendieron a mí? ¿No fui herido? Pero, ¿aquellos golpes y aquellas palabras indecentes incidieron en mi espíritu?, ¿lo turbaron? No. Resbalaron sin penetrar, como esputo en un espejo o piedra lanzada contra la jugosa pulpa de un fruto. O penetraron sólo Superficialmente, sin herir el germen de la semilla que estaba encerrado en el hueso; es más, favoreciendo su germinación, porque es más fácil surgir de una masa hendida que no de una íntegra. Muriendo, el trigo germina y el apóstol produce. Muriendo a veces materialmente; casi muriendo, a diario, en sentido metafórico (porque el yo humano resulta sólo fragmentado). Pues bien, no es muerte, sino Vida. Triunfa el espíritu sobre la muerte de la humanidad.
Había venido a mí (María Magdalena) por simple capricho de la mujer ociosa que no sabe cómo llenar sus horas de ocio. Pues bien, en sus oídos -embotados de falsas lisonjas de quien con himnos a la carnalidad la mecía para tenerla esclavizada- sonó la voz límpida y severa de la Verdad, de la Verdad que no tiene miedo a burlas e incomprensiones y expresa sus palabras mirando a Dios. Y, cual coro de campanas tocando a fiesta, fundiéronse en la Palabra las voces habituadas a cantar en el cielo, en el azul libre del aire, propagándose por valles y colinas, llanuras y lagos, para recordar las glorias y delicias del Señor.
¿Recordáis el doble festivo que en los tiempos de paz tanto alegraba el día dedicado al Señor? La campana mayor daba, con el badajo sonoro, el primer toque en nombre de la Ley divina. Decía: «Hablo en nombre de Dios, Juez y Rey». Y luego las campanas menores, con sus arpegios: «que es bueno, misericordioso y paciente». Para terminar luego la campana más argentina, con voz de ángel, diciendo: «y su caridad mueve al perdón y a la compasión, para enseñarnos que el perdón es más útil que el rencor, y la compasión más que la implacabilidad; venid a aquel que perdona, tened fe en él, que es compasivo».
También Yo, tras haber recordado la Ley, pisoteada por la pecadora, he hecho cantar la esperanza del perdón. Como sérica cinta de verde y azul, la he agitado entre las tonalidades negras para que ahí introdujera sus consoladoras palabras. ¡Oh, el perdón! Es rocío para la quemazón que siente la persona culpable. El rocío no es como el granizo, que asaetea, golpea, rebota y se aleja, sin penetrar, y destruye la flor. El rocío desciende tan levemente, que ni la más delicada flor lo siente posarse sobre sus pétalos de seda; pero luego ésta bebe su frescor y se sacia. El rocío se posa junto a las raíces, encima de la gleba abrasada, y penetra aún más… Es una humedad de lágrimas, llanto de las estrellas, amoroso llanto de madres criando a sus hijos que tienen sed, y que desciende sobre ellos junto con la dulce y fecunda leche. ¡Oh, los misterios de los elementos que actúan incluso cuando el hombre descansa o peca! El perdón es como este rocío. Aporta no sólo limpieza, sino también savias vitales, extraídas no de los elementos sino de las moradas divinas.
Luego, tras la promesa de perdón, he aquí que habla la Sabiduría y dice lo que es lícito y lo que no lo es, y conmina y remueve, no por severidad sino por materna diligencia de salvar. ¡Cuántas veces vuestro sílex se hace aún más impenetrable y cortante para con la Caridad que se inclina hacia vosotros! ¡Cuántas veces huís mientras ella os habla; cuántas, os burláis de ella; cuántas, la odiáis!… Si la Caridad usara con vosotros los modos que vosotros usáis con ella, ¿qué sería de vuestras almas! Sin embargo, ya veis que la Caridad es la incansable Caminante que va en busca de vosotros; quiere llegarse a vosotros, aunque os guarezcáis en asquerosas guaridas.
¿Por qué quise ir a aquella casa? ¿Por qué no obré en ella el milagro? Para enseñar a los apóstoles a comportarse desafiando prejuicios y críticas cuando se trata de cumplir un deber tan alto y que está lejos de estas cosuchas del mundo.
¿Por qué le dije a Judas aquellas palabras? Los apóstoles eran muy humanos. Todos los cristianos son muy humanos, incluso los santos de la tierra, aunque en grado menor. Algo de humano persiste incluso en los perfectos. Mas los apóstoles no eran todavía perfectos. Lo humano estaba filtrado en sus pensamientos. Yo los elevaba, pero el peso de su humanidad les hacía descender de nuevo. Para que cada vez bajaran menos, tenía que meter en el camino de subida cosas que sirvieran para detener
su descenso, de manera que se parasen en éstas meditando y descansando, para luego subir más arriba del límite anterior. Tenían que ser cosas de un tenor adecuado para convencerlos de que Yo era Dios. Por tanto: penetración de almas, victorias sobre los elementos, milagros, transfiguración, resurrección y ubicuidad. Estuve contemporáneamente en el camino de Emaús y en el Cenáculo. Las horas de las dos presencias, cotejadas por los apóstoles y los discípulos, fue una de las razones que más los estremeció; los arrancó de sus lazos y los lanzó al camino de Cristo. Más que por Judas -miembro que incubaba ya en sí la muerte- hablé para los otros once. El hecho de ser Dios tenía necesariamente que hacérselo lucir ante sus ojos, no por orgullo sino por necesidad suya de formación. Era Dios y Maestro; aquellas palabras lo manifiestan de mí: revelo una facultad extrahumana y enseño una perfección: no tener conversaciones malas ni siquiera con nuestro interior. Porque Dios ve, y debe ver puro el interior para poder descender a él y morar en él.
¿Por qué no obré el milagro en aquella casa? Para que todos entendieran que la presencia de Dios exige un ambiente puro. Por respeto a su excelsa majestad. Para hablar -no con palabras pronunciadas con la boca, sino con una palabra aún más profunda- al espíritu de la pecadora y decirle: «¿Lo ves, desdichada? Estás tan sucia, que todo lo que te rodea se vuelve sucio; tan sucio, que en torno a ti Dios no puede actuar. Tú más sucia que éste. En efecto, repites la culpa de Eva y ofreces el fruto a Adán, tentándolo y alejándolo del Deber. Eres ministra de Satanás».
Pero, ¿por qué no quise que la llamara «satanás» la angustiada madre? Porque ninguna razón justifica el insulto ni el odio. Lo primero que se necesita para tener a Dios con nosotros, la primera condición, es no tener rencor y saber perdonar. Lo segundo que se necesita es saber reconocer la propia culpabilidad, o de quien es nuestro; no ver sólo las culpas de los demás. La tercera cosa necesaria es saber conservarnos, por justicia hacia el Eterno, agradecidos y fieles después de haber recibido una gracia. Quienes, tras haber recibido una gracia, son peores que los perros y no se acuerdan de su Benefactor -mientras que el animal sí se acuerda- son unos desdichados.
No dije ni una palabra a la Magdalena. La miré un instante como si se tratase de una estatua; luego la dejé. Volví a los «vivos» que quería salvar. A ella, materia muerta como un mármol esculpido -y más aún-, la circundé de indiferencia aparente. En realidad, no dije una palabra, no hice nada, que no tuviera como principal objetivo esa pobre alma suya que quería redimir. La última palabra: «Yo no insulto, no insultes tú; limítate a orar por los pecadores», como guirnalda de flores que se completa, se fundió con la primera, la que dije en el monte: «El perdón es más útil que el rencor; ser compasivos, más que ser implacables». Las dos frases envolvieron a la pobre infeliz en un círculo aterciopelado, fresco, perfumado de bondad, y le hicieron sentir cuán distinto de la feroz esclavitud de Satanás es el amoroso servicio a Dios, y lo suave que es el perfume celeste respecto al hedor de la culpa, y cuánto sosiega sentirse uno amado santamente, respecto a ser poseído satánicamente.
Observad cómo el deseo del Señor es comedido. No exige conversiones fulminantes. No pretende de un corazón lo absoluto. Sabe esperar. Sabe conformarse: se conformó con lo que le pudo dar la turbada madre, mientras esperaba a que la extraviada encontrara de nuevo el camino, la loca la razón. No le pregunté sino: «¿Eres capaz de perdonar?». ¡Cuántas otras cosas habría podido pedirle para hacerla digna del milagro, si hubiera juzgado con patrón humano! Pero Yo mido divinamente vuestras fuerzas. Para aquella pobre madre exasperada, ya era mucho el que fuera capaz de perdonar. En aquella hora sólo le pedí eso. Después, cuando le restituí a su hijo, le dije: «Sé santa y santifica tu casa». Pero, en medio del espasmo estremecedor, no le pedí sino el perdón para la culpable. No se debe exigir todo de quien poco antes ha estado en la nada de las Tinieblas. Aquella madre luego iba a salir a la Luz total, y con ella la esposa y los hijos. Pero, en ese momento, lo que hacía falta era portar a sus ojos ciegos de llanto el primer crepúsculo de la Luz: el perdón, alba del día de Dios.
De los presentes, uno sólo -no cuento a Judas, me refiero a los de la ciudad que estaban presentes en ese lugar, no me refiero a mis discípulos- no iba a alcanzar la Luz. Estas derrotas van unidas a las victorias del apostolado. Siempre hay alguno por quien el apóstol se esfuerza en vano. Pero no se debe perder el vigor por estas derrotas. El apóstol no debe pretender conseguir todo. Contra él se alzan fuerzas adversas de muchos nombres, las cuales, como tentáculos de pulpos gigantes, atrapan otra vez la misma víctima que el apóstol les había arrebatado. De todas formas el mérito del apóstol permanece. ¡Pobre apóstol el que dice: «No voy a ese lugar porque sé que no voy a poder convertir»! Es un apóstol de muy escaso valor. Es necesario ir a ese lugar, aunque se vaya a salvar sólo uno de mil. Su jornada apostólica será fructuosa tanto por ese uno como por mil, porque él ha hecho todo lo que podía hacer, y Dios premia eso. Además, se debe pensar que puede intervenir Dios en los casos en que el apóstol no puede convertir porque la persona esté demasiado en las zarpas de Satanás y las fuerzas del apóstol sean inferiores a las que se necesitan. ¿Y si es así?… ¿quién superior a Dios?
Otra cosa que el apóstol debe necesariamente practicar es el amor. Amor visible, no sólo el secreto amor del corazón de los hermanos. Sería suficiente para los hermanos buenos. Pero el apóstol es un obrero de Dios y no debe limitarse a orar, debe actuar. Actúe con amor, con amor grande. El rigor paraliza el trabajo del apóstol y el movimiento de las almas hacia la Luz. No rigor, sino amor. El amor es ese indumento de amianto que le hace a uno inalterable frente a la mordedura de las llamaradas de las malas pasiones. El amor es saturación de esencias que os preservan de que la podredumbre humano-satánica pueda entrar en vosotros. Para conquistar a un alma es necesario saber amar. Para conquistar a un alma es necesario conducirla a que ame, a que ame el Bien y repudie sus pobres amores pecaminosos.
Yo quería el alma de María. Igual que para ti, pequeño Juan, no me limité a hablar desde mi cátedra de Maestro. Bajé a buscarla en los caminos del pecado. La seguí, la perseguí con mi amor. ¡Oh, dulce perseguir! Yo-Pureza entré donde estaba ella-impureza. No temí el escándalo ni en mí ni en los demás. El escándalo en mí no podía entrar, porque Yo era la Misericordia, y ésta llora por las culpas pero no se escandaliza de ellas. ¡Desventurado aquel pastor que se escandalice y, tras esta barrera, se atrinchere para abandonar a un alma! ¿No sabéis que las almas resurgen más fácilmente que los cuerpos y que la palabra piadosa y amorosa que dice: «Hermana, por tu bien, ¡álzate!» obra a menudo el milagro? Tampoco temía el escándalo en los demás. Ante la mirada de Dios lo que hacía estaba justificado; la mirada de los buenos lo comprendía; la mirada maligna, donde fermenta la malicia, que emana de entrañas corrompidas, no tiene valor; encuentra culpas hasta en Dios; sólo ve la perfección dentro de sí. Por eso no hacía caso de ella.
Las tres fases de la salvación de un alma son:
Ser integrísimos para poder hablar sin temor a que nos hagan callarnos. Hablar a toda una multitud, de forma que nuestra apostólica palabra, dirigida a las turbas que se aglomeran en torno a la mística barca, vaya, en círculos de ola, cada vez más lejos, hasta la orilla cenagosa donde están echados los que viven inertes sobre el barro sin preocuparse de conocer la Verdad. Éste es el primer trabajo para romper la costra del duro terruño y prepararlo para la semilla. Es el trabajo más severo, tanto para quien lo hace como para quien lo recibe, porque la palabra debe, cual penetrante reja de arado, herir para abrir. En verdad os digo que el corazón del apóstol bueno se hiere y sangra por el dolor que le supone tener que herir para abrir; mas también este dolor es fecundo. Con la sangre y el llanto del apóstol se hace fértil el terruño agreste.
Segunda cualidad: trabajar incluso donde otro, menos conquistado por su misión, huiría. Quebrantarse en el esfuerzo de arrancar cizaña, esteba y espinas, para poner al desnudo el terreno arado y que resplandezca sobre él, como sol, el poder de Dios y su bondad. Al mismo tiempo, con maneras de juez y de médico, ser severo y, no obstante, compasivo; firme en un período de espera para dar tiempo a las almas de superar la crisis, meditar y decidir.
Tercer punto: en el momento en que el alma que en el silencio se ha arrepentido, llorando y pensando en sus errores, se atreve a venir tímidamente, con miedo a ser rechazada, hacia el apóstol, el apóstol ha de tener un corazón más grande que el mar, más dulce que un corazón de madre, más enamorado que un corazón de esposo, y ha de abrirlo de par en par para que broten de él olas de ternura. Si tenéis a Dios en vosotros -Dios que es Caridad-, encontraréis fácilmente las palabras de caridad para las almas. Dios hablará en vosotros y por vosotros, y el amor llegará, cual miel que rezuma de un panal, para alivio de los labios ardientes y nauseados; cual bálsamo que fluye de una ampolla, para medicina de los espíritus heridos.
Doctores de las almas, haced que los pecadores os amen, haced que gusten el sabor de la caridad celeste y lo ansíen tanto que no busquen ya ningún otro alimento, haced que sientan en vuestra dulzura un alivio tan grande que lo busquen para todas sus heridas. Es necesario que vuestra caridad aleje de ellos todo temor, porque, como dice la epístola (I Juan 4, 18) que has leído hoy: «El temor supone el castigo, el que teme no es perfecto en la caridad». Pero tampoco es perfecto en la caridad el que produce el temor. No digáis: «¿Qué has hecho?». No digáis: «Vete». No digáis: «Tú no puedes degustar el amor bueno». Antes al contrario, decid, decid en mi nombre: “Ama y yo te perdono»; decid: «Ven, Jesús te abre los brazos»; decid: «Gusta este Pan angélico y esta Palabra y olvida la pez de infierno y las burlas de Satanás». Haceos acémilas para llevar las debilidades de los demás. El apóstol debe llevar las suyas y las de los demás, junto con sus cruces y las de los demás. Y, mientras venís a mí, cargados con estas ovejas heridas, tranquilizad a estas ovejas errantes, decid: «Todo está olvidado en este momento»; decid: «No tengas miedo del Salvador, que ha venido del Cielo por ti, exactamente por ti; yo sólo soy el puente para llevarte a Él, que te está esperando, al otro lado del arroyo de la absolución penitencial, para conducirte a sus pastos santos, cuyos comienzos están aquí, en la tierra, pero que luego prosiguen, con Belleza eterna que alimenta y embelesa, en los Cielos».
Éste es el comentario. A vosotras, ovejas fieles al Pastor Bueno, poco os toca. Pero si, para ti, pequeña esposa, significará un aumento de confianza, para el Padre será aún más luz en su luz de juez, y para muchos actuará, no como un aguijón para ir al Bien, sino como el rocío de que he hablado, que penetra y nutre y da nuevo vigor a las flores lacias.
Levantad la cabeza. El Cielo está arriba.