Curación de la hemorroisa y resurrección de la hija de Jairo
Jesús va rodeado de mucha gente que ciertamente lo estaba esperando, por un camino soleado y polvoriento que bordea la ribera del lago. Se dirige hacia un pueblo. La muchedumbre lo oprime a pesar de que los apóstoles, a fuerza de codos y hombros, vayan tratando de hacer hueco y levanten la voz para convencer a la masa de dejar un poco de espacio.
Pero Jesús no está inquieto por tanto barullo. Sobrepasando en altura con toda la cabeza a los que lo rodean, mira con dulce sonrisa a esta multitud que lo apretuja; responde a los saludos, acaricia a algún niño que logra hacerse ver por entre la barrera de adultos y arrimarse a Él, pone la mano en la cabeza de aquellos pequeñuelos a los que sus madres aúpan por encima de las cabezas de la gente para que Él los toque… Y, entretanto, sigue andando, lentamente, pacientemente, en medio de esta bulla y de estas continuas presiones que pondrían de malhumor a cualquiera.
Una voz de hombre grita:
-¡Paso! ¡Dejad paso!
Una voz que denota angustia. Muchos deben conocerla y respetarla, como de una persona influyente, porque la multitud se escinde -aunque con mucha dificultad, porque están muy apretujados- y dejan pasar a un hombre de unos cincuenta años, enteramente cubierto con un largo y amplio indumento y con una especie de pañuelo blanco alrededor de la cabeza, cuyo vuelo pende hasta el cuello y sobre la cara.
Llega adonde Jesús, se postra a sus pies y dice:
-Maestro, ¿por qué has estado fuera tanto tiempo? Mi hija está muy enferma. Ninguno la puede curar. Tú eres la única esperanza mía y de la madre. Ven, Maestro. Te esperaba con ansiedad infinita. Ven, ven enseguida. Mi única criatura se está muriendo… – y se echa a llorar.
Jesús pone su mano sobre la cabeza de este hombre que llora, sobre esta cabeza inclinada y convulsa por los sollozos, y le responde:
-No llores. Ten fe. Tu hija vivirá. Vamos a verla. ¡Levántate! ¡Vamos!
Las dos últimas palabras tienen tono de imperio. Antes era el Consolador, ahora habla como Dominador.
Se ponen de nuevo en camino. El padre, llorando, va al lado de Jesús, que lo tiene cogido de la mano; y, cuando un sollozo más fuerte agita al pobre hombre, veo que Jesús lo mira y le aprieta la mano. No hace sino esto, pero ¡cuánta fuerza debe tornar a un alma cuando se siente tratada así por Jesús!
Antes, donde ahora está el padre, estaba Santiago, pero Jesús le ha dicho que le cediera el puesto. Pedro está al otro lado. Juan al lado de Pedro, tratando de hacer con él de barrera a la gente, como hacen también Santiago y Judas Iscariote en el otro lado, detrás del adolorado padre. Los otros apóstoles están unos delante y otros detrás de Jesús. Pero no es suficiente. Especialmente los tres de atrás, entre los cuales veo a Mateo, no consiguen mantener detrás a la muralla viva. Y, cuando refunfuñan un poco demasiado y casi casi insultan a esta muchedumbre poco discreta, Jesús vuelve la cabeza y dice con dulzura:
-¡No pongáis impedimento a estos pequeñuelos míos!…
Pero, en un momento dado, se vuelve bruscamente, dejando incluso caer la mano del hombre. Se detiene. Se vuelve (esta vez no vuelve sólo la cabeza sino todo su cuerpo). Parece incluso más alto, porque ha tomado una actitud de rey. Con su rostro -ahora severo- y su mirada inquisitiva escruta a la muchedumbre. En sus ojos hay relámpagos, no de dureza sino de majestad.
-¿Quién me ha tocado? – pregunta. Nadie responde.
-¿Quién me ha tocado?, repito – insiste Jesús.
Responden los discípulos:
-Pero, Maestro, ¿no ves que la muchedumbre te está apretujando por todas partes? Todos te tocan, a pesar de nuestros esfuerzos.
-Estoy preguntando que quién me ha tocado para obtener un mi-agro. He sentido que salía de mí una virtud milagrosa porque un corazón la invocaba con fe. ¿Quién es este corazón?
Jesús, mientras habla, baja dos o tres veces sus ojos hacia una mujercita de unos cuarenta años, vestida muy pobremente, de rostro demacrado, la cual busca eclipsarse entre la muchedumbre, desaparecer tragada por la multitud. Esos ojos puestos en ella deben quemarla. Se da cuenta de que no puede huir y vuelve adelante. Se postra a sus pies, casi tocando el polvo con el rostro; con los brazos extendidos, aunque sin llegar a tocar a Jesús.
-¡Perdón! Soy yo. Estaba enferma. ¡Hacía doce años que estaba enferma! Todos huían de mí. Mi marido me ha abandonado. He gastado todos mis haberes para no ser considerada un oprobio, para vivir corno viven todos. Ninguno ha podido curarme. Maestro, ya ves que soy una anciana prematura. Mi vitalidad, con mi flujo incurable, ha salido de mí, y mi paz con ella. Me dijeron que Tú eras bueno. Me lo dijo uno al que habías curado de su lepra, uno que por su experiencia de tantos años en que todos huían de él no sintió asco de mí. No me he atrevido a decir esto antes. ¡Perdóname! He pensado que sólo con tocarte quedaría curada. Pero no te he contaminado de impureza. Apenas he rozado el extremo de tu vestido que toca el suelo, la suciedad del suelo… como mi inmundicia… ¡Pero ahora estoy curada! ¡Bendito seas! En el momento en que he tocado tu vestido mi mal ha cesado. Ahora soy como todas las demás. Ya no se apartará de mí la gente. Mi marido, mis hijos, mis parientes podrán estar conmigo, los podré acariciar, seré útil a mi casa. ¡Gracias, Jesús, Maestro bueno! ¡Bendito seas eternamente!
Jesús la mira con una bondad infinita. Le sonríe y le dice:
-Ve en paz, hija. Tu fe te ha salvado. Queda curada para siempre. Sé buena y vive feliz. Ve.
No ha terminado de hablar cuando, de improviso, llega un hombre -creo que un siervo-, y se dirige al padre de la niña enferma que durante todo este tiempo ha estado en actitud de espera respetuosa pero angustiada, verdaderamente en ascuas- y le dice:
-Tu hija ha muerto. No importunes ya al Maestro. Su espíritu la ha dejado. Ya las plañideras están llorando. La madre me envía a decírtelo y te ruega que vayas enseguida.
El pobre padre exhala un gemido, se lleva las manos a la frente, frunce la frente, se comprime los ojos, se pliega como si lo hubieran herido.
Jesús, que parecía que no debería ver ni oír nada, porque está atento a lo que le dice la mujer y a responderle, se vuelve, sin embargo, y pone la mano sobre la espalda curvada del pobre padre:
-Hombre, te he dicho: ten fe. Te repito: ten fe. No temas. Tu hija vivirá. Vamos adonde ella.
Y se pone de nuevo en marcha, manteniendo estrechado contra sí a este hombre completamente destruido.
La multitud, ante este dolor y la gracia que se ha producido, se detiene atemorizada; se abre, deja a Jesús y a los suyos que puedan caminar ligero para seguir luego como una estela a la Gracia que pasa.
Se recorren así unos cien metros, quizás más -no soy buena calculadora-; se entra cada vez más en el centro del pueblo.
Hay una aglomeración de gente delante de una casa de fino aspecto. Están comentando con voz alta y estridente lo que ha sucedido, a manera de contrapunto de otros gritos más altos que llegan a través de la puerta abierta de par en par: son gritos gorjeados, agudos, mantenidos en una nota monótona y que parecen dirigidos por una voz más aguda, solista; a ésta responden, primero un grupo de voces más finas, luego otro de voces más llenas. Es un alboroto capaz de producir la muerte incluso a quien está bien.
Jesús ordena a los suyos que se queden delante de la puerta, pero llama a Pedro, Juan y Santiago. Con ellos entra en la casa (lleva todavía agarrado de un brazo al padre, que sigue llorando: parece como si quisiera infundirle la certeza de que Él está ahí para consolarlo con ese gesto).
Las… plañideras, que yo llamaría más bien «chillonas», al ver al jefe de la casa y al Maestro, doblan su gritería. Dan palmadas, agitan unas panderetas, golpean triángulos y sobre esta… música apoyan sus plañidos.
-Callad – dice Jesús – No es el caso de llorar. La niña no está muerta, sólo duerme.
Las mujeres lanzan gritos más fuertes aún. Algunas se revuelcan por el suelo, se hacen arañazos, se arrancan los pelos (o, más bien, hacen como si se los arrancaran) para mostrar que está realmente muerta. Los que suenan los instrumentos y los amigos menean la cabeza como respuesta a lo que creen ser un espejismo de Jesús.
Mas Él repite: «¡Callad!», tan enérgicamente, que el alboroto, si bien no cesa completamente, al menos se transforma en simple murmullo. Jesús pasa más adentro.
Entra en un cuarto pequeño. Encima de la cama está extendida una niña muerta. Delgada y palidísima, yace, ya vestida, ordenados con cuidado sus negros cabellos. La madre llora al pie del costado derecho de la cama, mientras besa la cérea manita de la difunta.
¡Qué hermoso está Jesús ahora! ¡Como pocas veces lo he visto! Se acerca al lecho rápidamente, tanto que parece deslizarse sobre el suelo… volar. Los tres apóstoles cierran la puerta sin contemplaciones para con los curiosos y permanecen apoyados a ella. El padre se ha detenido a los pies de la cama.
Jesús va a la parte izquierda, extiende la mano izquierda para tomar la manita muerta de la pequeña difunta; es también la izquierda, lo he visto bien, es la izquierda de Jesús y la izquierda de la niña. Alza el brazo derecho hasta llevar la mano abierta a la altura del hombro, y la baja con el gesto propio de uno que o jura o manda. Dice:
-¡Niña, Yo te lo digo, levántate!
Transcurre un momento en que todos, excepto Jesús y la muerta, permanecen suspendidos. Los apóstoles alargan el cuello para ver mejor. El padre y la madre miran con ojos acongojados a su hija. Pasa un instante… y un suspiro alza el pecho de la pequeña difunta, un leve color sube a la carita cérea, anulando el cárdeno de muerte. Una sonrisa se dibuja en los pálidos labios antes de abrirse los ojos, como si la niña estuviera teniendo un dulce sueño. Jesús la tiene todavía tomada de la mano. Entonces la niña abre dulcemente los ojos y los mueve en su derredor como si se despertara en ese momento. Lo primero que ve es el rostro de Jesús, que la está mirando fijamente con sus ojos espléndidos, sonriéndole con alentadora bondad. Y ella también le sonríe.
-Levántate – repite Jesús, mientras aparta con su mano los objetos fúnebres que estaban colocados o sobre la propia cama o a los lados (flores, velos, etc. etc.) y la ayuda a bajar. Y hace que dé unos primeros pasos teniéndola todavía de la mano.
-Dadle de comer. Ahora – ordena Jesús – Está curada. Dios os la ha devuelto. Dadle gracias. No digáis a nadie lo que ha sucedido. Vosotros sabéis qué le había sucedido. Habéis creído, habéis merecido el milagro. Los otros no han tenido fe. Es inútil tratar de persuadirlos. Dios no se muestra a quien niega el milagro. Y tú, niña, sé buena. ¡Adiós! La paz descienda sobre esta casa.
Sale cerrando tras sí a puerta.
La visión termina.