Discurso a los habitantes de Betsaida sobre el gesto de caridad de Simón Pedro
Jesús está hablando a mucha gente que se ha congregado delante de la casa de Felipe; habla erguido, en el umbral de la puerta realzado sobre dos altos escalones.
La novedad del hijo adoptivo de Pedro que ha venido con su minúscula riqueza de tres ovejitas en busca de la gran riqueza de una nueva familia se ha esparcido como una gota de aceite en una tela. Todos hablan de ello, cuchichean, hacen comentarios que responden a los distintos modos de pensar.
Hay quien, sincero amigo de Simón y de Porfiria, se muestra contento por su alegría. Hay quien, con malevolencia, dice: -Para que lo aceptara, se lo ha tenido que ofrecer con dote.
Está también la persona buena que dice:
-Vamos a querer todos mucho a este pequeñuelo amado de Jesús.
No falta quien maliciosamente dice:
-¡La generosidad de Simón! ¡Sí, precisamente eso! ¡Se lucrará, si no…!
Están también los ambiciosos: «
-¡También yo lo habría hecho, si me hubieran ofrecido un niño con tres ovejas. ¡Tres! ¿Os dais cuenta? Es un pequeño rebaño. ¡Además bien hermosas! Lana y leche están asegurados, y luego los corderos para venderlos o tenerlos! ¡Son riqueza! Además el niño puede servir, puede trabajar…
Pero otros replican a los malpensados:
-¡Qué vergüenza! ¡Decir que se ha hecho pagar por una buena acción! Simón no ha pensado eso. Lo hemos conocido siempre generoso con los pobres, especialmente con los niños, a pesar de su modesto patrimonio de pescador. Es justo que ahora -que ya no gana con la pesca y carga con el peso de otra persona en la familia- tenga otro modo de ganar algo.
Mientras la gente comenta, extrayendo cada uno de su propio corazón lo que de bueno o malo tiene y vistiéndolo de palabras, Jesús conversa con uno de Cafarnaúm que ha venido a verlo para invitarlo a ir enseguida, porque -dice- la hija del arquisinagogo se está muriendo, y porque hace unos días que está viniendo una mujer noble con una sierva preguntando por él. Jesús promete que irá al día siguiente por la mañana, cosa que entristece a los de Betsaida porque querrían que estuviera con ellos más días.
-Vosotros tenéis menos necesidad de mí que otros. Permitid que me vaya. Además, durante todo el verano estaré en Galilea, y mucho en Cafarnaúm. Será fácil vernos. Allá hay un padre y una madre angustiados. Hay que socorrerlos por caridad. Vosotros -los buenos de entre vosotros- aprobáis la bondad de Simón para con el huérfano. Sólo el juicio de los buenos tiene valor. No se debe escuchar el juicio de los no buenos, que siempre está impregnado de veneno y mentira. Así que vosotros, los buenos, debéis aprobar mi acto de bondad de ir a consolar a un padre y a una madre. Haced que vuestra aprobación no quede estéril, sino que, al contrario, os mueva a imitación.
Hay páginas de la Escritura que hablan de cuánto bien nace de un acto bueno. Recordemos a Tobit. Mereció que un ángel tutelase a su Tobías y que enseñase a éste cómo devolver la vista a su padre. ¡Cuánta caridad, sin pensar en obtener beneficio, había practicado el justo Tobit, a pesar de los reproches de su mujer, y de los peligros incluso de muerte! Recordad las palabras del arcángel: “Buenas cosas son la oración y el ayuno. La limosna vale más que montañas de tesoros de oro, porque libra de la muerte, purifica los pecados; quien la practica halla misericordia y vida eterna… Cuando orabas entre lágrimas y enterrabas a los muertos… presenté tus oraciones al Señor». Pues bien, mi Simón, en verdad os lo digo, superará con mucho las virtudes del anciano Tobit. Cuando Yo me vaya, quedará como tutor de vuestras almas en mi Vida. Ahora él empieza su paternidad de alma para ser mañana padre santo de todas las almas fieles a mí.
Por tanto, no murmuréis; al contrario, si un día encontráis en vuestro camino, cual pajarillo caído de su nido, a un huérfano, recogedlo. El pedazo de pan compartido con el huérfano, lejos de empobrecer la mesa de los hijos auténticos, trae a casa las bendiciones de Dios. Hacedlo, porque Dios es el Padre de los huérfanos y es Él mismo quien os los pone delante, para que los ayudéis reconstruyéndoles el nido que la muerte destruyera; hacedlo porque lo enseña la Ley que Dios dio a Moisés, que es nuestro legislador precisamente porque en tierra enemiga e idolátrica encontró un corazón que se curvó compasivo hacia su debilidad de infante, salvándolo de la muerte, arrebatándolo a la muerte, fuera de las aguas, al margen de las persecuciones, porque Dios había establecido que Israel tuviera un día su libertador: un acto de piedad le valió a Israel su caudillo.
Las repercusiones de un acto bueno son como ondas sonoras que se difunden hasta muy lejos del lugar en que nacen; o, si lo preferís, como flujo de viento que arrebata las semillas y consigo las lleva muy lejos hasta las fértiles glebas.
Podéis iros. La paz sea con vosotros.