Una caravana nupcial se libra del asalto de bandidos después de un discurso de Jesús
-En el sitio al que vamos hablaré Yo – dice el Señor.
La comitiva se va adentrando cada vez más por unos valles que acometen el monte por caminos difíciles, pedregosos, estrechos. Y suben y bajan, perdiendo horizontes, recuperándolos de nuevo, hasta que llegan a un valle profundo, por una bajada inclinadísima por la que, como dice Pedro, sólo la cabra se siente a gusto. Entonces la comitiva se para a descansar y a comer junto a un manantial muy rico de aguas.
Hay otras personas, diseminadas por los prados y las arboledas, comiendo, como Jesús y los suyos. Debe ser un lugar de descanso especialmente estimado por estar resguardado del viento y por disponer de prados esponjosos y agua. Son peregrinos que van hacia Jerusalén, viajeros que se dirigen quizás al Jordán, mercaderes de corderos destinados al Templo, pastores con sus rebaños. Algunos hacen el viaje en cabalgaduras; la mayoría, a pie.
Llega también una caravana nupcial toda ataviada festivamente. Resplandecientes objetos de oro se entreven bajo el velo que envuelve a la novia, que apenas ha dejado de ser niña. A su lado van dos matronas llenas de resplandores de pulseras y collares, un hombre – quizás es el paraninfo – y dos siervos. Han venido montados en asnos llenos de borlas y cascabeles; ahora se retiran a un ángulo apartado para comer, como si tuvieran miedo a que la mirada de los presentes profanara a la novia. El paraninfo – o quizás es un pariente – monta guardia, amenazador, mientras las mujeres comen. Han despertado una viva curiosidad. En efecto, con la disculpa de pedir sal, o un cuchillo, o un chorrito de vinagre, siempre hay alguno que se acerca a uno u otro para preguntar si conocen a la novia y si saben a dónde se dirige, y otras muchas cosas interesantes de este tipo…
Hay uno que sabe de dónde viene y a dónde va; además parece muy contento de contarlo todo, estimulado por otro, que le alegra cada vez más la campanilla echando en su copa vino generoso. Salen a relucir a veces hasta los aspectos más secretos de las dos familias, o del ajuar que la novia lleva en esos dos baúles, o de las riquezas que esperan en la casa del novio, etc. etc. Se viene así a saber que la novia es hija de un rico comerciante de Joppe, y que se casa con el hijo de un rico comerciante de Jerusalén, y que el novio se ha adelantado para ir adornando la casa nupcial ante la inminencia de su llegada, y que el que la acompaña, el amigo del novio, es también hijo de un comerciante, de Abraham, el que trabaja diamantes y otras gemas, mientras que el novio es batihoja, y el padre de la novia es mercader de lana, telas, alfombras, cortinas…
Dado que el hablador está cerca del grupo apostólico, Tomás oye y pregunta:
-¿Es Natanael de Leví el novio?
-Sí, sí, es él.
-¿Lo conoces?
-Conozco bien a su padre por una serie de tratos que hemos hecho; un poco menos a Natanael. !’Nupcias ricas!
-¡Y novia venturosa! Cubierta de oro. Abraham, pariente de la madre de la novia y padre del amigo del novio, ha hecho honor a su persona, y lo mismo el novio y su padre. Se dice que en aquellas cajas hay un valor de muchos talentos de oro.
-¡Caramba! – exclama Pedro acompañando su maravilla con un significativo silbido, y añade: «Voy a ver más de cerca si la mercancía principal corresponde al resto» y se levanta, junto con Tomás, y van a dar una vueltecita en torno al grupo nupcial y miran con detenimiento a las tres mujeres (un amasijo de ropajes y velos, bajo los cuales sobresalen manos y muñecas enjoyeladas, o se traslucen brillos de pendientes y collares); miran también al jactancioso personaje, que tan matón se muestra, que parece debiera rechazar un asalto de corsarios contra la doncellita.
Mira también mal a los dos apóstoles. Pero Tomás le ruega que salude, de parte de Tomás, apodado Dídimo, a Natanael de Leví; y así se instaura la paz, hasta el punto de que mientras él habla la novia halla la manera de provocar admiración, poniéndose en pie, de forma que manto y velo tengan su caída normal y quede patente toda la donosura de su cuerpo y de sus vestiduras y toda su riqueza idolátrica. Tendrá como mucho quince años. ¡Y qué ojos tan astutos!… Se mueve con embeleso a pesar de la desaprobación de las matronas, se suelta las trenzas y se las vuelve a fijar con la ayuda de valiosas horquillas, se aprieta su cinturón de pedrería, se desata sus sandalias tipo zapato, elegantes, se las quita y se las vuelve a poner, bien ceñidas a sus pies menudos con hebillas de oro; y, mientras, encuentra la manera de mostrar su magnífica melena negra, sus bonitas manos, sus brazos delicados, su cintura estrecha, el pecho y las caderas bien modelados, los pies pequeños y perfectos, así como todas las joyas, que tintinean y emiten destellos heridas por las últimas luces del día y por la lumbre de las primeras fogatas.
Pedro y Tomás regresan. Tomás dice:
-Es una muchacha bonita.
-Y una grandísima coqueta. Lo que pienso es que tu amigo Natanael pronto sabrá que hay alguien que le mantiene caliente la cama mientras él mantiene caliente el oro para trabajarlo. Y su amigo es un perfecto estúpido: ¡pues sí que la ha puesto en buenas manos a la novia!… – termina Pedro mientras se sienta junto a los compañeros.
Y Bartolomé, descontento, comenta:
-A mí no me ha gustado ese hombre que le tiraba de la lengua a ese otro estúpido. En cuanto ha sabido todo lo que quería saber, se ha ido monte arriba… Estos lugares son peligrosos. Además, el tiempo es ideal para lances de malhechores: noches de luna, calor extenuante. Y, además, árboles frondosos. ¡Malo!… No me gusta este sitio. Hubiera sido mejor no detenerse.
-¡Y ese imbécil que ha hablado de todas esas riquezas!… ¡Y ese otro, que se hace el héroe y vigila las sombras pero no ve los cuerpos verdaderos!… Bueno, pues me voy a quedar vigilando yo donde las fogatas. ¿Quién viene conmigo? – dice Pedro. -Yo, Simón, que resisto bien el sueño – responde Simón Zelote.
Muchos del campo, especialmente los que viajan solos, se han alzado y se han marchado en pequeños grupos. Quedan unos pastores con sus rebaños, la comitiva nupcial, la comitiva apostólica y tres mercaderes de corderos que ya están durmiendo. También la novia duerme ya, con las matronas, dentro de una tienda que les han montado los siervos. Los apóstoles se buscan un sitio. Jesús se retira, solo, a hacer oración. Los pastores encienden un fuerte fuego en el centro de la explanada en que están. Pedro y Simón encienden otra hoguera cerca del sendero de la escarpa por la que el hombre que había provocado las sospechas de Bartolomé se había ocultado.
Pasan las horas y… quien no ronca cabecea. Jesús ora. El silencio es total. Parece callar hasta el manantial que resplandece bajo la alta Luna, que ilumina perfectamente la explanada, mientras las zonas en pendiente quedan en sombra bajo el tupido follaje.
Un perro grande de pastor se arrufa. Un pastor alza la cabeza. El perro se pone tieso y eriza el pelo de la espalda; atentísimo, en actitud de defensa y de escucha; tiembla incluso; el gruñido sordo que hierve dentro de él se va haciendo más fuerte cada vez. Simón alza también la cabeza y da unos meneos a Pedro, que está adormilado. Un leve frufrú proviene del bosque.
-Vamos donde el Maestro, a traerlo con nosotros – dicen los dos. Entretanto, el pastor ha despertado a sus compañeros. Todos están a la escucha y sin hacer ruido. Jesús también se ha alzado, antes de que lo llamaran, y ya está yendo hacia los dos apóstoles. Se reúnen con los otros compañeros (por tanto, cerca de los pastores), cuyo perro da señales cada vez más claras de agitación.
-Despertad a todos los que duermen. A todos. Decidles que vengan aquí sin hacer ruido, especialmente a las mujeres y a los siervos: que traigan los baúles. Decid a todos los hombres que quizás hay salteadores; esto no se lo digáis a las mujeres.
Los apóstoles obedecen al Maestro y van en distintas direcciones. Mientras, Jesús dice a los pastores:
-Alimentad el fuego. Que esté bien fuerte, que haga una llama muy viva.
Los pastores obedecen. Jesús, dado que los ve nerviosos, dice:
-No temáis. No os robarán ni una sola vedija de lana.
En esto llegan los mercaderes y dicen en tono bajo:
-¡Ay, nuestras ganancias! – y añaden una verdadera letanía de improperios contra los gobernantes romanos y judíos porque no limpian el mundo de ladrones.
Jesús los conforta diciendo:
-No temáis. No perderéis ni una sola moneda.
Llegan las mujeres llorando, muy asustadas; y es que el valiente paraninfo, temblando con un miedo colosal, las aterroriza gimoteando:
-¡Es la muerte! ¡La muerte a manos de los salteadores!
Jesús las consuela también a ellas diciendo:
-No temáis. No os tocarán ni siquiera con la mirada – y las pone en el centro de esta pequeña población de animales asustados y de hombres.
Los burros rebuznan, el perro aúlla, las ovejas balan, las mujeres sollozan, los hombres o imprecan o se acoquinan más aún que las mujeres; todo con una cacofonía que sin duda proviene del espanto. Jesús está sereno, como si no estuviera sucediendo nada. El murmullo del bosque no se puede oír con todo este jaleo; pero en el bosque están los bandidos, y se están acercando: lo denuncian ramas que se quiebran y las piedras que ruedan.
-¡Silencio! – dice Jesús con tono impositivo, y lo dice de una forma que se hace el silencio.
Jesús deja el lugar en que está y va hacia el bosque, que comienza en el límite de la explanada. Se vuelve al bosque y empieza a hablar.
-La maligna hambre del oro arrastra a los hombres a sentimientos abyectos; con el oro se revela el hombre más que con otras cosas. Observad cuánto mal siembra este metal con su cautivador e inútil brillo. Tanta es su naturaleza infernal desde que el hombre es pecador, que Yo creo que el aire del Infierno es de color oro.
El Creador lo había dejado en las entrañas de ese enorme lapislázuli que es la Tierra, que existe por su voluntad creadora, para que le fuera útil al hombre con sus sales, y para que ornase sus templos. Pero Satanás, besando los ojos de Eva y mordiendo el yo del hombre, inoculó un sabor maléfico en el inocente metal. Desde ese momento, por el oro se mata y se peca. La mujer, por el oro, se hace coqueta y fácil para el pecado carnal; el hombre, por él, se hace ladrón, usurpador, homicida, cruel para con su prójimo y para con la propia alma porque la despoja de su verdadera herencia por darse una cosa efímera; cruel para con esa alma a la que roba el tesoro eterno por unas pocas pepitas brillantes, que con la muerte habrán de abandonarse.
Vosotros, que por el oro pecáis, más o menos levemente, más o menos gravemente; vosotros que cuanto más pecáis más os burláis de cuanto os enseñaron vuestra madre y vuestros maestros, es decir, el hecho de que existe un premio y un castigo por las acciones realizadas durante la vida; ¿no pensáis que por este pecado perderéis la protección de Dios, la vida eterna, la alegría?, ¿que tendréis remordimientos, que sentiréis la maldición de vuestro corazón, que el miedo será vuestro compañero, el miedo al castigo humano, que al fin y al cabo no es nada comparado con el miedo, santo miedo, al castigo divino, que deberíais tener y no tenéis? ¿No pensáis que, por vuestros descalabros, si desembocan en verdaderos delitos, podéis sufrir un terrible fin, y un fin aún más terrible – por ser eterno – por los atropellos cometidos por amor al oro, aun cuando no hayan producido derramamiento de sangre, si han pisoteado la ley del amor y del respeto al prójimo, negando ayuda por avaricia al que padece hambre, robando puestos, o dinero, o en los pesos, por codicia?
No. Esto no lo pensáis. Mas bien decís: «¡Todo eso son patrañas, patrañas que he aplastado bajo el peso de mi oro y ya no existen». No son patrañas, son verdades. No digáis: «Cuando muera, todo se habrá acabado». No. Entonces todo empezará. La otra vida no es el abismo sin pensamiento ni recuerdo del pasado vivido y sin aspiración a Dios que vosotros creéis que será el tiempo de espera de la liberación del Redentor. La otra vida es espera dichosa para los justos, espera paciente para los purgantes, espera horrenda para los réprobos: para los primeros, en el Limbo; para los segundos, en el Purgatorio; para los últimos, en el Infierno. La espera de los primeros cesará con la entrada en el Cielo siguiendo al Redentor; la de los segundos, una vez cumplida aquella hora, se verá más confortada de esperanza; mas los terceros verán lobreguecer su terrible certeza de maldición eterna.
Pensadlo, vosotros que pecáis. Nunca es tarde para enmendarse. Cambiad con un verdadero arrepentimiento el veredicto que está siendo escrito en el Cielo para vosotros. Que el Seol, para vosotros, no sea infierno, sino, por voluntad vuestra, al menos, penitente espera. No tinieblas, sino crepúsculo de luz; no angustia, sino nostalgia; no desesperación, sino esperanza.
Marchaos. No tratéis de luchar contra Dios. Él es el Fuerte y el Bueno. No pisoteéis el nombre de vuestros padres. Escuchad cómo gime ese manantial, su gemido es semejante al que desgarra el corazón de vuestras madres al saber que sois unos asesinos. Escuchad el silbido del viento en el desfiladero: parece amenazar y maldecir; como os maldice vuestro padre por la vida que vivís. Escuchad el quejumbroso alarido del remordimiento en vuestros corazones. ¿Por qué queréis sufrir, si podríais sentiros serenamente satisfechos con lo poco en esta tierra y con el todo en el Cielo? ¡Pacificad vuestro espíritu! ¡Devolved la paz a los que temen, a los que se ven obligados a temeros como a animales feroces! ¡Poned paz en vuestro corazón, desdichados malhechores! Alzad vuestra mirada al Cielo, separad vuestros labios del venenoso alimento, purificaos las manos, que chorrean sangre fraterna, purificaos el corazón.
Yo tengo fe en vosotros, por eso os hablo; aunque todo el mundo os odia y teme, Yo ni os odio ni os temo; os tiendo la mano para deciros: «Levantaos. Venid. Volved a reintegraros, mansos y hombres, entre los otros hombres». Tan poco os temo, que digo a todos éstos: «Volved a vuestro descanso, sin rencor hacia estos pobres hermanos; orad por ellos; Yo me quedo aquí a mirarlos con ojos de amor. Os juro que no sucederá nada. El amor desarma a los violentos y sacia a los codiciosos. ¡Bendito sea el Amor, verdadera fuerza del mundo, fuerza desconocida pero poderosa, fuerza que es Dios».
Y, volviéndose a todos, dice:
-Volved a vuestros sitios. No temáis, porque allí ya no hay malhechores, sino hombres profundamente turbados, hombres que lloran. Quien llora no hace daño. ¡Quiera Dios que perseveren como ahora, porque significaría su redención!