Juan y Santiago refieren a Pedro su encuentro con el Mesías.
Una serenísima aurora sobre el Mar de Galilea. Cielo y agua presentan destellos rosáceos, poco diferentes de los que resplandecen tenues entre los muros de los pequeños huertos del pueblecito lacustre, huertos desde los que se alzan y se asoman, volcándose casi sobre las callecitas, copas despeinadas y vaporosas de árboles frutales. El pueblecito comienza a despertarse, con alguna mujer que va a la fuente o a una pila a lavar y algunos pescadores que descargan las cestas de pescado y, con vocerío, contratan con mercaderes venidos de fuera, o llevan pescado a sus casas. He dicho pueblecito, pero no es tan pequeño; es, más bien, humilde (al menos por el lado que estoy viendo); pero es vasto, dilatado en su mayor parte a lo largo del lago. Juan sale de una callecita y va presuroso hacia el lago. Santiago le sigue, pero con mucha más calma. Juan mira las barcas que han llegado ya a la orilla, pero no ve la que busca. Sí la ve a todavía algunos cientos de metros de la orilla, ocupada en las maniobras para regresar; y grita fuerte con las manos en la boca un prolongado «¡o-e!», que debe ser el reclamo usado. Y luego, cuando ve que le han oído, agita los brazos con llamativos gestos que indican: « ¡Venid, venid!».Los hombres de la barca, imaginándose quién sabe qué, agarran los remos y la hacen avanzar más deprisa que con la vela (de hecho la amainan, quizás para agilizar la operación). Llegados a unos diez metros de la orilla, Juan no aguarda más. Se quita el manto y la túnica larga, las arroja al arenal, se quita las sandalias, se arremanga la segunda prenda, casi a la altura de la ingle, sujetándola con una mano, se mete en el agua, y va al encuentro de los que llegan. -¿Por qué no habéis venido, vosotros dos? – pregunta Andrés. Pedro, con gesto de malhumor, no dice nada. – Y tú, ¿por qué no has venido conmigo y con Santiago? – le responde Juan a Andrés. – He ido a pescar. No tengo tiempo que perder. Tú has desaparecido con ese hombre… – Te había sugerido claramente que vinieras. Es Él en persona. ¡Si vieras qué palabras!… Hemos estado con Él todo el día y por la noche hasta tarde. Ahora hemos venido a deciros: «Venid». -¿Es Él? ¿Estás completamente seguro? Apenas si le vimos entonces, cuando nos le mostró el Bautista. – Es Él. No lo ha negado. – Cualquiera puede decir lo que le viene bien para imponerse a los crédulos. No es la primera vez… – murmura Pedro malhumorado. -¡Oh, Simón, no hables así! ¡Es el Mesías! ¡Sabe todo! ¡Te oye! – Juan está dolorido y consternado por las palabras de Simón Pedro. -¡Ya! ¡El Mesías! ¡Y se manifiesta precisamente a ti, a Santiago y a Andrés! ¡Tres pobres ignorantes! ¡Requerirá algo muy distinto el Mesías! ¡Y me oye! ¡Pobre muchacho! Los primeros soles de primavera te han hecho daño. ¡Venga, ven a trabajar! Será mejor. Y déjate de fábulas. – Te digo que es el Mesías. Juan decía cosas santas, pero éste habla como Dios. No puede, si no es el Cristo, decir semejantes palabras. – Simón, yo no soy un muchacho. Tengo mis años y soy — lo sabes — reflexivo y de carácter sosegado. He hablado poco, pero he escuchado mucho durante estas horas que hemos estado con el Cordero de Dios, y te digo que verdaderamente no puede ser sino el Mesías. ¿Por qué no creer? ¿Por qué no querer creerlo? Tú lo puedes hacer porque no lo has escuchado. Pero yo creo. ¿Que somos pobres e ignorantes?: Él bien dice que ha venido para anunciar la Buena Nueva del Reino de Dios, del Reino de Paz, a los pobres, a los humildes, a los pequeños, antes que a los grandes. Ha dicho: «Los grandes tienen ya sus delicias, no envidiables respecto a las que Yo vengo a traer. Los grandes ya tienen la forma de llegar a comprender por la sola eficacia de la cultura. Mas Yo vengo a los ‘pequeños’ de Israel y del mundo, a los que lloran y esperan, a los que buscan la Luz y tienen hambre del verdadero Maná, y no reciben de los doctos luz y alimento, sino solamente peso, oscuridad, cadenas y desprecio. Y llamo a los ‘pequeños’. Yo he venido a invertir el orden del mundo. Porque quitaré valor a lo que ahora se considera grande y se lo daré a lo que ahora se desprecia. Quien quiera verdad y paz, quien quiera vida eterna, venga a mí. Quien ama la Luz, venga. Yo soy la Luz del mundo». ¿No se ha expresado así, Juan? – Santiago ha hablado de forma serena pero conmovida. –Sí. Y ha dicho: «El mundo no me amará. No me amará la alta sociedad, porque está corrompida con vicios e idólatra comercio. El mundo, más aún, no me querrá, porque siendo hijo de la Tiniebla no ama la Luz. Pero la Tierra no está hecha sólo de alta sociedad. En ella están también los que, a pesar de encontrarse mezclados con el mundo, no son del mundo, y también algunos que son del mundo porque han quedado apresados en él como peces en la red»; se ha expresado así porque hablábamos en la orilla del lago y aludía a las redes que arrastraban con peces hasta la orilla. Ha dicho incluso: «Ved. Ninguno de esos peces quería caer en la red. Asimismo, los hombres, intencionalmente, no querrían caer en manos de Satanás, ni siquiera los más malvados, porque éstos, por la soberbia que los ciega, no creen no tener derecho a hacer lo que hacen; su verdadero pecado es la soberbia, sobre él nacen todos los demás. Menos aún, entonces, quienes no son completamente malvados quisieran ser de Satanás, pero van a parar a él por ligereza y por un peso (la culpa de Adán) que los arrastra al fondo. Yo he venido a quitar esa culpa y a dar, en espera de la hora de la Redención, una fuerza tal a quienes crean en mí, que será capaz de liberarlos del lazo que los tiene sujetos y de hacerlos libres para seguirme a mí, Luz del mundo». – Entonces, si es eso exactamente lo que ha dicho, hay que ir donde Él enseguida». — Pedro, con sus impulsos tan genuinos que tanto me gustan, ha tomado enseguida una decisión y ya se pone manos a la obra dándose prisa en ultimar las operaciones de descarga, porque, entre tanto, la barca ha llegado ya a la orilla y los peones casi la han sacado ya a lo seco, descargando redes, cuerdas y velamen. – Y tú, Andrés, necio, ¿por qué no has ido con éstos?. -¡Pero… Simón! Me has reprendido porque no los había convencido de venir conmigo… Toda la noche has estado refunfuñando ¡¿y ahora me echas en cara el no haber ido?!…. – Tienes razón… Pero yo no lo había visto… tú sí… y deberías haberte dado cuenta que no es como nosotros… ¡Algo especial tendrá!…. -¡Oh!, sí — dice Juan —. ¡Tiene un rostro…, y unos ojos…! ¡¿Verdad, Santiago, qué ojos?! ¡Y una voz…! ¡Ah, qué voz! Cuando habla te parece soñar con el Paraíso. -¡Rápido!, ¡rápido!, vamos donde Él. Vosotros — habla a los peones — llevad todo a Zebedeo y decidle que se encargue él de ello. Nosotros volveremos esta noche para pescar». Se visten de forma adecuada todos y se encaminan. Pero Pedro, después de algunos metros, se detiene, coge a Juan por un brazo, y pregunta: – Has dicho que sabe todo y que oye todo…. – Sí. Imagínate que cuando nosotros, viendo la Luna alta, dijimos: «¿Quién sabe lo que estará haciendo Simón?», Él contestó: «Está echando la red y no sabe resignarse a tener que estar haciéndolo solo, porque vosotros no habéis salido con la barca gemela en una noche tan buena como ésta para pescar… No sabe que dentro de poco ya no pescará sino con otras redes y no conseguirá sino otros peces».-¡Misericordia divina! ¡Es exactamente así! Entonces, habrá oído también… también que lo he llamado poco menos que mentiroso… No puedo ir a Él. -¡Oh!, es muy bueno. Ciertamente sabe que has pensado de esa forma. Ya lo sabía. Efectivamente, cuando lo dejamos, diciendo que veníamos aquí, adonde tú estabas, respondió: «Id, pero no os dejéis vencer por las primeras palabras de burla. Quien quiera venir conmigo debe saber no dejarse avasallar por los escarnios del mundo y por las prohibiciones de los parientes; porque Yo estoy por encima de la sangre y de la sociedad, y sobre ellos triunfo. Y quien esté conmigo triunfará eternamente». Y añadió: «Sabed hablar sin miedo. Quien os va a oír vendrá, porque es hombre de buena voluntad». -¿Ha dicho eso? Entonces voy. Habla, habla más de Él mientras vamos. ¿Dónde está? – En una casa pobre; deben de ser personas amigas suyas. -¿Pero es pobre? – Un obrero de Nazaret. Así dijo. – Y ¿cómo vive ahora, si ya no trabaja?. – No lo hemos preguntado. Quizá le ayudan los parientes. – Sería mejor llevar algo de pescado, pan, o fruta…, algo. ¡Vamos a consultar a un rabí — porque es como un rabí, y más que un rabí — con las manos vacías!… Nuestros rabinos no quieren que se actúe así…. – Pero Él quiere. No teníamos más que veinte denarios entre yo y Santiago, y se los ofrecimos, como es costumbre para con los rabinos. No los quería, pero ya que insistíamos, dijo: «Dios os lo pague en bendiciones de los pobres. Venid conmigo». Y enseguida los distribuyó entre algunos pobres que Él sabía dónde vivían; y a nosotros, que preguntábamos: «Y para ti, Maestro, ¿no guardas nada?», nos respondió: «La alegría de hacer la voluntad de Dios y de servir a su gloria». Dijimos también: «Tú nos llamas, Maestro, pero nosotros somos todos pobres. ¿Qué debemos traerte?». Respondió con una sonrisa que realmente hace saborear el Paraíso: «Un gran tesoro quiero de vosotros»; y nosotros: «¿Y si no tenemos nada?»; y Él: «Tenéis un tesoro que tiene siete nombres y que incluso el más mísero puede poseer y el rey más rico no; lo tenéis y lo quiero. Oíd sus nombres: caridad, fe, buena voluntad, recta intención, continencia, sinceridad, espíritu de sacrificio. Esto quiero Yo de quien me sigue, esto sólo, y en vosotros existe, duerme como la semilla bajo los terrones invernales, pero el sol de mi primavera la hará nacer como espiga septenaria» Eso dijo. -¡Ah!, esto me asegura que es el Rabí verdadero, el Mesías prometido. No es duro para con los pobres, no pide dinero… Es suficiente para llamarle el Santo de Dios. Vamos con toda confianza. Y todo termina.