En Silo, la parábola de los malos consejeros.
Jesús está hablando en medio de una plaza arbolada. El sol, cuyo ocaso apenas ha comenzado, y filtrándose a través de las hojas nuevas de gigantescos plátanos, la ilumina con una luz entre amarilla y verde: parece como si sobre la vasta plaza estuviera extendido un entrecielo sutil y de gran valor, que filtrara la luz solar sin obstaculizarla.
-Dice Jesús:
-Escuchad. Un día un gran rey mandó a su amado hijo a la parte de su reino cuya justicia quería probar, diciéndole: «Ve, visita todos los lugares, haz el bien en mi nombre, instruye acerca de mí, haz que me conozcan y me quieran. Te doy todos los poderes. Todo lo que hagas estará bien hecho». El hijo del rey, recibida la bendición paterna, fue a donde el padre le había mandado, y, con algún escudero suyo y amigo, púsose a recorrer, infatigable, esa parte del reino de su padre.
Ahora bien, esa región, debido a una serie de acontecimientos desafortunados, se había dividido moralmente en partes contrarias entre sí, partes que -cada una por su cuenta- elevaban grandes gritos y enviaban urgentes súplicas al rey para decir que cada una de ellas era la mejor, la más fiel, mientras que las partes vecinas serían pérfidas y merecerían ser castigadas. Por tanto, el hijo del rey se encontró frente a unas personas cuyos ánimos cambiaban según la ciudad a la que pertenecían, pero que coincidían en dos cosas: la primera, en creerse cada uno mejor que los otros; la segunda, en querer hundir a la ciudad vecina y enemiga empequeñeciéndola ante los ojos del rey. Siendo justo y sabio, el hijo del rey trató, entonces, de instruir con mucha misericordia en orden a la justicia a cada una de las partes de esa región, para conquistarla por entero para la amistad y la estima de su padre. Y, siendo bueno como era, lo conseguía, aunque lentamente, porque, como siempre sucede, sólo los rectos de corazón de cada una de las distintas provincias de la región seguían sus consejos. Es más -es justo decirlo-, precisamente en los lugares en que con desprecio se decía que escaseaba más la sabiduría y la voluntad, encontró más voluntad de escucharlo y de hacerse sabia en la verdad.
Entonces los de las provincias cercanas dijeron: «Si no hacemos nada, la gracia del rey irá por entero a estos a los que despreciamos. Vayamos y creemos subversión en esos a quienes odiamos. Pero vamos fingiendo que nosotros mismos hemos cambiado y estamos dispuestos a deponer los odios para tributar honor al hijo del rey». Y fueron. Se diseminaron, con apariencia de amigos, por las ciudades de la provincia rival. Iban aconsejando con falsa bondad lo que convenía hacerse para honrar cada vez más y mejor al hijo del rey, y, por tanto, a su padre el rey (porque el honor tributado al hijo, enviado de su padre, es siempre honor tributado a aquel que lo ha enviado). Pero ésos no honraban al hijo del rey; antes al contrario, lo odiaban intensamente, hasta el punto de que querían hacerlo odioso ante los súbditos y ante el propio rey. Tan astutos fueron en presentarse cándidos, tan bien supieron presentar como óptimos sus consejos, que muchos de la región vecina recibieron por bueno lo que era malo y abandonaron el camino recto que seguían, tomando un camino desviado. Y el hijo del rey constató que en muchos su misión fallaba.
Ahora decidme vosotros: ¿Quién fue el mayor pecador ante los ojos del rey? ¿Cuál fue el pecado de los que aconsejaban, y cuál el de los que aceptaron el consejo? Y también os pregunto: ¿Con quién ese rey bueno habrá sido más severo? ¿No sabéis responderme? Os lo diré Yo.
El mayor pecador ante los ojos del rey fue el que incitó al mal a su prójimo, por odio a éste, al que quería arrojar a tinieblas de ignorancia aún más profundas; por odio hacia el hijo del rey, al que quería quebrantar en lo tocante a su misión, haciéndolo aparecer incapaz ante los ojos del rey y de los súbditos; por odio hacia el mismo rey, porque si el amor que se tributa al hijo es amor al padre, igualmente el odio dirigido contra el hijo es odio contra el padre. Así pues el pecado de los que aconsejaban el mal, con plena inteligencia de que estaban aconsejando el mal, era pecado de odio, además de ser pecado de embuste; de odio premeditado. Sin embargo, el de los que aceptaron el consejo, creyéndolo bueno, era únicamente pecado de estupidez.
Pero, bien sabéis vosotros que es responsable de sus acciones el inteligente, mientras que el que, por enfermedad o por otra causa carece de inteligencia no es responsable en primera persona, sino que sus padres son responsables por él. Por eso, hasta que un niño no es mayor de edad, es considerado irresponsable, y es el padre el que responde de las acciones del hijo. Por tanto, el rey, que era bueno, fue severo con los malos consejeros inteligentes, y fue benigno con los que por éstos habían sido engañados, y simplemente los amonestó por haber creído a un súbdito cualquiera en vez de preguntar directamente al hijo del rey y así haber sabido de labios de éste lo que verdaderamente había que hacer: porque sólo el hijo conoce realmente los designios del padre suyo.
Ésta es la parábola, pueblo de Silo, ciudad que en una serie de ocasiones, durante el transcurso de los siglos, recibió consejos, provenientes de Dios, de los hombres o de Satanás, consejos de distinta naturaleza, consejos que florecieron en orden al bien cuando fueron seguidos como consejos de bien o cuando, habiéndolos reconocido como consejos de mal, se rechazaron; y que florecieron en orden al mal cuando, siendo santos, no fueron acogidos, o cuando, siendo malos, fueron acogidos.
Porque el hombre tiene esta magnífica libertad de arbitrio, y puede querer libremente el bien o el mal, y posee también ese otro magnífico don que es un intelecto capaz de discernir el bien y el mal; de manera que no es tanto el consejo en sí mismo, cuanto el modo con que puede ser recibido, lo que puede acarrear premio o castigo. Pues ninguno puede impedir a los malos tentar a su prójimo para causarle la ruina, nada puede impedir a los buenos rechazar la tentación y permanecer fieles al bien. El mismo consejo puede perjudicar a diez y beneficiar a otros diez, porque, si el que lo sigue se perjudica, el que no lo sigue beneficia a su alma.
Por tanto, que ninguno diga: «Nos dijeron que hiciéramos tal cosa. Sino que cada cual diga con sinceridad: «Quise hacerlo». Recibiréis entonces, al menos, el perdón que se da a los sinceros. Y si dudáis acerca de la bondad del consejo que recibís, meditad antes de aceptarlo y de ponerlo en práctica. Meditad invocando al Altísimo, que nunca niega sus luces a los espíritus de buena voluntad. Y si vuestra conciencia, iluminada por Dios, ve aunque sólo sea un punto, pequeño, imperceptible, pero que no puede darse en una obra de justicia, entonces decid: «No haré esto porque es justicia impura».
En verdad os digo que el que haga buen uso de su intelecto y libertad de arbitrio e invoque al Señor para ver la verdad de las cosas, no será quebrantado por la tentación, porque el Padre de los Cielos le ayudará a hacer el bien contra todas las insidias del mundo y Satanás.
Traed a vuestra memoria a Ana de Elcaná y a los hijos de Elí (1 Samuel 1-2). El ángel luminoso de Ana le había aconsejado que hiciera un voto al Señor si la hacía fecunda. El sacerdote Elí aconseja a sus hijos que vuelvan a la justicia y que no pequen más contra el Señor. Y, a pesar de que al hombre, por el lastre que le grava, le sea más fácil comprender la voz de otro hombre que no el espiritual e insensible -invisible para los sentidos físicos- decir del ángel del Señor que habla al espíritu; a pesar de ello, Ana de Elcaná, porque es buena y mantiene su rectitud en la presencia de Dios, acoge el consejo y da a luz a un profeta, mientras que, por el contrario, los hijos de Elí, por ser malos y vivir alejados de Dios, no acogen el consejo de su padre y mueren castigados por Dios con una muerte violenta.
Los consejos tienen dos valores: el de la fuente de que provienen (valor que ya de por sí es grande porque puede tener consecuencias incalculables), y el del corazón destinatario. El valor que los consejos reciben del corazón al que se proponen no sólo es incalculable, sino que también es inmutable. Porque, si el corazón es bueno y sigue un consejo bueno, da al consejo el valor propio de una obra justa, y, si no lo hace, le quita la segunda parte de valor: el consejo, entonces, sigue siendo consejo, pero no obra, o sea, es mérito sólo para el que lo da. Y, sí el consejo es malo y no es acogido por el corazón bueno -en vano tentado con lisonjas o con el terror para que lo ponga en práctica-, adquiere el valor de victoria sobre el Mal y de martirio por fidelidad al Bien, y, por tanto, prepara un gran tesoro en el Reino de los Cielos.
Así pues, cuando vuestro corazón se vea tentado por otros, meditad -poniéndoos a la luz de Dios- si eso pueden ser palabras buenas; y si, con la ayuda de Dios, que permite las tentaciones pero no quiere vuestra perdición, veis que no es una cosa buena, sabed deciros a vosotros mismos y también a quien os tienta: «No. Yo permanezco fiel a mi Señor, y que esta fidelidad me absuelva de mis pecados pasados y me admita de nuevo dentro del Reino -y no quede fuera, en la puerta-, porque también para mí el Altísimo ha enviado a su Hijo para conducirme a la salvación eterna».
Idos. Si alguno me necesita, ya sabéis dónde estoy para el descanso nocturno. Que el Señor os ilumine.