Habladurías en Nazaret.
-Y yo os digo que sois todos unos necios si creéis ciertas cosas. Necios y más ignorantes que los carneros llanos, que, al estar mutilados, ni siquiera conocen las reglas del instinto. Van por las ciudades una serie de hombres calificando de anatema al Maestro; y otros llevando órdenes que no pueden, ¡no pueden, por el Dios verdadero!, no pueden venir de Él. Vosotros no lo conocéis. Yo lo conozco. ¡Y no puedo creer que haya cambiado de esa forma! ¡Pues que vayan! ¿Vosotros decís que son discípulos suyos? ¿Pero quién los ha visto alguna vez con Él! ¿Decís que una serie de rabíes y fariseos han dicho sus pecados? ¿Pero quién ha visto sus pecados? ¿Le habéis oído alguna vez hablar de cosas obscenas? ¿Le habéis visto alguna vez en pecado? ¿Entonces? ¿Cómo pensáis que, si fuera pecador, Dios le movería a hacer esas obras tan grandes? Necios, necios os digo, torpes, ignorantes como patanes que ven por primera vez a un histrión en un mercado y creen verdadero lo que el histrión finge. Así sois vosotros. Observad si los sabios y los que tienen inteligencia abierta se dejan seducir por las palabras de los falsos discípulos, que son los verdaderos enemigos del Inocente, de nuestro Jesús ¡al que vosotros no sois dignos de tener por hijo! Observad si Juana de Cusa-¡oye, que digo a mujer del administrador de Herodes!-, la princesa Juana, se aleja de María. Observad si… ¿Hago bien en decirlo?… Sí, hago bien, porque no hablo por hablar, sino para convenceros a todos… ¿Habéis visto, la pasada luna, ese carro tan bonito que vino al pueblo y fue a pararse delante de la casa de María? ¿Sabéis ya? Ese que tenía un toldo tan bonito como una casa. Bueno, pues ¿sabéis quién venía en el carro? ¿Sabéis quién bajó del carro para ir a postrarse ante María? Lázaro de Teófilo, Lázaro de Betania. ¿Os dais cuenta? ¡El hijo del primer magistrado de Siria, el noble Teófilo, casado con Euqueria de la tribu de Judá y de la familia de David! El gran amigo de Jesús. El hombre más rico e instruido de Israel, respecto a nuestras historias Y a las de todo el mundo. El amigo de los romanos. El benefactor de todos los pobres. En fin, el resucitado de la muerte después de cuatro días de estar en el sepulcro. ¿Ha abandonado él, acaso, a Jesús por creer lo que dice el Sanedrín? ¿Vosotros decís que es porque lo ha resucitado? No. Es porque sabe quién es el Cristo que es Jesús. ¿Y sabéis qué vino a decir a María? Que estuviera preparada porque él la iba a acompañar a Judea. ¿Os dais cuenta? ¡Él, Lázaro, como si fuera el siervo de María! Yo sé esto porque estaba allí cuando entró y la saludó arrodillándose en el suelo, sobre las pobres losas de la pequeña habitación, él, vestido como Salomón, acostumbrado a las alfombras, ahí, en el suelo, besando el extremo de la túnica de la Mujer nuestra y saludándola: «Te saludo, María, Madre de mi Señor. Yo, tu siervo, el último de los siervos de tu Hijo, vengo a hablarte de Él y a ponerme a tus órdenes». ¿Comprendéis? Yo… me conmoví tanto… que cuando me saludó también a mí llamándome «hermano en el Señor” ya no supe decir ni una palabra. Pero Lázaro comprendió, porque es inteligente. Y durmió en el lecho de José, mandando adelante a 1os sirvientes a esperarlo en Seforí. Porque iba a sus tierras de Antioquía. Y dijo a las mujeres que estuvieran preparadas porque para final de esta luna pasará a recogerlas para evitarles la fatiga del viaje. Y Juana se unirá a la caravana con su carro para llevar a las discípulas de Cafarnaúm y Betsaida. ¿Todo esto no os dice nada?
Por fin el buen Alfeo de Sara toma respiro en medio del remolino de gente que hay en medio de la plaza. Y Aser e Ismael, y también los dos primos de Jesús, Simón y José -más abiertamente Simón, más reticentemente José-, le ayudan aprobando todo lo que ha dicho.
José dice:
-Jesús no es bastardo. Si tiene necesidad de hacer saber algo, tiene aquí parientes dispuestos a hacerse embajadores suyos. Y tiene discípulos fieles y poderosos, como Lázaro. Lázaro no ha hablado de eso que dicen otros.
-Y nos tiene también a nosotros. Antes éramos burreros, pero ahora somos sus discípulos, y también servimos para decir: «Haced esto o aquello» – dice Ismael.
-Pero la condena que pende de la puerta de la sinagoga la ha traído un enviado del Sanedrín y lleva el sello del Templo – objetan algunos.
-Eso es verdad. Pero ¿y qué? ¿Va a ser ésta la única cosa por la que nosotros -que tenemos fama en todo Israel de saber captar lo que realmente es el Sanedrín y, por tanto, somos despreciados como cosa poco buena- vamos a considerar sabio al Templo? ¿Es que no conocemos a los escribas y fariseos y a los jefes de los sacerdotes? – rebate Alfeo.
-Es verdad. Alfeo tiene razón. Yo he decidido bajar a Jerusalén para saber a través de verdaderos amigos cómo están las cosas. Y lo haré mañana mismo – dice José de Alfeo.
-¿Y te vas a quedar allí?
-No. Regreso. Luego volveré a bajar para la Pascua. No puedo estar mucho tiempo lejos de casa. Es un esfuerzo que me impongo. Pero para mí es un deber hacerlo. Soy el cabeza de familia y sobre mí pesa la responsabilidad de la presencia de Jesús en Judea. Yo insistí que fuera allá… El hombre yerra en sus juicios. Creía que fuera bien para Él. Sin embargo… ¡Que Dios me perdone! Y debo, al menos, seguir de cerca las consecuencias de mi consejo, para confortar a mi Hermano – dice José de Alfeo con su lento y grave modo de hablar.
-En otros tiempos no hablabas así. Es que tú también estás seducido por las amistades de los grandes. Tus ojos están llenos de brumas – dice un nazareno.
-No son las amistades de los grandes lo que me seduce, Eliaquim. Lo que me convence es la conducta de mi Hermano. Si me equivoqué y ahora cambio, muestro que soy un hombre justo. Porque errar es propio del hombre, pero ser obstinados lo es del animal.
-¿Y dices que vendrá Lázaro en persona? ¡Pues querríamos verlo! ¿Cómo es uno que regresa de la muerte? Estará ofuscado, como asustado. ¿Qué dice de su permanencia entre los muertos? – preguntan muchos a Alfeo de Sara.
-Está como yo y vosotros. Alegre, con vitalidad, tranquilo. No habla del otro mundo. Como si no recordara. Pero sí recuerda su agonía.
-¿Por qué no nos has avisado de que estaba en el pueblo?
-¡Ya, claro! ¡Para que hubierais invadido la casa! Me retiré también yo. Se requiere un poco de delicadeza, ¡¿no?!
-Pero, cuando vuelva, ¿no será posible verlo? Avísanos. Está claro que serás como siempre el guardián de la casa de
María.
-¡Claro! Tengo la gracia de estar cerca de Ella. Pero no voy a avisar a nadie. Apañáoslas vosotros. El carro se ve, y Nazaret no es Antioquía, ni tampoco Jerusalén como para que pase desapercibida una Mole tan grande. Montad guardia y… arreglaos vosotros. De todas formas, esto es una cosa vana. Más bien, haced que al menos su ciudad no tenga fama de necia por creer en las palabras de los enemigos de nuestro Jesús. ¡No creáis, no creáis!; ni a quien dice que es un Satanás, ni a quien os anima a rebelaros en su nombre. Un día sentiríais el remordimiento. Y si luego el resto de Galilea cae en la trampa y cree en lo que no es verdad, pues peor para ella. Adiós. Me marcho porque cae la tarde…
Y se marcha, contento de haber defendido a Jesús.
Los otros se quedan discutiendo entre sí. Pero, aunque estén divididos en dos campos y el más numeroso sea, por desgracia, el de los crédulos, acaba imponiéndose la idea propuesta por los pocos amigos de Cristo, que es la de esperar, a agitarse y a acoger calumnias o invitaciones a la rebelión, a que lo hagan las otras ciudades galileas, que -dice Aser, el discípulo- «más astutas que Nazaret, por ahora se ríen en la cara de los falsos enviados».