El sábado en Efraím. Con los apóstoles y los tres niños en una pequeña isla del torrente.
-Alzaos. Vamos por la orilla del torrente. Como los hebreos que están fuera de su patria y en lugares donde no hay sinagogas, celebraremos el sábado entre nosotros. Venid, niños… – dice Jesús a los apóstoles, ociosos en el huerto de la casa, y tiende la mano a los tres pobres niños que están en grupo en un ángulo.
Éstos acuden con una tímida alegría en la carita precozmente pensativa, de niños que han visto cosas demasiado mayores que ellos. Los dos más grandecitos meten su manita en la de Jesús, pero el más pequeño quiere que lo coja en brazos, y Jesús lo contenta. Al más mayor le dice:
-Tú estáte de todas formas a mi lado. Me agarras la túnica como ayer. Pero Isaac está demasiado cansado y es demasiado pequeño como para arreglárselas solo…
El más grandecito bebe la sonrisa de Jesús y acepta, contentándose con caminar al lado de Jesús como un hombrecito. -Déjame a mí el niño, Maestro. Supongo que estarás cansado todavía de ayer, y Rubén sufre si no te agarra la mano… – dice Bartolomé, y hace ademán de tomar de sus brazos al más pequeño, que se abraza al cuello de Jesús.
-¡Obcecado como toda la raza! – exclama Judas Iscariote.
-No. Está asustado. No entiendes nada de hijos. Los pequeñuelos son así. Cuando están afligidos o asustados buscan refugio en el primero que les ha sonreído y consolado – rebate Bartolomé, quien, no pudiendo tomar en brazos al más pequeño, da la mano al mayor después de haberle acariciado en el pelo y haberle sonreído paternamente.
Salen de la casa, donde se queda sola la mujer. Van siguiendo el torrente ya fuera del pueblo. Son bonitas sus márgenes cubiertas de hierba nueva, tachonadas de flores pradeñas. Es agua cristalina, cantarina entre las piedras; aunque sea poca, canta con notas de arpa, susurra rompiéndose contra las piedras más grandes diseminadas en el guijarral, o introduciéndose entre los recovecos de alguna minúscula isla poblada de cañas. En los árboles que hay en las orillas, los pájaros alzan velocísimos el vuelo con trinos de alegría, o se posan en alguna rama expuesta al sol y cantan las primeras canciones de primavera, o bajan al suelo, graciosos y vivarachos, a buscar insectos y gusanos o a beber en las orillas. Dos tortolitas silvestres se bañan en una curva de la orilla y zureando, se picotean, para alzar el vuelo luego, llevando en el pico una vedija de lana dejada por alguna oveja contra un arbusto de espino albar que empieza ya a florecer en su cima.
-Hacen eso para hacer el nido – dice el mayor de los niños – Está claro que tienen pichoncítos…
Agacha mucho la cabeza, y, después de un atisbo de sonrisa mientras decía las primeras palabras, llora quedo secándose los ojos con la mano.
Bartolomé lo coge en brazos, comprendiendo en qué herida han hurgado las dos tortolitas con sus cuidados; y suspira, él que tiene el buen corazón de un buen padre de familia. El niño llora sobre el hombro de Bartolomé, y el otro, el segundo, viendo ese llanto, se echa a llorar a su vez, imitado por el tercero, que llama a su padre con su vocecita de pequeñuelo que desde hace poco sabe hablar.
-Hoy será ésta nuestra oración del sábado. ¡Hubieras podido dejarlos en casa! La mujer es más idónea que nosotros en estos casos y… – observa Judas Iscariote.
-¡Pero si ella no hace más que llorar, también! Como incluso yo, que tengo también grandes ganas de llorar… Porque son cosas… que hacen llorar… – le responde Pedro tomando en brazos al segundo niño.
-Sí. Son cosas que hacen llorar. Es verdad. Y María de Jacob, una pobre anciana afligida, no es muy capaz de consolar… – confirma el Zelote.
-Y nosotros tampoco parece que lo consigamos mucho. E1 único que podía consolar era el Maestro, y no lo ha hecho. -¿No lo ha hecho? ¿Y qué más debía hacer? Ha convencido a los bandidos, ha recorrido millas con los niños en brazos, ha dispuesto las cosas para que sean advertidos los parientes de los niños…
-Esas son cosas secundarias. Él, que tiene autoridad incluso sobre la muerte, podía, es más, debía, haber bajado al aprisco y haber resucitado al pastor. ¡Lo ha hecho incluso por Lázaro, que no era ya útil para nadie! Aquí, un padre, y además viudo; unos niños que se quedan solos… Esta resurrección había que haberla hecho. No te comprendo, Maestro…
-Y nosotros no te comprendemos a ti, tan irrespetuoso como te muestras…
-¡Calma! ¡Calma! Judas no comprende. No es el único que no comprende las razones de Dios y las consecuencias del pecado. Tú tampoco comprendes, Simón de Jonás, por qué los inocentes deben sufrir. No queráis juzgar, pues, a Judas de Simón, que no comprende por qué ese hombre no ha resucitado. Si Judas reflexiona, él, que siempre me echa en cara el que vaya sólo y lejos, comprenderá que no podía ir tan lejos… Porque el aprisco estaba en la llanura de Jericó, pero pasada la ciudad, hacia el vado. ¿Qué habríais dicho si hubiera estado fuera al menos tres días?
-Hubieras podido, con tu espíritu, ordenar al muerto resucitar.
-¿Eres más que los fariseos y escribas, que quisieron la prueba de un muerto ya descompuesto para poder decir que Yo resucito realmente a los muertos?
-Pero ellos la querían porque te odian. Yo la quisiera porque te amo y quisiera verte aplastar a todos tus enemigos.
-Tu viejo sentimiento y tu desordenado amor. No has sabido desarraigar de tu corazón las viejas plantas para sustituirlas por las nuevas; y las viejas, fertilizadas por la Luz a que te has acercado, se han hecho aún más fuertes. Este error
tuyo es el de muchos, presentes y futuros; el de los que, a pesar de las ayudas de Dios, no se transforman porque no responden con heroica voluntad al auxilio de Dios.
-¿Y es que éstos, que son discípulos tuyos como yo, han destruido las viejas plantas?
-A1 menos, las han podado mucho y han hecho muchos injertos. Tú esto no lo has hecho. Ni siquiera has observado con atención si era conveniente hacerles injertos o podarlas o arrancarlas. Eres un jardinero incauto, Judas.
-Bueno, sólo para mi alma ¿eh?, porque para los jardines soy hábil.
-Eres hábil. Para todas las cosas terrenas eres hábil. Quisiera verte igualmente hábil para las cosas del Cielo.
-¡Pero tu Luz debería obrar por sí sola todo prodigio en nosotros! ¿Es que no es buena? Si fertiliza el mal y lo hace más fuerte, no es buena; y, si no nos hacemos buenos, es culpa suya.
-Habla por ti, amigo. Yo no veo que el Maestro haya hecho en mí más fuertes las malas tendencias – dice Tomás. -Yo tampoco.
-Ni yo – dicen Andrés y Santiago de Zebedeo.
-¡Pues a mí!… Su potencia me ha liberado del mal y me ha renovado. ¿Por qué hablas así? ¿No reflexionas en lo que dices? – pregunta Mateo.
Pedro está para intervenir, pero prefiere marcharse; se echa a andar, raudo, con el niñito sobre los hombros, imitando el ondeo de una barca para hacerle reír; al pasar, toma de un brazo a Judas Tadeo y grita:
-¡Venga, vamos allá, a aquella isla! Está llena de flores, como una canasta. Venid, Natanael, Felipe, Simón, Juan… Un buen salto y estamos allí. El torrente, dividido así, es sólo dos arroyos, a este lado y al otro de la isla…
Y él es el primero que salta y pone el pie en una porción arenosa emergente, de unos pocos metros de extensión, herbosa como un prado, florida como una alfombra con las primeras flores; en el centro de ella hay un solo chopo, alto y fino, que ondea sus ramas con un viento ligero. Se unen a Pedro, poco a poco, los apóstoles que han sido nombrados; y a éstos los siguen los que estaban más cerca de Jesús, que se queda retrasado hablando con Judas Iscariote.
-¿Pero no ha terminado todavía ése? – pregunta Pedro a su hermano.
-El Maestro está trabajando su corazón – responde Andrés.
-¡ En fin! Es más fácil que yo consiga que broten higos en este árbol, que no que la justicia entre en el corazón de Judas. -Y en su intelecto – añade Mateo.
-Es necio porque quiere serlo, y en lo que quiere – dice Judas Tadeo.
-Sufre porque no ha sido elegido para evangelizar. Yo lo sé – explica Juan.
-Pues por mí… Si quiere ir él en mi lugar… ¡No tengo ningún interés especial en andar por esos caminos! – exclama
Pedro.
-Ninguno de nosotros lo tiene. Pero él sí. Y, sin embargo, mi hermano no quiere enviarlo. Esta mañana le he hablado de esto, porque había comprendido el estado de ánimo de Judas y las causas de él. Y Jesús me ha dicho: «Precisamente por ser un corazón tan enfermo, lo tengo a mi lado. Son los enfermos y los débiles los que tienen necesidad del médico y de alguien que los sujete».
-¡Ya!… ¡Bien!… Venid, niños. Ahora agarramos estas hermosas cañas y hacemos barquitas con ellas. ¡Mirad qué bonitas! Y dentro de ellas metemos estas flores, que son los pescadores. Mirad si no parecen cabezas con un gorro blanco y rojo… Aquí hacemos el puerto y aquí… pues las casitas de los pescadores… Ahora atamos las barcas a estas bonitas hierbas finas y vosotros las metéis en el agua… así… y luego las sacáis a la orilla después de la pesca… Podéis dar la vuelta a la isla… ¡pero cuidado con los escollos, eh!… Pedro tiene una paciencia admirable. Ha trabajado con el cuchillo trozos de caña, cortando de nudo a nudo y destapando un lado para transformar las cañas en barquitas; ha puesto a hacer de pescadores unas mayas todavía en capullo; ha excavado en la arena un puerto liliputiense; ha construido casitas con la arena húmeda: ha conseguido la finalidad de recrear a los niños, y se sienta satisfecho susurrando:
-¡Pobres criaturas!…
Jesús pone pie en la isla precisamente cuando los dos niñitos empiezan su juego y, dejando en el suelo al más pequeño, que se une al juego de sus hermanitos, los acaricia.
-Aquí estoy, con vosotros. Ahora vamos a hablar de Dios. Porque hablar de Dios y hablar a Dios es prepararse para la misión. Después de hacer oración, o sea, después de hablar a Dios, hablaremos de Dios, que está presente en todas las cosas para instruir en orden a las cosas buenas. Vamos, alzaos y vamos a orar – y entona unos salmos en hebreo a los cuales los apóstoles hacen coro.
Los niños, que se habían alejado con sus barquitas, suspenden el gorjeo de sus vocecitas y sus juegos y se acercan al oír cantar a estos hombres. Escuchan atentos con los ojos fijos en Jesús, que para ellos es todo, y luego, con ese espíritu de imitación que tienen los niños, toman la misma postura de los que están orando y tratan de seguir su canto, sólo con la voz, pues no saben las palabras de los salmos. Jesús baja los ojos y los mira con una sonrisa que aumenta el canto de las vocecitas inocentes. Se sienten aprobados y cobran ánimos…
El canto de los salmos termina. Jesús se sienta en la hierba y empieza a hablar:
-Cuando los reyes de Israel (2 Reyes 3,1-20), el de Edom y el de Judá, se unieron para combatir contra el rey de Moab y se dirigieron a Eliseo profeta para solicitar consejo, éste respondió al enviado de los reyes: «Si no sintiera respeto por Josafat, rey de Judá, ni siquiera te habría mirado. Pero ahora traedme a un arpista». Y, mientras el arpista tocaba, Dios habló a su profeta y ordenó que hiciera excavar muchos fosos en el torrente árido, para que se llenara de agua para hombres y animales. Y a la hora del sacrificio de la mañana el torrente, sin que hubiera ni viento ni lluvia, se llenó como el Señor había dicho. ¿Cuáles, según vosotros, son las lecciones de este episodio? ¡Hablad!
Los apóstoles se consultan entre sí. Quién dice: «En la turbación del corazón Dios no habla. Eliseo quiere aplacar su irritación, surgida al verse enfrente al rey de Israel, para poder oír a Dios». Quién: «Es una lección sobre la justicia. Eliseo, para
no castigar al inocente rey de Judá, salva también al culpable». Quién: «Es una lección de obediencia y fe. Excavaron los fosos obedeciendo a una indicación aparentemente absurda, y esperaron con fe el agua, aunque el cielo estuviera sereno y no hubiera viento».
-Habéis respondido bien, pero no ampliamente bien. En la turbación del corazón Dios no habla. Es verdad. Pero no se necesitan las arpas para calmar el corazón. Basta con tener la caridad, que es el arpa espiritual que emite notas de paraíso. Cuando un alma vive en la caridad, tiene el corazón sereno y oye la voz de Dios y la comprende.
-Entonces Eliseo no tenía caridad, porque estaba turbado.
-Eliseo es del tiempo de la Justicia. Hay que saber transportar al tiempo de la Caridad los episodios antiguos, y verlos no a la luz de los rayos, sino a la de los astros. Vosotros sois del tiempo nuevo. ¿Y por qué, entonces, tan frecuentemente sois más iracundos y estáis más turbados que los del tiempo antiguo? Despojaos del pasado. Lo repito, aunque a Judas no le guste oírlo repetir. Extirpad, podad, injertad, plantad plantas nuevas. Renovaos, excavad los fosos de la humildad, obediencia y fe. Aquellos reyes supieron hacerlo, y eran en la proporción de dos a uno no de Judá, y no oyeron a Dios, sino al profeta de Dios referir la voluntad del Altísimo. Habrían muerto de sed en medio de la aridez, si no hubieran sabido obedecer. Obedecieron y el agua llenó los fosos excavados, y no sólo fueron salvados de la sed; vencieron también a los enemigos. Yo soy el Agua de la Vida. Excavad fosos en vuestros corazones para poder recibirme. Y ahora escuchad. No pronuncio largos discursos. Os doy sentencias para que las meditéis. Seréis siempre como estos niños -e incluso menos que ellos, porque ellos son inocentes y vosotros no lo sois, y por eso es más sombría en vosotros la luz espiritual-, si no os acostumbráis a meditar. Siempre escucháis, pero de ninguna manera retenéis, porque vuestra inteligencia duerme en vez de estar activa. Por tanto, oíd. Cuando a la Sunamita (2 Reyes 4, 18- 37) se le murió el hijo, quiso presentarse al profeta, a pesar de que el marido le dijera que no era el uno del mes ni sábado. Pero ella sabía que debía ir porque para ciertas cosas no se admiten dilaciones. Y por haber sabido comprender el espíritu de las cosas recobró a su hijo resucitado. ¿Qué decís de este hecho?
-Que es un reproche a mí, por el sábado – dice Judas Iscariote.
-¿Ves, Judas, que cuando quieres sabes entender? Abre, pues, tu espíritu a la justicia.
-Sí… pero Tú no has violado el sábado por resucitar al hombre.
-He hecho más. He impedido la ruina, la muerte de éstos, la verdadera muerte, y he recordado a los bandidos que… -¡Espera a contentarte de haber hecho algo! No creo que te hayan obedecido…
-Si el Maestro lo dice…
-También Eliseo en la narración de la Sunamita dice: «El Señor me lo ha mantenido oculto». Así que los profetas no saben todo – rebate Judas Iscariote.
-Nuestro hermano es más que un profeta – observa Judas Tadeo.
-Lo sé. Es el Hijo de Dios. Pero también es el Hombre. Como tal, puede estar sujeto a no saber cosas secundarias, como esta de una conversión y de un regreso… Maestro, ¿sabes realmente siempre, siempre, todo? Yo me pregunto esto a menudo… -insta con corazón tenaz Judas Iscariote.
-¿Con qué espíritu? ¿Buscando paz, consejo, turbación? – pregunta Jesús.
-Hombre, pues… no sabría decirte. Me lo pregunto y…
-Y pareces turbado incluso en el acto de preguntártelo – dice Tomás.
-¿Yo? Hombre, claro, la perplejidad siempre turba…
-¡Cuántas sutilezas! Yo no me planteo tantas sutilezas. Creo sin indagar, y no me siento ni perplejo ni turbado por nada. Pero, dejemos hablar al Maestro. A mí no me gusta esta lección. Dinos palabras hermosas, Maestro. Les gustarán también a los niños – dice Pedro.
-Todavía tengo una cosa que preguntar. Ésta: ¿Qué significado tiene para vosotros la harina que anula lo amargo en el potaje de los hijos de los profetas?
Un profundo silencio es la respuesta a la pregunta.
-¿Entonces? ¿No sabéis responder?
-Quizás la harina absorbió la sustancia amarga… – dice inseguro Mateo.
-Todo se habría puesto amargo, incluso la harina.
-Por un milagro del profeta, que no quería que se sintiera avergonzado el criado – sugiere Felipe.
-También. Pero no por eso sólo.
-El Señor quiso que resplandeciera el poder del profeta incluso sobre las cosas comunes – dice el Zelote.
-Sí. Pero no es todavía el significado exacto. Las vidas de los profetas anticipan lo que luego se actuará en el tiempo pleno: el mío; reflejan mi día terrenal en símbolos y figuras. ¿Entonces?…
Silencio. Se miran. Luego Juan agacha la cabeza, se ruboriza, sonríe.
-¿Por qué no manifiestas tu pensamiento, Juan? – le pregunta Jesús – No es falta de amor hablar, porque no lo haces para zaherir a nadie.
-Creo que quiere decir esto. Que en el tiempo del hambre de la Verdad y la carestía de Sabiduría -este en que has venido- todo árbol se ha vuelto silvestre y ha dado frutos amargos, imposibles de comerse, como el veneno, para los hijos de los hombres, que, de tal forma, en vano los recogen y se los preparan para alimentarse. Pero la bondad del Eterno te envía a ti, harina de trigo elegido; y Tú, con tu perfección, anulas el tóxico de todo alimento, devolviendo la bondad, tanto a los árboles de las Escrituras, que los siglos han desnaturalizado, como a los paladares de los hombres, que la concupiscencia ha corrompido. En este caso, el que ordena llevar la harina y la echa en la olla amarga es el Padre tuyo, y Tú eres la harina que se sacrifica para hacerse alimento para los hombres. Y, después de tu consumación, ya no quedará nada tóxico en el mundo, porque habrás restablecido la amistad con Dios. Quizás me he equivocado. -No te has equivocado. Ése es el símbolo.
-¿Y cómo lo has pensado? – pregunta asombrado Pedro.
Le responde Jesús:
-Te lo digo con tus propias palabras de hace un rato. Un buen salto y se está en la isla pacífica y florecida de la espiritualidad. Pero hay que tener el valor de dar ese salto, abandonando la orilla, el mundo. Saltar sin pensar si alguien puede reírse a causa de nuestro salto desmañado, o burlarse de nuestro simplismo de preferir antes que el mundo una islita solitaria. Saltar sin miedo a herirse o mojarse, o a quedar defraudados. Dejar todo para refugiarse en Dios. Establecerse en la isla separada del mundo y salir de ella únicamente para distribuir, a los que se han quedado en las orillas, las flores y las aguas puras recogidas en la isla del espíritu, donde hay un único árbol: el de la Sabiduría. Estando a su pie, lejos del fragor del mundo, se aferran todas sus palabras y uno se hace maestro sabiendo ser discípulo. También esto es un símbolo. Pero ahora contaremos una bonita parábola a los niños. Venid aquí bien cerca.
Los tres niños se acercan tanto, que incluso se sientan en sus piernas. Jesús los rodea con los brazos y empieza a narrar:
-Un día el Señor Dios dijo: «Haré al hombre, y el hombre vivirá en el Paraíso Terrenal, donde está el gran río, que luego se reparte en cuatro brazos, que son el Pisón, el Guijón, el Eufrates y el Tigris, que riegan la Tierra. Y el hombre será feliz, teniendo todas las bellezas y bondades de la Creación y mi amor para gozo de su espíritu». Y así hizo. Era como si el hombre estuviera en una isla grande, pero más florida todavía que ésta y con árboles de todos los tipos y con todos los animales; y como si, sobre él, estuviera el amor de Dios haciendo de Sol para el alma. Y la voz de Dios estaba en los vientos, más melodiosa que canto de pájaro.
Pero en esta bonita isla florida, entre todos los animales y las plantas, entró reptando una serpiente distinta de las que habían sido creadas por Dios y que eran buenas, sin veneno en los dientes, sin saña en las vueltas de su cuerpo flexuoso. Esta serpiente se había vestido con la piel de colores de gemas que tenían las otras; es más, se había engalanado más que las otras, tanto que parecía una gran joya de rey que fuera zigzagueando por entre los espléndidos árboles del Jardín. Fue a enroscarse en torno a un árbol que se alzaba en medio del jardín, un árbol bello, solitario, mucho más alto que éste, cubierto de hojas y frutos maravillosos. La serpiente parecía una joya alrededor del bonito árbol, y con el sol despedía destellos. Todos los animales la miraban porque ninguno se acordaba de haberla visto crear ni de haberla visto antes de entonces. Pero ninguno se acercaba a ella; al contrario, todos se alejaban del árbol, ahora que tenía enroscada en su tronco a la serpiente.
Sólo el hombre y la mujer se acercaron allí; la mujer antes que el hombre, porque le gustaba esa cosa resplandeciente que brillaba al sol y movía la cabeza como una flor semicerrada, y escuchó lo que decía la serpiente, y desobedeció al Señor e hizo desobedecer a Adán. Sólo después de la desobediencia vieron a la serpiente en su realidad y comprendieron el pecado, porque habían perdido la inocencia del corazón. Y se escondieron de Dios, que los buscaba, y luego mintieron a Dios, que les hacía preguntas.
Entonces Dios puso ángeles en la entrada del Paraíso y expulsó de él a los hombres. Fue como si los hombres fueran arrojados, de la orilla segura del Edén, a los ríos terrestres llenos de agua como cuando vienen las riadas de primavera. Pero Dios dejó en el corazón de los expulsados el recuerdo de su destino eterno, o sea, del pasaje del hermoso Jardín, donde percibían la voz y el amor de Dios, al Paraíso en que habrían gozado de Dios completamente: y con este recuerdo dejó el estímulo santo de remontarse, con una vida de justicia, hasta el lugar perdido.
Pero, niños míos, vosotros habéis experimentado hace poco que mientras la barca baja siguiendo la corriente es fácil su camino, mientras que, cuando remonta la corriente, le cuesta mantenerse a flote, no ser arrollada por la ola, no naufragar entre las hierbas y arenas o piedras del río. Si Simón Pedro no hubiera atado vuestras barquichuelas con los juncos finos de la orilla, habríais perdido todas, como le ha sucedido a Isaac por haber soltado el junco.
Lo mismo les sucede a los hombres arrojados a las corrientes de la Tierra. Deben estar siempre en las manos de Dios, poniendo confiadamente su voluntad, que es como el junco, en las manos del buen Padre que está en los Cielos y que es Padre de todos, especialmente de los inocentes; y deben tener mirada vigilante para evitar hierbas y espadañas, piedras, remolinos y barro, que podrían retener, romper, tragarse la barca de su alma, arrancando el hilo de la voluntad que los mantiene unidos a Dios. Porque la Serpiente, que ya no está en el Jardín, está ahora en la Tierra tratando de hacer naufragar a las almas, de no dejarlas remontarse por el Éufrates, el Tigris, el Guijón y el Pisón, hasta el Gran Río que fluye en el Paraíso eterno y alimenta los árboles de la Vida y la Salud, que dan perpetuos frutos de que gozarán todos los que hayan sabido remontar la corriente para unirse de nuevo a Dios y a los ángeles suyos sin tener que sufrir ya jamás por nada.
-Esto lo decía también nuestra mamá – dice el más grandecito de los niños.
-Sí, lo decía- gorjea el más pequeño.
-Tú no lo puedes saber. Yo sí, porque soy mayor. Pero si dices cosas que no son verdad no vas a entrar en el Paraíso. -Pero nuestro padre decía que no era verdad nada – objeta el del medio.
-Porque no creía en el Señor de mamá.
-¿No era samaritano tu padre? – pregunta Santiago de Alfeo.
-No. Era de otros lugares. Pero nuestra mamá sí que lo era. Y nosotros lo somos, porque quería que fuéramos como ella. Y nos hablaba del Paraíso y del Jardín, pero no bien como lo has dicho Tú. Yo tenía miedo de la serpiente y de la muerte, porque decía que una era el diablo y porque nuestro padre decía que con la muerte acaba todo. Por eso me sentía tan infeliz de estar solo, y decía que ya era inútil ser bueno, porque, mientras estaban mamá y papá, uno daba alegría siendo bueno, pero ya no había nadie al que alegrar siendo bueno. Pero ahora sé… Y voy a serlo. No voy a quitar nunca mi hilo de las manos de Dios, para que no me lleven las aguas de la Tierra.
-¿Pero nuestra mamá ha ido arriba o abajo? – pregunta con perplejidad el segundo de los niños.
-¿Qué quieres decir, niño? – pregunta Mateo.
-Digo que dónde está. ¿Ha ido al río del Paraíso eterno?
-Esperemos que sí, niño. Si era buena…
-Era samaritana… – dice con desprecio Judas Iscariote.
-¿Y entonces no hay Paraíso para nosotros, por ser samaritanos? ¿Entonces no vamos a tener a Dios nosotros? Él lo ha llamado «Padre de todos». Yo, huérfano, quería pensar que tenía un Padre todavía… Pero si para nosotros no existe… -agacha la cabeza afligido.
-Dios es el Padre de todos, niño mío. ¿Acaso Yo te he querido menos, porque seas samaritano? He luchado por ti ante los bandidos, y lucharé por ti contra el demonio, de la misma manera con que lucharía por el hijito del Sumo Sacerdote del Templo de Jerusalén, si él no considerara un oprobio el que el Salvador salvara a su criatura. Es más, lucho todavía más por ti, porque estás solo y vives infeliz. No hay diferencia para mí entre el espíritu de un judío y el de un samaritano. Y dentro de poco no habrá división entre Samaria y Judea porque el Mesías tendrá un solo pueblo, que llevará su Nombre y estará formado por todos los que lo quieran.
-Yo te quiero, Señor. Pero ¿me llevas donde mi mamá? – dice el mayor de los tres niños.
-No sabes dónde está. Ese hombre ha dicho que hay que tener esperanza… – dice el segundogénito.
-Yo no lo sé. Pero el Señor sí que lo sabe. Ha sabido hasta dónde estábamos nosotros, y nosotros ni siquiera lo sabíamos.
-Con los bandidos… Nos querían matar…
El terror vuelve a la carita del segundogénito.
.Los bandidos eran como demonios. Pero Él nos ha salvado porque nuestros ángeles lo han llamado.
-También a mamá la han salvado los ángeles. Yo lo sé porque sueño con ella siempre.
-Eres un mentiroso, Isaac. No puedes soñar con ella porque no la recuerdas.
El pequeñuelo llora diciendo:
-¡No! ¡No! ¡Sueño con ella, sí que sueño con ella!…
-No llames mentiroso a tu hermano, Rubén. Su alma claro que puede ver a su mamá, porque el buen Padre de los Cielos puede conceder que este huerfanito sueñe con ella y la conozca parcialmente, de la misma forma que concede conocerlo a Él mismo. Para que de este conocimiento limitado nazca una buena voluntad de conocerlo perfectamente, cosa que se obtiene siendo siempre muy buenos. Y ahora vámonos. Hemos hablado de Dios y el sábado ha sido santificado.
Se levanta y entona otros salmos.
Gente de Efraím, al oír el coro, viene en esa dirección y espera con respeto a que el salmo termine, para saludar; y dicen
a Jesús:
-¿Has preferido venir aquí antes que ir donde nosotros? ¿Es que no nos estimas?
-Ninguno de vosotros me había invitado. Por tanto, he venido aquí con mis apóstoles y los niños.
-Es verdad. Pero creíamos que tu discípulo te habría manifestado nuestro deseo – Jesús mira a Juan y a Judas. Y Judas responde:
-Ayer me olvidé de decírtelo; y hoy, con estos niños… pues me he distraído.
Jesús, mientras tanto, pasa el minúsculo brazo de agua y deja la isla. Va hacia los de Efraím. Los apóstoles lo siguen, mientras los niños se detienen un poco para desatar las dos barquichuelas de caña que quedan, y a Pedro, que los apremia, le explican:
-Queremos conservarlas para recordar la lección.
-¿Y yo? ¡Yo la he perdido! No recordaré la lección y no iré al Paraíso – dice llorando el más pequeño.
-¡Espera! No llores. Te hago la barquita inmediatamente. Por supuesto. Tú también tienes que recordar la lección. ¡Todos tendríamos que hacernos una barquita con su junco atado a la proa para recordar! ¡Y más nosotros, los adultos, que vosotros, los niños! ¡En fin! – y Pedro corta y forma la barquita, con su junco. Y toma en brazos –
abarcándolos sólo con uno- a los tres niños, luego salta el río y va donde Jesús, a su lado.
-¿Son éstos? – pregunta Malaquías de Efraím.
-Estos.
-¿Y son de Siquem?
-Eso decía el zagal. Decía que los parientes eran de la campiña.
-¡Pobres niños! Pero, si los parientes no vinieran, ¿qué harías?
-Los tendría conmigo. Pero vendrán.
-Esos bandidos… ¿No vendrán ellos también?
-No vendrán. Pero no tengáis miedo de ellos. Aunque vinieran… Yo sería su ladrón y no ellos vuestros ladrones. Ya les he arrebatado cuatro presas y espero haber arrebatado al pecado un poco de su alma, al menos en alguno.
-Te ayudaremos con estos niños. Esto nos lo concederás, ¿no?
-Sí. No porque sean de vuestra región, sino porque son inocentes, y el amor a los inocentes es un camino que conduce rápidamente a Dios.
-Tú eres el único que no hace distinciones entre unos inocentes y otros. Un judío no habría recogido a estos pequeños samaritanos; y tampoco un galileo. No somos amados. Y el desamor hacia nosotros lo extienden también a los que ni siquiera saben lo que es ser samaritano o judío. Y eso es cruel.
-Sí. Pero cuando se siga mi Ley no será así. ¿Ves, Malaquías? Los niños están en los brazos de Simón Pedro, mi hermano y Simón Zelote, y ninguno de los tres es ni samaritano ni padre. Pues bien, ni siquiera tú aprietas contra tu corazón con tanto amor a tus hijos, como estos discípulos míos hacen con los huérfanos de Samaria. La idea mesiánica es ésta: reunir a todos en el amor. Ésta es la verdad de la idea mesiánica. Un solo pueblo en la Tierra bajo el cetro del Mesías, un solo pueblo en el Cielo bajo la mirada de un solo Dios.
Se alejan, hablando, en dirección a la casa de María de Jacob.