Los apóstoles son informados, después de un alto donde Nique, del decreto del Sanedrín. Llegada a los confines de Judea.
Al rayar, fresco y límpido, el alba, los campos que rodean la casa de Nique son todo un verdecer de cereales tiernos de pocos centímetros de altura y color delicado de clarísima esmeralda. Más cercano a la casa, el huerto, todavía desnudo de hojas, parece aún más oscuro y sólido en comparación con la delicadeza de los tallos herbáceos y con el cielo leve de serenidad paradisíaca. El vuelo de las palomas corona la casa blanca bajo los primeros rayos del día.
Nique está ya levantada. Diligente, se ocupa de que los que se marchan tengan todo lo que podrá aprovecharles en el camino. De los primeros que se despide es de los criados de Lázaro, a quienes ha hecho quedarse esa noche. Ahora ellos, repuestas las fuerzas, se marchan poniendo sus caballos al trote. Luego entra en la cocina, donde las domésticas preparan leche y comida en unos fuegos grandes, y echa, de una jarra grande, aceite en dos jarras más pequeñas, y vino en pequeños odres de piel. Apremia a una criada, que está preparando formas de pan sutiles como tortas, para que las lleve enseguida al horno ya pronto. Elige, de unas mesas grandes en que se secan los quesos al calor de la cocina, las piezas más logradas. Coge miel y la echa en pequeños recipientes con una tapadera segura. Luego hace paquetes con todos estos alimentos: uno de ellos contiene un cabritillo entero, o lechazo, que la criada ha sacado de la varilla en que se asaba; otro es de manzanas rojas como corales; otro, de aceitunas ya compuestas; un tercero, de uvas secadas; uno, de cebada limpia.
Está metiendo este último en el talego cuando entra en la cocina Jesús y saluda a todos los presentes. -Maestro, paz a ti. ¿Ya levantado?
-Hubiera debido levantarme antes. Pero estaban tan cansados mis discípulos, que los he dejado dormir más. ¿Qué haces, Nique?
-Estoy preparando… No pesarán, ¿ves? Doce pesos. Y he calculado las fuerzas de los que los van a llevar. -¿Y Yo?
-Maestro, Tú ya tienes tu peso… – y en los ojos de Nique se forma un reflejo de llanto.
-Ven conmigo afuera, Nique. Vamos a hablar tranquilamente.
Salen y se alejan de la casa.
-Mi corazón llora, Maestro…
-Lo sé. Pero se requiere ser fuertes. Fuertes pensando que no se me ha causado dolor…
-¡Eso nunca! Pero me había hecho ilusiones de poder estar a tu lado y por eso había ido a Jerusalén. Si no, me habría quedado aquí, donde tengo las tierras…
-También Lázaro, María y Marta creían que iban a poder estar conmigo. ¡Y ya ves!…
-Ya veo, sí, ya veo. No vuelvo a Jerusalén, ahora que no estás allí. Aquí estaré, en todo caso, más cerca de ti, y podré ayudarte.
-Ya has dado mucho…
-No he dado nada. Quisiera poder llevarte mi casa a donde vas. Pero iré, claro que iré, para ver lo que necesitas. Ahora es justo lo que me has dicho que haga. Estaré aquí hasta que se convenzan de que Tú no estás. Pero luego…
-Es camino largo y penoso para una mujer, e inseguro.
-¡No tengo miedo! Soy demasiado vieja para gustar como mujer, y no llevo tesoros para ser deseada como presa. Los bandoleros son mejores que muchos que se creen santos y que son ladrones y quieren robarte la paz y la libertad…
-No los odies, Nique.
-Esto es más difícil para mí que cualquier otra cosa. Pero trataré de no odiar por tu amor… ¡He pasado toda la noche llorando, Señor!
-Te oía ir y venir por la casa, incansable como una abeja. Y me parecías una mamá apenada por el hijo perseguido… No llores. Deben llorar los culpables, no tú. Dios es bueno con su Mesías. En las horas más tristes pone siempre a mi lado un corazón materno…
-¿Y qué vas a hacer respecto a tu Madre? Me habías dicho que pronto iba a venir…
-Irá a Efraím… Lázaro se va a ocupar de avisarle. Ahí están Simón de Jonás y mis hermanos…
-¿Lo saben?
-Todavía nada, Nique. Se lo diré cuando estemos lejos…
-Y yo te diré a ti, cuando vaya, lo que sucede aquí y en Jerusalén.
Se unen a los apóstoles, que van saliendo de la casa uno tras otro en busca de Jesús.
-Venid, hermanos. Reponed fuerzas antes de salir. Está todo preparado.
-Nique, por nosotros, no ha dormido esta noche. Dad las gracias a esta buena discípula – dice Jesús, y entra en la amplia cocina en que, encima de una mesa de refectorio -tan grande es- humean tazones llenos de leche y emanan fragancia las tortas recién sacadas del horno, en las cuales Nique unta generosamente mantequilla y miel, diciendo que son alimentos fortalecedores para quien tiene que recorrer un largo camino en esas horas todavía muy frescas.
Pronto terminan de comer. Nique, mientras tanto, ha hecho los últimos envoltorios con el pan desenhornado, crujiente y fragante. Cada apóstol carga su peso, atado de forma que pueda ser llevado sin excesiva molestia.
Es la hora de salir. Jesús se despide y bendice. Los apóstoles se despiden. Pero Nique quiere acompañarlos hasta los lindes de sus campos, para regresar luego, lentamente, llorando en su velo mientras Jesús se aleja por un camino secundario que ella le ha indicado. Los campos están todavía desiertos. La vereda pasa por campos de trigo tierno y por viñedos deshojados. Por tanto, faltan también los pastores, porque no llevan los rebaños a los terrenos cultivados. El sol calienta un poco el aire matinal. Las primeras florecillas en los lindes brillan como gemas bajo el velo del rocío que el sol enciende. Los pájaros cantan sus primeros cantos de amor. Viene la primavera. Todo se embellece y renace, todo ama… Y Jesús va al exilio que precede a la muerte que el odio ha querido.
Los apóstoles no hablan. Van pensativos. La subitánea partida los ha desorientado. ¡Estaban tan seguros de que las aguas habían vuelto ya a su cauce! Caminan más encorvados de lo que el peso correspondiente de sus fardeles y de las provisiones de Nique pudieran plegarlos; los pliega la desilusión, la constatación de lo que son el mundo y los hombres.
Jesús, sin embargo, aunque no esté sonriente, no está triste ni deprimido. Va con la cabeza alta, delante de todos, sin arrogancia, pero también sin temor. Va como quien supiera bien a dónde debe ir y lo que debe hacer. Va como un hombre fuerte, como un héroe al que nada altera ni amilana.
El camino secundario termina en el principal. Jesús prosigue por este camino de primer orden manteniendo la dirección norte. Los apóstoles detrás, sin hablar. Siendo éste el camino que viene de Galilea, por la Decápolis y Samaria, hacia Judea, está transitado (más que nada, por caravanas de mercaderes).
La hora pasa y el sol tonifica cada vez más cuando Jesús deja el camino de primer orden para tomar otra senda que, por campos de trigo, se dirige hacia las primeras colinas.
Los apóstoles se miran unos a otros. Quizás empiezan a entender que no van hacia Galilea por el camino del valle del Jordán, sino que van hacia Samaria. Pero todavía no hablan.
Jesús, llegado a los primeros bosques de las colinas, dice:
-Vamos a pararnos y a descansar comiendo. El sol señala la mitad del día.
Están en la orilla de un pequeño torrente que lleva poca agua porque hace tiempo que no llueve. Pero la que lleva se ve limpia sobre el lecho guijarroso; y en sus orillas hay piedras grandes, esparcidas acá o allá, que pueden hacer de mesa y de asientos. Jesús bendice y ofrece los alimentos. Se sientan. Comen en silencio y como absortos.
Jesús los saca del ensimismamiento diciendo:
-¿No me preguntáis a dónde vamos? ¿La preocupación por el mañana os hace muda la lengua, o es que ya no os parezco vuestro Maestro?
Los doce levantan la cabeza. Son doce caras afligidas, o, al menos, desconcertadas, que se vuelven hacia el rostro tranquilo de Jesús, y un unánime «¡oh!» sale de las doce bocas. Y a la exclamación de todos sigue la respuesta de Pedro, que habla en nombre de todos:
-Maestro, sabes que para nosotros sigues siéndolo. Pero es que desde ayer estamos como uno que hubiera recibido un golpe fuerte en la cabeza. Y todo nos parece un sueño. Y Tú… Vemos y sabemos que eres Tú, pero nos pareces… ya como lejano. Nos ha quedado un poco esta sensación desde que hablaste con tu Padre antes de llamar a Lázaro, y desde que lo sacaste de allí así, atado, sólo con el medio de tu voluntad, y le diste vida sólo con la fuerza de tu poder. Casi nos das miedo. Hablo por mí.., pero creo que lo mismo les sucede a todos… Y además ahora… Nosotros… ¡Marcharnos así… tan rápida y misteriosamente! …
-¿Tenéis doble miedo? ¿Sentís más amenazador el peligro? ¿No tenéis, sentís que no tenéis fuerza para afrontar y superar las últimas pruebas? Decidlo con la máxima libertad. Estamos todavía en Judea. Estamos cerca de los caminos bajos que llevan a Galilea. El que quiera puede marcharse, y marcharse a tiempo de no ganarse el odio del Sanedrín…
Los apóstoles se intranquilizan ante estas palabras: algunos, que estaban casi echados sobre la hierba templada por el sol, se sientan; otros, que estaban sentados, se ponen en pie.
Jesús continúa:
-Porque desde hoy soy el Perseguido legal; sabedlo. A esta hora está para ser leído, en las más de quinientas sinagogas de Jerusalén y en las de las ciudades que han podido recibir el decreto emitido ayer a la hora sexta, que soy el Gran Pecador y que quienquiera que sepa dónde estoy tiene el deber de denunciarme al Sanedrín para que éste me capture…
Los apóstoles gritan como si ya lo vieran preso. Juan se le echa al cuello gimiendo:
-¡Ah, siempre lo he presagiado! – y solloza fuertemente. Unos imprecan contra el Sanedrín, otros invocan la justicia, otros lloran, otros permanecen como estatuas.
-Callad. Escuchad. Yo nunca os he engañado. Siempre os he dicho la verdad. Si he podido, os he defendido y tutelado. Vuestra cercanía me ha resultado grata como la de los hijos. No os he ocultado ni siquiera mi última hora… mis peligros… mi pasión. Pero éstas eran cosas mías, exclusivamente mías. Ahora lo que hay que considerar son vuestros peligros, vuestra seguridad, la de vuestras familias. Os ruego que lo hagáis. Con libertad absoluta. No lo consideréis a través del amor que me tenéis, a través de la elección que Yo he hecho de vosotros. Imaginaos -puesto que Yo os dispenso de todo compromiso respecto a Dios y a su Cristo- que nos hemos encontrado aquí, ahora, por primera vez, y que vosotros, después de haberme escuchado, os sopesáis respecto a si conviene o no seguir al Desconocido cuyas palabras os han conmovido. Imaginaos que me oís y veis por primera vez y que os digo: «Tened en cuenta que soy perseguido y odiado, y que el que me ama y sigue es perseguido y odiado como Yo, en la persona, en los intereses, en los afectos. Tened en cuenta que la persecución puede terminar incluso en la muerte y en la confiscación de los bienes familiares». Pensad, decidid. Y, aunque me digáis: «Maestro, yo no puedo seguir yendo contigo», os amaré. ¿Os entristecéis? No, no debéis entristeceros. Somos buenos amigos. Amigos que deciden con paz y amor lo que se ha de hacer, con recíproca compasión. No puedo dejaros ir al encuentro del futuro sin haceros reflexionar. No os desdeño. Os amo a todos. Pero Yo soy el Maestro. Es evidente que el Maestro conoce a los discípulos. Yo soy el Pastor, y es evidente que el pastor conoce a sus corderos. Yo sé que mis corderos, introducidos en una prueba sin estar suficientemente preparados -no sólo en la sabiduría que viene del Maestro, y que, por tanto, es buena y perfecta, sino también en la reflexión que debe venir de ellos-, podrían fracasar o, al menos, no triunfar como atletas en un estadio. Sopesarse y sopesar es siempre una sabia medida. En las pequeñas cosas y en las grandes. Yo, Pastor, debo decir a mis corderos: «Ved que ahora me adentro en un país de lobos y matarifes. ¿Tenéis fuerza para caminar entre ellos?». Podría también deciros quién no tendrá fuerza para resistir la prueba, a pesar de que os puedo tranquilizar y asegurar que ninguno de vosotros caerá a manos de los verdugos que sacrificarán al Cordero de Dios. Mi captura es de tal valor que les bastará… Pero, de todas formas, os digo: «Reflexionad». Hace tiempo os decía: ~No temáis a los que matan». Os decía: “Aquel que ha puesto la mano en el arado y se vuelve a considerar el pasado y lo que puede perder o ganar no es idóneo para mi misión». Pero eran normas para daros la medida de lo que significaba ser los discípulos; eran normas para el futuro que vendrá cuando Yo ya no sea el Maestro, sino que lo serán mis fieles; estaban dadas para daros un alma fuerte. Pero incluso esta fortaleza, que es innegable que habéis alcanzado respecto a la nada que erais -hablo de vuestro espíritu-, es todavía demasiado poca respecto a la magnitud de la prueba. No penséis en vuestro corazón: «¡El Maestro se escandaliza de nosotros!». No me escandalizo. Es más, os digo que tampoco vosotros debéis, ni deberéis, escandalizaros de vuestra debilidad. En todos los tiempos que vendrán, entre los miembros de mi Iglesia, tanto corderos como pastores, habrá personas que estarán por debajo de la magnitud de su misión. Habrá épocas en que los pastores ídolos y los fieles ídolos sean más numerosos que los verdaderos pastores y fieles; épocas de eclipse del espíritu de fe en el mundo. Pero el eclipse no significa la muerte de un astro. Es únicamente un momentáneo oscurecimiento más o menos parcial del astro. Después, su belleza vuelve a aparecer y parece más luminosa. Lo mismo sucederá con mi Redil. Os digo: «Reflexionad». Os lo digo como Maestro, Pastor y Amigo. Os dejo en plena libertad de examinar esto conjuntamente. Voy allí, a aquella espesura, a orar. Uno por uno iréis a decirme lo que habéis pensado. Y bendeciré vuestra honestidad sincera, sea cual fuere. Y os querré por todo lo que ya hasta ahora me habéis dado. Adiós.
Se levanta y se va.
Los apóstoles están asustados, perplejos, impresionados. En ese momento no son capaces ni siquiera de hablar. El primero que habla es Pedro. Dice:
-¡Que me trague el infierno si quiero dejarlo! Estoy seguro de mí. ¡Ni aunque arremetieran contra mí todos los demonios que hay en la Gehena, con Leviatán a la cabeza, me separaría de Él por miedo!
-Y yo tampoco. ¿Voy a ser yo menos que mis hijas? – dice Felipe.
-Estoy seguro de que no le van a hacer nada. El Sanedrín amenaza, pero lo hace para convencerse de que existe todavía. El Sanedrín es el primero en saber que nada sucede si Roma no quiere. ¡Sus condenas! ¡Es Roma la que condena! – dice Judas Iscariote ufano.
-Pero para cosas religiosas es todavía el Sanedrín – observa Andrés.
-¿Acaso tienes miedo, hermano? Mira que en la familia no ha habido nunca gente vil – advierte con tono amenazador Pedro, que siente en su corazón un espíritu muy belicoso.
-No tengo miedo y espero poder demostrarlo. Sólo le estoy diciendo a Judas lo que pienso.
-Tienes razón. Pero el error del Sanedrín es querer usar el arma política para no querer decir, y no querer oír que le digan, que ellos han alzado la mano contra el Cristo. Lo sé seguro. Quisieran, es decir, hubieran querido, hacer caer al Cristo en pecado para que la muchedumbre lo despreciara. ¿Pero, matarlo? ¿Ellos? ¡No! ¡Tienen miedo! Un miedo sin cotejo humano, porque es miedo de alma. ¡Bien saben ellos que Él es el Mesías! Lo saben. Lo saben tanto, que sienten que es el fin de ellos porque llega el tiempo nuevo. Y quieren destruirlo. Pero, ¿destruirlo ellos? No. Por eso buscan la razón política, para que sea el Gobernador, para que sea Roma, quienes lo destruyan. Pero el Cristo no causa perjuicios a Roma, y Roma no le hará ningún mal. Así que el Sanedrín alza en vano sus gritos.
-¿Entonces tú sigues con Él?
-Por supuesto. ¡ Más que nadie!
-Yo no tengo nada que perder ni que ganar, sea que me quede, sea que me vaya. Sólo tengo el deber de amarlo. Y lo haré – dice el Zelote.
-Yo lo reconozco como el Mesías y, por tanto, le sigo – dice Natanael.
-Yo también. Creo que lo es desde que Juan el Bautista me lo indicó diciendo que lo era – dice Santiago de Zebedeo. -Nosotros somos sus hermanos. A la fe unimos el amor de la sangre. ¿No es verdad, Santiago? – dice Judas Tadeo.
-Jesús es mi Sol desde hace años. Sigo su curso. Si cae en el abismo excavado por los enemigos, yo le seguiré – responde
Santiago de Alfeo.
-¿Y yo? ¿Puedo olvidarme de que me ha redimido? – pregunta Mateo.
-Mi padre me maldeciría siete y siete veces si lo dejara. Además, aunque sólo sea por amor a María, no me separaré jamás de Jesús – dice Tomas.
Juan no habla. Está cabizbajo, abatido. Los otros toman su actitud como debilidad y, muchos de ellos, le preguntan. -¿Y tú? ¿Sólo tú te quieres marchar?
Juan levanta la cara, una cara llena de pureza incluso en gestos y miradas, y, mirando fijamente con sus limpios ojos azules a los que le preguntan, dice:
-Estaba orando por todos nosotros. Porque nosotros queremos hacer y decir, y presumimos de nosotros, y no nos damos cuenta de que, haciéndolo, ponemos en duda las palabras del Maestro. Si Él considera deficiente nuestra formación, señal es que es así. Si en tres años no nos hemos formado, no nos vamos a formar en unos pocos meses…
-¿Qué dices? ¿En unos pocos meses? ¿Y tú qué sabes? ¿Acaso eres profeta? – le acometen casi censurándolo. -Nada soy yo.
-¿Y entonces? ¿Qué sabes? ¿Es que te lo ha dicho Él? Tú sabes siempre sus secretos… – dice, envidioso, Judas de Keriot.
-No me aborrezcas, amigo, porque sepa comprender que el tiempo sereno ha terminado. ¿Cuándo será? No lo sé. Sé que será. Él lo dice. ¡Cuántas veces lo ha dicho! No queremos creer. Pero el odio de los otros confirma sus palabras… Y entonces oro; porque no hay otra cosa que hacer; rogar a Dios que nos haga fuertes. ¿No recuerdas, Judas, cuando nos dijo que oró al Padre para tener fuerza en las tentaciones? Toda fuerza viene de Dios. Yo imito a mi Maestro, como debe hacerse…
-Bueno, pero ¿te quedas? – pregunta Pedro.
-¿Y a dónde quieres que vaya sí no me quedo con Él, que es mi vida y mi bien? Pero, dado que soy un pobre niño, el más mísero de todos, pido todo a Dios, Padre de Jesús y nuestro.
-Ya está dicho. Entonces todos nos quedamos. Vamos donde Él. Está triste. Nuestra fidelidad le pondrá alegre – dice
Pedro.
Jesús está postrado en oración. Rostro en tierra entre las hierbas, suplicando, ciertamente, a su Padre. Pero, con el rumor de los pasos, se alza y mira a sus doce; los mira con una seriedad un poco triste.
-Alégrate, Maestro. Ninguno de nosotros te abandona – dice Pedro.
-Habéis decidido demasiado pronto y…
-Ni horas ni siglos modificarán nuestro pensamiento – dice Pedro.
-Ni las amenazas nuestro amor – profesa Judas Iscariote.
Jesús deja de mirarlos en grupo para fijar su mirada en cada uno de ellos. Es una mirada larga, aguantada sin miedo por todos. Su mirada se detiene especialmente en Judas Iscariote, que lo mira más seguro que ningún otro. Abre los brazos con gesto de resignación y dice:
-Vamos. Vosotros, todos, habéis signado vuestro destino.
Vuelve al sitio de antes, recoge su fardel, ordena:
-Tomamos el camino que lleva a Efraím, el que nos han enseñado.
-¿A Samaria?
El estupor es enorme.
-A Samaria. A1 menos a la zona limítrofe de ella. También Juan fue a esos lugares para vivir hasta la hora señalada para su predicación del Cristo.
-¡Pero no se salvó por ello! – objeta Santiago de Zebedeo.
-No busco salvarme. Busco salvar. Y salvaré en la hora señalada. El Pastor perseguido va hacia las ovejas más desdichadas, para que ellas, las abandonadas, tengan su parte de sabiduría que las prepare para el tiempo nuevo.
Va con paso veloz, después de este alto en el camino que ha servido para descansar y respetar el sábado, queriendo llegar antes de que la noche haga impracticables los senderos.
Cuando llegan al torrentillo que viene de Efraím y va hacia el Jordán, Jesús llama a Pedro y a Natanael y les da una bolsa diciéndoles:
-Adelantaos. Buscad a María de Jacob. Recuerdo que Malaquías me dijo que era la más pobre del lugar, a pesar de que tenga una casa grande, ahora que ya no tiene en ella hijos ni hijas. Estaremos en su casa. Dadle buen dinero, para que nos dé enseguida alojamiento sin hablar con mil. La casa sabéis cuál es. La grande que está a la sombra de los cuatro granados, casi en el puente del torrente.
-Lo sabemos, Maestro. Haremos como Tú dices.
Se marchan diligentemente. Jesús los sigue, con los demás, lentamente.
Desde la cuenca que el torrente divide en dos semicuencas, se ve albear el pueblo con las últimas luces del día y los primeros candores lunares. No hay un alma por la calle cuando llegan a la casa ya toda blanca de luna. Sólo el torrente tiene voz en el silencio nocturnal. Volviéndose y mirando al horizonte, se ve un gran espacio de cielo estrellado curvado sobre una gran vastedad de terreno en declive hacia la llanura desierta que baja al Jordán. Una paz profunda reina en esa tierra.
Llaman a la puerta. Pedro abre:
-Todo hecho, Señor. La anciana, al ver que le daban monedas, ha llorado. Ya no tenía una perra. Le he dicho: «No llores, mujer. Donde está Jesús de Nazaret el dolor deja de estar». Me ha respondido: «Lo sé. He sufrido toda mi vida y ahora me sentía realmente en el límite del sufrimiento. Pero el Cielo se ha abierto para mí en el ocaso de mi vida y me trae la Estrella de Jacob para darme paz». Ahora está allí preparando las habitaciones que llevan mucho tiempo cerradas. ¡Mmm! Hay muy poco. Pero la mujer parece muy buena. ¡Ahí está! «¡Mujer! ¡El Rabí está aquí!
Se acerca una viejecita avellanada, de mansos ojos llenos de melancolía. Se para azarada a unos pasos de Jesús. Está acobardada.
-La paz a ti, mujer. No te voy a causar muchas molestias.
-Yo… quisiera… quisiera que caminaras sobre mi corazón para hacerte más dulce la entrada en mi pobre casa. Entra, Señor y entre Dios contigo.
Con la luz de la mirada de Jesús, ha cobrado nuevo aliento y valor.
Entran todos. Cierran la puerta. La casa es tan grande como una posada y está tan vacía como un lugar abandonado. Sólo la cocina está alegre, debido al fuego que llamea en el centro de ella, en el hogar.
Bartolomé, que alimentaba el fuego, se vuelve y sonríe mientras dice:
-Consuela a la mujer, Maestro. Está apenada porque no puede honrarte como quisiera.
-Me basta tu corazón, mujer. No te preocupes de nada. Mañana remediaremos las carencias. Yo también soy un pobre. Traed las provisiones. Entre los pobres se comparte el pan y la sal sin avergonzarse y con amor fraterno, que, para ti, mujer, es filial porque podrías ser mi madre y Yo te honro como hijo…
La mujer derrama silenciosas lágrimas de anciana afligida y se enjuga los ojos con su velo; susurra:
-Tenía tres hijos varones y siete niñas. A un hijo se me lo llevó el torrente y a otro la fiebre, el tercero me abandonó. Cinco de las niñas se cogieron el mal de su padre y murieron, la sexta murió de parto y la séptima… lo que no hizo la muerte lo hizo el pecado. En mi vejez no recibo honor de mis hijos, y ello me causa… En el pueblo son buenos… pero con la pobre mujer, mientras que Tú eres bueno con la madre…
-Tengo una madre Yo también. En toda mujer que es madre honro a la mía. Pero no llores. Dios es bueno. Ten fe, y los hijos que te quedan podrán regresar a ti todavía. Los otros descansan en paz…
-Yo lo veo como un castigo por ser de estos lugares…
-Ten fe. Dios es más justo que los hombres…
Vuelven los apóstoles que habían ido con Pedro a las habitaciones. Traen las provisiones. Calientan en el fuego el corderito que Nique había asado. Lo llevan a la mesa. Jesús ofrece y bendice, y quiere que la ancianita esté con ellos, no comiendo en su rinconcito la pobre achicoria de su cena…
El exilio en los confines de Judea ha comenzado…