María Santísima ve de nuevo al pastor Elías y con Jesús va a Betsur donde Elisa
-Es casi seguro que los encontraremos, si durante un trecho volvemos al camino de Hebrón. Por favor, id de dos en dos a buscarlos, por las veredas de las montañas; de aquí a las piscinas de Salomón y de allí a Betsur. Nosotros os seguiremos. Ésta es su zona de pastos – dice el Señor a los doce. Comprendo que está hablando de los pastores.
Los apóstoles se apresuran a ir cada uno con el compañero preferido; sólo la pareja casi inseparable de Juan y Andrés no se une, porque los dos van a Judas Iscariote y le dicen:
-Voy contigo .y Judas responde:
-Sí, ven, Andrés. Es mejor así, Juan. Tú y yo seríamos dos que ya conocemos a los pastores; es mejor que vayas con algún otro.
-Entonces conmigo el muchacho – dice Pedro, dejando a Santiago de Zebedeo, que, sin protestar, va con Tomás, mientras Simón Zelote va con Judas Tadeo, Santiago de Alfeo con Mateo, y los dos inseparables Felipe y Bartolomé por su cuenta. El niño se queda con Jesús y las dos Marías.
El camino es fresco y bonito, entre montes llenos de verdor por las distintas parcelas pobladas de bosque o destinadas a prado. Se ven pasar rebaños que van bajo la luz dorada de la aurora hacia los pastos.
A cada sonido de esquila Jesús guarda silencio y mira, luego pregunta a los pastores si Elías, el pastor betlemita, está por esos lugares. Me doy cuenta de que a Elías se le conoce ya como «el betlemita» (aunque otros pastores lo sean también, él es, seria o burlonamente «el betlemita»). Hacen detenerse al rebaño, dejan de tocar sus toscas flautas, y responden…
Ninguno lo sabe.
Los jóvenes tienen, casi todos, estas flautas primordiales de cañas, cosa que hace extasiarse a Margziam, hasta que un pastor anciano y bueno le da el de su nieto diciendo:
-Él se hará otra flauta Y Margziam se va contento con su instrumento, en bandolera, a pesar de que todavía no lo sepa
usar.
-¡Me agradaría mucho encontrarlos! – exclama María.
-Los encontraremos. Seguro. Durante esta estación van siempre en dirección a Hebrón.
El niño se interesa por estos pastores que vieron al niño Jesús y hace mil preguntas a María, la cual, con bondad y paciencia, le explica todo.
-Pero, ¿por qué los castigaron? ¡No habían hecho sino el bien!- pregunta el niño tras oír la narración de sus desventuras.
-Porque muchas veces el hombre comete errores y acusa al inocente de un mal que en realidad ha hecho otro. Pero, por haber sido buenos y haber sabido perdonar, Jesús los quiere mucho. Hay que saber perdonar siempre.
-Pero, ¿y todos esos niños asesinados?, ¿cómo han logrado perdonar a Herodes?
-Son pequeñuelos mártires, Margziam, y los mártires son santos, y no sólo perdonan a su verdugo sino que lo aman porque les abre la puerta del Cielo.
-Pero, ¿están en el Cielo?
-No, todavía no. Están en el Limbo para alegría de los patriarcas y los justos.
-¿Por qué?
-Porque, cuando han llegado, con su alma roja de sangre, han dicho: «Somos los heraldos del Cristo Salvador. Alegraos, vosotros que esperáis, porque ya está en la tierra». Y todos los aman por haberles llevado esta buena nueva.
-Me ha dicho mi padre que la buena nueva es también la Palabra de Jesús. Entonces, cuando mi padre vaya al Limbo, después de haberla transmitido en la tierra, y cuando vaya yo también, ¿nos amarán como a ellos?
-Pequeñuelo, tú no irás al Limbo.
-¿Por qué?
-Porque para entonces Jesús ya habrá vuelto al Cielo y lo habrá abierto, así que todos los buenos, cuando mueran, irán inmediatamente al Cielo.
-Yo seré bueno. Lo prometo. ¿Y Simón de Jonás? ¡También él, eh! Que no quiero ser huérfano por segunda vez.
-Estáte seguro de que también él irá al Cielo. De todas formas, en el Cielo no hay huérfanos. Allí tenemos a Dios, y Dios es todo. Aquí tampoco somos huérfanos, porque el Padre está siempre con nosotros.
-Pero Jesús, en esa bonita oración que tú durante el día y mi madre durante la noche me habéis enseñado, dice: «Padre nuestro que estás en los Cielos». Nosotros no estamos en el Cielo todavía. ¿Cómo podemos estar con Él?
-Porque Dios está en todas partes, hijo mío. Dios vela por el niño que nace y por el anciano que muere. Sobre cualquier niño que esté naciendo en este momento en el lugar más remoto de la tierra están la mirada y el amor de Dios, y estarán hasta su muerte.
-¿Aun en el caso de que sean malos, como Doras?
-Sí.
-¿Pero puede Dios, que es bueno, amar a Doras, que es muy malo y hace llorar a mi anciano padre?
-Lo mira con dolor e indignación. Pero, si se arrepintiera, le diría lo mismo que el padre de la parábola al hijo arrepentido. ‘Deberías rezar para que se arrepintiera y…
-¡No, Madre! ¡Voy a rezar para que se muera! – dice con furia el niño. A pesar de que esta reacción sea poco… angélica, su ímpetu es tal, y tan sincero, que los presentes no pueden hacer menos que echarse a reír.
María, recobrando su dulce seriedad de maestra, dice:
-No, bonito; no debes hacer eso con un pecador. Si lo hicieras, Dios no te escucharía y te miraría a ti también con severidad. Incluso al perverso debemos desearle el mayor bien. La vida es un bien porque da al hombre la oportunidad de adquirir méritos ante los ojos de Dios.
-Pero el malo lo que gana son pecados.
-Se reza para que se vuelva bueno.
El niño medita un poco… pero no se le ve muy dispuesto a digerir esta lección sublime y concluye:
-Doras no se volverá bueno aunque yo rece. Es demasiado malo. No se volvería bueno ni aunque conmigo rezasen todos los niños mártires de Belén. Pero, ¿sabes que… sabes que… un día pegó con una barra de hierro a mi anciano padre porque lo encontró sentado durante el tiempo de trabajo? No podía ponerse en pie porque se sentía mal, y él… le pegó y lo dejó como muerto, y luego le dio una patada en la cara… Yo lo estaba viendo, porque estaba escondido detrás de un seto… Me había acercado porque hacía dos días que ninguno me llevaba pan y tenía hambre… Tuve que alejarme para que no me oyeran, porque lloraba al ver a mi padre con la barba manchada de sangre, tendido en el suelo, como muerto… Me alejé llorando; mendigué un pan… pero ese pan lo conservo todavía aquí… y sabe a sangre y a lágrimas de mi padre y mías, y de todos los que padecen tortura y no pueden amar a sus verdugos. Yo quisiera apalear a Doras para que sintiera lo que son los palos, y quisiera dejarlo sin pan para que supiera lo que es el hambre y hacerle trabajar al sol, metido en el barro, bajo la amenaza del vigilante, sin comer, para que supiera lo que está dando él a los pobres… No puedo amarlo, porque… porque me está matando a mi anciano padre, y porque… yo, si no os hubiera encontrado a vosotros ¿de quién hubiera sido después?
El niño, presa de una convulsión de dolor, grita y llora, temblando, todo alterado, dando golpes al aire – pues no puede dárselos al verdugo – con sus pequeños puños. Las mujeres están perplejas y conmovidas y tratan de calmarlo; pero el niño está verdaderamente envuelto en una crisis de dolor y no oye. Grita:
-¡No puedo, no puedo quererlo ni perdonarlo! ¡Lo odio, lo odio por todos, lo odio, lo odio!..
Da pena y miedo. Es la reacción de un niño que ha sufrido demasiado.
Y Jesús lo dice:
-El mayor delito de Doras es éste, inducir a un inocente a odiar…
Y toma en brazos al niño y le habla:
-Escúchame, Marziam. ¿Quieres reunirte un día con mamá y papá, con tus hermanitos y con el anciano padre? -¡Síii!…
-Pues entonces no debes odiar a nadie. En el Cielo no entra quien odia. ¿No puedes orar, por ahora, por Doras? Bueno, pues no ores, pero no odies. ¿Sabes lo que tienes que hacer? No debes nunca volver hacia atrás a pensar en el pasado…
-Pero el sufrimiento de mi padre no es el pasado…
-Eso es verdad. Pero, mira, Marziam, ora sólo así: «Padre nuestro que estás en los Cielos, en tus manos encomiendo el deseo de mi corazón…». Verás cómo el Padre te escucha en el mejor de los modos. ¿Qué conseguirías matando a Doras? Perderías el amor de Dios, el Cielo, la unión con tu padre y tu madre, y no librarías de los sufrimientos al anciano que amas. Eres demasiado pequeño para poderlo hacer. Pero Dios sí puede hacerlo. Díselo a Él. Dile: «¡Sabes cuánto quiero a mi anciano padre y a todos los que son infelices! Tú lo puedes todo, lo dejo en tus manos». ¿No quieres predicar la Buena Nueva, que habla de amor y perdón? ¿Cómo vas a decirle a uno: «No odies. Perdona», si tú no sabes amar y perdonar? Déjalo, déjalo en manos de Dios y verás lo bien que Él dispone todo. ¿Lo vas a hacer así?
-Sí, porque te quiero.
Jesús besa al niño y lo baja al suelo. Así se concluye este episodio, también el camino.
Resplandecen las tres balsas excavadas en la roca del monte, obra verdaderamente grandiosa: resplandece su superficie cristalina y la cola de agua que del primer estanque baja al segundo (más grande), y de éste al tercero (realmente un pequeño lago que dirige, a través de los conductos, hacia ciudades lejanas, el agua). Por la humedad del suelo, en esta zona, todo el monte, desde el manantial hasta los estanques y de éstos al pie, es de una bellísima fertilidad; flores, en combinación más rica que las silvestres, ríen, por las pendientes verdes, junto a hierbas perfumadas y singulares: en efecto, da la impresión de que estas flores fueran de jardín y que hubieran sido sembradas por el hombre, como también las hierbas olorosas, y difunden por el aire, con el sol que las calienta, su perfume (canela, alcanfor, clavel, espliego, y otros aromas penetrantes, fragantes, fuertes, delicados…) en una fusión maravillosa de los mejores olores de la tierra; yo diría «sinfonía de perfumes»; es la gran composición poética de hierbas y flores, con sus colores y fragancias.
Todos los apóstoles están sentados a la sombra de un árbol cargado de grandes flores blancas cuyo nombre desconozco, con sus enormes campanillas colgantes de esmalte blanco, que ondean ante el mínimo soplo de viento; cada vaivén esparce por el aire una ola de fragancia. Desconozco el nombre de este árbol, pero por su tipo de flor me recuerda a un arbusto de Calabria, que allí le llaman «bottaro”; no por lo que respecta al tallo, ya que éste es un árbol alto, de tronco recio, no un arbusto.
Jesús los llama y ellos acuden.
-Hemos encontrado, al poco rato de separarnos, a José, que estaba regresando de un mercado. Esta tarde estarán todos en Betsur. Nos hemos reunido llamándonos a voces, y luego hemos estado aquí, al fresco – explica Pedro.
-¡Qué bonito lugar! ¡Parece un jardín! No había acuerdo entre nosotros respecto a si era, o no, natural; unos se obstinaban en una cosa y otros en la otra – dice Tomás.
-La tierra de Judea tiene estas maravillas – dice Judas Iscariote, inevitablemente llevado por todas las cosas, incluso por las flores y las hierbas, a la soberbia.
-Sí, pero… yo creo que si, por ejemplo, el jardín de Juana, en Tiberíades, quedase abandonado y pasase al estado natural, Galilea tendría también la maravilla de espléndidas rosas entre ruinas» rebate Santiago de Zebedeo.
-Y no estás en error. En esta zona estaban los jardines de Salomón, célebres en el mundo de entonces como sus palacios. Quizás soñó aquí el Cantar de los Cantares y aplicó a la Ciudad santa todas las bellezas que por voluntad suya habían crecido aquí – dice Jesús
-¡Entonces tenía razón yo! – dice Judas Tadeo.
-Sí, tenías razón. Fíjate, Maestro, Judas citaba el Eclesiastés y unía la idea de los jardines con la de los depósitos y terminaba diciendo: «Pero se dio cuenta de que todo es vanidad y de que nada dura bajo el sol, excepto la Palabra de mi Jesús» – dice el otro hermano Santiago.
-Gracias. Demos también las gracias a Salomón, sean o no suyas las flores originarias; sí lo son, sin duda, los estanques, que proveen de agua a las plantas y a los hombres. Bendito sea por este motivo. Vamos allá, a aquel rosal grande y descuidado que ha entretejido una galería florida de árbol a árbol. Allí nos detendremos. Estamos casi a mitad de camino….
Y reanudan el camino hacia la hora nona, cuando ya las sombras de cada árbol de esta zona – toda ella muy bien cultivada – se alargan. Da la impresión de estar en un inmenso jardín botánico porque todas las especies de árboles, maderables, frutales, ornamentales, están en él representadas. Abundan los labriegos, pero no se interesan de esta comitiva, que, por otra parte, no es la única; otros grupos de hebreos recorren el trayecto de retorno de las fiestas pascuales.
El camino, quebrado entre los montes, es, a pesar de ello, bastante bueno, y las vistas, continuamente variadas, le quitan monotonía. Regatos y torrentes dibujan comas de plata líquida, y escriben palabras, para después cantarlas con sus mil meandros intersecados, que se expanden entre los árboles del bosque, o desaparecen en el interior de cavernas para después volver a la luz más bellos: parece como si jugaran con los árboles y las piedras, como niños amenos.
También Marziam ahora, completamente tranquilizado, juega, y trata de tocar su instrumento para imitar a los pajarillos. Pero, la verdad es que no emite canto de pájaros, sino lamentos muy desentonados, y me parece que los más difíciles de la comitiva – Bartolomé por su edad, Judas de Keriot por muchos motivos – no los reciben con ningún agrado. Pero no dicen nada claramente, y el niño sigue chiflando y saltando de un lado para otro. Sólo en dos ocasiones se interrumpe para señalar hacia un pueblecito anidado en medio del bosque, y dice: « ¿Es el mío?», y se pone palidísimo. Pero Simón, que va bien cerca de
él, responde: «El tuyo está muy lejos de aquí. Ven, ven; vamos a ver si cogemos esa bonita flor y se la llevamos a María» y así lo distrae.
Empieza el ocaso. Betsur se muestra en lo alto de su colina y, casi inmediatamente, por el camino de segundo orden que los peregrinos han tomado para ir a la ciudad, aparecen los rebaños, y los pastores, que vienen rápidos a su encuentro.
Cuando Elías ve que en el grupo está también María, alza los brazos con gesto de asombro, y se queda así, sin atreverse a creer en lo que ve.
-La paz sea contigo, Elías. Sí, soy yo. Era una promesa y en Jerusalén no ha sido posible vernos… Pero… no te preocupes, el caso es que ahora nos vemos – dice dulcemente María.
-¡Oh! ¡Madre! ¡Madre!…
Elías no sabe qué decir. A1 final encuentra las palabras:
-Ahora celebro mi Pascua. Es igual… incluso mejor
-¡Claro que sí, Elías! – confirman sus compañeros.
-Hemos hecho una buena venta y podemos matar un corderito. Venid a nuestra pobre mesa… – dice con tono de súplica Leví, y también José.
-Hoy estamos cansados. Mañana. Escuchad: ¿conocéis a una cierta Elisa, casada con Abraham de Samuel?
-Sí. Está en su casa de Betsur. Pero Abraham ha muerto, y, el año pasado murieron también sus hijos: el primero por una enfermedad que duró pocas horas – nunca se ha sabido de qué murió -; el otro fue lentamente, pero nada logró detener el mal. Nosotros le dábamos leche de cabra recién formada porque los médicos decían que le iba bien al enfermo. Bebía mucha leche, recogida de todos los pastores, pues la pobre madre había pedido que localizaran a quienes tuvieran en el rebaño una cabra lechal. Pero no sirvió de nada. Cuando volvimos al llano, el joven ya no tomaba alimento, y, cuando volvimos en Adar, había muerto desde hacía dos lunas.
-¡Pobre amiga mía! En el Templo me tenía amor… incluso éramos un poco parientes en nuestros antecesores… Era buena… Salió dos años antes que yo del Templo para casarse con Abraham, a quien estaba prometida desde su infancia; me acuerdo de ella, cuando vino para ofrecer a su primogénito al Señor. Me avisó; no sólo a mí… pero luego quiso estar un tiempo conmigo a solas… Ahora está sola… ¡Debo apresurarme, para consolarla! Vosotros quedaos aquí. Voy con Elías. Entraré sola. El dolor exige un ambiente respetuoso…
-¡¿Yo tampoco, Madre?
-Tú siempre. Pero los demás… Ni siquiera tú, pequeñuelo, porque sería un dolor para ella. ¡Ven, ven, Jesús! -Esperadnos en la plaza del pueblo. Buscad un alojamiento para la noche. Adiós – ordena Jesús a todos.
Y, sólo con Elías, Jesús y su Madre caminan hasta una casa grande, completamente cerrada y silenciosa. El pastor llama
con su cayado. Una sierva asoma su cabeza a una pequeña ventana y pregunta que quién ha llamado.
María se adelanta y responde:
-María de Joaquín, y su Hijo, de Nazaret. Díselo a la seora».
-Es inútil. No quiere ver a nadie. No hace sino llorar esperando la muerte.
-Inténtalo.
-No. Ya sé cómo me va a rechazar si trato de distraerla. No quiere a nadie a su lado, no quiere ver a nadie, no quiere hablar con nadie; sólo habla con el propio recuerdo de sus hijos.
-Ve, mujer. Te lo ordeno. Dile: «Está afuera la pequeña María de Nazaret, la que era como una hija para ti en el Templo…». Verás como me quiere recibir.
La mujer se marcha meneando la cabeza.
María explica a su Hijo y al pastor:
-Elisa era bastante mayor que yo. Estaba en el Templo esperando el regreso de su prometido que había ido a Egipto por asuntos de una herencia; por eso estaba en el Templo hasta una edad no común. Tiene casi diez años más que yo. Las maestras acostumbraban a asignar a las pequeñas a alumnas adultas para que las guiaran… Ella fue mi compañera-maestra. Era buena y… ¡Ah, ahí está la mujer!
Efectivamente, la sirvienta ha vuelto sin pérdida de tiempo, asombrada, y ha abierto de par en par la puerta de la
entrada:
-¡Entra, entra! – dice. Luego, bajando la voz, añade: «Bendita seas por hacerla salir de esa habitación». Elías se despide de María y su Hijo, que entran.
-Pero este hombre, verdaderamente… ¡sería inhumano!… ¡tiene la edad de Leví!…
-Déjalo entrar. Es mi Hijo y la consolará más que yo.
La mujer se encoge de hombros y los precede por el largo corredor de una casa que es bonita pero se siente triste: todo está limpio, mas todo parece muerto…
Una mujer alta, aunque camina curvada, vestida de oscuro, viene hacia ellos en la penumbra del vestíbulo. -¡Elisa, amiga mía, soy María! – dice María mientras corre a su encuentro. Y la abraza.
-¡María! Tú… Creía que habías muerto tú también. Me habían dicho… ¿Cuándo?… No me acuerdo… Tengo un vacío en la memoria. Me habían dicho que habías muerto junto a otras muchas madres después de la visita de los Magos. Pero, ¿quién me ha dicho que eras la Madre del Salvador?
-Quizás los pastores…
-¡ Oh, los pastores!
La mujer rompe a llorar angustiosamente.
-No pronuncies esa palabra. Me recuerda la última esperanza para la vida de Leví… De todas formas… sí… un pastor me habló del Salvador. Yo maté a mi hijo llevándolo al Jordán, al lugar en que se decía que estaba el Mesías; allí no había nadie… y
mi hijo volvió justo para morir… El cansancio, el frío… yo lo maté… a pesar de que no lo hice con voluntad asesina. Me decían que el Mesías curaba las enfermedades… Por eso lo llevé… Ahora mi hijo me acusa de haberlo matado…
-No, Elisa; es tu pensamiento. Escúchame. Yo pienso, por el contrario, que tu hijo me ha tomado realmente de la mano y me ha dicho: «Ve a ver a mi querida madre. Lleva contigo al Salvador. Yo estoy aquí mejor que en la tierra, pero ella lo único que oye es su llanto, no puede oír las palabras que le susurro entre besos. ¡Pobre mamá, está como poseída por un demonio que la tienta a la desesperación porque quiere separarnos! Sin embargo, si se resigna y cree que Dios todo lo hace para bien, estaremos unidos para siempre, con mi madre y mi hermano. Jesús puede hacerlo». Y he venido… con Él… ¿No quieres verlo?…
María, mientras hablaba, tenía entre sus brazos a la desdichada mujer, y la besaba en su pelo gris, con una dulzura que sólo Ella puede tener.
-¡Ojalá fuera verdad! Pero, si es así, ¿por qué no fue Daniel a decirte que vinieras antes?… ¿Quién me dijo hace tiempo que habías muerto? No me acuerdo… no me acuerdo… Esto fue también motivo — que yo esperase quizás demasiado a ir al Mesías. Es que habían dicho que había muerto Él, tú, todos en Belén…
-No te preocupes de recordar quién te lo dijo. Ven, mira, aquí está mi Hijo. Acércate a Él. Contenta a tus hijos y a tu María. ¿No te das cuenta de que sufrimos al verte así?
María la lleva a Jesús, que se ha puesto en un ángulo oscuro y que sólo ahora se acerca a ellas, hasta una lámpara que la mujer de servicio ha colocado sobre una alta arca.
La pobre madre alza la cabeza… Veo entonces que es Elisa, la que estaba en el Calvario entre las santas mujeres. Jesús tiende hacia ella sus manos con un gesto de acogida que es todo amor. La desdichada combate consigo misma un poco, luego le confía sus manos, y luego, de golpe, se abandona sobre el pecho de Jesús y dice gimiendo:
-¡Dime que no soy culpable de la muerte de Leví, dímelo! ¡Dime que no los he perdido para siempre! ¡Dime que pronto estaré con ellos!…
-Sí, sí. Escúchame. Ellos exultan ahora que estás en mis brazos. Iré pronto a ellos. ¿Qué les voy a decir?, ¿que no aceptas con resignación la voluntad del Señor? ¿Tendré que decir esto? ¿Van a tener que quedar en mal lugar las mujeres de Israel, las mujeres de David, tan fuertes y prudentes? No. Sufres pero es porque has sufrido sola. Tu dolor y tú, tú y el dolor. Así no puede soportarse. ¿No recuerdas las palabras de esperanza a nuestros difuntos?: «Os sacaré de los sepulcros y os conduciré a la tierra de Israel, y sabréis que soy el Señor cuando abra vuestras tumbas y os saque de vuestros sepulcros. Cuando infunda en vosotros mi espíritu viviréis». La tierra de Israel, para los justos que se han dormido en el Señor, es el Reino de Dios: Yo lo abriré y se lo daré a los que esperan.
-¿También a mi Daniel? ¿También a mi Leví?… ¡Le daba verdadero horror la muerte!… No podía pensar siquiera en el hecho de estar lejos de su madre. Por eso yo quería morir para estar a su lado en el sepulcro…
-No estaban en el sepulcro con su parte viva, sino con las cosas muertas que no podían oírte. Ellos están en el lugar de
espera…
-¿Pero existe ese lugar? ¡Oh, no te escandalices de mí, que mi memoria se ha disuelto en el llanto! Tengo la cabeza henchida del sonido del llanto y de los estertores de mis hijos. ¡Esos estertores! ¡Esos estertores!… Me han disuelto el cerebro. Sólo tengo esos estertores aquí dentro…
-Pues Yo te meteré ahí las palabras de la vida. Sembraré la Vid – porque Yo soy Vida – donde ahora hay fragor de muerte. Ten presente al gran Judas Macabeo, que quiso que se ofreciera un sacrificio por los muertos, pensando acertadamente que están destinados a resucitar y que hay que adelantarles la paz con oportunos sacrificios. Si Judas Macabeo no hubiera estado seguro de la resurrección, ¿habría orado por los muertos?, ¿habría hecho que oraran por ellos? Él, como está escrito, pensó que, a los que mueren píamente, les está reservada una gran recompensa; y, sin duda, así murieron tus hijos. ¿Ves como asientes? Pues Yo te digo que no te desesperes. Antes al contrario, ruega por tus muertos, para que sus pecados sean cancelados antes de mi llegada. Si es así, sin mediar un instante de espera irán conmigo al Cielo, porque Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida y – digo la Verdad – a quien cree en mi Verdad y me sigue, le guío y le doy Vida. Dime, ¿tus hijos creían en la venida del Mesías?
-Sí, sin duda, Señor. Esta fe la habían aprendido de mí.
-¿Y Leví creía posible su curación por un acto de mi voluntad?
-Sí, Señor. Teníamos puesta en ti nuestra esperanza, pero… no ha servido… y ha muerto desconsolado después de tanta esperanza…
El llanto de la mujer toma nueva fuerza (más sereno, pero, a pesar de la serenidad, más desolado ahora que en la vehemencia de antes).
-No digas que no ha servido. Quien cree en mí, aunque haya muerto, vivirá eternamente… «Declina la tarde, mujer. Voy con mis apóstoles. Te dejo a mi Madre…
-¡Quédate Tú también!… Tengo miedo a que, si te marchas, me invada de nuevo ese tormento… Ahora, con el sonido de tus palabras, está levemente empezando a calmarse la tempestad…
-¡No temas! Tienes a María contigo. Mañana vuelvo. Tengo que decir algunas cosas a los pastores. ¿Puedo decirles que vengan aquí a tu casa?…
-Sí, claro! Venían también el año pasado, por mi hijo… Detrás de la casa hay un huerto y, más allá, un patio rústico. Pueden estar allí, como hacían cuando venían para que los rebaños estuvieran recogidos…
-De acuerdo. Vendré. Sé buena. Recuerda que en el Templo María estaba bajo tu tutela; te la confío también esta
noche.
-Sí. Ve tranquilo. Cuidaré de ella… Tendré que pensar en que cene y descanse… ¡Cuánto tiempo hace que no pienso en estas cosas! María, ¿quieres dormir en mi habitación, como hacía Leví durante su enfermedad? Yo en la cama de mi hijo, tú en la mía. Me parecerá volver a oír su respiro ligero… Tenía siempre cogida mi mano…
-Sí, Elisa. Y antes hablaremos de muchas cosas.
-No. Estás cansada. Tienes que dormir.
-Tú también…
-Hace meses que no duermo… Lloro… lloro… No sé hacer otra cosa…
-Esta noche no será así, esta noche vamos a orar, y luego nos iremos a la cama, y dormirás… Dormiremos cogidas de la mano también nosotras dos. Ve, Hijo, y ora por nosotras…
-Os bendigo. ¡ La paz sea con vosotras y permanezca en esta casa!
Y Jesús se marcha acompañado de la sirvienta, que se ha quedado de piedra y no hace sino que repetir:
-¡Qué milagro, Señor, qué milagro! Después de tantos meses, ha hablado, ha pensado… ¡Oh, qué cosa!… Decían que moriría loca… Y a mí me daba pena, porque es buena.
-Sí, es buena, por eso Dios la ayudará. Adiós, mujer. Paz también a ti.
Jesús sale a la semioscuridad de la calle y todo termina.