En la gruta de Belén la Madre evoca el nacimiento de Jesús
Dejada Betania con la primera sonrisa de la aurora, Jesús se dirige a Belén; a su lado van su Madre, María de Alfeo y María Salomé; le siguen los apóstoles; el niño, por el contrario, le precede, y encuentra motivo de contento en todo lo que ve: las mariposas que se están despertando, los pajaritos que cantan o picotean en el sendero, las flores que resplandecen por los diamantes del rocío, el hecho de que aparezca un rebaño en que se oye el balido de muchos corderitos. Una vez atravesado el torrente que está al sur de Betania – todo espuma risueña entre los cantos -, la comitiva se dirige hacia Belén, pasando entre dos órdenes de colinas enteramente verdes de olivos y viñedos con algunos – pequeños – campos dorados de grano aviado ya a la siega. El valle es fresco; el camino, bastante cómodo.
Simón de Jonás se adelanta y alcanza al grupo de Jesús. Pregunta:
-¿Por aquí se va a Belén? Juan dice que la otra vez habéis ido por otro camino.
-Es verdad – responde Jesús – pero porque veníamos de Jerusalén. Por aquí es más corto. Cuando lleguemos al sepulcro de Raquel, que quieren verlo las mujeres, nos separaremos, como hace tiempo habéis decidido. Mi Madre quiere ir a Betsur. Allí nos reuniremos de nuevo.
-Sí, lo dijimos… ¡Pero, sería tan hermoso que estuviéramos todos presentes!… especialmente la Madre… que, a fin de cuentas, es la Reina de Belén y de la Gruta, y conoce todo a la perfección. Si lo contara Ella, creo que sería distinto.
Jesús mira a Simón, que insinúa dulcemente su deseo, y sonríe.
-¿Qué gruta, padre? – pregunta Marziam.
-La gruta donde nació Jesús.
-¡Ah, muy bien! ¡Voy yo también!…
-¡Sería precioso! – dicen María de Alfeo y Salomé.
-¡Precioso!… Significaría volver al pasado, a cuando el mundo te ignoraba… Te ignoraba, sí, pero todavía no te odiaba. Significaría encontrar de nuevo el amor de las personas sencillas que supieron sólo creer y amar, con humildad y fe… Significaría depositar en el pesebre este peso de amargura que oprime mi corazón desde que sé lo mucho que te odian… Debe haber quedado todavía en el pesebre la dulzura de tu mirada, de tu respirar, de tu titubeante sonrisa… y ello me acariciaría el corazón, ¡este corazón mío tan lleno de amargura!…
María habla despacio, entre anhelante y afligida.
-Pues entonces vamos a ir, Mamá. Condúcenos tú al lugar. Hoy eres tú la Maestra y Yo el Niño que ha de aprender. -¡No, Hijo! Tú eres siempre el Maestro…
-No, Mamá. Simón de Jonás tiene razón en lo que ha dicho. En la tierra de Belén tú eres la Reina. Es tu primer castillo. María, de la estirpe de David, guía a este pequeño pueblo a tu morada.
Judas Iscariote hace ademán de hablar, pero no dice nada. Jesús que se ha dado cuenta del gesto y lo ha interpretado,
dice:
-Si a1guno, por cansancio u otro motivo, no quiere venir, que libremente prosiga hacia Betsur.
Pero ninguno habla.
Prosiguen el camino por este fresco valle que va en dirección este- oeste. Luego giran levemente hacia el norte para bordear un entrante de un collado, y llegan así al camino que de Jerusalén conduce a Belén, justo a la altura de un cubo – la tumba de Raquel – que culmina en una pequeña cúpula orbicular. Todos se acercan para orar con reverencia.
-Aquí nos detuvimos yo y José… Está todo igual. Lo único distinto es la estación: en aquel entonces era un frío día de Kisléu. Había llovido, los caminos estaban embarrados; luego se había levantado un viento helador y quizás había caído escarcha durante la noche Los caminos estaban endurecidos, pero, recorridos todos ellos por carros y por mucha gente, parecían un mar lleno de hoyos. Se hacía muy trabajoso para mi burrito…
-¿Y para ti no, Madre?
-¡Yo te tenía a ti!… – La expresión de beatitud con que lo mira es verdaderamente conmovedora.
Unos instantes después, sigue hablando:
-Atardecía. José estaba muy preocupado… Se estaba levantando un viento que cortaba, y cada vez soplaba más fuerte… La gente que iba hacia Belén apresuraba su paso. Chocaban unos con otros. Muchos decían insolencias contra mi burrito, por lo
despacio que iba, buscando el lugar donde apoyar sus pezuñas… Parecía como si supiera que Tú estabas ahí… durmiendo el último sueño en la cuna de mis entrañas. Hacía frío… pero yo ardía por dentro. Te sentía llegar… ¿Llegar? Podrías decir: «Mamá, Yo ya estaba desde hacía nueve meses». Sí. Pero ahora era como si vinieras del Cielo. El Cielo descendía, se plegaba hacia mí, y yo veía sus resplandores… Veía a la Divinidad arder de gozo por tu inminente nacimiento, y ese fuego me traspasaba, me incendiaba, me abstraía… de todo… Frío… viento… gente… ¡Nada! Yo veía a Dios… De tanto en tanto, con esfuerzo, lograba volver con mi espíritu a esta tierra, y sonreía a José, que temía al frío y al cansancio por mí, y que iba guiando al burrito por temor a que tropezase, y que me arropaba con la manta porque temía que me enfriase… Mas nada podía suceder. No sentía los bamboleos. Me parecía ir por un camino de estrellas, entre nubes cándidas, sujetada por ángeles… Y sonreía… Primero a ti… Te veía dormir, capullo mío de azucena, a través de la barrera de la carne, con los puñitos apretados en tu camita de rosas vivas… Luego sonreía a mi esposo, que estaba profundamente afligido, para infundirle ánimo… Luego a la gente, que no sabía que estaba respirando ya en el aura del Salvador…
Nos detuvimos cerca de la tumba de Raquel, para que descansase un momento el borriquillo y para comer un poco de pan y unas aceitunas, nuestras provisiones de pobres. Pero yo no tenía hambre. No podía tener hambre… Me alimentaba mi alegría… Reanudamos el camino… Venid, os voy a decir dónde encontramos al pastor… No penséis que puedo equivocarme; estoy reviviendo aquella hora, veo y reconozco cada uno de los lugares porque veo a través de una gran luz angélica. Quizás la muchedumbre angélica está de nuevo aquí, invisible para los cuerpos, pero visible para las almas con su luminoso candor, y todo se hace patente, todo queda señalado. Ellos no pueden equivocarse, y me guían… para alegría mía y vuestra. Mirad, desde aquel campo a éste vino Elías con sus ovejas. José le pidió un poco de leche para mí. Allí, en aquel prado, estuvimos detenidos mientras él extraía la leche tibia, reconstituyente, y daba algunos consejos a José. Venid, venid… Mirad, éste es el sendero de la última hondonada antes de Belén. Lo elegimos porque el camino principal, en las cercanías de la ciudad, era todo un barullo de gente y cabalgaduras…
¡Ahí está Belén! ¡Oh, entrañable tierra de mis padres, que me diste el primer beso de mi Hijo! ¡Te abriste, buena y fragante, como el pan que te da el nombre, (Belén significa “casa del pan”) para dar Pan verdadero al mundo mortalmente hambriento! ¡Me abrazaste, tú, tierra que conservas el materno amor de Raquel, como una madre; tierra santa de la davídica Belén; primer templo del Salvador, de la Estrella de la mañana nacida de Jacob para señalar la ruta del Cielo a toda la Humanidad! ¡Fijaos cuán bella está en esta primavera! ¡También entonces, a pesar de que los campos y los viñedos aparecieran desnudos, era hermosa! Un velo leve de escarcha tornaba a resplandecer en las desnudas ramas, que aparecían espolvoreadas de diamantes, como envueltas en un impalpable cendal paradisíaco. Las chimeneas de todas las casas humeaban, pues llegaba la hora de la cena. El humo, subiendo escalonadamente los rellanos hasta llegar a este límite, mostraba a la propia ciudad también velada…
Todo se sentía casto, recogido, en espera… ¡de ti, de ti, Hijo! La tierra te sentía llegar… Te habrían sentido también los betlemitas, porque no son malos, a pesar de que no lo creáis. No podían ofrecernos alojamiento… En las casas honradas y buenas de Belén, se apiñaban, arrogantes como siempre, sordos y soberbios, los que hoy lo siguen siendo; ésos no podían sentirte a ti… ¡Cuántos fariseos, saduceos, herodianos, escribas, esenios había! ¡Cuántos!… Su embotamiento de ahora sigue siendo manifestación de su dureza de corazón de entonces. Cerraron su corazón al amor a su pobre hermana aquella noche y se quedaron – y todavía lo están – en las tinieblas. Desde aquél momento, rechazando el amor al prójimo, rechazaron a Dios. Venid. Vamos a la gruta. Es inútil entrar en la ciudad. Los mejores amigos de mi Niño ya no están. Queda la naturaleza amiga, con sus piedras, su riachuelo, su leña para encender fuego; la naturaleza que sintió la llegada de su Señor… Sí, venid sin vacilación. Se tuerce por aquí… Allí están las ruinas de la Torre de David: ¡la aprecio más que a un palacio! ¡Benditas ruinas! ¡Bendito riachuelo! ¡Bendito árbol que, como por milagro, te despojaste, con el viento, de muchas de tus ramas para que encontrásemos leña y pudiéramos encender fuego!
María baja ligera hacia la gruta, atraviesa el pequeño riachuelo por una tabla que hace de puente, corre hacia el espacio abierto que hay delante de las ruinas y cae de rodillas a la entrada de la gruta, y se curva para besar su suelo. La siguen todos los demás. Están emocionados… El niño, que no la deja ni un instante, parece estar escuchando una historia maravillosa; sus ojitos negros beben las palabras y los gestos de María sin perderse ni uno solo.
María se pone en pie y entra diciendo:
-¡Todo, todo como entonces!… Pero en aquella ocasión era de noche… José me hizo luz para que entrase. Entonces, sólo entonces desmontando del borriquillo, sentí lo cansada y helada que estaba. Un buey nos saludó. Me acerqué a él para sentir un poco de calor para apoyarme sobre el heno… José, aquí, donde estoy yo, extendió heno para hacerme un lecho. Lo había secado a la llama que estaba encendida en aquel rincón; para mí y para ti, Hijo… porque era bueno como un padre, con su amor de esposo-ángel… Y los dos de la mano, como dos hermanos perdidos en la oscuridad de la noche, comimos nuestro pan y nuestro queso; luego él fue allí, a alimentar el fuego, y se quitó el manto para tapar la abertura… En realidad, había corrido el velo ante la gloria de Dios que descendía del Cielo, Tú mi Jesús… Y yo permanecí allí, encima del heno, al calorcito de los dos animales, arropada en mi manto y con la manta de lana… ¡Mi amado esposo!… En la conmoción de aquella hora, en que me encontraba sola ante el misterio de la primera maternidad, siempre henchida de lo desconocido para una mujer, y para mí – en mi maternidad única – henchida además del misterio del qué sería ver al Hijo de Dios surgir de carne mortal, José fue para mí como una madre, como un ángel… mi consuelo… entonces y siempre…
Luego, silencio y sueño descendieron y circundaron al Justo… para que no viera lo que para mí era el beso de Dios de cada día… Y, tras el intermedio de las humanas necesidades, he aquí que me llegan las desmesuradas olas del éxtasis, que vienen del mar paradisíaco, y que me elevan de nuevo a lo alto de las crestas luminosas, cada vez más altas, y me llevan arriba, arriba, con ellas, a un océano de luz, de luz, de alegría, paz, amor, hasta verme perdida en el mar de Dios, del seno de Dios… Oigo todavía una voz de la tierra: «¿Duermes, María?». ¡Qué lejana!… ¡Es un eco, un recuerdo de la tierra!… Tan débil que el alma no reacciona. No sé lo que respondo. Mientras, sigo subiendo, subiendo, en esta inmensidad de fuego, de beatitud infinita,
de precognición de Dios… hasta Él, hasta Él. ¡Oh!, pero, ¿te alumbré yo a ti, o fui yo alumbrada por los trinitarios Fulgores aquella noche?, ¿te alumbré yo a ti, o Tú me aspiraste para alumbrarme? No lo sé… Luego el regreso, de coro en coro, de astro en astro, de estrato en estrato, dulce, lento, feliz, sereno, como el de una flor que el águila ha llevado a las alturas para dejarla caer después, y desciende lentamente, en las alas del aire, embellecida por una gema de lluvia, por un pedacito de arco iris arrebatado al cielo, para encontrarse al final en la tierra que la viera nacer… Mi diadema: ¡Tú! Tú sobre mi corazón…
Aquí, sentada, después de haberte adorado, te amé. Por fin pude amarte sin la barrera de la carne; de aquí me desplacé para llevarte al amor de aquel que como yo era digno de estar entre los primeros que te amasen. Aquí, entre estas dos toscas columnas, te ofrecí al Padre. Aquí descansaste por primera vez sobre el pecho de José… Aquí te envolví en pañales y, los dos, te colocamos aquí… Yo te acunaba mientras José secaba el heno al fuego y se lo metía en su pecho para mantenerlo caliente. Luego, allí… adorándote los dos, así, así, inclinados hacia ti, como yo ahora; bebiendo tu respiración, contemplando hasta qué anonadamiento puede conducir el amor; llorando las lágrimas que, ciertamente, se lloran en el Cielo por el gozo inagotable de ver a Dios.
Maria, que ha estado yendo a un lado o a otro mientras evocaba los hechos, señalando los lugares, jadeante de amor, con un destello de llanto en sus ojos azules y una sonrisa en los labios, se inclina realmente hacia Jesús – que está sentado en una piedra grande mientras Ella cuenta – y lo besa en el pelo, llorando, adorándole como entonces.
-Y luego los pastores… dentro, aquí, adorando con su buen corazón, con el intenso hálito de la tierra que con ellos entraba en su olor humano, de rebaños, de heno; y afuera, y por todas partes, los ángeles, adorándote con su amor, con sus cantos (que ninguna criatura humana puede reproducir) y con el amor del Cielo, con la brisa del Cielo que con ellos entraba, que ellos portaban, entre sus fulgores ¡Tu nacimiento, bendito mío!
María se ha arrodillado al lado de su Hijo y llora de emoción con la cabeza reclinada en las rodillas de Jesús. Ninguno de los presentes se atreve a decir nada durante un rato; emocionados en mayor o menor grado, miran en torno a sí, como esperando ver pintada, entre las telas de araña y las ásperas piedras, la escena descrita…
María sale de este momento particular y torna a hablar:
-Bien, he descrito el nacimiento, infinitamente sencillo, infinitamente grande, de mi Hijo. Lo he hecho con mi corazón de mujer, no con la sabiduría de un maestro. No hay más; en efecto, fue la cosa más grande de la tierra, si bien velada bajo las apariencias más comunes.
-Pero, ¿y al día siguiente?, ¿y después? – preguntan muchos de los presentes, entre los cuales las dos Marías.
-¿El día siguiente? ¡Muy sencillo! Hice lo que todas las madres: dar de mamar al niño, lavarlo, ponerle los pañales. Yo calentaba agua del río en el fuego que ardía ahí afuera (para que el humo no hiciera llorar a esos dos ojitos azules); y luego, en el rincón más amparado, en una vieja artesa, lavaba a mi Hijo y le ponía ropita fresca; iba al río a lavar los pañales y los tendía al sol… y luego la alegría más grande, darle el pecho a Jesús… y Él mamaba y tomaba más color y se sentía contento… El primer día, durante la hora más caliente, fui a sentarme ahí afuera para verlo bien. Aquí la luz sólo se filtra, no entra verdaderamente. La lámpara y la llama daban un caprichoso aspecto a las cosas. Salí afuera, al sol… y miré al Verbo encarnado. La Madre conoció entonces a su Hijo; la sierva de Dios, a su Señor: fui mujer y adoradora… Después, la casa de Ana… los días ante tu cuna… los primeros pasos… la primera palabra… Pero esto fue después, en su momento… Nada, nada fue tan grande como la hora de tu nacimiento… Sólo cuando regrese a Dios, volveré a encontrar aquella plenitud…
María de Alfeo dice:
-¡Sí, pero, ponerse en camino al final…! ¡Qué imprudencia! ¿Por qué no esperasteis? El decreto preveía un alargamiento del plazo para los casos especiales, como partos o enfermedades. Alfeo lo dijo…
-¿Esperar? ¡No! Aquella tarde, cuando José trajo la noticia, yo y Tú, Hijo, exultamos de alegría. Era la llamada… porque tenías que nacer necesariamente aquí, como habían dicho los Profetas; aquel decreto llegado al improviso fue para José piadoso Cielo, cancelador incluso del recuerdo de su sospecha. Era lo que esperaba, por ti, por él, por el mundo judaico y por el mundo futuro, hasta el final de los siglos. Estaba escrito, y sucedió como había sido escrito. ¡Esperar! ¿Podrá la novia hacer esperar su sueño nupcial? ¿Por qué esperar?
-Pues… por todo lo que podía suceder… – insiste todavía María de Alfeo.
-No tenía ningún miedo. Reposaba en Dios.
-Pero, ¿sabías que todo habría de suceder así?
-Nadie me lo había dicho, y yo no pensaba en absoluto en ello; tanto es así, que, para dar ánimos a José, lo dejé pensar, y os dejé pensar, que todavía faltaba tiempo para el nacimiento. Sabía – esto sí que lo sabía – que la Luz del mundo nacería en la fiesta de las luces.
-Madre, la pregunta sería, más bien, ¿por qué no acompañaste a María? Y, mi padre, ¿por qué no pensó en esto? ¡Teníais que haber venido también vosotros! ¡No vinimos aquí todos? – pregunta, severo, Judas Tadeo.
-Tu padre había decidido venir después de la fiesta de las Luminarias y se lo dijo a su hermano, pero José no quiso
esperar.
-Pero, tú al menos… – rebate aún Judas Tadeo.
-No la censures, Judas. De común acuerdo, consideramos que era justo correr un velo sobre el misterio de este nacimiento.
-Pero, ¿José sabía con qué signos había de producirse? Si tú no lo sabías, ¿podía saberlo él?
-No sabíamos nada, sino que Él debía nacer.
-¿Y entonces…?
-Entonces la Sabiduría divina nos guió así, como era justo. El nacimiento de Jesús, su presencia en el mundo, debían manifestarse exentos de todo lo que pudiera saber a maravilloso y que hubiera provocado a Satanás… Mirad cómo la aversión actual de Belén hacia el Mesías es una consecuencia de la primera epifanía del Cristo. El livor demoníaco se sirvió de la
revelación para producir derramamiento de sangre, y para diseminar, por la sangre derramada, odio… ¿Estás contento, Simón de Jonás? No hablas. Casi ni respiras…
-Tanto… tanto que me parece estar fuera del mundo, en un lugar más santo que si hubiera traspasado el velo del Templo… Tanto que… que ahora, después de haberte visto en este sitio y con la luz de entonces, me produce temblor el haberte tratado… con respeto, sí, pero sólo como a una gran mujer; eso, como a una simple mujer. A partir de ahora no osaré ya decirte como antes: «María». Antes eras para mí la Madre de mi Maestro, ahora te he visto en la cima de aquellas olas celestiales, te he visto Reina; y yo, miserable, hago esto, como esclavo que soy – y se arroja al suelo y besa los pies de María.
Ahora es Jesús quien habla:
-Simón, álzate; ven aquí, a mi lado.
Pedro se pone en la izquierda de Jesús, María está a la derecha.
-¿Qué somos ahora nosotros? – pregunta Jesús.
-¿Nosotros? ¡Hombre, pues Jesús, María y Simón!
-De acuerdo, pero ¿cuántos somos?
-Tres, Maestro.
-Entonces somos una trinidad. Un día, en el Cielo, la divina Trinidad pensó: «Es el momento de que el Verbo vaya a la tierra». En un latido de amor, el Verbo vino a la tierra. Se separó por ello del Padre y del Espíritu Santo. Vino a actuar en la tierra. En el Cielo, los otros Dos contemplaron las obras del Verbo, permaneciendo más unidos que nunca para fundir Pensamiento y Amor en ayuda de la Palabra operante en la tierra.
Nota: (Se separó… Palabra, operante en la tierra. Las expresiones antropomórficas contenidas en este fragmento están en función del paralelismo entre Trinidad celeste y Trinidad terrena. En una copia mecanografiada, María Valtorta las corrige del modo siguiente “Dejó por ello el seno del Padre, el abrazo recíproco que forma el Espíritu Santo. Vino a actuar en la tierra. En el Cielo las otras dos Personas contemplaron las obras del Verbo, permaneciendo, de todas formas, igualmente unidas a Él para fundirse Pensamiento y Amor, con la Palabra operante en la tierra.” Y las completa con la observación siguiente: “La unión hipostática por la cual el Verbo, estando realmente en la carne del Hijo de Dios y [de] María, no cesó de ser Uno con el Padre y, por tanto, con el Amor; no cesó de ser el Santo de los Santos, porque lo era por divina Naturaleza y lo fue en la Naturaleza humana, por Gracia y Voluntad perfectísimas. De los muchos atributos divinos, durante el tiempo mortal y como Verbo hecho Hombre, no perdió sino la eternidad, pues que debió conocer la muerte, y la inmensidad, pues que estaba limitado en una humanidad, siempre y sólo durante los 33 años que fue en todo como nosotros excepto en el pecado.
María Valtorta explicará también más adelante que la Divinidad, unida siempre hipostática mente e Jesús-Hombre, no siempre era sensible para el Hombre-Redentor, el cual debía experimentar también este dolor)
Llegará un día en que vendrá del Cielo esta orden: «Es el momento de que vuelvas, porque todo está cumplido-Entonces el Verbo volverá al Cielo, así… (y Jesús se retira un paso hacia atrás dejando a Pedro y a María donde estaban), y desde lo alto del Cielo contemplará las obras de los otros dos de la tierra, los cuales, por santo impulso, se unirán más que nunca, para fundir poder y amor y hacer de ello un medio para cumplir el deseo del Verbo: la redención del mundo a través de la perpetua enseñanza de su Iglesia. Y el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo harán con sus rayos una cadena para estrechar, estrechar cada vez más a los dos que estarán todavía en esta tierra: mi Madre, el amor; tú, el poder. Por tanto, ciertamente tendrás que tratar a María como a una Reina, pero no como esclavo. ¿No te parece?
-Me parece todo lo que quieras. ¡Me siento anonadado! ¡Yo el poder? ¡Ah, pues si tengo que ser el poder entonces sí que me debo apoyar en Ella! ¡Madre de mi Señor, no me abandones nunca, nunca, nunca…!
-No temas. Te tendré siempre cogido de la mano; así, como hacía con mi Niño hasta que fue capaz de andar solo. -¿Y después?
-Después te sostendré con la oración. ¡Ánimo, Simón; no dudes nunca del poder de Dios! Ni yo ni José dudamos de su poder, tú tampoco debes dudar. Dios otorga su ayuda en cada hora, si permanecemos humildes y fieles…
-Ahora venid aquí afuera, junto al riachuelo, a la sombra del árbol bueno que, si el verano estuviera más adelantado, os daría además de su sombra sus manzanas. Venid. Comeremos antes de partir…
-¿A dónde, Hijo mío?
-A Jala. Está cerca. Y mañana iremos a Betsur.
Se sientan a la sombra del manzano. María se apoya contra el recio tronco.
Bartolomé mira fijamente cómo Ella – tan joven y todavía celestemente enardecida por los hechos que ha revivido – acepta de su Hijo el alimento que previamente ha bendecido, y cómo le sonríe con ojos de amor. Y susurra:
-“A su sombra he tomado asiento, su alimento sabe delicado a mi paladar.
Le responde Judas Tadeo:
-Es verdad. Se consume de amor. Pero no se puede decir que «fuese despertada bajo un manzano»».
-¿Y por qué no, hermano? ¿Qué sabemos nosotros de los secretos del Rey? – responde Santiago de Alfeo. Y Jesús, sonriendo, dice:
-La nueva Eva fue concebida por el Pensamiento al pie del paradisíaco manzano, para que, con su sonrisa y su llanto, pusiera en fuga a la serpiente y desenvenenara el fruto envenenado. Ella se ha hecho árbol de fruto redentor. Venid, amigos, comed de su fruto; que nutrirse con su dulzura es nutrirse con la miel de Dios.
-Maestro, hace tiempo que deseo saber una cosa: ¿el Cántico que estamos citando se refiere a Ella? – pregunta en voz baja Bartolomé. María está ocupándose del niño y hablando con las otras mujeres.
-Desde el principio del Libro se habla de Ella y de Ella se hablará en los libros futuros, hasta la transformación de la
palabra del hombre en la sempiterna alabanza de la eterna Ciudad de Dios – y Jesús se vuelve a las mujeres. -¡Cómo se nota que es de David! ¡Qué sabiduría! ¡Qué poesía! – dice Simón Zelote a sus compañeros.
Interviene Judas Iscariote, que, aún bajo la impresión del día anterior, a pesar de que esté tratando de recuperar la
libertad que tenía antes, habla poco:
-Yo quisiera entender el por qué de esta necesidad de la Encarnación. De acuerdo que el único que con su palabra puede vencer a Satanás es Dios, de acuerdo que Dios es el unico que puede tener capacidad de redimir, no lo pongo en duda; pero, en fin, me parece que el Verbo habría podido humillarse menos de lo que lo ha hecho naciendo como todos los hombres, sujetándose a las miserias de la infancia, etc. ¿No habría podido aparecer con forma humana ya adulta, o, si es que quería tener una madre, elegírsela adoptiva, como hizo para el padre? Creo que una vez se lo pregunté pero no me respondió ampliamente, o al menos no lo recuerdo.
-¡Pregúntaselo, dado que estamos en el tema…! – dice Tomás.
-Yo no. Ya le he hecho disgustarse y todavía no me siento perdonado. Preguntadlo vosotros por mí.
-¡Pero hombre, nosotros aceptamos todo sin pedir tantas dilucidaciones!, ¿y tenemos que ser nosotros quienes hagan preguntas? ¡No es justo! – replica Santiago de Zebedeo.
-¿Qué es lo que no es justo? – pregunta Jesús.
Hay un momento de silencio; luego Simón Zelote, haciéndose intérprete de todos, repite las preguntas de Judas de Keriot y las respuestas de los otros.
-No soy rencoroso; esto lo primero. Hago las observaciones que debo hacer, sufro y perdono. Lo digo para quien todavía tiene miedo: fruto de su turbación. Por lo que se refiere a mi real Encarnación, digo: es justo que haya sido en este modo. Vendrán días en que muchos, muchos, caerán en errores acerca de mi Encarnación, atribuyéndome precisamente esas formas erradas que Judas querría que Yo hubiera asumido: Hombre compacto en cuanto al cuerpo, pero, en realidad, volátil como un juego de luces, siendo, por tanto, y no siendo al mismo tiempo, carne. Y la maternidad de María sería tal, y al mismo tiempo no lo sería. Yo soy verdaderamente carne, María es verdaderamente la Madre del Verbo encarnado. Si la hora del nacimiento fue sólo un éxtasis, se debió al hecho de ser la nueva Eva, sin peso de culpa ni herencia de castigo. Descansar en Ella no fue una humillación para mí. ¿Rebajaba acaso al maná el tenerlo dentro de. Tabernáculo? Al contrario: estar en esa morada era un honor Otros dirán que Yo, no siendo carne real, no padecí ni morí durante mi paso por la tierra. Sí, no pudiendo negar que estuve en la tierra se negará mi Encarnación real o mi Divinidad verdadera. La realidad es que Yo soy Uno con el Padre eternamente, y estoy unido a Dios como Carne, pues en verdad le era posible al Amor en su Perfección alcanzar lo inalcanzable revistiéndose de Carne para salvar a la carne. A todos estos errores responde mi entera vida, que da sangre desde el nacimiento hasta la muerte, y que se ha sujetado a todo lo humano, excepto al pecado. Sí, he nacido de Ella, por vuestro bien. ¿No sabéis cuánto se mitiga la Justicia desde que tiene a la Mujer como su colaboradora! ¿Estás satisfecho, Judas?
-Sí, Maestro.
-Haz tú también lo propio conmigo.
Judas Iscariote agacha la cabeza, confundido, y… quizás realmente tocado por tanta bondad.
Todavía permanecen a la sombra fresca del manzano. Unos dormitan, otros duermen verdaderamente. María se levanta y vuelve a la gruta. Jesús la sigue…