Con dos parábolas sobre el Reino de los Cielos, termina la permanencia en Betania.
Jesús está hablando en presencia de los campesinos de Jocanán -en presencia de Isaac y muchos discípulos, de las mujeres, entre las cuales se encuentran María Stma. y Marta, y en presencia de muchos de Betania. Todos los apóstoles están escuchando. El niño, sentado frente a Jesús, no se pierde ni una palabra. El discurso ha debido empezar poco antes porque todavía está llegando gente…
Dice Jesús:
-…Por este temor que tan vivo siento en muchos, es por lo que hoy quiero proponeros una dulce parábola; dulce para los hombres de buena voluntad, amarga para los otros; de todas formas, estos últimos disponen del modo de abolir esa amargura: transformarse en hombres de buena voluntad, pues, si así lo hacen, cesará el reproche que la parábola suscita en la conciencia.
El Reino de los Cielos es la casa del desposorio que Dios celebra con las almas: el momento de entrada en aquél se identifica con el día de la boda.
Pues bien, escuchad. Entre nosotros es costumbre que las doncellas sigan en cortejo al novio cuando va a la casa nupcial, para conducirlo, entre luces y cantos, adonde su dulce novia. El cortejo, entonces, deja la casa de la novia. Ésta, velada, llena de emoción, se dirige, acompañada del novio, como verdadera reina, a su lugar; a una casa que no es suya, pero que lo será desde el momento en que se haga una sola carne con su esposo. El cortejo, en su mayoría compuesto por amigas de la novia, corre a recibir a esta pareja feliz, para rodearlos de una aureola de luces.
Pues bien, en un pueblo se celebró una boda. Mientras los novios, con los parientes y amigos, lo festejaban en casa de la novia, diez vírgenes se dirigieron al lugar establecido (el vestíbulo de la casa del novio) para estar preparadas a salir al encuentro de éste cuando llegase a sus oídos el lejano toque de címbalos, anunciador de que los novios ya habrían dejado la casa de la novia para ir hacia la del novio. Pero… el banquete se prolongaba en la casa de la ceremonia nupcial… y llegó la noche.
Como sabéis, las vírgenes mantienen continuamente encendidas las lámparas para no perder tiempo en el momento señalado. Ahora bien, de estas diez vírgenes, todas con sus lámparas bien encendidas y resplandecientes, había cinco sensatas y cinco necias. Las sensatas, llenas de prudencia, se habían proveído de pequeños recipientes llenos de aceite, para poder alimentar las lámparas si la espera se hubiera alargado más de lo previsible; las necias se habían limitado a llenar bien las lamparitas.
Y pasaron las horas… La espera estuvo animada de alegres conversaciones, agudezas, relatos; pero llegó un momento en que ya no supieron más cosas que decir ni que hacer. Aburridas, o simplemente cansadas, las diez jóvenes se sentaron más cómodamente, con sus lámparas encendidas, bien cerca de ellas, y poco a poco se fueron quedando dormidas.
A media noche se oyó un grito: «¡Está llegando el novio, salid a su encuentro!». Ante esto, las diez jóvenes se pusieron en pie, cogieron sus velos y las guirnaldas, se arreglaron y, sin pérdida de tiempo, fueron por las lámparas a la repisa en que las habían dejado: cinco de ellas ya languidecían: la mecha, sin aceite que la alimentase, consumida toda, despedía relumbros cada vez más débiles, y humo, y amenazaba con apagarse al mínimo movimiento del aire. Las otras cinco lámparas, por el contrario, alimentadas por las vírgenes prudentes antes de entregarse al sueño, mantenían vivas sus llamas, y más se avivaron aún porque añadieron aceite nuevo al vasito de la lámpara.
Entonces las vírgenes necias suplicaron: «¡Dadnos un poco de vuestro aceite, que, si no, las lámparas se nos van a apagar con solo moverlas; las vuestras lucen ya bien!…». Mas las prudentes respondieron: `Afuera sopla el viento de la noche, desciende denso rocío; nunca es suficiente el aceite para alimentar una llama fuerte, capaz de resistir el viento y el relente. Si os damos una parte, también vacilará nuestra luz. ¡Sería muy triste un cortejo de vírgenes sin el titileo de las lamparillas! Id corriendo a donde el proveedor más cercano; suplicadle, llamad a su puerta, haced que se levante de la cama para daros aceite». Y, corriendo y tropezando, angustiadas, siguieron el consejo de sus compañeras; ajando los velos, manchándose los vestidos, perdiendo las guirnaldas.
He aquí que, mientras éstas iban a comprar el aceite, apareció en el fondo del camino la figura del novio, que venía con la novia. Entonces, las cinco vírgenes que tenían las lámparas encendidas corrieron a su encuentro; circundados por ellas, los novios entraron en la casa para la conclusión de la ceremonia (el acompañamiento de la novia por parte de las vírgenes hasta el aposento nupcial). Entraron los novios en la casa y la puerta fue cerrada: quien estaba fuera, fuera se quedó. Esto les pasó a las cinco vírgenes necias, las cuales regresaron con el aceite, pero se encontraron con la puerta cerrada: fue inútil que golpearan hasta herirse las manos y gimiendo: «¡Señor, señor, ábrenos! Somos del cortejo de la boda; somos las vírgenes propiciatorias, elegidas para dar honor y buena fortuna a tu tálamo».
El novio, desde la parte alta de la casa, dejando un momento solos a los invitados más íntimos, de los que se estaba despidiendo mientras la novia entraba en la cámara nupcial, dijo: «En verdad os digo que no os conozco. No sé quiénes sois. No he visto vuestros rostros jubilosos alrededor de mi amada. Sois usurpadoras. Quedaos pues, fuera de la casa de la boda». Y las
cinco necias se marcharon llorando, por los caminos oscuros, con sus lámparas, que ya no le hacían falta, con sus vestiduras ajadas, los velos rasgados, las guirnaldas deshechas, o incluso sin guirnaldas…
Escuchad ahora el significado contenido en la parábola.
A1 principio os he dicho que el Reino de los Cielos es la casa del desposorio que Dios celebra con las almas. Todos los fieles están llamados al desposorio celeste, porque Dios ama a todos sus hijos: para unos antes, para otros después, se presenta el momento del desposorio; y el hecho de haber llegado a él es gran ventura. Escuchad lo que os digo ahora. No ignoráis que las jóvenes consideran un honor y una suerte el ser llamadas para formar el cortejo de la novia. Apliquemos a nuestro caso concreto los personajes; veréis como entenderéis mejor.
El Esposo es Dios; la esposa, el alma de un justo a la que – habiendo cumplido el período de su noviazgo en la casa del Padre, es decir, velando por la doctrina de Dios y obedeciéndola y viviendo según la justicia – acompañan a la casa del Novio para celebrar el matrimonio. Las vírgenes del cortejo son las almas de los fieles que, siguiendo el ejemplo de la novia – haber sido elegida por su Prometido por sus virtudes es signo de que era un ejemplo vivo de santidad – tratan de alcanzar este mismo honor santificándose.
Su vestido es blanco, está limpio, lozano; blancos son sus velos; están coronadas de flores. Llevan lámparas encendidas en sus manos. Las lámparas están muy limpias; su mecha, embebida del más puro aceite, para que no despida mal olor.
Su vestido es blanco. La justicia, cuando se practica firmemente, da vestido blanco (que – pronto – un día se hará blanquísimo, sin el más lejano recuerdo de mancha alguna, de una blancura supranatural, angélica).
Su vestido está limpio. Es necesario tener, con la humildad, siempre limpio el vestido. Es muy fácil empañar la pureza del corazón. Quien no tiene corazón limpio no puede ver a Dios. La humildad es como agua que lava. Quien es humilde se da cuenta enseguida — su ojo no está empañado por el humo del orgullo – de que ha manchado su vestido y corre hacia su Señor y dice: «He privado de pureza a mi corazón. Lloro para purificarme. A tus pies lloro. ¡Sol mío, da blancura con tu benigno perdón, con tu amor paterno, a este vestido mío!».
Un vestido lozano. ¡Ah, la lozanía del corazón!: los niños la tienen por don de Dios; los justos, por don de Dios y por su propia voluntad; los santos, por don de Dios y por la voluntad llevada al heroísmo… ¿Y los pecadores, que tienen el alma lacerada, quemada, envenenada, sucia?, ¿no podrán volver a tener jamás un vestido lozano? No, no, sí que pueden. Ya desde el momento en que se miran con repulsa empiezan a tener esta lozanía; la aumentan cuando deciden cambiar de vida; la perfeccionan cuando, con la penitencia, se lavan, se desintoxican, se medican, reconstituyen su pobre alma. Con la ayuda de Dios – que no niega su santo auxilio a quien se lo pide -, con su propia superheroica voluntad – su trabajo es doble, triple, o séxtuplo, pues en ellos no se trata de tutelar lo que tienen, sino de reconstruir lo que ellos mismos han echado por tierra – y con penitencia incansable, implacable, respecto a ese yo que fue pecador, los pecadores restituyen la lozanía infantil a su alma, preciosa ahora por su experiencia, que los hace maestros de otros que son como eran ellos, es decir, pecadores.
Velos blancos. ¡Es la humildad! Tengo dicho: «Cuando oréis o hagáis penitencia, que el mundo no se percate de ello». En los libros sapienciales está escrito: «No se debe revelar el secreto del Rey». La humildad es ese velo cándido y protector que recubre el bien que hacemos y el bien que Dios nos concede. No se gloríe – necia gloria humana – el corazón por el amor de privilegio concedido por Dios: inmediatamente le sería arrebatado el don; cante, más bien, internamente a su Dios: «Mi alma te ensalza, Señor… porque has vuelto tu mirada a la pequeñez de tu sierva»».
Jesús interrumpe brevemente su discurso y fija su mirada en su Madre, que, muy ruborizada bajo su velo, se inclina mucho como si quisiera ordenar los cabellos del niño, que está sentado a sus pies, en realidad lo que quiere es celar la emoción que siente a causa de su recuerdo…
Coronada de flores. El alma debe trenzarse diariamente su propia guirnalda de actos virtuosos, porque en presencia del Altísimo no debe haber nada ajado, ni se puede tener aspecto desaliñado. Diariamente, he dicho. El alma, efectivamente, no sabe cuándo Dios-Esposo puede aparecer para decir: «Ven». Así que no puede uno cansarse jamás de renovar la corona. No tengáis miedo. Las flores marchitan pero las de las coronas de virtudes no marchitan. El ángel de Dios que todo hombre tiene a su lado recoge a diario estas guirnaldas y las lleva al Cielo: allí harán de trono al nuevo bienaventurado cuando, como esposa en la casa nupcial, entre.
Tienen las lámparas encendidas. Para honrar a su Esposo y como luz para el camino. ¡Qué fúlgida es la fe, qué dulce amiga! Su llama es radiante como una estrella, risueña por la seguridad que le da su certidumbre; hace luminoso incluso al instrumento que la sujeta. La carne del hombre alimentado de fe, incluso la carne, parece, ya en este mundo, hacerse más luminosa y espiritual, inmune a una depauperación precoz; porque quien cree se apoya en las palabras y 1os mandamientos de Dios, que es su fin, para alcanzarlo, siendo así que se mantiene lejos de todo tipo de corrupción, y no sufre turbaciones, miedos, remordimientos, ni se ve obligado a recordar sus mentiras o a esconder sus malas acciones, y se conserva en la lozanía y juventud de la hermosa incorrupción del santo. Su carne, su sangre, su mente, su corazón están limpios de toda lujuria, para contener así el aceite de la fe, para lucir sin producir humo. La voluntad constante nutrirá siempre esta luz. La vida de cada día, con sus desilusiones, constataciones, contactos, tentaciones, roces, tiende a reducir la fe ¡Esto no debe suceder! Id cada día a la fuente del óleo suave, sapiencial, de Dios. Mas la lámpara escasamente alimentada puede apagarse con el más ligero viento o por el relente denso de la noche. La noche… la hora de las tinieblas, del pecado, de la tentación, les llega a todos: es la noche, para el alma. Pero, si ésta está henchida de fe la llama no podrá ser apagada por el viento del mundo o por la calina de las sensualidades.
En fin, vigilancia, vigilancia, vigilancia. Aquel que, imprudente, se confía diciendo: «Dios llegará antes de que me quede sin luz», o quien se induce a sí mismo a dormir antes que a velar (¡además duerme sin aquello que necesitaría para estar listo inmediatamente a la primera llamada!), o aquel que espera al último momento para procurarse el aceite de la fe o la mecha fuerte de la buena voluntad… incurren en el peligro de quedarse fuera cuando llegue el Esposo. Velad, por tanto, con prudencia, constancia, pureza, confianza, para estar siempre preparados cuando llame Dios, porque en realidad no sabéis cuándo vendrá Él.
Queridos discípulos míos, no quiero induciros a temblar ante Dios; antes bien, quiero promover en vosotros la fe en su bondad. Tanto los que os quedáis como los que os marcháis, pensad que, si hacéis lo que hicieron las vírgenes sensatas, seréis llamados no solamente a formar el cortejo del Esposo, sino que – como en el caso de la joven Ester, que fue nombrada reina en sustitución de Vastí – seréis escogidos y elegidos como esposas, pues el Esposo «habrá encontrado en vosotros toda gracia y la mayor complacencia». A los que os marcháis os bendigo; llevad en vosotros estas palabras mías, transmitídselas a vuestros compañeros. La paz del Señor esté siempre con vosotros.
Jesús se acerca a los campesinos para reiterarles su saludo. Juan de Endor le susurra:
-Maestro, ya está aquí Judas…
-No importa. Acompáñalos al carro y haz lo que te he indicado.
La asamblea se disuelve lentamente. Muchos hablan con Lázaro… el cual se vuelve a Jesús – que, habiendo dejado ya a los campesinos, estaba viniendo en este sentido – y le dice:
-Maestro, los corazones de Betania quieren oír todavía tu palabra; háblanos antes de marcharte.
-Declina el día, pero el ambiente está tranquilo y sereno… Si queréis reuniros en los prados recientemente segados, os hablaré antes de marcharme de esta ciudad amiga. O, si no, mañana, al alba. Sí, llega la hora de despedirnos.
-¡Luego! ¡Esta noche! – gritan todos.
-Como queráis. Ahora retiraos. A la mitad de la primera vigilia os hablaré…
Y, en efecto, incansable – mientras el sol y el recuerdo del arrebol de la tarde desaparecen y se alza el primer estridor de grillos inseguro y solitario – Jesús va adentrándose en un prado segado recientemente, en que la languideciente hierba crea una alfombra de penetrante y suave fragancia. Le siguen los apóstoles, las Marías, Marta y Lázaro con los de su casa – entre los sirvientes veo a 1os dos que en el Monte de las Bienaventuranzas hallaron consuelo para sus días: el anciano y la mujer -, Isaac con los discípulos, y… yo diría que toda Betania.
Jesús se detiene para bendecir al patriarca; éste le besa la mano llorando y acariciando al niño, que va al lado de Jesús; al niño le dice:
-¡Dichoso tú, que lo puedes seguir siempre! ¡Escúchame, hijo: sé bueno; gran ventura la tuya, gran ventura; sobre tu cabeza pende una corona!… ¡Dichoso tú!
Una vez que han terminado todos de colocarse, Jesús empieza e hablar.
-Ahora que se han marchado estos pobres amigos necesitados con mucho consuelo en la esperanza, o mejor, en la certeza, de que basta conocer poco para ser admitidos en el Reino de Dios, en la certeza de que basta un mínimo de verdad sobre cuyo fundamento trabaje la buena voluntad, me dirijo a vosotros, mucho menos infelices que ellos, porque os encontráis en condiciones materiales mucho mejores y, además, recibís más ayuda del Verbo: mi amor va a ellos sólo con el pensamiento; aquí, a vosotros, mi amor os llega también con mi palabra. Por tanto, tanto en la tierra como en el Cielo, recibiréis un trato más riguroso, pues a quien más se le dio más se le ha de pedir. Mínimo es el bien de que estos pobres amigos que están regresando a su galera pueden disponer; por el contrario, su dolor es máximo ¿Qué se les puede dar sino promesas de bien? Cualquier carga sería superflua, pues os digo en verdad que de por sí su vida es penitencia y santidad y nada más se les debe imponer. En verdad os digo también que, como verdaderas vírgenes sensatas, ellos no dejarán que sus lámparas se apaguen antes de la hora de su llamada. No, no la dejarán apagarse; esta luz es todo el bien que poseen y no pueden dejar que se apague.
En verdad os digo que, como Yo estoy en el Padre, así los pobres están en Dios. Por esto, Yo, Verbo del Padre, he querido nacer y permanecer pobre. En efecto, entre los pobres me siento más cerca del Padre, que ama a los más pequeños, y es amado por ellos con todas sus fuerzas. Los ricos poseen muchas cosas; los pobres, sólo a Dios. Los ricos tienen amigos, los pobres están solos. Los ricos tienen muchas consolaciones, los pobres no. Los ricos se divierten, los pobres sólo trabajan. Todo es fácil para los ricos, por su dinero. Los pobres tienen, además, la cruz del temor a las enfermedades y a las carestías, pues significarían para ellos hambre y muerte. Mas los pobres poseen a Dios. Dios, amigo suyo, Consolador suyo; É1 los distrae de su penoso presente con esperanzas celestiales; a El se le puede decir (y ellos saben decirlo, lo dicen precisamente por ser pobres y humildes y estar solos): «Padre, socórrenos con tu misericordia».
Esto lo estoy diciendo aquí, en esta tierra, que es de Lázaro, amigo mío y de Dios a pesar de que sea muy rico. Puede parecer extraño. Lázaro es la excepción de los ricos. Lázaro ha alcanzado esa virtud, dificilísima de encontrar en la tierra y aún más difícil de practicarse por enseñanza ajena, que es la virtud de la libertad respecto a las riquezas. Lázaro es un hombre justo, no se ofende, no se puede ofender porque sabe que es el rico-pobre, por lo cual mi crítica celada no le toca. Lázaro es justo y reconoce que en el mundo de los grandes sucede como Yo digo. Por lo cual afirmo: en verdad, en verdad os digo que es mucho más fácil que esté en Dios un pobre que un rico, y os digo que en el Cielo del Padre mío y vuestro muchos asientos serán ocupados por aquellos que en la tierra sufrieron, cual polvo que se pisa, el desprecio, por ser los más pequeños.
Los pobres guardan en su corazón las perlas de las palabras de Dios; son su único tesoro. Quien no tiene más que un bien lo custodia; el que tiene muchos se aburre, se distrae, es soberbio y sensual. Así, este último no admira con ojos humildes y enamorados el tesoro ofrecido por Dios; lo confunde con otros tesoros – las riquezas de la tierra -, valiosos sólo en apariencia, y piensa: «¡Si escucho a éste, que es semejante a mí en cuanto a la carne, será por condescendencia!»; y hace insensible, con los sabores fuertes de la sensualidad, su capacidad de distinguir el sabor de lo sobrenatural: sabores fuertes… cargados de especias para confundir su hedor y su sabor a cosa podrida…
Escuchad, y entenderéis mejor cómo los cuidados de este mundo, las riquezas, la crápula, impiden entrar en el Reino de los Cielos. Un rey celebraba las nupcias de su hijo. ¡Imaginaos qué fiesta habría en palacio! Era su único hijo, que, llegado a la plena edad, se casaba con su amada. El padre y rey quiso que todo fuera alegría en torno a la de su amado hijo, que por fin se casaba con su elegida. Entre las muchas celebraciones nupciales organizó un gran banquete; lo preparó con tiempo, cuidando de todos los detalles, para que resultase espléndido y digno de las bodas del hijo del rey.
Envió a los siervos, también con suficiente tiempo, para decir a los amigos, a los aliados y a los grandes del reino, que habían sido fijadas las nupcias para esa fecha, por la tarde, y que estaban invitados; que vinieran para dar un digno marco a la figura del hijo del rey. Pero… ni amigos, ni aliados, ni grandes del reino aceptaron la invitación.
Entonces el rey, dudando de que los primeros siervos hubieran referido las cosas correctamente, envió a otros siervos, para que insistieran con estas palabras: «¡Os rogamos que vengáis! Todo está preparado. La sala está aparejada, hemos traído de los más distintos lugares vinos preciados, en las cocinas están amontonados bueyes y animales cebados en espera de ser guisados, las esclavas ya están amasando la harina para hacer dulces, o machacando en los morteros las almendras para hacer finísimas gollerías enriquecidas con los más exóticos aromas. Las mejores bailarinas y los mejores músicos han sido ya contratados para la fiesta. Venid, pues, para no hacer vano tanto aparato».
Pero los amigos, los aliados y los grandes del reino o rechazaron la invitación, o dijeron: «Tenemos otros quehaceres», o fingieron aceptar la invitación pero luego fueron a sus cosas (quién al campo, quién a sus ocupaciones, quién a cosas menos nobles). Incluso hubo quien, molesto por tanta insistencia – porque el siervo del rey insistía: «No le niegues al rey esto, pues te podría causar algún mal» – mató al siervo para hacerlo callar.
Los siervos volvieron y refirieron al rey todo. El rey se encendió de cólera y mandó a su ejército para castigar a los asesinos de sus siervos y a los que habían despreciado su invitación; se reservó premiar a los que habían prometido que irían. Pero llegada la tarde de la fiesta, a la hora establecida, no vino ninguno.
E1 rey, indignado, llamó a los siervos y dijo: «No ha de suceder que mi hijo no tenga a nadie que le celebre en esta tarde de sus nupcias. El banquete está preparado. Los invitados no son dignos de él. A pesar de todo, el banquete nupcial de mi hijo ha de celebrarse. Id pues, a las plazas y a los caminos, colocaos en los cruces, parad a los que pasan, congregad a los que veáis ociosos; traedlos aquí; que la sala se llene de gente festiva».
Y fueron los siervos, y recorrieron los caminos, se diseminaron por las plazas, por los cruces, y reunieron a todos los que encontraron, buenos o malos, ricos o pobres, y los condujeron a la morada real (previamente les habían procurado los medios para estar en condicione dignas de entrar en la sala del banquete de bodas). Los guiaron hasta la sala, y la sala se llenó, como el rey quería, de gente festiva.
Mas he aquí que, habiendo entrado el rey en la sala, para ver si ya podía empezar la fiesta, vio a uno que, a pesar de las facilidades que le dieron los siervos de ir bien presentado, no llevaba vestido de bodas. Le preguntó: «¿Cómo es que has entrado aquí sin el vestido de bodas?». Este no supo qué responder, porque, en efecto, no tenía nada que lo pudiera disculpar. Entonces el rey llamó a los siervos y les dijo: «Tomad a éste, atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera de mi casa, a las tinieblas y al lodo helador: ahí llorará y le rechinarán los dientes, como ha merecido por su ingratitud y por la ofensa que me ha infligido – más que a mí a mi hijo – al entrar con vestido pobre y sucio en la sala del banquete, donde no debe entrar nada que no sea digno de la sala y de mi hijo».
Como podéis ver, los cuidados de este mundo, la avaricia, la sensualidad, la crueldad, provocan la ira del rey y hacen que jamás estos hijos de las preocupaciones vuelvan a entrar en la casa del Rey. Podéis también ver cómo entre los llamados, por amor al hijo, hay quien recibe castigo.
¡Cuántos, hoy día, en esta tierra a la que Dios ha enviado a su Verbo! Dios verdaderamente ha invitado, a través de sus siervos – y los seguirá invitando, cada vez más impelentemente a medida que se va acercando la hora de mi Desposorio -, a amigos, a aliados, a los grandes de su pueblo. Mas no responderán a la invitación, porque son falsos aliados, falsos amigos, grandes sólo de nombre pues son mezquinos.
Jesús va elevando cada vez más la voz. Sus ojos – a la luz del fuego que ha sido encendido entre Él y los que le escuchan, para iluminar esta noche en que todavía falta la Luna, que está en fase menguante – lanzan destellos de luz como si fueran dos gemas.
Sí, son mezquinos. Ya se ve por qué no comprenden el deber y el honor que supone la adhesión a la invitación del Rey. Soberbia, dureza, lujuria crean un baluarte en torno a su corazón. Siendo malos, me odian a mí, a mí, y por eso no quieren venir a mis bodas. No quieren venir. Prefieren unirse a la sucia política, al dinero (más sucio todavía), a la sensualidad (sucísima). Prefieren el cálculo astuto, la conjura, la ratera conjura, la celada, el delito.
Yo condeno todo esto en nombre de Dios. Se odia por tanto la voz que habla y la misma fiesta, objeto de la invitación. En este pueblo han de ser identificados los que matan a los siervos de Dios (los profetas, siervos hasta este momento; mis discípulos, siervos de hoy en adelante), aquí están; y también los que, pretendiendo burlarse de Dios, dicen: «Sí. Iremos», pensando para sus adentros: «^Ni soñarlo!». Todo esto es una realidad en Israel.
Y el Rey del Cielo, para que su Hijo goce de un digno aderezo de bodas, dispondrá que vayan a los cruces de caminos para congregar a todos aquellos que no son amigos o grandes o aliados sino simplemente pueblo que pasa. La convocatoria ha comenzado ya, de mi propia mano, de mi mano de Hijo y siervo de Dios. Indiscri minada mente vendrán… De hecho ya han venido. Yo los ayudo a asearse y engalanarse para la fiesta de bodas.
¡Ah, pero habrá, para desgracia propia, quien se aproveche indignamente de esta magnificencia de Dios – que le ofrece perfumes y vestiduras regias para que pueda aparecer como en realidad no es, o sea, rico y noble -, y se aproveche para seducir, para obtener una ganancia…! ¡Oh, individuo de alma torva, atrapado por el repugnante pulpo de todos los vicios…! Éste sustraerá perfumes y vestidos para obtener una ilícita ganancia, para usarlos no en las bodas del Hijo sino en sus bodas con Satanás.
Sí, esto sucederá – en efecto, muchos son los llamados, mas pocos los que, por saber perseverar en la llamada, alcanzan la elección-; pero también sucederá que estas hienas, que prefieren la carroña al alimento fresco, serán arrojados, como castigo, fuera de la sala del Banquete, a las tinieblas y al fango de un lodazal eterno en que Satanás emite su horrible risa estridente por cada triunfo sobre un alma, y en que resuena, eterno, el llanto desesperado de los mentecatos que siguieron al Delito en vez de seguir a la Bondad que los había llamado.
Alzaos. Vamos a descansar. Os bendigo a todos, habitantes de Betania. Os bendigo y os doy mi paz. Te bendigo a ti especialmente Lázaro, amigo mío, y a ti, Marta. Bendigo a mis discípulos, a los primeros y a los nuevos. Yo los envío por el mundo, a invitar para las bodas del Rey. Arrodillaos, que voy a bendeciros a todos. Pedro, di 1a oración que os he enseñado, dila aquí, a mi lado, en pie, porque así debe decirla quien ha sido destinado por Dios para ello.
Toda la asamblea se arrodilla sobre la hierba. En pie sólo están Jesús, con su vestidura de lino, alto, guapísimo, y Pedro, vestido de marrón oscuro, encendido de emoción, casi tembloroso, recitando la oración con esa voz suya no bonita pero sí viril, lentamente por miedo a equivocarse: «Padre nuestro…».
Se oye algún sollozo… de hombre, de mujer…
Margziam, arrodillado justo delante de María, que le mantiene unidas sus manitas, mira con una sonrisa de ángel a Jesús, y dice bajo:
-¡Mira, Madre, qué guapo!; y también mi padre, ¡qué guapo’ Parece estar en el Cielo… ¿Estará aquí mi madre viendo? María susurra:
-Sí, tesoro, está aquí; está aprendiendo la oración – y le da un beso.
-¿Y yo? ¿La voy a aprender?
-Ella te la susurrará en el alma mientras duermes, y yo te la repetiré de día.
El niño echa hacia atrás su cabecita morena y la apoya en el pecho de María, y se queda así mientras Jesús lleva a cabo la siempre solemne bendición mosaica.
Acabado el gesto, todos se ponen en pie, y se marcha cada uno a su casa; sólo Lázaro sigue todavía a Jesús. Luego entra con Él en la casa de Simón para estar aún en su compañía. Entran también todos los demás. Judas Iscariote, avergonzado, se pone en un rincón semioscuro: no se atreve a acercarse a Jesús, como hacen los demás…
Lázaro se congratula con Jesús. Dice:
-Siento que te marches, pero estoy más contento que si te hubiera visto marcharte anteayer.
-¿Por qué, Lázaro?
-Porque te veía muy triste y cansado… No hablabas, sonreías poco… Ayer y hoy has vuelto a ser mi santo y dulce Maestro. Me alegro mucho…
-Lo era, aunque guardase silencio…
-Lo eras, sí; pero Tú eres no sólo serenidad sino también palabra. Esto buscamos en Ti. En estas fuentes bebemos nuestra fuerza, y estas fuentes parecían sin agua… Penosa era nuestra sed… Ya ves cómo hasta incluso a los gentiles los ha sorprendido, y han venido a buscarlas…
Judas Iscariote, al cual se había acercado Juan de Zebedeo, se decide a hablar:
-Sí, me habían preguntado también a mí… porque muchas veces estaba cerca de la Torre Antonia, con la esperanza de
verte.
-Sabías dónde estaba – responde escuetamente Jesús.
-Lo sabía. Pero no pensaba que pudieras decepcionar a quienes te esperaban. Los romanos también se sintieron decepcionados. No entiendo por qué has actuado así…
-¿Y tú me lo preguntas? ¿No estás al corriente del estado de ánimo del Sanedrín, de los fariseos y de otros, respecto a
mí?
-¿Quieres decir que tenías miedo!
-No. Náusea. E1 año pasado, estando solo – uno solo contra todo un mundo que ni siquiera sabía si Yo era profeta -, mostré que no tenía miedo. Y tú fuiste ganado con mi audacia. Hice oír mi voz contra todo un mundo de gente que gritaba; hice oír la voz de Dios a un pueblo que se había olvidado de ella; purifiqué la Casa de Dios de las inmundicias materiales que tenía. No pretendía limpiarla de las bajezas morales, mucho más graves, que en ella anidan, porque no ignoro el futuro de los hombres. Lo hice para cumplir mi deber; por celo de la Casa del Señor eterno, la cual se había convertido en una plaza vociferadora de mercachifles, usureros y ladrones; lo hice para remover de su sopor a quienes siglos de abandono sacerdotal habían hecho caer en el letargo espiritual. Fue el reclamo que debía congregar a mi pueblo, para llevarlo a Dios… Este año he vuelto… He visto que el Templo sigue lo mismo… Incluso ha empeorado. Ha pasado de ser cueva de ladrones a ser sede de conjura, y será sede del Delito, y luego lupanar, para terminar destruido a manos de una fuerza más poderosa que la de Sansón que aplastará a una casta indigna de llamarse santa. Es inútil hablar en ese lugar, en el cual, además – te lo recuerdo – se me prohibió hablar. ¡Pueblo desleal a la palabra dada, envenenado en sus cabezas, pueblo que osa poner veto a que la Palabra de Dios hable en su Casa! Sí, me fue prohibido. He guardado silencio por amor a los más pequeños. No ha llegado todavía la hora en que habrán de matarme. Son demasiados los que tienen necesidad de mí, y mis apóstoles no son todavía suficientemente fuertes como para recibir en sus brazos a mi prole: el Mundo. No llores, Madre buena; perdona esta necesidad de tu Hijo de decir, a quien quiere o puede engañarse, la verdad que sé… Yo callo… pero, ¡ay de aquellos por los cuales Dios calla!… ¡Madre, Margziam, no lloréis!… ¡Que nadie llore! ¡Os lo ruego!
Pero en realidad todos, con más o menos pena, lloran.
Judas, pálido como un muerto, con ese indumento suyo de rayas amarillas y rojas, tiene la osadía de insistir, con una voz gimoteadora y ridícula:
-Créeme, Maestro, que estoy sorprendido y apenado No sé qué quieres decir… Yo no sé nada… La verdad es que no he visto a ninguno de los del Templo, pues he roto los contactos con todos Pero, si Tú lo dices, será verdad…
-¡Judas!… ¿Tampoco has visto a Sadoq?
Judas baja la cabeza y farfulla:
-Es un amigo… Lo he visto como amigo, no como uno del Templo…
Jesús no le responde; se vuelve a Isaac y a Juan de Endor para darles algunas recomendaciones relativas a su trabajo. Entretanto las mujeres consuelan a María, que está llorando, y al niño, que llora al ver llorar a María. También a Lázaro y a los apóstoles se les ve apenados.
Jesús, que presenta de nuevo su dulce sonrisa, se acerca a ellos, y mientras abraza a su Madre y acaricia al niño, dice:
-Me despido de los que se quedan, porque mañana al alba nos pondremos en camino. Adiós, Lázaro; adiós, Maximino. José, te agradezco todos los detalles que has tenido con mi Madre y con las discípulas en este período de espera mientras Yo llegaba. Gracias por todo. Tú, Lázaro, bendice de nuevo a Marta en mi nombre. Volveré pronto. Ven, Madre, a descansar; también vosotras, María y Salomé, si queréis venir.
-¡Sí, claro que vamos! – dicen las dos Marías.
-¡Pues, hala, a la cama! Paz a todos. Dios esté con vosotros. Hace un gesto de bendición y sale, llevando de la mano al niño y estrechando a su Madre…
La estancia en Betania ha terminado.