Misión de amor para Lázaro y contemplación absoluta para suhermana María. Jesús debe huir a Samaria.
Es hermoso estar así, descansando, rodeado del amor de los amigos, con el Maestro, en estos días de sol que ya reflejan una primera precoz sonrisa de la primavera; mirando a los campos, que ya abren su tierra al verdecer inocente de los cereales que brotan; mirando a los prados, que rompen el verde uniforme del invierno con las primeras florecillas multicolores; mirando a los setos, que, en los lugares más expuestos al sol, presentan ya sonrisas de yemas semiabiertas, mirando a los almendros, que ya forman espuma en sus copas por las primeras flores que nacen. Y Jesús goza de ellos, y también los apóstoles, como los tres amigos de Betania. ¡Parecen tan lejanos la malevolencia, el dolor, la tristeza, la enfermedad, la muerte, el odio, la envidia, todas aquellas cosas que constituyen dolor, tormento, preocupación en la Tierra…!
Los apóstoles, todos, están jubilosos, y lo expresan. Manifiestan su persuasión -¡tan segura, tan triunfante!- de que ya Jesús ha vencido a todos sus enemigos, de que su misión irá adelante sin obstáculos, de que será reconocido como Mesías hasta por los más tenaces en negar esto. Hablan un poco exaltados. Están eufóricos, haciendo proyectos para el futuro, soñando… soñando mucho… y humanamente; tanto, que se los ve rejuvenecidos.
El más exaltado, por esa psique suya que le lleva siempre a los extremos, es Judas de Keriot. Se autofelicita por haber sabido esperar y por haber actuado hábilmente; se autofelicita por su larga fe en el triunfo del Maestro, por haber plantado cara a las amenazas del Sanedrín… Está tan exaltado, que al final dice, en medio del estupor atónito de sus compañeros, algo que hasta este momento ha mantenido oculto: -Sí, me querían comprar, me querían seducir con lisonjas, y con amenazas, al ver que aquéllas no producían efecto. ¡Si supierais! Pero les he pagado con la misma moneda. He fingido estima por ellos, como ellos por mí; les he lisonjeado, como ellos me lisonjeaban; los he traicionado, como ellos querían traicionarme… porque es lo que querían hacer. Querían hacerme creer que probaban al Maestro con espíritu bueno para poder proclamarlo solemnemente el Santo de Dios. ¡Pero yo los conozco! Yo los conozco. Y, en todas las cosas que me decían que querían hacer, me movía hábilmente, de forma que la santidad de Jesús apareciera más radiante que el Sol de mediodía en un cielo sin nubes… Este juego mío era peligroso, porque… ¡si se hubieran dado cuenta!… Pero estaba dispuesto a todo, incluso a la muerte, por servir a Dios en mi Maestro. Y de esta forma sabía todo… ¡Claro, algunas veces os habré parecido un loco, o malo o huraño! ¡Si hubierais sabido esto!… ¡Sólo yo sé cómo han sido mis noches, y qué precauciones debía tener para hacer el bien sin llamar la atención de nadie! Todos me habéis mirado un poco con sospecha. Ya lo sé. Pero no os guardo rencor por ello. Mi modo de actuar… sí… podía crear sospechas. Pero el fin era bueno, y eso era lo único que me preocupaba. Jesús no sabe nada. O sea, creo que Él también me mira con sospechas. Pero sabré callar, sin exigir una alabanza suya. Guardad silencio también vosotros. Un día, al principio de estar con Él -y tú, Simón Zelote, y tú, Juan de Zebedeo, estabais conmigo— me corrigió porque me había gloriado de tener sentido práctico de las cosas. Desde entonces yo… no le he hecho observar esta cualidad, pero he seguido usándola, para bien suyo. He obrado como una madre con su hijo inexperto. La madre le quita los obstáculos del camino, le acerca la rama sin espinas y le alza la que puede herirle; o, con juiciosas acciones, lo lleva a hacer aquello que debe saber hacer y a evitar lo malo, sin que siquiera el hijo se dé cuenta. Es más, el hijo cree que ha conseguido por sí solo caminar sin tropezar, recoger una bonita flor para su mamá, o hacer esa cosa o aquella otra. Yo he hecho lo mismo con el Maestro. Porque la santidad no es suficiente en un mundo de hombres y de diablos. Hay que luchar con armas iguales, al menos con armas de hombre… y, algunas veces… no viene mal meter entre las otras armas un poco de astucia de infierno. Así pienso yo. Pero Él no quiere oír estas ideas… Es demasiado bueno… Bien. Yo comprendo todo y comprendo a todos, y os perdono a todos los malos pensamientos que hayáis podido tener
respecto a mí. Ahora ya sabéis. Ahora nos queremos como buenos compañeros, todo por amor a Él y para gloria suya – y señala a Jesús, que pasea mucho más lejos, por un paseo lleno de sol, hablando con Lázaro, que lo escucha con una sonrisa de éxtasis en su rostro.
Los apóstoles se alejan en dirección a la casa de Simón. Jesús, sin embargo, se acerca con su amigo. Los oigo. Dice Lázaro:
-Sí. Había comprendido que había una finalidad grande, benigna sin duda, en el hecho de dejarme morir. Pensaba que quizás era por evitarme ver la persecución de que eres objeto. Y, Tú sabes que digo la verdad, estaba contento de morir para no verla. Me irrita. Me turba. Mira, Maestro, he perdonado muchas cosas a los jefes de nuestro pueblo. He tenido que perdonar hasta en los últimos días… Elquías… Pero la muerte y la resurrección han borrado lo que había antes de ellas. ¿Para qué recordar las últimas acciones de ellos para causarme dolor? He perdonado todo a María. Ella parece dudarlo. Es más, no sé por qué, pero desde que he resucitado ha tomado respecto a mí una actitud tan… no sé cómo definirla; de una mansedumbre y acatamiento tan poco comunes en mi María… Ni siquiera en los primeros momentos después de volver aquí, redimida por ti, era así… Bueno, quizás Tú sabes y me puedes decir algo al respecto, porque María te dice todo… Quizás sabes si los que vinieron aquí la censuraron demasiado. Yo siempre, cuando la veía absorta en la idea de su pasado, trataba de disminuir el recuerdo de su error, para medicar su sufrimiento. No logra restablecerse en sosiego. ¡Y parece tan… por encima de cualquier tipo de abatimiento!… A algunos les podrá parecer incluso poco arrepentida… Pero yo comprendo… Yo sé. Hace de todo por expiar. Pienso que hace grandes penitencias, de todo tipo. No me extrañaría que bajo sus vestidos llevara un cilicio, ni que su carne conociera las dentelladas de los azotes… Pero el amor fraterno que tengo yo y que quiere sostenerla interponiendo un velo entre el pasado y el presente, no lo tienen los demás… ¿Tú sabes si, acaso, ha sido maltratada por alguien que no sepa perdonar… de forma que esté necesitada de perdón?
-No lo sé, Lázaro. María no me ha hablado de esto. Sólo me ha dicho que ha sufrido mucho oyendo la insinuación de los fariseos de que Yo no era el Mesías porque no te curaba o no te resucitaba.
-¿Y… no te ha dicho nada de mí? Es que… yo sufría mucho… y recuerdo que mi madre, en sus últimas horas, manifestó cosas que tanto a Marta como a mí nos habían pasado desapercibidas: fue como si el fondo de su alma y de su pasado subiera nuevamente a la superficie con las últimas convulsiones del corazón. Mi temor es… Mi corazón ha sufrido mucho por María… y ha hecho mucho esfuerzo para que no percibiera nunca lo que por ella he sufrido… Mi temor es el haberla herido ahora que es buena, mientras que, antes por amor de hermano y luego por amor a ti, nunca la había herido en el tiempo infame, cuando ella era un oprobio. ¿Qué te ha dicho de mí, Maestro?
-Me ha manifestado su dolor por haber tenido demasiado poco tiempo para darte su santo amor de hermana y condiscípula. Perdiéndote ha medido toda la extensión de los tesoros de afecto que en el pasado había pisoteado… y ahora se siente feliz de poderte dar todo el amor que quiere darte, para decirte que tú para ella eres el santo, amado hermano.
-¡Ah, es lo que había intuido! Esto me da satisfacción. Temía haberla ofendido… Desde ayer pienso, pienso… me esfuerzo en recordar… pero no lo logro…
-¿Pero por qué quieres recordar? Tienes el futuro por delante. El pasado ha quedado en la tumba. Es más, ni siquiera ha quedado allí. Ha sido consumido por el fuego junto con las vendas fúnebres. Pero, si esto te tranquiliza, te diré las últimas palabras que tuviste para tus hermanas, para María sobre todo. Dijiste que por María Yo he venido aquí y vengo, porque María sabe amar más que todos los demás. Es verdad. Le dijiste que ella te ha amado más que todos los que te han amado. Esto también es verdad, porque ella te ha amado renovándose por amor a Dios y a ti. Le dijiste que toda una vida de delicias no te habría dado la alegría que has experimentado gracias a ella. Y las bendijiste, como los patriarcas bendecían a sus más amados hijos. Bendijiste igualmente a Marta, y la llamaste «tu paz», y a María, y la llamaste «tu alegría». ¿Te sientes en paz ahora?
-Ahora sí, Maestro. Me siento en paz.
-Pues entonces, dado que la paz da misericordia, perdona también a los jefes del pueblo que me persiguen. Porque esto es lo que querías decir: que todo puedes perdonarlo, pero no el mal que me hacen a mí.
-Así es, Maestro.
-No, Lázaro. Yo los perdono. Tú debes perdonarlos, si quieres asemejarte a mí.
-¡Oh! ¡Asemejarme a ti! No puedo. ¡Soy un simple hombre!
-El hombre ha quedado allá abajo. ¡El hombre! Tu espíritu… Tú sabes lo que sucede cuando muere un hombre… -No, Señor, no recuerdo nada de lo que me ha sucedido – interrumpe vehementemente Lázaro.
Jesús sonríe y responde:
-No hablaba de tu personal saber, de tu experiencia particular. Hablaba de lo que todo creyente sabe que le sucede cuando muere.
-¡Ah! El Juicio particular. Lo sé. Lo creo. El alma se presenta a Dios, y Dios la juzga.
-Así es. Y el juicio de Dios es justo e inviolable. Y tiene un infinito valor. Si el alma juzgada es culpable mortalmente, pasa a ser alma réproba; si es levemente culpable, es enviada al Purgatorio; si es justa, va a la paz del Limbo, a la espera de que Yo abra las puertas de los Cielos. Así pues, Yo he hecho regresar a tu espíritu habiendo sido ya juzgado él por Dios. Si hubieras sido un réprobo, no te habría podido llamar de nuevo a la vida, porque, haciéndolo, habría anulado el juicio de mi Padre. Para los réprobos no hay ya mutaciones. Están juzgados para siempre. Por tanto, tú estabas dentro del número de los no réprobos, y, por tanto, estabas en la clase de los bienaventurados o de los que son bienaventurados después de la purificación. Pero, reflexiona, amigo mío. Si la sincera voluntad de arrepentimiento que puede tener el hombre siendo todavía hombre, o sea, carne y alma, tiene valor de purificación; si un simbólico rito de bautismo en las aguas, buscado por contrición respecto a las inmundicias contraídas en el mundo y por la carne, tiene para nosotros, hebreos, valor de purificación, ¿qué valor tendrá el arrepentimiento, más real y perfecto, mucho más perfecto, de un alma liberada de la carne, consciente de lo que Dios es, iluminada acerca de la gravedad de sus errores, iluminada acerca de la magnitud de la alegría que ha alejado de sí por horas, años o siglos: la alegría de
la paz del Limbo, que poco después será la alegría de una posesión de Dios ya alcanzada: ¿qué será la purificación dúplice, ternaria, del arrepentimiento perfecto, del amor perfecto, del baño en el ardor de las llamas encendidas por el amor de Dios y por el amor a los espíritus, en el cual y por el cual los espíritus se despojan de toda impureza y surgen hermosos como serafines, coronados por algo que no corona ni siquiera a los serafines: el martirio terreno y ultraterreno, contra los vicios y por el amor? ¿Qué será? Dilo, amigo mío.
-Pues… no sé… una perfección. Mejor… una nueva creación.
-Eso es. Has dicho la palabra precisa. El alma queda como recreada. El alma queda como la de un recién nacido. Es nueva. Desaparece todo el pasado, su pasado de hombre. Cuando desaparezca la culpa de origen, el alma, ya sin mancha ni sombra de manchas, será supercreada y será digna del Paraíso. Yo he hecho regresar tu alma, que ya se había recreado por la determinación al Bien, por la expiación del sufrimiento y de la muerte, y por tu perfecto arrepentimiento y amor alcanzados después de la muerte. Tienes, pues, un alma completamente inocente, cual la de un niño de unas horas. Y si eres un niño recién nacido, ¿por qué quieres vestir esta niñez espiritual con los molestos, pesados indumentos del hombre adulto? Los niños tienen alas y no cadenas para su espíritu alegre. Los niños me imitan con facilidad, porque no han adquirido todavía ninguna personalidad. Se hacen como Yo soy, porque en su alma exenta de improntas se puede imprimir, sin confusión de rasgos, mi figura y mi doctrina. En su alma no hay recuerdos humanos, ni resentimientos ni prejuicios. No hay nada, y puedo estar Yo ahí, perfecto, absoluto, como estoy en el Cielo. Tú, que te encuentras como renacido, uno que ha nacido nuevamente, porque en tu vieja carne la capacidad motora es nueva, no tiene pasado, ni mancha, ni huellas de lo que fue; tú, que has regresado para servirme, sólo para esto, debes, más que todos, ser como Yo soy. Mírame. Mírame bien. Espéjate en mí, refléjame en ti: dos espejos que se miren para reflejar, el uno en el otro, 1a figura de lo que aman. Tú eres hombre y eres niño. Eres hombre por la edad, eres niño por la pureza de corazón. Tienes, respecto a los niños, la ventaja de conocer ya el Bien y el Mal, y de haber sabido ya elegir el Bien incluso antes del bautismo en las llamas del amor. Pues bien, Yo te digo a ti, hombre cuyo espíritu está limpio por la purificación vivida: «Sé perfecto como lo es el Padre nuestro de los Cielos y como Yo lo soy. Sé perfecto, o sea, semejante a mí, que te he amado tanto, que he ido contra todas las leyes de la vida y de la muerte, del Cielo y de la Tierra, para tener de nuevo en la Tierra a un siervo de Dios y a un verdadero amigo; y, en el Cielo, un bienaventurado, un gran bienaventurado». Esto lo digo a todos: «Sed perfectos». Y ellos, la mayoría, no tienen el corazón que tú tenías, digno del milagro, digno de ser tomado como instrumento para esta glorificación de Dios en su Hijo. Y ellos no tienen tu deuda de amor para con Dios… Puedo decírtelo, puedo exigírtelo a ti. Y en primer lugar lo exijo en una cosa: en no guardar rencor a quien te ha ofendido y me ofende. Perdona, perdona, Lázaro. Has sido sumergido en las llamas, en las llamas encendidas por el amor. Debes ser «amor», para no conocer nunca otra cosa que no sea el abrazo de Dios.
-¿Y, haciéndolo así, cumpliré la misión para la que me has resucitado?
-Haciéndolo la cumplirás.
-Es suficiente esto, Señor; no necesito ni preguntar ni saber más. Servirte era mi sueño. Si te he servido incluso en la nada que puede hacer un enfermo y un muerto, y si voy a poder servirte en lo mucho que puede hacer uno que ha sido curado, mi sueño está cumplido y no pido nada más. ¡Bendito seas, Jesús, Señor y Maestro mío! Y, contigo, bendito sea el que te ha enviado.
-Bendito sea siempre el Señor Dios omnipotente.
Van hacia la casa, deteniéndose de vez en cuando a observar el despertar de los árboles, y Jesús alza un brazo y, como es alto, coge un ramito de flores de un almendro que se calienta al sol contra la pared meridional de la casa.
Sale María, que los ve y se acerca a oír lo que Jesús dice:
-¿Ves, Lázaro? También a éstas el Señor les ha dicho: «Salid afuera». Y ellas han obedecido para servir al Señor.
-¡Qué misterio es la germinación! Parece imposible que del tronco duro o de la dura semilla puedan salir pétalos tan frágiles y tallos tan tiernos, y transformarse en fruta o en plantas. ¿Es erróneo, Maestro, decir que la savia o el germen son como el alma de la planta o de la semilla?
-No es erróneo, porque es la parte vital. En ellas no es eterna, y creada para cada especie en el primer día en que árboles y cereales existieron. En el hombre es eterna, semejante a su Creador, creada una a una para cada nuevo hombre que es concebido. Pero es por ella por la que la materia vive. Por este motivo te digo que sólo por el alma el hombre vive. No sólo aquí, sino también después. Vive por su alma. Nosotros, hebreos, no hacemos dibujos en los sepulcros, como los hacen los gentiles. Pero, si los hiciéramos, deberíamos dibujar siempre no la antorcha apagada, no la clepsidra vacía u otro símbolo de fin; antes bien, la semilla arrojada al surco y que se hace espiga. Porque es la muerte de la carne la que libera al alma de la corteza y la hace fructificar en los jardines de Dios. La semilla: esa chispa vital que Dios ha puesto en nuestro polvo y que se hace espiga, si sabemos, con la voluntad, y también con el dolor, hacer fértil a la porción de tierra que la ciñe. La semilla: el símbolo de la vida que se perpetúa… Pero Maximino te llama…
-Voy, Maestro. Serán administradores… Todo estaba parado en estos últimos meses. Ahora vienen solícitos a presentarme las cuentas…
-Que apruebas de antemano porque eres un buen patrón.
-Y porque ellos son buenos subordinados.
-El buen patrón hace buenos subordinados.
-Entonces yo voy a ser un buen subordinado, porque te tengo a ti como perfecto Patrón – y se marcha sonriendo, ágil, ¡tan distinto del pobre Lázaro de antes, del Lázaro de los años anteriores!…
Con Jesús se queda María.
-¿Y tú, María, vas a ser una buena sierva de tu Señor?
-Tú puedes saberlo, Rabbuní. Yo… sólo sé que he sido una gran pecadora.
Jesús sonríe:
-¿Has visto a Lázaro? También él era un gran enfermo, y, a pesar de ello, ¿no te parece que ahora está bien sano?
-Así es, Rabbuní. Tú lo has curado. Lo que haces Tú es siempre total. Lázaro no ha estado nunca tan fuerte y alegre como desde que ha salido del sepulcro.
-Tú lo has dicho, María. Lo que hago Yo es siempre total. Por eso, también tu redención es total, porque Yo la he realizado.
-Es verdad, mi amado Salvador, Redentor, Rey, Dios. Es verdad. Y, si así lo quieres, yo también seré una buena sierva de mi Señor. Yo, por mi parte, lo quiero, Señor. No sé si Tú lo quieres.
-Lo quiero, María. Una buena sierva mía. Hoy más que ayer, mañana más que hoy. Hasta que Yo te diga: “Basta así, María. Es la hora de tu descanso».
-De acuerdo, Señor. Quisiera que me llamaras Tú entonces, como has llamado a mi hermano del sepulcro. ¡Llámame de
la vida!
-No «de la vida». Te llamaré a la Vida, a la verdadera Vida. Te llamaré del sepulcro que son la carne y la Tierra, te llamaré al desposorio de tu alma con tu Señor.
-¿Mi desposorio? Tú amas a los que son vírgenes, Señor…
-Yo amo a los que me aman, María.
-¡Eres divinamente bueno, Rabbuní! Por eso no lograba serenarme cuando oía que te llamaban malo porque no venías. Era como sentir que todo se venía abajo. ¡Qué esfuerzo el tener que decirme a mí misma: «No. ¡No! No debes aceptar esta evidencia. Esto que te parece evidencia es un sueño. La realidad es el poder, la bondad, la divinidad de tu Señor»! ¡Cuánto he sufrido! Mucho ha sido el dolor por la muerte de Lázaro y por sus palabras… ¿Te ha referido algo? “No recuerda» Dime la verdad…
-No miento nunca, María. Lázaro teme haber hablado y haber manifestado lo que había sido el dolor de su vida. Pero Yo, sin mentir, lo he serenado, y ahora está tranquilo.
-Gracias, Señor. Esas palabras… en mí produjeron un bien. Sí. Como produce un bien la cura de un médico que pone al descubierto las raíces de un mal y las cauteriza. Esas palabras terminaron de aniquilar a la vieja María. Tenía todavía un concepto demasiado alto de mí. Ahora… mido el fondo de mi ruindad y sé que debo andar mucho para remontarlo. Pero lo andaré, si me ayudas.
-Te ayudaré, María. Incluso cuando me haya marchado, te ayudaré.
-¿Cómo, mi Señor?
-Aumentando tu amor hasta una medida incalculable. Para ti no hay otro camino aparte de éste.
-¡Demasiado dulce para lo que tengo que expiar! Todos se salvan con el amor. Todos ganan el Cielo. Pero lo que es suficiente para los puros, para los justos, no es suficiente para la gran culpable.
-No hay otro camino para ti, María. Porque, cualquiera que sea el camino que tomes, ese camino será siempre amor: amor si haces el bien en mi Nombre, amor si evangelizas, amor si te aíslas, amor si te martirizas, amor si te entregas al martirio. Tú sólo sabes amar, María. Es tu naturaleza. Las llamas sólo pueden arder, bien sea que se arrastren por el suelo quemando pajuz, bien sea que suban como un abrazo de resplandores en torno a un tronco, a una casa o a un altar para lanzarse al cielo. A cada uno su naturaleza. La sabiduría de los maestros de espíritu está en saber aprovechar las tendencias del hombre orientándolas hacia el camino por el que puedan resolverse en bien. En las plantas y en los animales también existe esta ley, y sería necio el pretender que un árbol frutal diera sólo flores, o que diera frutos distintos de los que se siguen de su naturaleza, o que un animal llevara a cabo funciones que son propias de otra especie. ¿Podrías pretender que esa abeja destinada a producir miel se transformara en un pajarillo que cantara entre las ramas de los setos? ¿0 que esta ramita de almendro que tengo en mis manos, junto con el propio almendro de donde la he arrancado, en vez de almendras diera a través de su corteza gotas de resinas aromáticas? La abeja trabaja, el pájaro canta, el almendro da fruto, el árbol de resina produce sustancias aromáticas. Y todos sirven para su función. Lo mismo las almas. Tú tienes la función de amar.
-Entonces enciéndeme, Señor. Te lo pido como gracia.
-¿No te basta la fuerza de amor que posees?
-Es demasiado poca, Señor. Podría servir para amar a seres humanos; no, para ti, que eres el Señor infinito. -Pero, precisamente por serlo, sería necesario un amor sin límites…
-Sí, mi Señor. Esto es lo que quiero, que pongas en mí un amor sin límites.
-María, el Altísimo, que sabe lo que es el amor, dijo al hombre: «Me amarás con todas tus fuerzas». No exige más. Porque sabe que ya es martirio amar con todas las fuerzas…
-No importa, mi Señor. Dame un amor infinito para amarte como debes ser amado, para amarte como no he amado a
nadie.
-Me pides un sufrimiento semejante a una hoguera que quema y consume, María. Quema y consume lentamente… Piénsalo.
-Hace mucho que lo pienso, mi Señor, pero no me atrevía a pedírtelo. Ahora sé cuánto me amas. Ahora sí que sé en qué medida me amas, y me atrevo a pedírtelo. Dame este amor infinito, Señor.
Jesús la mira. Ella está delante de É1, todavía enflaquecida a causa de las vigilias y el dolor, modesta y sencillamente
vestida y peinada, como una niña sin malicia, pálida su cara que se enciende de deseo, ojos suplicantes, aunque ya brillantes de
amor; ya más serafín que mujer: es, verdaderamente, la contempladora que pide el martirio de la contemplación absoluta.
Jesús dice una sola palabra, después de haberla mirado atentamente como queriendo medir la voluntad de ella: -Sí.
-¡Ah, mi Señor! ¡Qué don, morir de amor por ti! – cae de rodillas y besa los pies de Jesús.
-Levántate, María. Ten estas flores. Serán las de tu desposorio espiritual. Sé dulce como el fruto de este almendro, pura como su flor y luminosa como el aceite que de este fruto se extrae, cuando lo encienden, fragante como ese aceite cuando, saturado de esencias, es esparcido en los banquetes o sobre las cabezas de los reyes, fragante por tus virtudes. Entonces, verdaderamente, derramarás sobre tu Señor el bálsamo que Él apreciará infinitamente.
María coge las flores, pero no se levanta, sino que anticipa los bálsamos del amor regando de lágrimas y besos los pies de su Maestro. Se acerca Lázaro:
-Maestro, un niño pregunta por ti. Había ido a la casa de Simón a buscarte y ha encontrado allí sólo a Juan, que lo ha mandado hacia acá. Pero quiere hablar solamente contigo.
-De acuerdo. Acompáñalo aquí. Voy hacia la pérgola de los jazmines.
María vuelve a la casa con Lázaro. Jesús va a la pérgola. Vuelve Lázaro trayendo de la mano al niño que vi en casa de José de Seforí. Jesús lo reconoce enseguida y le saluda:
-¿Tú, Marcial? La paz sea contigo. ¿Cómo por aquí?
-Me envían para decirte una cosa… – y mira a Lázaro, que comprende y hace ademán de marcharse.
-Quédate, Lázaro. Éste es mi amigo Lázaro. Puedes hablar delante de él, niño, porque Yo no tengo otro amigo más fiel
que él.
El niño cobra confianza. Dice:
-Me manda José el Anciano -porque ahora estoy con él- a decirte que vayas sin demora, enseguida, a Betfagé, a la casa de Cleonte. Tiene que decirte algo urgentemente. Algo urgentísimo. Y ha dicho que vayas solo porque tiene que hablar contigo muy secretamente.
-¡Maestro! ¿Qué sucede? – pregunta Lázaro sobresaltado.
-No lo sé, Lázaro. Hay que ir. Ven conmigo.
-Enseguida, Señor. Podemos ir con el niño.
-No, Señor. Voy solo. José me lo ha dicho así. Ha dicho: «Si sabes hacerlo tú solo y bien, te querré como un padre». Yo quiero que José me quiera como hijo. Me marcho enseguida, corriendo. Tú ven después. Adiós, Señor. Adiós, hombre.
El niño se echa a correr, cual golondrina echándose a volar.
-Vamos, Lázaro. Tráeme el manto. Me adelanto porque, como ves, el niño no logra abrir la cancilla y no quiere llamar a
nadie.
Jesús va rápido a la cancilla; Lázaro, rápido, a la casa: el primero abre los cierres de hierro al niño, que se marcha raudo; el segundo lleva el manto a Jesús y, al lado de Jesús, va por el camino que lleva a Betfagé.
-¿Qué es lo que querrá José, para enviar con tanto secreto a un niño?…
-Un niño pasa desapercibido a quien pueda estar vigilando – responde Jesús.
-¿Crees que?… ¿Sospechas que?… ¿Te sientes en peligro, Señor?
-Estoy cierto de ello, amigo.
-¡Pero todavía ahora! ¡Prueba más grande no habrías podido darla!…
-El odio crece azuzado por las realidades.
-¡Entonces por causa mía! ¡Yo te he perjudicado!… ¡Mi dolor es sin igual! – dice Lázaro, verdaderamente afligido.
-No por causa tuya. No te aflijas sin motivo. Has sido el medio, pero la causa ha sido la necesidad, comprende esto, la necesidad de dar al mundo la prueba de mi naturaleza divina. Si no hubieras sido tú, otro habría sido, porque Yo debía probar al mundo que, como Dios que soy, puedo todo lo que quiero. Y devolver a la vida a uno ya muerto días antes y ya descompuesto no puede ser obra nada más que de Dios.
-¡Lo que quieres es consolarme! Pero para mí la alegría, toda mi alegría, se ha esfumado… Sufro, Señor. Jesús hace un gesto como queriendo decir: «¡en fin!», y callan luego los dos.
Caminan a buen paso. La distancia es corta entre Betania y Betfagé, y pronto llegan.
José pasea arriba y abajo por el camino que está al principio del pueblo. Está vuelto de espaldas cuando Jesús y Lázaro aparecen por una callejuela ocultada por un seto. Lázaro lo llama.
-¡Ah! Paz a vosotros. Ven, Maestro. Te estaba esperando aquí para verte inmediatamente. Pero vamos al olivar. No quiero que nos vean…
Los lleva detrás de las casas, a una espesura de olivos que, con sus frondas tupidas y revueltas que cubren las laderas, es un cómodo refugio para hablar sin ser notados.
-Maestro, he mandado al niño, que es espabilado y obediente y me quiere mucho, porque debía comunicarte algo y no debía ser visto. He recorrido el Cedrón para venir aquí… Maestro, tienes que marcharte enseguida de aquí. El Sanedrín ha sentenciado tu captura y mañana será leído el decreto en las sinagogas. Quienquiera que sepa dónde estás tiene el deber de comunicarlo. No hace falta que te diga, Lázaro, que tu casa será la primera en ser vigilada. He salido del Templo a la hora sexta. Me he puesto inmediatamente a la obra porque mientras hablaban yo ya había hecho mi plan. He ido a casa. He tomado al niño. He salido a caballo de un asno por la puerta de Herodes como para dejar la ciudad. Luego he cruzado el Cedrón y lo he seguido. He dejado el asno en el Getsemaní. He enviado corriendo al niño, que ya sabía el camino porque había ido conmigo a Betania. Márchate inmediatamente, Maestro. A un lugar seguro. ¿Sabes a dónde ir? ¿Tienes dónde ir?
-¿Pero no basta con que se aleje de aquí? ¿De Judea al máximo?
-No basta, Lázaro. Están furiosos. Debe ir a un lugar al que ellos no vayan…
-¡Pero si ellos van a todas partes! ¡No querrás que el Maestro deje Palestina! ¿No?… – dice Lázaro inquieto. -¿Y qué quieres que yo te diga? El Sanedrín quiere capturarlo…
-Por causa mía, ¿no es verdad? ¡Dilo!
-¡ Mmm! ¡Pues… sí! Por causa tuya… es decir, por causa de que todos se convierten a Él, y ellos esto… no lo quieren.
-¡Pero es un delito! ¡Es un sacrilegio!… ¡Es…!
Jesús, pálido pero tranquilo, alza la mano e impone silencio. Dice:
-Calla, Lázaro. Cada uno hace su trabajo. Todo está escrito. Te agradezco esto, José, y te aseguro que me voy. Vete, vete, José; que no noten tu ausencia… Que Dios te bendiga. A través de Lázaro, te diré dónde estoy. Márchate. Te bendigo a ti, a Nicodemo y a todos los justos de corazón.
Lo besa y se separan. Jesús vuelve con Lázaro, por el olivar, hacia Betania, mientras José va hacia la ciudad. -¿Qué vas a hacer, Maestro? – pregunta angustiado Lázaro.
-No lo sé. Dentro de pocos días vendrán las discípulas con mi Madre. Hubiera querido esperarlas…
-Respecto a esto… yo las recibiría en tu nombre y te las llevaría. Pero Tú, mientras, ¿a dónde vas? A casa de Salomón,
no me convence. Tampoco a alguna casa de discípulos conocidos. ¡Mañana!… ¡Tienes que marcharte inmediatamente! -Tendría un lugar. Pero quisiera esperar a mi Madre. Su angustia comenzaría demasiado pronto si no me viera… -¿Qué lugar es ése, Maestro?
-Efraí m.
-¿Samaria?
-Samaria. Los samaritanos son menos samaritanos que muchos otros, y me estiman. Efraím es tierra de frontera…
-¡Y por contrariar a los judíos te dispensarán honor y protección! Pero… ¡espera! Tu Madre sólo puede venir por el camino de Samaria o por el del Jordán. Iré yo con los criados por uno y Maximino con otros criados por el otro, y uno u otro se encontrará con Ella. No volveremos si no es con ellas. Tú sabes que ninguno de la casa de Lázaro puede traicionar. Tú, entretanto, vas a Efraím. Inmediatamente. ¡Era el destino que no pudiera gozar de ti! Pero iré. Por los montes de Adomín. Ahora estoy sano. Puedo hacer lo que desee. Es más… sí… haré creer que por el camino de Samaria voy a Tolemaida para tomar una nave para Antioquía. Todos saben que allí tengo tierras… Mis hermanas se quedan en Betania… Tú… Sí. Voy a mandar que preparen dos carros y vais con ellos a Jericó. Luego, mañana, al amanecer, reanudáis a pie el camino. ¡Oh, Maestro! ¡Maestro mío! ¡Sálvate! ¡Sálvate!
Pasada la agitación del primer momento, Lázaro cae en la tristeza y llora.
Jesús suspira, pero no dice nada. ¿Y qué podría decir?…
Ya están en la casa de Simón. Se separan. Jesús entra en la casa. Los apóstoles, ya de por sí extrañados de que el Maestro se haya marchado sin decir nada, se arriman a Él, que está diciendo:
-Tomad la ropa. Preparad las sacas. Tenemos que marcharnos inmediatamente de aquí. Rápido, rápido. Y os reunís conmigo en casa de Lázaro.
-¿También la ropa mojada? ¿No podemos recogerla al volver? – pregunta Tomás.
-No volveremos. Coged todo.
Los apóstoles se marchan hablándose unos a otros con las miradas.
Jesús va por sus cosas a la casa de Lázaro y se despide de las hermanas, que están consternadas…
Los carros están pronto preparados. Carros pesados, cubiertos, tirados por robustos caballos. Jesús se despide de Lázaro, de Maximino, de los criados que han venido. Montan en los carros, que esperan en una salida posterior. Los carreros golpean con la tralla a los animales, y el viaje comienza por el mismo camino por el que Jesús ha venido a resucitar a Lázaro unos pocos días antes.