Coloquio de Áglae con el Salvador
Jesús vuelve, solo, a casa de Simón Zelote. La tarde cae, apacible y serena después de tanto sol. Jesús se asoma a la puerta de la cocina, saluda, y sube a meditar a la habitación de arriba, que ya está preparada para la cena.
El Señor no parece muy contento. Suspira bastante y pasea de un lado para otro por la sala, lanzando de vez en cuando una mirada hacia las tierras de los alrededores, visibles desde las muchas puertas de esta amplia habitación, que es un cubo construido encima del piso bajo. Sale también a pasear por la terraza, dando la vuelta a toda la casa, y se queda inmóvil, en el lado posterior, mirando a Juan de Endor, el cual, amablemente, está sacando agua de un pozo para ofrecérsela a Salomé, que está muy atareada. Mira, menea la cabeza y suspira.
La potencia de su mirada despierta la atención de Juan, que se vuelve a mirar, y pregunta:
-Maestro, ¿me quieres para algo?
-No, sólo te estaba mirando.
-Juan es bueno. Me ayuda – dice Salomé – Dios le recompensará también esa ayuda.
Jesús, después de estas palabras, entra de nuevo en la habitación y se sienta. Está tan absorto, que no advierte el rumor de muchas voces y numerosos pasos en el pasillo de entrada, y luego una pisada ligera que sube la escalerita exterior y se acerca a la sala. Sólo cuando María lo llama, levanta la cabeza.
-Hijo, ha llegado a Jerusalén Susana y ha venido inmediatamente acompañando a Áglae. ¿Quieres escucharla ahora que estamos solos?
-Sí, Madre. Enseguida. Y que no suba nadie hasta que haya terminado todo, lo cual espero que sea antes del regreso de los demás. Te ruego que vigiles para que no haya curiosidades indiscretas… en ninguno… y especialmente por lo que se refiere a Judas de Simón.
-Vigilaré con esmero…
María sale, y vuelve poco después trayendo de la mano a Áglae, que ya no está arrebozada en su grueso manto gris y en su velo echado que le cubría el rostro; ya no lleva las sandalias altas, con su complicado sistema de hebillas y correas. Ahora está transformada; parece en todo una hebrea, con sus sandalias bajas y lisas, simplísimas como las de María; con su túnica azul oscura, y el manto encima formando elegantes pliegues; con un velo blanco colocado como lo usan las mujeres hebreas de clase llana (sencillamente sobre la cabeza y con uno de los extremos echado hacia atrás, de forma que cubre el rostro pero no del
todo). Este indumento (como el de una infinidad de mujeres) y el hecho de estar en un grupo de galileos, la han guardado a Áglae de ser reconocida.
Entra con la cabeza baja. Cada paso que da se pone más colorada. Si María no tirase delicadamente de ella hacia Jesús, creo que se habría arrodillado en el umbral de la puerta.
-Mira, Hijo, aquí está la mujer que desde hace tanto tiempo te está buscando. Escúchala – dice María cuando llega adonde Jesús; y se retira, corriendo las cortinas para cubrir los vanos de las puertas, que están abiertas de par en par, y cierra la puerta más cercana a la escalera.
Áglae deja a un lado el fardo que llevaba a la espalda, se arrodilla a los pies de Jesús, rompe a llorar impetuosamente. Se curva hasta el suelo y sigue llorando con la cabeza apoyada sobre los brazos cruzados.
-No llores de ese modo. Ya no es momento de llanto. Sí debías haberlo hecho cuando estabas enemistada con Dios; no ahora, que lo amas y te ama.
Pero Áglae sigue llorando…
-¿No crees que es así?
La voz se abre paso entre los sollozos:
-Lo amo, es verdad, coma sé hacerlo, como puedo… Pero, a pesar de que yo sepa y crea que, Dios es Bondad, no puedo atreverme a esperar recibir su amor. He pecado demasiado… Un día, quizás, lo tendré, pero todavía me queda mucho que llorar… Por ahora estoy sola en mi amor. Estoy sola No es la desesperada soledad de estos años. Es una soledad llena de deseo de Dios, y, por tanto, ya no es soledad desesperada… Pero, es tan triste, tan triste…
-Áglae, ¡qué mal conoces todavía al Señor! Este deseo que tienes de Él te es prueba de que Dios responde a tu amor, es amigo tuyo, te llama, te invita, le interesas. Dios es incapaz de permanecer inerte ante el deseo de una criatura, porque ese deseo lo ha encendido Él – Creador y Señor de toda criatura – en ese corazón. Y lo ha encendido Él porque ha amado con privilegiado amor a esa alma que ahora lo anhela. El deseo de Dios siempre precede al deseo de la criatura porque Él es el Perfectísimo y, por tanto, su amor es mucho más diligente e intenso que el de la criatura.
-Pero, ¿cómo puede amar Dios mi fango?
-No trates de entender con tu inteligencia. Es una inmensidad de misericordia, incomprensible para la mente humana. Pero lo que no puede ser comprendido por la inteligencia del hombre, lo comprende la inteligencia del amor, el amor del espíritu. Éste comprende y entra seguramente en el misterio de Dios y en el de las relaciones del alma con Dios. Entra, Yo te lo digo. Entra, porque Dios lo quiere.
-Oh, Salvador mío! Pero entonces… ¿estoy realmente perdonada? ¿Me ama verdaderamente Dios? ¿Debo creerlo? -¿Te he mentido alguna vez?
-¡Oh, no, Señor! Todo lo que me dijiste en Hebrón se ha cumplido. Me has salvado, como dice tu Nombre. Yo era una pobre alma perdida y Tú me has buscado. Llevaba mi propia alma muerta y Tú me la has devuelto a la vida. Me dijiste que si te buscaba te encontraría. Y fue verdad. Me dijiste que estás dondequiera que el hombre tenga necesidad de un médico y de medicinas. Y es verdad. Todo le que le dijiste a la pobre Áglae, desde las palabras de aquella mañana de Junio hasta las otras de Agua Especiosa…
-Debes creer, entonces, también en éstas.
-¡Sí! ¡Creo! ¡Creo! ¡Pero, dime: «Yo te perdono»!
-Yo te perdono en nombre de Dios y de Jesús.
-Gracias… Y.. ¿ahora qué tengo que hacer? Dime, Salvador mío, ¿qué tengo que hacer para obtener la Vida eterna? Los hombres se corrompen sólo con mirarme… No puedo vivir temblando continuamente por el miedo a ser descubierta y asediada… Durante el viaje que he hecho para venir aquí, me he sentido temblar a cada mirada de hombre… No quiero ni pecar ni hacer pecar. Indícame el camino que debo seguir; el que sea, que lo seguiré. Como puedes ver, soy fuerte incluso en la penuria… Si por excesiva penuria encontrase la muerte, no por ello tendría miedo: la llamaré «amiga mía» porque me alejará de los peligros de este mundo, y para siempre. Habla, Salvador mío.
-Ve a un lugar desierto.
-¿A dónde, Señor?
-A donde quieras. A donde te conduzca tu espíritu.
-¿Será capaz de tanto mi espíritu apenas formado?
-Sí, porque Dios te guía.
-¿Y quién me va a hablar en lo sucesivo de Dios?
-Por ahora, tu alma resucitada.
-¿Te volveré a ver?
-No en este mundo. Pero dentro de poco te redimiré del todo y entonces visitaré tu espíritu para prepararte a la ascensión hacia Dios.
-¿Cómo se producirá mi completa redención si no te voy a volver a ver? ¿Cómo me la vas a dar?
-Muriendo por todos los pecadores».
-¡Oh,… morir!… ¡No, Tú no!
-Para daros la Vida debo darme la muerte. Por esto he venido en cuerpo humano. No llores… Vendrás conmigo pronto después de nuestro sacrificio.
-¡Mi Señor! ¿Voy a morir yo también por ti?
-Sí; pero de otra forma. Hora a hora morirá tu carne por deseo de tu voluntad. Hace ya casi un año que está muriendo. Cuando haya muerto del todo, te llamaré.
-¿Tendré la fuerza suficiente para destruir mi carne culpable?
-En la soledad donde estarás – y donde Satanás, en la medida en que tú vayas siendo cada vez más del Cielo, te atacará, cada vez más, rencoroso y violento -, encontrarás a un apóstol mío, primero pecador, luego redimido.
-Entonces no es aquel hombre bendito que me hablaba de ti, ¿no? Demasiado honesto es como para haber sido
pecador.
-No es él, es otro. Irá a ti en su momento. Entonces te hablará de lo que ahora no puedes conocer. Ve en paz. Y que la bendición de Dios te acompañe.
Áglae ha estado de rodillas durante todo el tiempo, se curva para besar los pies del Señor. No se atreve a más. Luego coge su fardo y lo vuelca: caen al suelo unos vestidos sencillos, un saquito pequeño que suena al chocar contra el suelo, y un frasco de un delicado alabastro rosa.
Áglae vuelve a meter los vestidos en el fardo, recoge del suelo el saquito y dice:
-Esto es para tus pobres. Es el resto de mis joyas. Sólo me he reservado algunas monedas como viático… Aunque no me lo hubieras dicho, ya tenía pensado irme lejos. Y esto es para ti. No es tan suave como el perfume de tu santidad, pero es lo mejor que puede dar la tierra, aunque me servía para hacer lo peor… Que Dios me conceda perfumar al menos como esto en tu presencia en el Cielo – quitando el tapón precioso del frasco, esparce su contenido por el suelo. La preciosa esencia impregna las baldosas, sube a oleadas un penetrante olor a rosas.
Áglae retira el frasco vacío:
-Como recuerdo de este momento – dice; luego se agacha una vez más a besar los pies de Jesús; se levanta, se retira caminando hacia atrás, sale, cierra la puerta…
Se oye su paso alejándose en dirección a la escalera, y su voz, que intercambia unas pocas palabras con María, luego el ruido de las sandalias contra los escalones… y nada más. De Áglae sólo queda, a los pies de Jesús, el saquito y, por toda la sala, el intensísimo aroma.
Jesús se alza… recoge el saquito y se lo lleva al pecho; va a uno de los vanos que mira al camino, y sonríe al ver a la mujer, sola, alejándose, con su manto hebreo, en dirección a Belén. Hace un gesto de bendición; luego va a la terraza y desde allí llama a su Madre.
María sube ágilmente la escalera:
-La has hecho feliz, Hijo mío. Se ha marchado con fortaleza y paz.
-Sí, Madre. Mándame, el primero, a Andrés, cuando vuelva.
Pasa un tiempo y se oye la voz de los apóstoles, que vuelven hablando…
Andrés va donde Jesús:
-¿Maestro, me has llamado?
-Sí. Ven. Ninguno lo va a saber, pero a ti es de justicia decírtelo Andrés, gracias en nombre de Dios y de un alma. -¿Gracias? ¿Por qué?
-¿No hueles este perfume? Es el recuerdo de la Velada. Ha venido. Está salvada.
Andrés se pone colorado como una fresa, se derrumba de rodillas y no encuentra ni una palabra… Por fin dice: -Ahora estoy contento ¡Bendito sea el Señor!
-Sí. Levántate. No les digas a los demás que ha estado aquí.
-Guardaré silencio, Señor.
-Ahora puedes marcharte. Escucha… ¿Está todavía Judas de Simón?
-Sí, ha querido acompañarnos… diciendo… muchas mentiras. Por qué actúa así, Señor?
-Porque es un muchacho consentido. Dime la verdad: ¿habéis reñido?
-No. Mi hermano está demasiado contento con su hijo como para tener ganas de discutir. Los demás… ya sabes… son más prudentes. Pero, eso sí, en nuestro interior estamos todos molestos. De todas formas, después de la cena se vuelve a marchar… Otros amigos… dice. ¡Oh, y desprecia a las meretrices!…
-Tranquilo, Andrés, que tú también te debes sentir feliz esta tarde…
-Sí, Maestro. Yo también tengo mi invisible pero tierna paternidad. Hasta luego.
Pasa todavía otro rato más y suben en grupo los apóstoles con el niño y Juan de Endor. Los siguen las mujeres con las viandas y las candelas. Por último, Lázaro y Simón. Nada más entrar en la sala exclaman:
-¡Ah,… entonces provenía de aquí! – y olfatean el ambiente saturado de perfume de rosas, saturado a pesar de que las puertas estén abiertas de par en par – Pero, ¿quién ha perfumado de este modo esta habitación? ¿Marta, quizás? – preguntan muchos de los presentes.
-Mi hermana no se ha movido de casa hoy después de la comida – responde Lázaro.
-¿Y quién ha sido entonces? ¿Algún sátrapa asirio? – dice Pedro bromeando.
-El amor de una redimida – dice serio Jesús.
-Podía haberse ahorrado esta inútil ostentosidad de redención y haber dado el coste a los pobres. Son muchos, y saben que nosotros damos. Yo no tengo ya ni un ochavo – dice enfadado Judas Iscariote – Y tenemos que comprar el cordero, alquilar la sala para el Cenáculo y…
-Pero si os he ofrecido yo todo… – dice Lázaro.
-No es justo. Pierde su belleza el rito. La Ley dice: «Tomarás el cordero para ti y para tu casa». No dice: “Aceptarás el cordero».
Bartolomé se vuelve como movido por un resorte, abre la boca, pero… la cierra. Pedro se pone carmesí por el esfuerzo de guardar silencio. Pero Simón Zelote, que está en su casa, siente que puede hablar y dice:
-Eso son sutilezas rabínicas… Te ruego que las olvides y que, eso sí, guardes respeto a mi amigo Lázaro.
-¡Sí señor, Simón! – Pedro, si no habla, explota – Sí señor! Me parece, además, que nos olvidamos demasiado de que el Maestro es el único que tiene derecho a enseñar… – Pedro dice ese «nos olvidamos» haciendo un esfuerzo heroico por no decir “Judas se olvida».
-Es verdad… pero… es que estoy nervioso. Perdona, Maestro.
-Sí. Y también te respondo. La gratitud es una gran virtud. Yo le estoy agradecido a Lázaro. Como también esta mujer redimida me ha dado las gracias. Derramo sobre Lázaro el perfume de mi bendición, incluso por aquellos, de entre mis apóstoles, que no lo saben hacer; Yo, que soy cabeza de todos vosotros. Esta mujer ha derramado a mis pies el perfume de la alegría por su redención. Ha reconocido al Rey y a Él ha venido, antes que otros muchos, sobre quienes el Rey ha derramado mucho más amor que no sobre ella. Dejadla actuar libremente y no la critiquéis. No podrá estar presente en el momento que me aclamen, como tampoco en el momento de mi unción Ya lleva sobre sus espaldas su cruz. Pedro, has preguntado que si había venido aquí un sátrapa asirio. Pues bien, en verdad te digo que ni siquiera el incienso de los Magos – tan puro y precioso como era – igualaba en suavidad y valor a éste. La esencia está diluida en el llanto; por eso es tan penetrante: la humildad sostiene al amor y lo hace perfecto. Sentémonos a la mesa, amigos…
Con el ofrecimiento de la comida la visión concluye.