Los dos endemoniados de la región de los Gerasenos
Jesús, cortado el lago en dirección noroeste-sudeste, manifiesta a Pedro su vivo interés porque desembarque en Ippo. Pedro obedece, sin discutir, descendiendo con la barca hasta la embocadura de un riachuelo que ahora, debido a que es primavera, y también debido al reciente temporal, fluye lleno y fragoroso. Desemboca este curso de agua en el lago, por una hoz escabrosa y llena de escollos, como es toda la costa en este punto. Los mozos aseguran las barcas – hay uno por cada barca – y reciben la orden de esperar hasta la tarde para volver a Cafarnaúm.
-Y haceos los despistados con quien os pregunte – aconseja Pedro – A quien os pregunte dónde está el Maestro respondedle sin vacilar: «No lo sé»; a quien quiera saber hacia dónde se dirige, lo mismo. Además es verdad, no lo sabéis.
Se separan. Jesús emprende la ascensión de un escarpado sendero que trepa por el cantil casi a pico. Los apóstoles lo siguen por la penosa senda hasta la cima del cantil, que muere en un rellano poblado de encinas bajo las cuales pacen muchos cerdos.
-¡Estos fétidos animales no nos dejan pasar! – exclama Bartolomé.
-No. No nos obstaculizan el paso, hay espacio para todos – responde con serenidad Jesús.
Por su parte, los porquerizos, viendo a israelitas, tratan de reunir a los cerdos bajo las encinas para dejar libre el sendero. Los apóstoles pasan, haciendo mil muecas de desagrado, entre las porquerías que van dejando estos animales que hozan bien pingües, buscando siempre aumento de pinguosidad.
Jesús pasa sin hacer tanto teatro, y dice a los encargados de la piara:
-Que Dios os pague vuestra amabilidad.
Los porquerizos – gente pobre y sólo poco menos sucia que sus cerdos, aunque, eso sí, infinitamente más delgados – lo miran perplejos y se ponen a cuchichear entre sí. Uno dice: -A lo mejor no es israelita.
A lo cual los otros contestan:
-¿No ves las franjas de la túnica?
El grupo apostólico se une, ahora que pueden continuar el camino juntos por una vereda bastante ancha.
E1 panorama es precioso. Está elevado sólo unas pocas decenas de metros respecto al lago; suficiente, de todas formas, para poder dominar toda la extensión del agua y las ciudades diseminadas a lo largo de sus márgenes. Tiberíades resplandece con sus bonitas construcciones frente al lugar donde están los apóstoles. Abajo, al pie del cantil basáltico, la breve playa parece un cojín herboso, mientras que en la orilla opuesta, desde Tiberíades hasta la entrada del Jordán, se ve una llanura más bien vasta, y pantanosa debido a las aguas del río – que dan la impresión de encontrar dificultad para reanudar su curso después de la pausa en el sereno lago -, pero tan abundante en todo tipo de hierbas y matas propias de los lugares ricos en agua, y tan poblada de aves acuáticas de irisados colores, como veteadas de gemas, que se contempla ese lugar cual si se tratase de un jardín. Las aves, que están entre las tupidas hierbas y en los cañizares, se elevan, vuelan sobre el lago y hunden sus cuerpos en las aguas para arrebatarles un pez; se elevan de nuevo, más esplendorosas aún por el agua que ha reavivado los colores de sus plumas, y regresan hacia la florida llanura donde el viento juguetea revolviendo los colores.
Aquí es distinto: una faja de bosques de altísimas encinas, bajo las cuales la hierba crece verde esmeralda y blanda. Acabada ésta, hay una hoyada. Después el monte vuelve a ascender en un empinado promontorio rocoso escalonado, en cuyos rellanos las casas están encostradas (creo que el monte forma una única cosa con las paredes, prestando sus cavernas como viviendas; mitad ciudad troglodita, mitad ciudad común). Es original con esta graduada ascensión en terrazas, que hace que el techo de las casas de la terraza inmediatamente anterior esté a la altura del bajo de las casas del rellano superior. Por los lados en que el monte es más empinado – hasta el punto de impedir cualquier tipo de construcción – hay cavernas y brechas profundas y veredas escarpadas que descienden hacia el valle y que en tiempo de aguaceros deben transformarse en caprichosos torrentitos. Peñascos de todo tipo, que han rodado por efecto de los aluviones, forman un caótico pedestal en la base de este montecillo tan abrupto y agreste, chepudo y petulante como un tagarote que, no obstante, quiere ser respetado a toda costa.
-¿No es aquello Gamala? – pregunta el Zelote.
-Sí, es Gamala. ¿La conoces? – dice Jesús.
-Pasé ahí una noche ya muy lejana cuando era un fugitivo; luego vino la lepra y ya no salí de los sepulcros. -¿Hasta aquí te persiguieron? – pregunta Pedro.
-Venía de la Siria, adonde me había encaminado buscando protección; pero… fui descubierto y tuve que huir hacia estas tierras para evitar ser capturado. Luego, lentamente, siempre bajo amenaza, fui descendiendo hasta el desierto de Tecua, y desde allí, ya leproso, hasta el valle de los Muertos. La lepra me salvaba de mis enemigos…
-¿Éstos son paganos, verdad? – pregunta Judas Iscariote.
-Casi todos. Pocos hebreos, mercantes; y luego un sincretismo de creencias, y de falta completa de creencia… Pero no trataron mal al fugitivo.
-¿Lugares de bandidos! ¡Qué quebraduras! – exclaman muchos.
-Sí – dice Juan (todavía impresionado por la captura de Juan el Bautista) -, pero hay más bandidos al otro lado, creedlo. -En el otro lado hay bandidos también entre los que llevan el nombre de justos – concluye su hermano.
Jesús toma la palabra:
-Y, no obstante, los tratamos sin estremecernos, mientras que aquí habéis vuelto la cabeza cuando habéis tenido que pasar al lado de unos animales.
-Son impuros.
-Mucho más lo es el pecador. Éstos son animales hechos así y no se les debe culpar por ello. Sin embargo, el hombre es responsable de ser impuro por el pecado.
-¿Y entonces por qué nos han sido clasificados como impuros? – pregunta Felipe.
-Ya he aludido a ello en una ocasión. Hay razón sobrenatural y razón natural de este orden. La primera consiste en enseñar al pueblo elegido a saber vivir teniendo presente su elección y la dignidad del hombre incluso en una acción tan común como es comer. El salvaje se alimenta de todo, le basta con llenarse el vientre. El pagano, aunque no sea un salvaje, come también todo, sin pensar que comer exageradamente fomenta vicios y tendencias que rebajan al ser humano. Es más, los paganos persiguen este frenesí de placer que para ellos es casi una religión. Los más instruidos de entre vosotros tienen noticia de fiestas obscenas, en honor de sus dioses, que degeneran en una orgía de libídine. El hijo del pueblo de Dios debe saber contenerse, y, en obediencia y prudencia, perfeccionarse a sí mismo, teniendo presentes su origen y su fin: Dios y el Cielo. La razón natural es el no estimular la sangre con alimentos que conducen a ardores indignos del hombre, al cual no se le niega el amor carnal, pero debe templarlo siempre con el frescor del alma orientada al Cielo; hacer, por tanto, amor – no sensualidad – de
ese sentimiento que une al hombre a su compañera, en quien debe ver la congénere y no la hembra. Los pobres brutos, sin embargo, no son culpables de ser puercos, ni de los efectos que su carne pueden a la larga producir en la sangre; y menos culpa todavía tienen los hombres que cuidan de los cerdos. Si son honestos, ¿qué diferencia habrá, en la otra vida, entre ellos y el escriba que está concentrado en sus libros y que, por desgracia, no aprende en ellos la bondad? En verdad os digo que ve-remos a porquerizos entre los justos y a escribas entre los injustos. Pero… ¡avalancha!
Se separan todos de la ladera del monte porque están rodando y rebotando pendiente abajo piedras y tierra, y miran en torno a sí perplejos.
-¡Allí!, ¡allí!, ¡mirad allí! Dos… completamente desnudos… vienen hacia aquí gesticulando. Locos…
-O endemoniados – responde Jesús a Judas Iscariote, que ha sido el primero en ver a los dos posesos que vienen hacia
Jesús.
Deben haber salido de alguna caverna del monte. Vienen gritando. Uno de ellos, el que más corre, se lanza hacia Jesús: parece un pajarraco extraño desplumado, pues mucho corre y mucho bracea (en vez de brazos parece tener alas). Se desploma a los pies de Jesús gritando:
-¿Has venido aquí, Amo del mundo? ¿Qué tengo que ver contigo, Jesús, Hijo de Dios altísimo? ¿Ha llegado ya la hora de nuestro castigo? ¿Por qué has venido antes de tiempo a atormentarnos?
El otro endemoniado, bien porque tenga impedida la capacidad de hablar, bien porque esté poseído por un demonio que lo hace lento, lo único que hace es echarse de bruces contra el suelo y llorar bajo, para luego, sentado, quedarse como inerte, sólo jugando con las piedras y con sus pies desnudos.
El demonio sigue hablando por boca del primero, que se retuerce en el suelo en un paroxismo de terror. Parece como si quisiera oponerse y no pudiera hacer otra cosa sino adorar, atraído y repelido al mismo tiempo por el poder de Jesús. Grita:
-¡Te conjuro en nombre de Dios, no me atormentes más. Déjame marcharme!
-Sí. Pero fuera de éste. Espíritu impuro, sal de éstos. Di tu nombre.
-Legión es mi nombre, porque somos muchos. Tenemos poseídos a éstos desde hace años, con sus miembros deshacemos lazos y rompemos cadenas, y no hay fuerza humana que los pueda tener sujetos. Siembran el terror por causa nuestra, de ellos nos servimos para que contra ti se blasfeme; en ellos nos vengamos de tu maldición. Rebajamos al hombre a nivel inferior al de las fieras, para escarnecerte; no hay lobo, chacal o hiena, buitre o vampiro, que se pueda equiparar a los que están poseídos por nosotros. Pero, no nos eches. ¡El infierno es demasiado horrendo!…
-¡Salid! ¡En nombre de Jesús, salid.
Jesús habla con voz de trueno, sus ojos centellean.
-Déjanos, al menos, entrar en esa piara que has visto antes.
-Id.
Con un alarido bestial los demonios se separan de los dos desgraciados, y, entre un improviso remolino de viento que hace cimbrearse a las encinas como si fueran tallos herbáceos, caen sobre los numerosísimos cerdos, los cuales, emitiendo chillidos verdaderamente demoníacos, dan en correr por entre las encinas como posesos; se chocan unos con otros, se hieren, se muerden y, llegados al borde del alto cantil, no teniendo ya más amparo que el agua del fondo, se arrojan al lago. Mientras los porquerizos, trastornados y desolados, gritan aterrorizados, los animales, a centenares, en una sucesión de golpes sordos, zambullen su cuerpo en las aguas serenas, y las rompen en multitud de borbollones de espumas; se hunden, vuelven a emerger, mostrando ora los redondeados vientres, ora los morros puntiagudos en cuyos ojos se lee el terror, para acabar ahogándose. Los pastores, gritando, se echan a correr hacia la ciudad.
Los apóstoles, que han ido al lugar del desastre, vuelven y dicen:
-¡Ni uno se ha salvado! ¡Les has procurado un triste servicio!
Jesús, sereno, responde:
-Es mejor que perezcan dos mil cerdos que no un solo hombre. Dadles un vestido a éstos. No pueden estar así.
El Zelote abre un saco y ofrece uno de sus indumentos; Tomás da el otro. Los dos hombres están todavía un poco atónitos, como si se acabaran de despertar de un sueño muy molesto lleno de pesadillas.
-Dadles algo de comer. Que vuelvan a vivir como hombres.
Y mientras los dos hombres comen el pan y las aceitunas que les han ofrecido y beben del boto de Pedro, Jesús los
observa.
Por fin hablan:
-¿Quién eres? – dice uno de ellos.
-Jesús de Nazaret.
-No te conocemos – dice el otro.
-Vuestra alma me ha conocido. Ahora levantaos y marchad a vuestras casas.
-Creo que hemos sufrido mucho, pero no recuerdo bien. ¿Quién es éste? – dice el hombre que hablaba por el demonio señalando a su compañero.
-No lo sé. Estaba contigo.
-¿Quién eres? ¿Por qué estás aquí? – pregunta a su compañero. El que era como mudo, que todavía es el más inactivo,
dice:
-Me llamo Demetrio. ¿Aquí está Sidón?
-Sidón está en la costa. Aquí estás al otro lado del lago de Galilea. -¿Y por qué estoy aquí?
Ninguno le puede dar una respuesta.
En ese momento está llegando un grupo de personas seguidas por los pastores. La gente parece asustada y curiosa, y su estupor aumenta al ver a los dos hombres vestidos y en orden.
-¡Aquél es Marcos de Josías!…
-¡Y aquél es el hijo del mercader pagano! …
-Y aquél es el que los ha curado. Por Él han muerto nuestros cerdos, porque han enloquecido al entrar en ellos los demonios – dicen los custodios de los animales.
-Señor, reconocemos que eres poderoso, pero ya nos has perjudicado demasiado; nos has hecho un daño de muchos talentos. Te rogamos que te marches, no vaya a ser que por tu poder se derrumbe el monte y se hunda en el lago. Vete…
-Me voy. Yo no me impongo a nadie.
Jesús, sin rebatir, regresa por el mismo camino por el que había venido.
Le sigue, al final de la fila de los apóstoles, el endemoniado que hablaba; detrás, a distancia, muchos habitantes de la ciudad para asegurarse de que se marcha.
Salvan en sentido inverso el pronunciado declive del sendero. Regresan a la hoz del torrente, donde están las barcas. Los habitantes de la ciudad permanecen todavía en el borde de la cima del promontorio, mirando. El hombre liberado baja detrás de Jesús.
Los mozos de las barcas están aterrados: han visto la lluvia de cerdos en el lago y todavía contemplan los cuerpos que emergen – cada vez más y cada vez más hinchados – con las redondeadas panzas al aire y las cortas patitas tiesas, como cuatro estacas clavadas en una voluminosa vejiga sebosa.
-Pero, ¿qué ha pasado? – preguntan.
-Ya os lo contaremos. Ahora soltad y vamos… ¿A dónde, Señor? – dice Pedro.
-A1 golfo de Tariquea.
El hombre que los ha seguido, viéndolos subir a las barcas, suplica:
-Tómame contigo, Señor.
-No. Ve a tu casa; los tuyos tienen derecho a tenerte. Háblales de las grandes cosas que te ha hecho el Señor y de cómo ha tenido piedad de ti. Esta zona tiene necesidad de creer. Enciende la llama de la fe en señal de agradecimiento al Señor. Ve. Adiós.
-Dame al menos la fuerza de tu bendición, para que el demonio no se vuelva a apoderar de mí.
-No temas. Si tú no quieres, no vendrá. De todas formas, te bendigo. Ve en paz.
Las barcas se separan de la orilla en dirección este-oeste. Sólo entonces, cuando aquéllas hienden las olas sembradas de víctimas porcinas, los habitantes de la ciudad que no ha recibido al Señor se retiran del borde de la cima y se marchan.