El pequeño Benjamín de Magdala y dos parábolas sobre el Reino de los Cielos
El milagro debe haberse producido hace poco, porque los apóstoles hablan de ello y algunas personas de la ciudad – señalándose unos a otros al Maestro – lo comentan. Jesús, erguido y grave, se pone en marcha en dirección a la periferia de la ciudad, que es la parte de los pobres.
Se detiene a la altura de una casuca de la que sale, dando saltos, un niño, seguido de su madre.
-Mujer, ¿me dejas entrar en tu huerta y estar un poco, hasta que el sol deje de calentar tanto?
-Entra, Señor. A la cocina incluso, si quieres. Voy a traerte agua y alguna otra cosa.
-No trajines, me basta con estar en esta tranquila huerta.
Pero la mujer se empeña en ofrecer agua con no sé qué diluido, y se mueve por la huerta, de acá para allá, como deseosa de hablar pero sin atreverse; pone atención a sus hortalizas, aunque sólo aparentemente porque en realidad está pendiente del Maestro. Pero la molesta el niño, que, con sus gritos – cuando caza una mariposa u otro insecto – le impide oír lo que Jesús está diciendo; se pone nerviosa y… le suelta un cachete al niño, el cual ahora grita más fuerte.
Jesús – que a la pregunta de Simón el Zelote: « ¿Piensas que María esté impresionada?» estaba respondiendo: «Más de lo que parece…» – se vuelve y llama al niño, el cual corre a terminar de llorar en las rodillas de Jesús.
La mujer llama a su hijo:
-¡Benjamín, ven aquí, no molestes!
Pero Jesús dice:
-Déjalo, déjalo, que va a estarse quieto y te va a dejar tranquila – luego, al niño: «No llores. No te ha hecho daño tu mamá; lo único, te ha hecho obedecer; bueno, quería hacerte obedecer. ¿Por qué gritabas si ella quería silencio? Quizás es que se siente mal y tus gritos la molestan.
Pero el niño, inmediatamente, con esa insuperable franqueza de los niños que es la desesperación de los mayores, dice: -No. No es que se sienta mal. Lo que quería era oír lo que decías… Me lo ha dicho. Pero yo quería venir contigo, y entonces alborotaba adrede para que me mirases.
Todos se echan a reír y la mujer se pone como un tomate.
-No te ruborices, mujer. Ven aquí. ¿Me querías oír hablar? ¿Por qué?
-Porque eres el Mesías. Con el milagro que has hecho tienes que ser el Mesías… Y tenía interés en oírte. Yo no salgo nunca de Magdala, porque tengo… un marido difícil y cinco niños. El menor tiene cuatro meses… y Tú aquí no vienes nunca.
-He venido, y además a tu casa. ¿Ves?
-Por eso quería oírte.
-¿Dónde está tu marido?
-En el mar, Señor. Si no se pesca, no se come. Yo sólo tengo esta huertecilla. ¡No es suficiente para siete personas! Y, no obstante, Zaqueo quisiera que fuera suficiente…
-Ten paciencia, mujer. Todos tienen su cruz.
-¡No, no! Las desvergonzadas lo único que tienen es el placer. ¿Has visto lo que hacen las impúdicas! Gozan ellas y hacen sufrir a los demás. No se agotan, no, ni trayendo hijos a este mundo ni trabajando. No se hacen ampollas con la azada ni se despellejan las manos lavando. Se conservan guapas y frescas. La condena de Eva no es para ellas; más bien ellas son nuestra condena, porque… los hombres… Ya me entiendes.
-Entiendo, sí; pero has de saber que también tienen su tremenda cruz: la más tremenda, la que no se ve: la de la condena de su conciencia; la de la burla del mundo; la de su propia sangre, que las repudia; la de la maldición de Dios. Créeme, no son felices. No se agotan trayendo hijos a este mundo ni trabajando, no se hacen llagas en las manos bregando; y, sin embargo, se sienten igualmente deshechas; y además sienten vergüenza; y su corazón es una entera llaga. No envidies su aspecto, su lozanía, su aparente serenidad. Tras ese velo, lo que hay es una desolación mordiente y que no permite paz. No envidies su sueño, tú, madre honesta que sueñas con tus inocentes, pues la pesadilla está a su cabecera; y mañana, el día de su agonía o su vejez, remordimiento y terror…
-Es verdad… Perdona… ¿Me dejas estar aquí?
-Quédate aquí. Contaremos una bonita parábola a Benjamín. Los que no son niños, que la apliquen a sí mismos y a María de Magdala. Escuchad.
Dudáis acerca de la conversión de María al bien. No da, en efecto, ningún signo que indique este cambio. Consciente de su grado y su poder, ella, descarada e impúdica, ha osado desafiar a la gente viniendo incluso hasta el umbral de la casa donde se lloraba por causa suya. Luego, al reproche de Pedro ha respondido con una carcajada; Y a mi mirada amigable,
endureciéndose con soberbia. Vosotros quizás habríais deseado, quién por amor a Lázaro, quién por amor a mí, que le hubiera hablado directa y largamente, y que la hubiera subyugado con mi poder y le hubiese mostrado mi fuerza de Mesías Salvador. No. No es necesario tanto. Ya lo dije hace muchos meses respecto a otra pecadora: las almas deben labrarse a sí mismas. Yo paso y esparzo la semilla. Ocultamente la semilla trabaja. Hay que respetar este trabajo del alma. Si la primera semilla no arraiga en la tierra, se siembra otra, y otra… y sólo se retira uno cuando se tienen pruebas ciertas de la inutilidad de seguir sembrando. Y se ora. La oración es como el rocío, que mantiene los tormos esponjosos y nutridos, con lo que la semilla puede germinar. ¿No es lo que haces tú, mujer, con tus hortalizas?
Escuchad ahora la parábola del trabajo de Dios en los corazones para instaurar en ellos su Reino (porque cada corazón es un pequeño Reino de Dios en la tierra: después, más allá de la muerte, todos estos pequeños reinos se congregan en uno solo, en el ilimitado, santo, eterno Reino de los Cielos).
El Sembrador divino crea el Reino de Dios en los corazones. Va a su propiedad – el hombre es de Dios y, por tanto, todos los hombres inicialmente le pertenecen – y esparce su semilla; luego va a otras propiedades, a otros corazones. Suceden los días a las noches y las noches a los días: los días aportan sol y lluvias (en este caso, rayos de amor divino y efusión de la divina sabiduría que habla al espíritu); las noches, estrellas y silencio sosegado (en nuestro caso, destellos de Dios que reclaman nuestra atención y silencio para el espíritu, para que el alma se recoja y medite).
La semilla, con esta serie de favores imperceptibles – aunque potentes -, se hincha, se abre, echa raíces, arraiga fuertemente en el terreno, da sus primeras hojitas, y crece; y todo ello sin la ayuda del hombre. La tierra, espontáneamente, produce de la semilla el tierno tallo, luego se fortalece el tallo para sostener a la espiga naciente, luego la espiga se eleva, engruesa, se endurece, se dora, se hace dura, perfecta en su granazón. Una vez madura, vuelve el sembrador y mete su hoz porque a esa semilla le ha llegado el tiempo de su plenitud; no podría ganar más en perfección y por ello es cortada.
Mi palabra realiza esta misma operación en los corazones. Me refiero a los corazones que acogen la simiente. Pero el proceso es lento. No hay que actuar intempestivamente, de modo que todo se estropee. ¡Cuánto le cuesta a la pequeña semilla abrirse; cuánto, hincar en la tierra sus raíces! Pues también le es penoso al corazón duro y salvaje este proceso: debe abrirse, dejarse hurgar, acoger cosas nuevas y alimentarlas con esfuerzo, aparecer distinto al estar revestido de cosas humildes y útiles y no ya de la atractiva, pomposa e inútil exuberante floración que antes le revestía; debe conformarse con trabajar humildemente, sin atraer hacia sí la admiración, para beneficio de la Idea divina; debe exprimir todas sus capacidades para crecer y producir espiga; debe ponerse incandescente de amor para ser trigo. Y, una vez superados respetos humanos verdaderamente muy penosos, después de haber trabajado y haber sufrido y haber tomado afecto a su nueva vestidura, entonces debe despojarse de ella con cruel tajo. Dar todo para tener todo. Acabar despojo para ser revestido en el Cielo con la estola de los santos. Yo os digo que la vida del pecador que se hace santo es el combate más largo, heroico y glorioso.
Por cuanto os acabo de decir, comprended que es justo que actúe con María como lo estoy haciendo. ¿Actué contigo, Mateo, de forma distinta?
.No, mi Señor.
-Dime la verdad, ¿te persuadió más mi paciencia o las acerbas reprensiones de los fariseos?
-Tu paciencia. Tanto, que estoy aquí. Los fariseos, con sus desdenes y anatemas, me hacían desdeñoso, y, por desdén, hacía más mal aún de cuanto hasta entonces había hecho. Pasa eso; uno se endurece más cuando, estando en pecado, se siente tratado como un pecador; pero cuando, en vez de un insulto recibimos una caricia, primero nos quedamos asombrados, luego lloramos… y, cuando se llora, la armadura del pecado – desencajados sus pernos – se derrumba. Entonces nos quedamos desnudos ante la Bondad y le suplicamos con el corazón que nos revista de sí misma.
Es así, como has dicho. Benjamín, ¿te gusta la historia? ¿Sí? ¡ Muy bien! Pero, ¿dónde está tu mamá?
Responde Santiago de Alfeo: «A1 final de la parábola ha salido y se ha ido corriendo por aquella calle. -Iría al mar, para ver si venía su marido – dice Tomás.
-No. Ha ido a casa de su madre, que es anciana, a recoger a mis hermanitos. Mi mamá los lleva allí para poder trabajar – dice el niño, apoyado con confianza en las rodillas de Jesús.
-¿Y tú estás aquí, hombre? ¡Un buen áspid debes ser para que te tenga solo! – observa Bartolomé.
-Soy el mayor, y le ayudo…
-A ganarse el Paraíso. ¡Pobre mujer! ¿Cuántos años tienes? – pregunta Pedro.
-Dentro de tres años soy hijo de la Ley – dice altivo el pillín.
-¿Sabes leer? – pregunta Judas Tadeo.
-Sí… pero voy despacio porque… el maestro me echa casi todos los días…
-¡Ya lo decía yo! – observa Bartolomé.
-¡Lo hago porque el maestro es viejo y feo y siempre está diciendo las mismas cosas que le hacen dormirse a uno! Si fuera como Él – señala a Jesús – estaría atento. ¿Tú pegas, si uno se duerme o juega?
-No pego a nadie. Yo digo a mis discípulos: «Estad atentos por el bien vuestro y por amor a mí» – responde Jesús. -¡ Eso, así sí! Por amor, sí; no por miedo.
-Si cambias y eres bueno, el maestro te estimará.
-¿Tú quieres sólo al que es bueno? Hace poco has dicho que has tenido paciencia con éste, que no era bueno… – La lógica infantil es asediadora.
-Soy bueno con todos; pero a quien se hace bueno le quiero muchísimo y con él soy bueno de forma especialísima. El niño piensa un momento… luego levanta la cabeza y le pregunta a Mateo:
-¿Cómo has conseguido hacerte bueno?
-Lo he querido a Él.
El niño se queda pensando otro poco, mira a los doce y dice a Jesús:
-¡Éstos son todos buenos?
-Ciertamente.
-¿Estás seguro? A veces yo hago como que soy bueno, y es cuando quiero hacer una gamberrada mayor.
La carcajada de todos es estrepitosa; incluso se ríe él, el hombrecito en vías de confesarse; y se ríe Jesús, que lo estrecha contra su corazón y lo besa.
El niño, que ya se ha hecho muy amigo de todos, quiere jugar, y dice:
-Ahora te digo yo quién es bueno – y empieza a elegir. Mira a todos y va derecho hacia Juan y Andrés, que están juntos,
y dice:
-Tú y tú. Venid aquí.
Luego elige a los dos Santiagos y los pone con ellos. Luego a Judas Tadeo. Se queda muy pensativo ante el Zelote y Bartolomé, y dice: «Sois viejos, pero buenos» y los pone con los otros. Considera a Pedro – que sufre el examen poniendo ojos amenazadores en plan de chufla – y lo ve bueno. También pasan Mateo y Felipe. A Tomás le dice: «Tú te ríes demasiado. Yo estoy en serio. ¿No sabes que mi maestro dice que el que siempre se ríe yerra en el momento de la prueba?». Pero también pasa Tomás; con nota baja, pero pasa el examen. Luego el niño vuelve a donde Jesús.
-¡Eh, mono, que también estoy yo! ¡ No soy ningún árbol. Soy joven y guapo. ¿Por qué no me examinas? – dice Judas Iscariote.
-Porque no me gustas. Mi mamá dice que cuando una cosa no gusta no se toca; se deja encima de la mesa, para que se la coman las personas a quienes les guste. Y también dice que si una persona ofrece una cosa que no nos gusta no se dice: «No me gusta», sino «Gracias, no tengo hambre». Y yo no tengo hambre de ti.
-¿Cómo es eso? Mira, si me dices que soy bueno te doy esta moneda.
-¿Y qué hago con ella? ¿Qué compro con una mentira? Mi mamá dice que el dinero conseguido con engaño es paja. Una vez conseguí de su madre anciana con una mentira un didracma para comprarme bollos de miel y por la noche se transformó en paja; lo había puesto en aquel agujero, debajo de la puerta, para cogerlo a la mañana siguiente y encontré sólo un manojo de paja.
-Pero, ¿por qué no me ves bueno? ¿Qué tengo? ¿Soy bisulco? ¿Soy feo?
-No, pero me das miedo.
-¿Por qué? – pregunta Judas acercándose al niño.
-No lo sé. Déjame. No me toques, que te araño.
-¡Qué erizo! ¡Está chalado! – Judas se ríe forzadamente.
-No estoy chalado. Tú eres malo – y el niño se refugia en el regazo de Jesús, que lo acaricia sin decir nada. Los apóstoles hacen broma de lo sucedido, poco lisonjero para Judas.
Entretanto la mujer está ya de regreso, con unas doce personas, a las que se van añadiendo otras. Serán ahora unas cincuenta. Todas gente pobre.
-¿Quieres hablarles? A1 menos un rato. Ésta es la madre de mi marido, y éstos son mis hijos. Aquel hombre de allí es mi marido. Una palabra, Señor -dice suplicante la mujer.
-Para darte las gracias por tu hospitalidad, les hablaré.
La mujer, requerida por un niño de pecho, entra en casa; luego se sienta en el umbral de la puerta y le da el pecho.
-Escuchad. Encima de mis rodillas tengo a un niño que ha hablado muy sabiamente. Ha dicho: «Todas las cosas obtenidas con engaño se vuelven paja». Su madre le ha enseñado esta verdad. No es una fábula, es una verdad eterna. Lo que se hace sin honestidad jamás sale bien, porque la mentira, en palabras, acciones o religión, es siempre signo de alianza con Satanás, maestro de embustes.
No penséis que las obras apropiadas para conseguir el Reino de los Cielos son obras fragorosamente vistosas; son acciones continuas, normales, pero realizadas con un fin sobrenatural de amor. El amor es la simiente del árbol que, naciendo en vosotros, crece hasta el Cielo, y a su sombra nacen todas las demás virtudes. Lo compararé con un minúsculo grano de mostaza. ¡Qué pequeño es! ¡Una de las más pequeñas semillas esparcidas por el hombre! Y, no obstante, ¡fijaos qué robusto y tupido es el árbol cabal, y cuánto fruto da: no ya el cien por ciento, sino el ciento por uno! La más pequeña, pero la que trabaja más diligentemente. ¡Cuántos beneficios os proporciona!
Así es el amor. Si recogéis en vuestro seno una pequeña semilla de amor hacia nuestro santísimo Dios y vuestro prójimo, y actuáis guiados por el amor, no faltaréis contra ningún precepto del Decálogo; no mentiréis a Dios con una falsa religión (de prácticas y no de espíritu), ni al prójimo con conducta de hijos ingratos, de esposos adúlteros – o solamente demasiado exigentes -, de ladrones en las transacciones, de embusteros en la vida, de violentos hacia vuestros enemigos. Fijaos cómo, en esta hora caliente, son muchos los pajarillos que se refugian en el follaje de este huerto. Dentro de poco, ese surco plantado de mostaza – que ahora es todavía pequeña – se verá henchido de trinos de pájaros. Todas las aves vendrán al amparo y a la sombra de estos árboles tan tupidos y cómodos, y las crías de los pájaros aprenderán a usar con seguridad sus alas precisamente en medio de esa pujanza de ramas que hará de escalera para subir, de red para no caer. Así es el amor, base del Reino de Dios.
Amad y seréis amados. Amad y seréis compasivos. Amad y no seréis crueles exigiendo más de lo lícito de quien está a vosotros subordinado. Amor y sinceridad para obtener la paz y la gloria del Cielo. Si no, como ha dicho Benjamín, todas vuestras acciones realizadas mintiendo al amor y a la verdad se os transformarán en paja para vuestro lecho infernal.
No os digo nada más. Únicamente esto: tened presente el gran precepto del amor y sed fieles a Dios Verdad y a la verdad en cada una de vuestras palabras, acciones y sentimientos, porque la verdad es hija de Dios. Se trata de una continua obra de perfeccionamiento de vosotros mismos, de la misma forma que la semilla crece continuamente hasta alcanzar su perfección; es una obra silenciosa, humilde, paciente. Tened por seguro que Dios ve vuestras luchas y os premia más por
venceros en un egoísmo, por retener una palabra mezquina, por no imponer una exigencia, que no si, armados, en la batalla, matarais a vuestro enemigo. Ese Reino de los Cielos que alcanzaréis si vivís como justos está construido con las pequeñas cosas de cada día; con la bondad, la morigeración, la paciencia; contentándose con lo que uno tiene; con la mutua conmiseración; con el amor, sobre todo con el amor.
Sed buenos. Vivid en paz los unos con los otros. No murmuréis. No juzguéis. Dios estará entonces con vosotros. Os doy mi paz como bendición y agradecimiento de la fe que tenéis en mí».
Tras estas palabras, Jesús se vuelve a la mujer y dice:
-Que Dios te bendiga especialmente a ti, porque eres una santa esposa y madre. Persevera en la virtud. Adiós, Benjamín; ama cada vez más la verdad y obedece a tu madre. Descienda sobre ti y tus hermanitos la bendición. Y sobre ti, madre.
Un hombre da unos pasos hacia adelante. Se le ve confuso, balbucea; dice:
-Yo… yo… estoy impresionado por lo que dices de mi mujer… No sabía…
-¿Es que no tienes ojos e inteligencia?
-Sí.
-¿Y por qué no los usas? ¿Quieres que te los esclarezca?
-Ya lo has hecho, Señor. De todas formas, yo la amo; lo que pasa es que uno se acostumbra… y… y…
-Y cree lícito pretender demasiado porque el otro es mejor que nosotros… No lo hagas más. Tu trabajo te pone en continuo peligro. No temas las borrascas, si Dios está contigo; mas teme mucho si lo que está contigo es la Injusticia. ¿Comprendes?
-Más de lo que has dicho. Trataré de obedecerte… Yo no sabía… no sabía…- Y mira a su mujer como si la estuviera viendo por primera vez.
Jesús da su bendición y sale a la callejuela, y reanuda su camino hacia los campos.