Controversia en la cocina de Pedro en Betsaida. Explicación de la parábola del sembrador. La noticia de la segunda captura de Juan el Bautista
Estamos de nuevo en la cocina de la casa de Pedro. La cena debe haber sido abundante, como se deduce de los platos con los restos de pescado y carne, de quesos, de diversos tipos de fruta seca – o pasa al menos -, de bollos de miel, amontonados sobre una especie de bazar que recuerda un poco a nuestros aparadores toscanos en que se amasa y conserva el pan; y de las ánforas y copas que están todavía encima de la mesa.
La mujer de Pedro debe haber hecho milagros para que su marido se sintiera contento, y debe haber estado trabajando todo la jornada. Ahora, cansada pero contenta, está en su rinconcillo mientras escucha lo que dice su marido y los demás; está mirando a su Simón, que para ella debe ser un gran hombre, aunque un poco exigente; cuando le oye hablar con palabras nuevas, con esa boca que antes no hablaba sino de barcas, redes, pescado y dinero, parpadea incluso, como deslumbrada por una luz demasiado intensa. Pedro esta noche, sea por la alegría de tener a su mesa a Jesús, sea por la alegría de la abundante comida consumida, está verdaderamente inspirado: se revela en él el futuro Pedro predicando a las muchedumbres.
No sé qué observación de uno de los compañeros ha originado la respuesta escultórica de Pedro:
-Les sucederá como a los constructores de la torre de Babel: su misma soberbia provocará la destrucción de sus teorías y morirán aplastados.
Andrés objeta a su hermano:
-Pero Dios es Misericordia. Impedirá que se derrumben para darles tiempo de arrepentirse.
-¡Que te crees tú eso! Coronarán su soberbia con la calumnia y la persecución. Ya lo veo venir. Nos perseguirán, cual testigos odiosos, para disgregarnos. Y, por su ataque insidioso contra la Verdad, Dios tomará venganza y perecerán. -¿Tendremos la fuerza suficiente para resistir? – pregunta Tomás.
-Por mí mismo no la tendría, pero confío en Él – dice Pedro señalando al Maestro, el cual está escuchando y guarda silencio, con la cabeza un poco inclinada como para tener escondida la expresión de su rostro.
-.Yo pienso que Dios no nos someterá a pruebas superiores a nuestras fuerzas – dice Mateo.
-O que, cuando menos, aumentará las fuerzas proporcionalmente a la magnitud de las pruebas – concluye Santiago de
Alfeo.
-Ya lo está haciendo. Yo era rico y poderoso. Si Dios no me hubiera querido conservar para un fin suyo, yo me habría hundido en la desesperación cuando estaba leproso y me perseguían. Me habría ensañado conmigo mismo… Y, sin embargo, en medio del abatimiento completo en que me encontraba, recibí de lo alto una riqueza nueva que nunca antes había poseído, la riqueza de una persuasión: «Dios existe». Antes… Dios… Sí… era creyente, era un fiel israelita… pero era una fe de formalismos. Y me parecía que el premio a esta fe fuera siempre inferior a mis virtudes. Me permitía polemizar con Dios porque me sentía todavía algo sobre la faz de la tierra. Simón Pedro tiene razón. Yo también estaba construyendo una torre de Babel con las autoalabanzas y las satisfacciones a mi yo. Cuando se me vino todo encima y quedé, como un gusano, aplastado por el peso de toda esta inutilidad humana, dejé de polemizar con Dios, para pasar a hacerlo conmigo mismo, con mi loco yo-mismo, y acabé
de demolerlo. Y, a medida que lo hacía, abriendo paso a lo que yo creo que es el Dios inmanente en nuestro ser de terrestres, obtenía una fuerza, una riqueza, nueva: la certeza de que no estaba solo y de que Dios velaba por el hombre vencido por el hombre y por el mal.
-¿Para ti qué es Dios; esto que has dicho: «el Dios inmanente en nuestro ser de terrestres”? ¿Qué quieres decir con eso? No te comprendo, y además me parece una herejía. A Dios lo conocemos a través de la Ley y los Profetas, y no hay otro Dios – dice un poco severo Judas Iscariote.
-Si aquí estuviera Juan, te lo diría mejor que yo. De todas formas, te lo diré como sé. Es verdad que a Dios lo conocemos a través de la Ley y los Profetas. Pero, ¿en qué lo conocemos?, ¿cómo?
Judas de Alfeo interviene inmediatamente:
-Poco y mal. Los Profetas que nos lo describieron… lo conocían; pero nosotros tenemos de Él la idea confusa filtrada a través de todo un montón de estorbos acumulados por las sectas…
-¿Sectas? ¿Qué palabras son ésas? Nosotros no tenemos sectas. Nosotros somos los hijos de la Ley… todos – dice Judas Iscariote, indignado y agresivo.
-Los hijos de las leyes. No de la Ley. Hay una ligera diferencia. Del singular al plural. Pero en realidad ello significa que ya no somos hijos de lo que Dios nos ha dado sino de lo que nosotros hemos creado – rebate Judas Tadeo.
-Las leyes han nacido de la Ley – dice Judas Iscariote.
-También las enfermedades nacen de nuestro cuerpo, y no me vas a decir ahora que son cosas buenas – replica Judas
Tadeo.
-Bueno, dejadme saber lo que es el Dios inmanente de Simón Zelote.
Judas Iscariote, que no puede replicar a esta observación de Judas de Alfeo, trata de llevar de nuevo la cuestión al punto de partida.
Simón Zelote dice:
-Nuestros sentidos necesitan siempre un término para aferrar una idea. Cada uno de nosotros – me refiero a nosotros creyentes – cree, claro está, por la misma fe, en el Altísimo, Señor y Creador, eterno Dios que está en el Cielo. Pero todos necesitamos algo más que esta fe desnuda, virgen incorpórea, adecuada y suficiente para los ángeles, que ven y aman a Dios espiritualmente compartiendo con Él la naturaleza espiritual y teniendo la capacidad de ver a Dios. Nosotros necesitamos crearnos una «figura» de Dios, figura que está hecha de las cualidades esenciales que ponemos en Dios para dar un nombre a su perfección absoluta, infinita. Cuanto más se concentra el alma más alcanza la exactitud en el conocimiento de Dios. Pues bien, lo que yo digo es esto: el Dios inmanente. No soy un filósofo. Quizás haya aplicado mal la palabra. Lo que quiero decir, en definitiva, es que para mí el Dios inmanente es el hecho de sentir, de percibir, a Dios en nuestro espíritu, y sentirlo y percibirlo no ya como una idea abstracta sino como real presencia que da fortaleza y paz nuevas.
-De acuerdo. Pero, en definitiva, ¿cómo lo sentías? ¿Qué diferencia hay entre sentir por fe y sentir por inmanencia? – pregunta un poco irónico Judas Iscariote.
-Dios es seguridad, muchacho – interviene Pedro -. Cuando lo sientes como dice Simón, con esa palabra cuyo espíritu comprendo aunque no la entienda como tal palabra – y, créeme, nuestro mal consiste en entender sólo la letra y no el espíritu de las palabras de Dios -, quiere decir que logras aferrar no sólo el concepto de la majestad terrible sino de la paternidad dulcísima de Dios; quiere decir que sientes que, aunque todo el mundo te juzgara y condenara injustamente, Uno sólo, El, el Eterno, que te es padre, no te juzga sino que te absuelve y te consuela; quiere decir que sientes que, aunque todo el mundo te odiase, sentirías en ti la presencia de un amor más grande que todo el mundo; quiere decir que, segregado de los demás, en una cárcel o en un desierto, sentirías siempre que Uno te habla y te dice: «Sé santo para ser como tu Padre»; quiere decir que por el amor verdadero a este Padre Dios – que por fin uno llega a sentir tal – se acepta, se obra, se toma o se deja, sin medidas humanas, pensando sólo en devolver amor por amor, en copiar lo más posible a Dios en las propias acciones.
-¡Eres soberbio! ¡Copiar a Dios! No te es concedido – juzga Judas Iscariote.
-No es soberbia. El amor lleva a la obediencia. Copiar a Dios me parece también una forma de obediencia porque Dios dice que nos ha hecho a su imagen y semejanza – replica Pedro.
-Nos ha hecho. Nosotros no debemos ir más arriba.
-¡Mira chico, eres un desdichado si piensas así! Olvidas que caímos y que Dios nos quiere volver a elevar a lo que
éramos.
Jesús toma la palabra:
-Más todavía, Pedro, Judas, y vosotros todos, más todavía. La perfección de Adán era susceptible de aumento mediante el amor que le habría conducido a una imagen progresivamente más exacta de su Creador. Adán, sin la mancha del pecado, habría sido un tersísimo espejo de Dios. Por esto digo: «Sed perfectos como perfecto es el Padre que está en los Cielos». Como el Padre, por tanto, como Dios. Pedro ha hablado muy bien, y Simón también. Os ruego que recordéis las palabras de ambos y que las apliquéis a vuestras almas.
Falta poco para que la mujer de Pedro se desmaye de la alegría de sentir alabar de este modo a su marido. Llora en su velo, serena y dichosa.
Pedro se pone tan colorado, que da la impresión de que le esté viniendo un ataque apopléjico. Permanece mudo durante unos momentos y luego dice:
-Bueno, pues entonces dame el premio. La parábola de esta mañana…
También los otros se unen a Pedro diciendo:
-Sí. Lo has prometido. Las parábolas sirven para hacer comprender la comparación, pero nosotros comprendemos que su espíritu supera la comparación.
-¿Por qué les hablas en parábolas?
-Porque a ellos no se les concede entender más de lo que explico. A vosotros se os tiene que dar mucho más, porque vosotros, mis apóstoles, debéis conocer el misterio; por tanto, se os concede entender los misterios del Reino de los Cielos. Por esto os digo: «Preguntad, si no comprendéis el espíritu de la parábola». Vosotros dais todo, y todo se os debe dar, para que a vuestra vez podáis dar todo. Vosotros dais todo a Dios: afectos, tiempo, intereses, libertad, vida. Y Dios os da todo, para compensaros y haceros capaces de dar todo en nombre de Dios a quienes vienen después de vosotros. De este modo, a quien ha dado le será dado, y con abundancia; pero, a quien sólo ha dado parcialmente o no ha dado en absoluto, le será incluso quitado lo que tenga.
Les hablo en parábolas para que viendo vean sólo lo que les ilumina su voluntad de seguir a Dios; para que oyendo – con la misma voluntad de adhesión – oigan y comprendan. ¡Vosotros veis! Muchos oyen mi palabra, pocos se adhieren a Dios; es incompleta la buena voluntad de sus espíritus. En ellos se cumple la profecía de Isaías: «Oiréis con los oídos pero no comprenderéis, miraréis con los ojos pero no veréis». Porque este pueblo tiene un corazón insensible; sus oídos son duros y han cerrado los ojos para no oír y para no ver, para no comprender con el corazón y no convertirse para que los cure. ¡Pero, dichosos vosotros por vuestros ojos que ven, por vuestros oídos que oyen, por vuestra buena voluntad!
En verdad os digo que muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros veis y no lo vieron y oír lo que vosotros oís pero no lo oyeron. Se consumieron en el deseo de comprender el misterio de las palabras, pero, apagada la luz de la profecía, las palabras permanecieron como carbones apagados, incluso para el santo que las había recibido.
Sólo Dios se devela a sí mismo. Cuando su luz se retira, terminada su intención de iluminar el misterio, la incapacidad de comprender envuelve – como las vendas de una momia – la regia verdad de la palabra recibida. Por esto te he dicho esta mañana: «Un día volverás a encontrar todo lo que te he dado». Ahora no puedes retenerlo. Pero tiempo llegará en que recibirás la luz, no sólo por un instante sino en un inseparable desposorio del Espíritu eterno con el tuyo, por lo que será infalible tu magisterio respecto a las cosas del Reino de Dios. Y, como en ti, en tus sucesores, si viven de Dios como su único pan.
(Si viven de Dios como su único pan: es una condición puesta a la infalibilidad pontificia. Tal condición debió provocar una objeción por parte del Padre Migliorini, sacerdote que revisaba y escribía a máquina los escritos de María Valtorta, quien le especificó la nota aclaratoria de Jesús al respecto: “Es cierto que la existencia de la infalibilidad papal en cosas de espíritu, en cualquier Vicario mío, prescindiendo de su forma de vida y posesión de virtud, es verdad definida. Pero es también cierto que no podréis encontrar un dogma definido y proclamado por Papas privados – notoriamente o no – de mi Gracia. El alma privada de la Gracia no puede tener como amigo al Espíritu Santo. […] Descansad, por tanto, en esta certeza: que los dogmas son verdaderos, que la infalibilidad existe, porque Yo no concedo dogmas a quien no lo mereciera. Y esto estaba incluido en la frase que ha suscitado la objeción».
E1 mismo concepto está presente en las palabras de Jesús al apóstol Santiago de Alfeo: Dios dará la Luz según los grados que tengáis. Dios no os dejará sin la Luz, a menos que la Gracia no quede apagada en vosotros por el pecado”)
Escuchad ahora el espíritu de la parábola.
Tenemos cuatro tipos de campos: los fértiles, los espinosos, los pedregosos y los que están llenos de senderos. Tenemos también cuatro tipos de espíritus.
Por una parte, están los espíritus honestos, los espíritus de buena voluntad, preparados por esta misma buena voluntad y por la obra buena de un apóstol, de un «verdadero» apóstol. Porque hay apóstoles que tienen el nombre pero no el espíritu de apóstoles: su efecto sobre las voluntades que se están formando es más mortífero que los propios pájaros, espinos y piedras; con sus intransigencias, prisas, reprensiones y amenazas, trastocan todo, de tal forma, que alejan para siempre de Dios. Hay otros que, al contrario, por regar continuamente benevolencia desfasada, ajan la semilla en un terreno demasiado blando. Enervan, con su enervamiento, las almas que están bajo su custodia. Mas refirámonos a los verdaderos apóstoles, es decir, a los espejos límpidos de Dios: son paternos, misericordiosos, pacientes, y, al mismo tiempo, fuertes como su Señor. Pues bien, los espíritus preparados por éstos y por la propia voluntad se pueden comparar a los campos fértiles, exentos de piedras y zarzas, limpios de malas hierbas y cizaña; en ellos prospera la palabra de Dios; cada palabra – una semilla – produce una macolla y luego espigas maduras, y da en unos casos el cien, en otros el sesenta, en otros el treinta por ciento. ¿Entre los que me siguen hay de éstos? Sin duda. Y serán santos. Los hay de todas las castas, de todos los países, incluso gentiles hay (que darán también el cien por ciento por su buena voluntad; por ella únicamente, o también, además de por ella, por la de un apóstol o discípulo que me los prepara).
Los campos espinosos son aquellos en que la indolencia ha dejado penetrar espinosas marañas de intereses personales que ahogan la buena semilla. Es necesaria siempre una vigilancia sobre uno mismo; siempre, siempre… Nunca decir: «¡Ya estoy formado, he recibido ya la semilla, puedo estar tranquilo porque daré semilla de vida eterna!». Es necesaria siempre una vigilancia: la lucha entre el Bien y el Mal es continua. ¿Alguna vez os habéis parado a observar una colonia de hormigas que se establece en una casa? Ya se las ve junto al hogar. La mujer ya no vuelve a dejar alimentos allí sino que los pone encima de la mesa; mas el olfato de las hormigas examina el aire y asaltan la mesa. La mujer pone los alimentos en el aparador, pero ellas pasan adentro a través de la cerradura. Entonces la mujer cuelga del techo esos alimentos, pero las hormigas recorren un largo camino por paredes y viguetas, bajan por la cuerda y comen. Entonces la mujer las quema, las envenena… y se queda tranquila creyendo que las ha destruido. ¡Ah, si no vigila, qué sorpresa! Ya salen las otras nuevas que han nacido… y vuelta a empezar. Esto durante el tiempo que dura la vida. Es necesario vigilarse para extirpar las plantas malas desde el primer momento en que aparecen; si no, harán un techo de zarzas y ahogarán el trigo. Los cuidados mundanos, el engaño de las riquezas, crean la maraña, ahogan la planta de la semilla de Dios y no dejan que llegue a hacerse espiga.
¿Y las tierras pedregosas?… ¡Cuántas hay en Israel!… Son las que pertenecen a los «hijos de las leyes» como muy acertadamente ha dicho mi hermano Judas. Estas tierras no tienen la piedra única del Testimonio; no, la piedra de la Ley, sino el pedregal de las pequeñas, pobres, humanas leyes creadas por los hombres; muchas, tantas, que con su peso han reducido a lascas incluso la piedra de la Ley. Se trata de un deterioro que impide completamente la radicación de las semillas. La raíz no
tiene ya alimento. No hay tierra, no hay sustancia. El agua, estancándose sobre el suelo de piedras, pudre; el sol se pone al rojo en esas piedras y quema las plantas tiernas. Son los espíritus de los que en lugar de la sencilla doctrina de Dios ponen complicadas doctrinas humanas. Reciben mi palabra hasta incluso con alegría; momentáneamente se sienten impresionados y seducidos por ella; pero luego… Sería necesario tener el heroísmo de trabajar duro para limpiar el campo, el espíritu y la mente de todo el pedregal de los oradores vacíos. Entonces la semilla echaría raíz y se haría una fuerte macolla. Sin embargo, así no es nada. Es suficiente un temor a represalias humanas, es suficiente la reflexión: «¿Y luego?, ¿qué respuesta voy a recibir de los poderosos?», para que la pobre semilla, carente de alimento, languidezca. Es suficiente con que todo el pedregal se remueva con el sonido vano de los centenares de preceptos que han reemplazado al Precepto, para que el hombre perezca con la semilla recibida… Israel está lleno de ello. Esto explica por qué el ir a Dios está en razón inversa del poder humano.
Por último, las tierras surcadas de caminos, polvorientas, desnudas. Las de los mundanos, las de los egoístas. Su comodidad es su ley; su fin, gozar. No trabajar, sino vivir en la indolencia, reír, comer… En ellos reina el espíritu del mundo. El polvo de la mundanidad recubre el terreno y éste se hace arenoso. Los pájaros, o sea, el producto de su molicie, se lanzan hacia esos mil senderos que han sido abiertos para hacer más fácil la vida; luego el espíritu del mundo, o sea, el Maligno, picotea y destruye todas las semillas caídas en este terreno abierto a toda sensualidad y ligereza.
¿Habéis comprendido? ¿Tenéis algo más que preguntar? ¿No? Pues entonces podemos retirarnos a descansar para salir mañana para Cafarnaúm. Tengo que visitar todavía un lugar antes de emprender el viaje hacia Jerusalén para la Pascua. -¿Vamos a pasar otra vez por Arimatea? – pregunta Judas Iscariote.
-No es seguro. Según que los…
Llaman enérgicamente a la puerta.
-¿Quién podrá ser a esta hora? – dice Pedro levantándose para ir a abrir.
.. Son las
Se presenta Juan. Agitado, lleno de polvo, con claros signos de llanto en su rostro.
-¿Tú aquí? – gritan todos – ¿Pero qué ha pasado?
Jesús, que se ha puesto en pie, se limita a decir:
-¿Dónde está mi Madre?
Juan, dando unos pasos y yendo a arrodillarse a los pies de su Maestro, tendiendo los brazos hacia delante como pidiendo ayuda, dice:
-Tu Madre está bien, pero llorando como yo, como muchos otros, y te ruega que no vayas donde Ella siguiendo el curso del Jordán por la parte nuestra. Me ha hecho regresar por este motivo, porque… porque Juan, tu primo, ha sido apresado…
Y Juan llora mientras entre los presentes se forma un gran alboroto.
Jesús se pone muy pálido, pero no se agita; solamente dice:
-Levántate y habla.
-Iba hacia abajo con la Madre y las mujeres. También estaban con nosotros Isaac y Timoneo. Tres mujeres y tres hombres. Cumplí tu orden de conducir a María donde Juan… ¡Ah, sabías que era el último adiós… que debía ser el último adiós!… La tormenta de hace unos días nos obligó a detenernos unas horas, pocas pero suficientes para que Juan no pudiera ya ver a María… Llegamos a la hora sexta. Él había sido capturado en la hora del galicinio…
-¿Dónde? ¿Cómo? ¿Quién? ¿En su cueva?». Todos preguntan, todos quieren saber.
Lo han traicionado… ¡El que lo ha hecho ha usado tu Nombre para traicionarlo!
-¡Qué horror! ¿Quién habrá sido? – gritan todos.
Juan, estremeciéndose, manifestando levemente este horror que ni siquiera el aire debería oír, declara: -Un discípulo suyo…
El alboroto se hace máximo: quién maldice, quién llora, quién está estupefacto, como estatuario.
Juan se echa al cuello de Jesús y grita:
-¡Tengo miedo por ti!, ¡ por ti!, ¡ por ti! Los traidores acompañan a los santos y por oro se venden, por oro y por miedo a los poderosos, por sed de premio, por… por obediencia a Satanás. ¡Por mil cosas!, ¡por mil! ¡Oh! ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Qué dolor! ¡Mi primer maestro! ¡Mi Juan! ¡Tú me has si-do dado por él!
-¡Tranquilo! ¡Tranquilo! No me sucederá nada por ahora.
-¿Y después? ¿Y después? Me miro… miro a éstos… tengo miedo de todos, incluso de mí mismo. Estará entre nosotros tu traidor…
-¿Pero estás loco? ¡Lo haríamos trizas! – grita Pedro.
Y Judas Iscariote:
-¡Loco de verdad! No seré yo jamás ése. Pero, si me sintiera debilitado hasta el punto de poderlo ser, me quitaría la vida: sería mejor que ser deicida.
Jesús se libera del abrazo de Juan y zarandea rudamente a Judas Iscariote, diciendo: —
-¡No blasfemes! Nada te podrá debilitar, si tú no quieres. Y si así sucediera, llora, y no cometas otro delito además del deicidio. Se hace débil quien, motu propio, se vacía de Dios.
Luego vuelve donde Juan, que está llorando con la cabeza apoyada sobre la mesa, y dice:
-Habla con orden. Yo también estoy sufriendo. Era mi propia sangre, y además mi Precursor.
-Sólo he visto a los discípulos, a una parte de ellos, consternados y enfurecidos contra el traidor; los otros habían acompañado a Juan hacia la prisión para estar junto a él en la hora de la muerte.
-Pero todavía no ha muerto… La otra vez pudo huir – dice Simón Zelote, que estima mucho a Juan, queriendo consolar. -No ha muerto todavía, pero morirá – responde Juan.
-Sí. Morirá. Él lo sabe y Yo también. Nada ni nadie lo salvará esta vez. ¿Cuándo? No lo sé. Sé que no saldrá vivo de las manos de Herodes.
-Sí, de Herodes. Escucha. Juan fue hacia esa hoz por donde pasamos también nosotros regresando a Galilea, entre el Ebal y el Garizim, porque el traidor le había dicho: «El Mesías ha sido agredido por unos enemigos y está muriendo. Quiere verte para confiarte un secreto». Y Juan fue, con el traidor y con algún otro. Acechaban en la hoz los soldados de Herodes, y lo prendieron. Los otros huyeron y llevaron la noticia a los discípulos que se habían quedado cerca de Enón. Acababan de llegar, cuando me presenté yo con la Madre. Lo que es horrible es que era uno de nuestras ciudades… y que a la cabeza del complot preparado para apresarlo estaban los fariseos de Cafarnaúm. Habían ido a verlo diciendo que Tú habías estado en su casa y que de allí partías para Judea… No habría abandonado su refugio sino por ti…
Un silencio de tumba sigue a la narración de Juan. Jesús parece desangrado, con los ojos de un color azul oscurísimo y como empañados. Tiene la cabeza agachada, la mano – recorrida por un ligero temblor – en el hombro de Juan. Ninguno se atreve a hablar.
Jesús rompe el silencio:
-Iremos a Judea por otro camino. Pero mañana tengo que ir a Cafarnaúm. Lo antes posible. Descansad. Voy a subir por entre los olivos. Necesito estar solo.
Y sale sin decir nada más.
-Sin duda va allí a llorar – musita Santiago de Alfeo – Sigámoslo, hermano – dice Judas Tadeo.
-No. Dejadlo llorar. Vayamos sólo a la escucha, caminando despacio, porque temo asechanzas por todas partes – responde el Zelote.
-Sí. Vamos. Los pescadores, siguiendo la orilla; así, si alguien viene por el lago lo veremos; y vosotros por los olivos. Estará, sin duda, en su sitio de costumbre, junto al nogal. A1 alba prepararemos las barcas para salir temprano. ¡Esas serpientes! ¡Ya lo decía yo! Pe-ro… ¡di, muchacho!, ¡la Madre está verdaderamente a salvo?
-¡Sí, sí; se han quedado con Ella también los pastores discípulos de Juan! ¡Andrés… no volveremos a ver a nuestro Juan! -¡Calla! ¡Calla! Me parece el canto del cuco… Uno precede al otro y … y…
-¡Por el Arca santa! ¡Callad! ¡Si seguís hablando de desgracias respecto al Maestro, empiezo por vosotros a haceros probar el sabor de mi remo en los lomos! – grita Pedro enfurecido – Vosotros – dice luego a los que van a estar entre los olivos – coged garrotes, ramas gordas… allí hay, en la leñera; diseminaos armados. El primero que se acerque a Jesús para causarle daño es hombre muerto.
-¡Discípulos! ¡Discípulos! ¡Hay que ser cautos con los nuevos! – exclama Felipe.
El nuevo discípulo se siente herido y pregunta:
-¿Dudas de mí? Él me ha elegido y me ha llamado.
-No lo digo de ti. Lo digo de los que son escribas y fariseos y de sus adoradores. De ahí vendrá la ruina, creedlo. Salen y se diseminan, o en las barcas o entre los olivos de las colinas, y todo termina.